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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Las lunas de Júpiter

BOOK: Las lunas de Júpiter
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El sistema solar ha sido colonizado por la Tierra, unificada bajo el gobierno del Consejo de las Ciencias. Un importantísimo experimento sobre viajes espaciales, capaz de revolucionar la astronáutica, es saboteado diabólicamente por un misterioso enemigo a quien Lucky Starr, joven agente especial del Consejo de Ciencias, y su inseparable amigo Bigman, deberán desenmascarar.

Isaac Asimov

Las lunas de Júpiter

Lucky Starr V

ePUB v1.1

Volao
26.10.11

1 DIFICULTADES EN JÚPITER NUEVE

Júpiter era un círculo casi perfecto de luz cremosa, con un diámetro aparente que equivalía a la mitad del de la Luna vista desde la Tierra, y una séptima parte de su luminosidad a causa de la gran distancia que le separaba del Sol. Aun así, constituía un hermoso e impresionante espectáculo.

Lucky Starr lo contempló pensativamente. Las luces de la sala de mandos estaban apagadas y Júpiter se hallaba centrado en la visiplaca, haciendo que su luz mortecina convirtiera a Lucky y su compañero en poco más que dos sombras. Lucky dijo:

—Si Júpiter fuera hueco, Bigman, podrías meter mil trescientos planetas del mismo tamaño que la Tierra y no podrías llenarlo del todo. Es mayor que todos los demás planetas juntos.

John Bigman Jones, que no permitía a nadie que le diera otro nombre que Bigman, y que medía un metro cincuenta y siete si se estiraba un poco, censuraba todo lo que fuera grande, excepto Lucky. Dijo: —¿Y de qué sirve? No se puede aterrizar en él. Ni siquiera se puede uno acercar.

—Quizá nunca aterricemos en él —repuso Lucky—, pero sí que podremos acercarnos en cuanto las naves Agrav estén terminadas.

—Con los sirianos en el asunto —dijo Bigman, frunciendo el ceño en la penumbra—, no nos quedará más remedio que asegurarnos que así sea. —Bueno, Bigman, ya veremos.

Bigman descargó su minúsculo puño derecho sobre la palma abierta de su otra mano. —Arenas de Marte, Lucky, ¿cuánto rato tendremos que estar esperando aquí?

Se hallaban en la nave de Lucky, la Shootíng Starr, que estaba en órbita alrededor de Júpiter, una vez hubo igualado su velocidad con Júpiter Nueve, el satélite más exterior del gigantesco planeta.

El satélite se mantenía estacionario a mil quinientos kilómetros de distancia. Oficialmente, su nombre era Adrastea, pero a excepción de los más grandes y cercanos, los satélites de Júpiter se conocían normalmente por medio de números. Júpiter Nueve sólo tenía ciento cuarenta y dos kilómetros de diámetro, y en realidad no era más que un asteroide, pero parecía más grande que el distante Júpiter, a veintitrés millones de kilómetros. El satélite era una escarpada roca, gris y amenazante a la débil luz del Sol, y de escaso interés. Tanto Lucky como Bigman habían visto un centenar de panoramas semejantes en la zona de los asteroides.

Sin embargo, en un sentido era diferente. Bajo su corteza, un millar de hombres y muchos millones de dólares estaban en acción para producir unas naves que fueran inmunes a los efectos de la gravedad.

No obstante, Lucky prefería contemplar Júpiter. Incluso a su presente distancia de la nave (en realidad tres quintas partes de la distancia entre Venus y la Tierra en su punto más próximo), Júpiter exhibía un disco lo bastante grande como para distinguir sus zonas coloreadas a simple vista. Éstas eran de color rosa pálido y azul verdoso, como si un niño hubiera metido los dedos en pintura líquida y los hubiera pasado sobre la imagen de Júpiter.

Lucky casi se olvidaba del carácter mortífero de Júpiter al considerar su belleza. Bigman tuvo que repetir su pregunta en voz más alta.

—Oye, Lucky, ¿cuánto rato tendremos que estar esperando aquí?

—Ya sabes la respuesta, Bigman. Hasta que el comandante Donahue venga a recogernos. —Esa parte ya la conozco. Lo que yo quiero saber es por qué tenemos que esperarle. —Porque él nos lo ha pedido.

—Oh, nos lo ha pedido. ¿Quién se cree ese tipo que es? —El director del proyecto Agrav —dijo Lucky pacientemente.— —Aunque lo sea, tú no tienes por qué obedecerle, ¿sabes? —

Bigman era plena y agudamente consciente de los poderes de Lucky. Como miembro titular del Consejo de Ciencias, la desinteresada y brillante organización que combatía a los enemigos de la Tierra dentro y fuera del Sistema Solar, Lucky Starr podía tomar sus propias decisión incluso frente a personas de la más alta graduación.

Pero Lucky no pensaba hacer tal cosa. Júpiter era un peligro conocido, un planeta de insoportable gravedad; pero la situación en Júpiter Nueve era aún más peligrosa porque no se conocían los puntos exactos de peligro... y hasta que Lucky supiera algo más, avanzaría con sumo cuidado. —Ten paciencia, Bigman —dijo. Bigman refunfuñó y encendió la luz.

—No vamos a estar contemplando Júpiter durante todo el día, ¿verdad?

Se aproximó a la pequeña criatura venusiana que subía y bajaba con rápidas sacudidas en su pecera llena de agua situada en una esquina de la sala de mandos. La escudriñó a conciencia, mientras su boca esbozaba una sonrisa de placer. La V-rana siempre producía el mismo efecto en Bigman, o bien en cualquier otro. La V-rana era natural de los océanos venusianos, una cosa diminuta que a veces parecía ser toda ojos y pies. Tenía el cuerpo verde y similar al de una rana y no media más que quince centímetros de longitud. Sus dos grandes ojos sobresalían como un par de moras relucientes, y su pico afilado y enérgicamente curvado se abría y cerraba a intervalos irregulares. En aquel momento sus seis patas estaban retraídas, de modo que la V-rana descansaba sobre el fondo de la pecera, pero cuando Bigman dio unos golpecitos en la tapa superior, se desdoblaron como una regla de carpintero y se convirtieron en zancos.

Era una cosa horrorosa, pero Bigman la adoraba cuando estaba cerca de ella. No podía evitarlo. Cualquier otra persona habría sentido lo mismo. La V-rana se encargaba de ello.

Bigman examinó cuidadosamente el cilindro de dióxido de carbono que mantenía el agua de la V-rana bien saturada y saludable y se aseguró de que la temperatura del agua fuera de treinta y cuatro grados. (Los cálidos océanos de Venus estaban bañados por una atmósfera de dióxido de carbono y nitrógeno y saturados de ella. El oxígeno libre, inexistente en Venus excepto en las ciudades recubiertas hechas por el hombre en el fondo de sus bajíos oceánicos, habría sido muy difícil de respirar para la V-rana.) Bigman dijo:

—¿Crees que tendrá suficientes algas marinas? —Y como si la V-rana hubiera oído la pregunta, arrancó con el pico un zarcillo verde del alga venusiana que se extendía a lo largo de la pecera, y lo masticó lentamente. Lucky repuso:

—Bastará hasta que aterricemos en Júpiter Nueve. —Y entonces los dos hombres—alzaron vivamente la vista al oír el inconfundible zumbido de la señal receptora.

Un rostro severo y arrugado quedó centrado en la visiplaca cuando Lucky hubo hecho rápidamente los ajustes necesarios.

—Aquí Donahue —dijo enérgicamente una voz. —Sí, comandante —repuso Lucky—. Le estamos aguardando. —Pues despejen la antecámara para el ajuste del túnel.

En el rostro del comandante, escrita en una expresión tan clara como si consistiera en letras del tamaño de meteoros de la Clase 1, estaba la inquietud..., la angustia y la inquietud.

Lucky se había acostumbrado a no ver otra expresión en los rostros de los hombres durante las últimas semanas. En la del consejero jefe Héctor Conway, por ejemplo. Para el consejero jefe, Lucky era casi un hijo, y el anciano no tenía necesidad de fingir una tranquilidad que no sentía.

La sonrosada cara de Conway, normalmente afable y reveladora de una gran confianza en sí mismo bajo su corona de cabello blanco, estaba contraída en un ceño de inquietud. —Hace meses que espero una oportunidad para hablar contigo.

—¿Algún problema? —preguntó serenamente Lucky. Hacía menos de un mes que había regresado de Mercurio, y había pasado todo ese tiempo en su apartamento de Nueva York—. ¿Por qué no me llamaste?

—Te hablas ganado unas vacaciones —repuso ásperamente Conway—. ¡Ojalá pudiera autorizarte para que las prolongaras!

—Dime de qué se trata, tío Héctor.

Los cansados ojos del consejero jefe se clavaron en los del alto y ágil jovencito que tenía enfrente y pareció encontrar consuelo en aquellos serenos ojos castaños. —¡Sirio! —dijo.

Lucky sintió una oleada de excitación en su interior. ¿Era el gran enemigo por fin? Hacía siglos que las primeras expediciones procedentes de la Tierra habían colonizado los planetas de las estrellas más cercanas. En esos mundos localizados fuera del Sistema Solar se habían desarrollado nuevas sociedades; sociedades independientes que apenas recordaban su origen terrestre.

Los planetas sirianos formaban la más fuerte y antigua de estas sociedades. La sociedad se había desarrollado en mundos nuevos donde una avanzada ciencia explotaba sus ilimitados recursos. No era ningún secreto que los sirianos, convencidos de que representaban lo mejor de la humanidad, esperaban el día en que gobernarían a los hombres de todo el universo; y que consideraban a la Tierra, el mundo madre, como su mayor enemigo. En el pasado hablan hecho todo lo posible para mantener a los enemigos de la Tierra en su planeta
[1]
, pero nunca se habían considerado bastante fuertes para arriesgarse a una guerra abierta. ¿Y ahora?

—¿Qué quieres decir con esto de Sirio? —preguntó Lucky.

Conway se apoyó en el respaldo de la silla. Sus dedos tabalearon ligeramente sobre la superficie de la mesa. —Sirio se hace más fuerte a cada año que pasa —dijo—. Nosotros lo sabemos. Pero sus mundos están escasamente poblados; no son más que unos cuantos millones. Nosotros aún tenemos más seres humanos en nuestro Sistema Solar de los que existen en el resto de la Galaxia. Tenemos más naves y más científicos; aún les llevamos ventaja. Pero, por el espacio, no mantendremos esa ventaja si las cosas continúan igual. —¿En qué sentido?

—Los sirianos están descubriendo cosas. El Consejo posee una evidencia terminante según la cual los sirianos están al cabo de la calle de nuestra investigación Agrav.

—¿Qué? —se sobresaltó Lucky. Había pocas cosas tan ultrasecretas como el proyecto Agrav. Una de las razones por las que su construcción había sido confinada a uno de los satélites exteriores de Júpiter fue la de conseguir una mayor seguridad—. Gran Galaxia, ¿cómo ha ocurrido? Conway sonrió amargamente.

—Ésta es la cuestión. ¿Cómo ha ocurrido? Se está filtrando toda clase de información con destino a ellos, y no sabemos cómo. Los datos del proyecto son lo que más nos preocupa. Hemos tratado de evitarlo. No hay un solo hombre en todo el proyecto que no haya sido cuidadosamente investigado. No hay precaución que no hayamos tomado. Sin embargo, la información sigue filtrándose. Hemos introducido datos falsos y también han trascendido. Lo sabemos por medio de nuestro servicio de información. Hemos introducido datos de tal forma que no podían trascender, y han trascendido. —¿A qué te refieres con eso de que no podían trascender?

—Los esparcimos de manera que ningún hombre solo (de hecho, ni siquiera media docena de hombres) pudiera enterarse de todos. Pero así ocurrió. Eso significa que un cierto número de hombres está cooperando en el espionaje, lo cual resulta increíble.

—O que hay un hombre que tiene acceso a todas partes —dijo Lucky.

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