Read Las maravillas del 2000 Online
Authors: Emilio Salgari
Arriba y abajo se cruzaban saludos y llamadas; después la flota aérea se dispersaba en todas direcciones aterrizando en las calles, en las plazas, en las inmensas terrazas de las casas, o deteniéndose delante de las ventanas o en los balcones para embarcar nuevas personas. Brandok y Toby habían enmudecido, como si el estupor les hubiese paralizado la lengua.
—¿Entonces? ¿No dicen nada? —preguntó finalmente Holker—. ¿Perdieron el habla?
—Yo me pregunto si estoy soñando —dijo Brandok—. Es imposible que todo esto sea realidad.
—Mi querido Brandok, estamos en el 2000.
—Lo que usted diga, pero no logro convencerme de que el mundo haya progresado tanto en sólo cien años. ¡Transformar a los hombres en aves! ¡Es increíble!
—¿Y no hay peligro de que estas máquinas voladoras se caigan? —preguntó Toby.
—A veces hay choques, las alas se despedazan, las hélices se destrozan y entonces, ¡ay del que cae! Pero ¿quién se preocupa por eso? ¿Hace cien años no chocaban también los viejos ferrocarriles y las naves? Son accidentes que no conmueven a nadie.
—¿Qué máquinas son ésas que mueven las alas?
—Máquinas eléctricas de gran potencia. Como ya les he dicho, en estos cien años la electricidad ha hecho progresos estupendos.
—¿Y qué velocidad pueden darles a estas naves voladoras? —Hasta ciento cincuenta kilómetros por hora. —¿Entonces han suprimido los ferrocarriles? —preguntó Brandok.
—Oh, no, mi querido señor, pero no son como los que se usaban hace cien años, demasiado lentos para nosotros; tenemos muchísimos. Entenderán que en estas máquinas voladoras no se pueden cargar grandes pesos.
—¿No sirven más que para divertirse y para hacer pequeños viajes de placer?
—Y también para largos viajes a través del océano —dijo Holker—. Tenemos verdaderos buques aéreos que parten regularmente de todos los puertos del Atlántico y del Pacífico y que en treinta y seis horas llegan a Inglaterra y en cuarenta al Japón, a la China, a Australia.
—¿Ya no hay naves en los mares?
—Oh, sí, todavía las tenemos. Pero no son las que se usaban en el siglo pasado. Verán muchas cuando atravesemos el Atlántico. Pensé en dejar mi Condor en las cataratas del Niágara y llevarlos al Quebec con el ferrocarril canadiense para embarcar después allí hacia Europa.
—Mi querido nieto —dijo Toby—, abandonas tus asuntos; supongo que tendrás alguna ocupación.
—Soy médico del gran hospital de Brooklyn; pero por ahora no necesitan de mí: tengo dos meses de vacaciones.
—¡También tú eres doctor! —exclamó Toby.
—Un doctor que haría un papelón al lado de un hombre que ha hecho un descubrimiento tan grande.
—Tú serás el heredero —dijo Toby.
En ese momento el Condor descendió bruscamente sobre una vasta plaza rebosante de gente que parecía enloquecida.
—¿Qué sucede allá abajo? —preguntó Brandok, que se había asomado por la baranda de la plataforma.
—Ésa es la plaza de la Bolsa —respondió Holker.
—Pareciera como si los hombres estuvieran escapando del fuego. Van y vienen casi corriendo.
—Y también la gente que se agolpa en las calles cercanas parece que caminara sobre brasas —dijo Toby—. No serán bolsistas aquellos también.
—¿Caminaban de otro modo hace cien años? —preguntó Holker con cierta sorpresa.
—Los hombres eran mucho más tranquilos, mientras que ahora veo que hasta las señoras corren, como si tuvieran miedo de perder el tren.
—Desde que vine al mundo siempre los vi correr como ahora.
—¡Ah! —exclamó Toby—. Ahora comprendo: es la gran tensión eléctrica que actúa sobre sus nervios. El mundo se ha vuelto loco, o casi.
—Harry —dijo Holker—, vamos hacia Brooklyn.
El Condor se elevó un centenar de metros y se lanzó hacia el este a ciento cincuenta kilómetros por hora.
Calles inmensas se abrían bajo los aeronautas, si así se los podía llamar, flanqueadas de edificios enormes, de veinte, veinticinco e incluso treinta pisos, que debían contener cada uno miles de familias, la población entera de un pueblo. Mil fragores subían hasta los oídos de los dos resucitados, producidos quizá por máquinas gigantescas: silbidos, golpes formidables, detonaciones, explosiones, y se veían, a lo largo de las paredes y en la cima de columnas de hierro, dar vueltas a una velocidad extraordinaria ruedas de dimensiones nunca vistas.
—¿Qué hacen allí? —preguntó Brandok.
—Son talleres mecánicos —respondió Holker.
—¡Cuántos miles de obreros trabajarán allí dentro!
—Se equivoca, mi querido señor; hoy día los obreros casi han desaparecido. No hay más que algunos mecánicos para dirigir las máquinas. La electricidad ha matado al trabajador.
—¿Qué fue de esas enormes masas de trabajadores que existían en una época?
—Se volvieron pescadores y agricultores; el mar y los campos poco a poco han absorbido a los obreros.
—Entonces ya no habrá más huelgas.
—Esa palabra es desconocida.
—En nuestra época sí que las había, ¡y cómo! Especialmente después de la organización llevada a cabo por el partido socialista. ¿Qué fue del socialismo? Se predecía un gran porvenir para ese partido.
—Sí, pero desapareció después de una serie de experimentos que no contentaron a nadie y disgustaron a todos. Era una hermosa utopía que en la práctica no podía dar resultados, concluyendo en una especie de esclavitud. Así hemos vuelto a lo viejo, y hoy día hay pobres y ricos, patrones y trabajadores, como mil años antes, y como siempre ha sido desde que el mundo comenzó a poblarse. Subsisten todavía algunas colonias alemanas y rusas, compuestas de viejos socialistas que cultivan en común algunas regiones de la Patagonia y de la Tierra del Fuego, pero nadie se ocupa de ellos, ni tienen ninguna importancia; poco a poco van desapareciendo.
—¡El puente de Brooklyn! —exclamó Brandok—. Todavía lo reconozco. ¿Así que ha resistido hasta ahora?
—Sí, hace más de ciento veinte años que está allí. Los ingenieros del siglo pasado eran buenos constructores —dijo Holker.
—¡Qué inmenso se ha vuelto ese suburbio! —exclamó el doctor, mirando con admiración la infinita agrupación de edificios inmensos que se extendía hasta perderse de vista.
—Cuatro millones de habitantes —observó Holker—. Ya compite con Nueva York.
—¿Y Londres, qué será hoy?
—Una ciudad de doce millones de habitantes.
—¿Y París?
—Una metrópoli inmensa, más grande aun... Harry, ve derecho a la estación ultrapotente.
El Condor, después de pasar sobre el puente, había acelerado su vuelo.
También sobre el antiguo suburbio de Nueva York se veían, dando vueltas, un gran número de máquinas voladoras cargadas de personas que se dirigían en su mayoría hacia el Hudson o hacia el mar.
El Condor, después de haber pasado sobre la ciudad, se dirigió hacia una pequeña altura en la que se erigía una torre inmensa en cuya cima había una antena desmesuradamente alta, que parecía un cañón monstruoso que amenazaba el cielo.
—La estación ultrapotente —dijo Holker—. ¿Ven allí, al costado de la torre, un tubo brillante de dimensiones colosales?
—Sí, ¿qué es? —preguntó Toby.
—El más grande telescopio que existe en el mundo.
—Debe ser inmenso.
—Por cierto: tiene ciento cincuenta metros de lago, señores míos, una verdadera maravilla que permite ver la Luna a sólo un metro de distancia.
—Así que ustedes han hecho realidad el antiguo sueño de nuestros astrónomos.
—¡Ah! ¿También los sabios antiguos intentaron acercarse tanto a nuestro satélite?
—Sí, sobrino —respondió Toby—, pero sin conseguirlo.
¿De modo que ahora conocen la Luna en todos sus detalles?
—Conocemos incluso la más pequeña roca.
—Dígame: ¿está poblada?
—No, es un cuerpo apagado, sin aire, sin agua, sin vegetación y sin habitantes.
—Sí, también nuestros científicos la habían imaginado así.
—¿Y cuánto consiguieron acercarse a Marte? —preguntó Brandok.
—A sólo trescientos metros.
—¡Qué maravilla!
—Despacio, Harry; baja despacio.
El Condor había superado un largo cerco que rodeaba la estación y descendía suavemente, describiendo amplias curvas. A las ocho de la mañana se detenía a treinta metros del enorme telescopio.
Un hombre de unos sesenta años, que tenía una cabeza más grande que la del señor Holker y el rostro completamente afeitado, salió de la inmensa torre que se elevaba en medio del cerco y fue al encuentro de los visitantes, diciendo:
—Buen día, doctor; hace bastante tiempo que no se lo ve por aquí.
—Buen día, señor Hibert —había respondido Holker—. Le traigo dos amigos que llegaron ayer de Inglaterra y que tienen curiosidad por conocer su estación y tener noticias de los marcianos.
—Bienvenidos —respondió el señor Hibert, estrechando las manos de los huéspedes—. Estoy a vuestra disposición.
—El más grande astrónomo de Norteamérica —dijo Holker después de la presentación—. A él le debemos la gloria de haber puesto en comunicación la Tierra con Marte.
—Creía que habían sido los científicos europeos —observó Toby—. Sé que se ocuparon mucho de ello en un tiempo.
—Norteamérica los ha precedido —dijo Holker.
—Tengo curiosidad por saber cómo consiguieron hacerles llegar noticias nuestras a aquellos lejanos habitantes de Marte. Habrán tenido que superar dificultades inmensas.
—Y, sin embargo, ¿qué dirían si yo les contara que la idea de enviarnos señales nació primero en el cerebro de los marcianos? —dijo el astrónomo.
—¡Me parece imposible! —exclamó Brandok.
—Y, sin embargo, fue precisamente así, mi querido señor. Hace ya muchos lustros, más precisamente desde el año 1900 e incluso antes, nuestros viejos astrónomos, y también los europeos, en particular el italiano Schiaparelli, habían notado que sobre ese planeta aparecían, de cuando en cuando, especialmente después del retiro de las aguas que cada tanto invaden aquellas tierras, inmensas líneas de fuego que se extendían por miles de kilómetros.
—Lo recuerdo —dijo el doctor Toby—. Lo leí en una vieja colección de periódicos del año 1900 que conservo en mi casa. Entonces se creía que los fuegos eran señales hechas por los habitantes de Marte.
—En este siglo nuestros astrónomos, viendo que aquellas líneas de fuego se repetían con mayor frecuencia y que la mayoría de las veces describían formas parecidas a una J monstruosa, supusieron que realmente eran señales y decidieron intentar responder. Fue en 1940 cuando se hizo el primer experimento en las grandes llanuras del Far West. Doscientos mil hombres fueron colocados de modo que formaran una j y una noche oscura doscientos mil antorchas fueron encendidas. Veinticuatro horas después la misma señal aparecía también en uno de los inmensos canales del planeta marciano. Entonces se pensó, para ver mejor si la última era una respuesta a nosotros, en repetir el experimento, pero cambiando la forma de la señal, y fue elegida la letra Z. Veinte noches después los marcianos respondían con una lengua de fuego de la misma forma. Ya no podía haber dudas. Los marcianos, quién sabe desde hacía cuánto tiempo, trataban de ponerse en contacto con nosotros. Las pruebas se continuaron a lo largo de un mes, cambiando siempre la letra, y con creciente éxito.
—Pero no podían comprenderse —dijo Toby.
—Hubiera sido necesario que tuvieran un alfabeto igual al nuestro, y además ese medio hubiera sido demasiado costoso. Nació entonces en la mente de los científicos la idea de mandar allí una onda hertziana con la esperanza de que también los marcianos tuvieran un elemento receptor. A expensas de varios gobiernos americanos se levantó una torre de acero, que fue llevada a cuatrocientos metros y se colocó en la cima una estación ultrapotente de telegrafía sin hilos.
—Un invento para nada moderno ése de la telegrafía aérea —dijo Brandok.
—Sí, es verdad, ya que se la conocía desde comienzos del siglo pasado, y fue perfeccionada por los descubrimientos de un gran científico italiano, el señor Marconi; pero entonces no tenía la potencia que tiene hoy. Nuestros instrumentos, perfeccionados por muchos científicos, alcanzaron tal fuerza que hoy podríamos comunicarnos hasta con el Sol, si allí hubiera habitantes y receptores eléctricos. Durante muchos meses lanzamos ondas eléctricas sin ningún resultado; un día, con gran sorpresa nuestra, oímos sonar nuestro aparato de señales; eran los marcianos que finalmente nos respondían.
—¡Ese pueblo también ha hecho maravillosos descubrimientos! —exclamó Toby.
—Nosotros tenemos nuestros motivos para creer que están mucho más adelantados que nosotros. Al principio las señales eran confusas y nos resultó imposible entendernos.
Pero poco a poco se combinó un sistema de claves especiales que los marcianos, después de un par de años, consiguieron descifrar, y ahora nos comprendemos perfectamente bien y nos comunicamos todo lo que sucede aquí y allá.
—¡Asombroso! —exclamaron al unísono Brandok y Toby.
—Se los había dicho —recordó Holker.
—Dígame, señor Hibert, ¿Marte se parece a nuestra Tierra?...
—Un poco, dado que tiene tierra y agua, como nuestro globo. Sus condiciones físicas, en cambio, son muy diferentes. Los mares de ese planeta no ocupan ni la mitad de la extensión total de ese globo: el calor que recibe del Sol es mediocre, siendo la distancia alrededor de la mitad mayor que la de la Tierra y la cantidad de calor es más de la mitad inferior. Por otra parte, el año es dos veces más largo, o sea, tiene seiscientos ochenta y siete días.
—¿Y el aire es igual al nuestro?
—El aire es más ligero, así que su atmósfera es más pura, no se forman nubes, no se desencadenan tormentas, los vientos casi no existen y las lluvias son desconocidas.
—¿Y el agua?...
—El agua es análoga a la de la Tierra, y eso se sabía antes, por la semejanza de las nieves acumuladas en sus polos con las nuestras, pero no da lugar a evaporaciones sensibles, por lo tanto nada de lluvias.
—¿Entonces faltará vegetación en Marte?
—Nada de eso, mi querido señor: hay plantaciones y selvas espléndidas que no tienen nada que envidiarles a las de nuestro globo.
—¿Y quién las riega si no llueve? —preguntó Brandok.
—La naturaleza igualmente ha proveído —dijo el astrónomo—. Dado que el agua no circula con un sistema de nubes, de lluvias y manantiales, como ocurre entre nosotros, han compensado esa falta las nieves condensadas en las regiones polares. Cada seis meses, hacia la época del equinoccio, se derriten y producen inundaciones sobre inmensas extensiones de centenares de miles de kilómetros. Las aguas, reguladas por una serie de canales construidos por aquellos habitantes, corren y se desbordan a través de los continentes, fertilizando las tierras y regando las plantas. Cuando terminan de derretirse los hielos, las aguas se retiran por los mismos canales y dejan nuevamente las tierras al descubierto.