Read Las maravillas del 2000 Online
Authors: Emilio Salgari
Sus músculos daban brincos, sus miembros temblaban y al peinarse sus cabellos dejaban escapar chispas eléctricas.
—Cuánta electricidad reina aquí —dijo Toby—. El aire está saturado de ella. ¿Sientes algún malestar, James?
—Sí —respondió el joven—. No voy a poder resistir mucho tiempo más esta tensión que me hace saltar.
—¿Y tú, sobrino?
—Yo no siente absolutamente nada —respondió Holker—. Nosotros ya estamos acostumbrados.
—No sé si nosotros lo conseguiremos —dijo Toby, que parecía más bien preocupado—. Nosotros somos personas de otro siglo.
—Yo espero que sí —respondió Holker—. ¡Ah! ¡Allí están las cataratas!
El Condor, después de haber sobrevolado una colina que impedía verlas, con una acelerada velocidad había llegado sobre las cataratas, entrando en una inmensa nube de agua pulverizada, en medio de la cual se destacaba un soberbio arco iris.
La inmensa masa de agua se despeñaba en el río inferior con un ruido ensordecedor, poniendo en movimiento un número infinito de ruedas gigantescas, todas construidas en acero, destinadas a transmitir energía a todas las máquinas eléctricas de la federación norteamericana.
El espectáculo era espantoso, y al mismo tiempo sublime. En aquellos cien años las cataratas habían sufrido notables modificaciones. La roca que antes las dividía, así como las islas, habían desaparecido, y el agua se precipitaba ya sin obstáculos, haciendo girar vertiginosamente las ruedas. Un número infinito de gruesos cables de acero, destinados a llevar energía a grandes distancias a y subdividir la fuerza de las cataratas, se ramificaba en todas direcciones.
—He aquí la gran fábrica de electricidad de los Estados Unidos —dijo Holker—, que pone en movimiento, sin un kilogramo de carbón fósil, miles y miles de máquinas. Esta agua ha hecho abandonar todas las minas de combustible.
—¡Qué fuerza enorme debe producir! —exclamó el doctor.
—Si Europa quisiera podríamos cederle una buena parte —respondió Holker.
—¡Y qué modificaciones han sufrido las cataratas! —dijo Brandok.
—Y seguirán modificándose —respondió Holker—. Nuestros científicos han dicho que para llegar al punto actual han tenido que cambiar cuatro veces. En el primer período, que habría durado diecisiete mil años, la cantidad de agua era un tercio menor que el volumen actual, y con una caída de solamente sesenta metros y una longitud de tres kilómetros. En el segundo, el río fue dividido en tres cataratas de ciento veintiocho metros y duró diez mil años. En el tercero se convirtió en una sola catarata y duró ochocientos años. Ahora estamos en el cuarto. Vayamos a almorzar y después tomaremos el tren que nos llevará a Quebec. No daremos más que una sola vuelta.
El Condor describió dos o tres vueltas sobre la mugiente catarata, entrando y saliendo de las nubes de agua y después se dirigió hacia Buffalo para tomar el tren.
Al cabo de media hora volaban sobre la ciudad, entre un gran número de naves voladoras que se dirigían en su mayor parte hacia las cataratas, cargadas de turistas llegados quizás de Europa.
El maquinista, después de haber recibido una orden del señor Holker, lo hizo descender sobre una vasta plaza rodeada de inmensos edificios de dieciocho y veinte pisos, construidos en su mayor parte de láminas de acero y a los que no les faltaba, en su aspecto exterior al menos, una cierta elegancia.
—Vayamos a almorzar al bar del Niágara —dijo Holker—. Así se darán una idea de cómo son los hoteles modernos.
Desembarcaron y atravesaron la plaza que estaba casi desierta, dado que era mediodía, o sea, la hora de comer, y entraron en una sala muy amplia, decorada con cierto lujo, cuyo techo estaba sostenido por una veintena de columnas de metal.
Con viva sorpresa de Brandok y Toby, en ese supuesto restaurante no había mesas ni sillas, y tampoco camareros.
—¿Esto es un bar? —preguntó Brandok.
—Donde se come muy bien, y además a buen precio —respondió Holker—. Aquí podrán encontrar algún lomito de cerdo bien cocido, con una guarnición de verduras.
—¿Ya quién puedo hacerle el pedido, si no veo siquiera al dueño del bar?
—Quién sabe dónde estará el dueño del bar. Pero su presencia aquí no es necesaria.
—¿Ni la de un camarero?
—¿Para qué?
Brandok estaba con la boca abierta, mirando a Toby que no parecía menos sorprendido que él.
—Ustedes, señores, se olvidan que estamos en el 2000 —dijo Holker—. Ahora les demostraré que los restaurantes del 2000 son mejores que los de aquel tiempo y que el servicio es inmediato. Señor Brandok, tome una taza de caldo, ante todo. Le hará bien.
—¡Vayamos por el caldo!
Holker echó una mirada en torno y después condujo a sus compañeros hacia una de las columnas alrededor de las cuales, a un metro del suelo, se veían cuatro repisas de metal, e introdujo monedas en algunas ranuras.
"Servicio automático: caldo", había leído Brandok, para su sorpresa, en una pequeña placa situada sobre la repisa.
—¡Ah! ¡Ahora comprendo! —exclamó Toby.
No había transcurrido medio minuto cuando tres puertecitas se abrieron y sobre la repisa aparecieron, como por encanto, tres tazas de caldo humeante, junto a una servilleta y una cuchara de metal blanco.
—Señor Brandok —dijo Holker—, ¿hace cien años el servicio era tan rápido?
—¡Oh, no! —exclamó el joven—. ¡A qué altura ha llegado la mecánica! ¿Y cómo llegan hasta aquí las tazas?
—Con un pequeño ferrocarril eléctrico similar al que ya han visto.
—Esto suprime a aquellos malhumorados camareros y también el pésimo gusto de las propinas.
—¿Y tenemos que comer de pie?
—Sí, es más expeditivo, y además, hoy, los hombres tienen mucha prisa. ¿Quieren otros platos? Aquí hay veinte columnas que representan el menú del día. Introduzcan una moneda de veinticinco centavos y tendrán todo lo que quieran, incluidos postres, vino, cerveza, licores, café y té.
—¡Cuántos extraordinarios inventos! ¡Cuántas maravillas! —exclamó Toby.
—Y sobre todo cuánta practicidad y cuántas comodidades —dijo Brandok.
—Amigos míos —observó de pronto Holker—, ¿y si cambiáramos un poco el itinerario del viaje? ¿Tienen mucho apuro por visitar Europa?
—Ninguno —respondieron al unísono Brandok y Toby.
—¿Quieren que vayamos al Polo Norte? Volveremos a Europa por Spitzberg.
Si ante aquella inesperada proposición Brandok y Toby no cayeron al suelo estupefactos, fue un verdadero milagro.
—¡Ir al Polo Norte! —había exclamado.
—Desde Quebec, en cinco horas podremos alcanzar el túnel norteamericano. A medianoche descansaremos entre los hielos del océano Ártico, en una cama no menos cómoda que aquellas en las que durmieron en mi casa.
—¿Te has vuelto loco, sobrino mío, o quieres burlarte de nosotros? —gritó Toby.
—No tengo la más mínima intención, tío mío. Comprendo que la propuesta pueda asombrarlo, pero la mantengo.
—¿Qué cosas han hecho entonces los hombres del 2000?
—Cosas maravillosas, ya se lo dije. Terminemos nuestro almuerzo, mandemos al Condor a Nueva York y después tomaremos el ferrocarril canadiense.
Después de un abundante almuerzo, rociado con varios vasos de generoso vino español e italiano, el señor Holker y sus compañeros despidieron a Harry y se dirigieron hacia un enorme edificio rematado por una torre de acero de cuya cima salían gruesos cables de metal.
—Ésa es la estación ferroviaria —dijo Holker.
—Perdone, señor Holker —observó Brandok al momento de entrar—, ¿usted nos prometió conducirnos al Polo Norte?
—Sí.
—¿Es que acaso encontraron el modo de acercar el sol?
—¿Por qué me hace esa pregunta?
—¿Hace frío allí todavía?
—Como hace cien años, y tal vez más, ya se lo dije. El año pasado la estación polar marcó cincuenta y cinco grados bajo cero.
—¿Y nos llevará con estas ropas?
—No se preocupen —respondió Holker—. En la estación de Quebec encontraremos las valijas con lo necesario para desafiar los fríos más intensos. Esperen un momento que voy a enviar un telegrama aéreo a uno de esos comerciantes que conozco.
Mientras se dirigía a la oficina telegráfica, Toby y Brandok entraron en una amplia sala, en cuyo extremo se divisaba una gran escalera!
—¿Dónde están los trenes? Yo no los veo ni oigo aquellos mil estruendos que en nuestro tiempo repercutían bajo los inmensos techos —dijo Brandok.
—Por algún lado veremos aparecer al que debe llevarnos a Quebec.
—¿Sabes, Toby, que a fuerza de experimentar estupor
tras estupor terminaré por volverme loco?
—¿No te sientes bien?...
—Me encontraba mejor hace cien años con mi spleen. Sigo sintiendo una agitación extraña.
—Será la tensión eléctrica.
—Amigos míos —dijo Holker, entrando—. El tren está por llegar; apenas tenemos tiempo de bajar la escalera.
—¿Los boletos? —preguntó Toby.
—Ya están en mi billetera; tendremos un compartimiento sólo para nosotros, así podremos hablar tranquilamente sin testigos.
Al final de la escalera se oyó una voz poderosa gritar:
—¡Listos! ¡El tren ya llegó!
Una veintena de personas, que parecían perseguidas por el diablo, se habían precipitado escaleras abajo. Holker y sus amigos las habían seguido.
Un túnel dotado de una decena de puertas que en ese momento estaban abiertas y a través de las cuales se veían salir rayos de luz, se extendía por cuarenta metros.
Holker empujó a sus compañeros hacia una de aquellas puertas diciendo:
—¡Pronto, suban!
Los dos resucitados se encontraron en un pequeño compartimiento con cuatro cómodos sillones que se podían transformar en camas, todo recubierto de una tela roja e iluminado por una lamparita dotada de un pedacito de radium.
—¿El ferrocarril? —preguntó Brandok.
Las puertas de hierro se habían cerrado con estrépito.
Durante algunos instantes se oyeron algunas voces que gritaban y después nada más. También las puertas del compartimiento se cerraron solas, saliendo del suelo.
—¿No nos movemos? —preguntó Brandok después de algunos instantes.
—Ya estamos en viaje —respondió Holker riendo.
—Yo no siento ningún movimiento, ni oigo ningún ruido de máquinas.
—Y, sin embargo, el tren corre a una velocidad fantástica. ¿A qué velocidad corrían los trenes hace cien años?
—A ciento veinte kilómetros por hora, como máximo.
—¡Pues éste anda a trescientos kilómetros por hora.
—¿Qué máquina lo impulsa?
—Ninguna máquina; es aspirado y al mismo tiempo empujado —respondió Holker.
—Explícate mejor, sobrino —dijo Toby—. Nosotros somos demasiado viejos para comprender al vuelo las invenciones modernas.
—Nosotros viajamos por un tubo de acero de una circunferencia de cincuenta metros, cuyos vagones, que por lo general son veinte, coinciden perfectamente con las paredes metálicas del tubo. Estos vagones tienen una forma cilíndrica cuya circunferencia es exactamente igual a la interna del tubo y cada uno puede contener veinticuatro pasajeros. Entre las dos estaciones principales hay bombas de presión movidas por máquinas poderosas que inyectan en el tubo corrientes de aire; en la estación de partida las bombas de presión son impelentes; en la de llegada, son aspirantes. Los cilindros que constituyen los vagones, y que también son de acero, marchan de esa forma impelidos y aspirados a la vez. En pocas palabras, son trenes de aire comprimido.
—¡Asombroso! —exclamó Toby—. ¿Qué cosa no han inventado ustedes, hombres del 2000?
—Observo algo —dijo Brandok—. Déme una explicación.
—Dígame.
—¿Cómo no se recalientan los cilindros con el roce? Pienso que deberíamos asarnos aquí dentro, mientras que la temperatura se mantiene relativamente fresca.
—No ocurre eso, primero, porque se ha usado un metal que tarda mucho en recalentarse, el tantalio, que si no me equivoco en el siglo pasado valía cincuenta mil liras el kilo y que la química de hoy puede dar a un precio igual al de la plata. Después porque el cilindro de la trompa y el de la cola están formados por dos inmensos depósitos que lanzan incesantemente chorros de agua, impidiendo el recalentamiento.
—¿Y el aire para los pasajeros?
—Lo suministran unos cilindros de acero que son depósitos de aire comprimido. ¿Sienten alguna dificultad para respirar?
—No —respondió Brandok.
—¿Hay un tubo para cada línea? —preguntó Toby.
—No, tío, hay cuatro. Uno para trenes directos que no se detienen más que en las grandes estaciones, como éste, uno para las estaciones intermedias y dos para trenes de carga. Apenas un tren llega, otro regresa. Cada dos horas tenemos trenes que van y otros que vienen.
—De esa forma los choques son imposibles —dijo Brandok.
—No pueden suceder, ya que hay uno, o a lo sumo dos trenes por tubo que siguen la misma vía.
—¡Cuando se piensa en cómo se viajaba antes, es para volverse loco! —exclamó Toby—. ¡Qué dirían Francisco I, rey de Francia, y Carlos V si pudiesen volver al mundo! ¡Ellos, que pretendían poseer los más grandes corredores del mundo!
—¿Esos reyes? —dijo Holker—. Tenían caracoles, en todo caso.
—¿Y qué dirían el capitán Paulin, Burocchio, Chameran y sobre todo Marivaux.
—¿Quiénes eran ésos?
—¡Los más rápidos corredores de la Europa medieval, que en aquella época asombraron a todos por su velocidad! Paulin había empleado veinte días para llevar un mensaje de Francisco I desde Constantinopla a Fontainebleau; Burocchio había empleado cuatro para llevar al rey de Polonia la noticia de la muerte de Carlos IX y Marivaux cuatro días para recorrer la distancia que hay entre París y Marsella. ¡Y aquellos grandes antepasados nuestros afirmaban que con semejantes corredores las distancias ya habían desaparecido!
—Se contentaban con poco nuestros viejos —dijo Holker. Un silbido agudo, que provenía de lo alto, hizo alzar la cabeza a Brandok y a Toby.
Había salido de un pequeño tubo que bajaba cerca de la lámpara de radium.
—¿Nos advierte que ya llegamos? —preguntó Brandok.
—No, es una comunicación del Ium al que está abonado esta línea ferroviaria para tener a los pasajeros informados de las noticias más importantes, incluso viajando.