—Conozco tu orgullo, así que sé cómo te duele.
—Sí —dijo César dejando escapar un suspiro—, me duele, Balbo, pero no lo admitiré ante ningún romano de mi propia clase. Otra cosa sería si fuera cierto, pero no lo es. Y en Roma una acusación de homosexualidad es muy dañina. La
dignitas
padece.
—Yo creo que Roma se equivoca —dijo Balbo con suavidad.
—En realidad, yo también. Pero eso no tiene importancia. Lo que importa es la
mos maiorum
, nuestras costumbres y tradiciones de siglos. Por la razón que sea, y no sé cuál es esa razón, la homosexualidad no se aprueba. Nunca se ha aprobado. ¿Por qué crees que hubo tanta resistencia en Roma a las cosas griegas hace dos siglos?
—Pero también debe de existir aquí, en Roma.
—A carretadas, Balbo, y no sólo entre aquellos que no pertenecen al Senado. Catón el Censor lo decía de Escipión el Africano, y de Sila desde luego era cierto. ¡No importa, no importa! ¡Si la vida fuera fácil, qué aburridos estaríamos!
El cónsul
senior
y oficial electoral, Quinto Cecilio Metelo Celer, había instalado su barraca en el Foro inferior bastante cerca del tribunal del pretor urbano, y allí presidía para tomar en consideración las numerosas solicitudes que le eran presentadas por aquellos que deseaban presentarse a las elecciones de pretores o de cónsules. Sus obligaciones abarcaban también las otras dos tandas de elecciones, que se celebraban más tarde, en el mes de
quintilis
, lo cual le había proporcionado a Catón excusa para adelantar el cierre de las candidaturas curules. De ese modo, decía Catón, el oficial electoral podía dedicar la atención y la consideración debidas a los candidatos curules antes de tener que entendérselas con el pueblo y la plebe.
El hombre que se presentaba como candidato para cualquier magistratura se ataviaba con la toga candida, una prenda de cegadora blancura lograda a base de blanquearla al sol y de darle un frotado final con yeso. En pos del candidato iban sus clientes y amigos, cuanto más importantes mejor. Aquellos que tenían mala memoria empleaban un nomenclator, cuya obligación consistía en susurrar el nombre de cada uno de los hombres con que se encontraba en el oído permanentemente inclinado del candidato, cosa que resultaba difícil últimamente, pues los nomenclatores habían sido declarados oficialmente ilegales.
El candidato inteligente hacía acopio incluso de la última onza de paciencia y se preparaba para escuchar a cualquicra, a todo aquel que quisiera hablar con él, por muy prolongada o prolijamente que fuera. Si por casualidad se encontraba con una madre y su bebé, le sonreía a la madre y besaba al pequeño; en eso no había votos, desde luego, pero bien podía ser que ella convenciera al marido para que lo votase. El candidato se reía ruidosamente cuando venía al caso, lloraba copiosamente si le contaban cuentos de infortunio, se ponía solemne y serio cuando se abordaban temas solemnes y serios; pero nunca ponía cara de aburrimiento o de falta de interés, y se cercioraba de no decirle alguna inconveniencia a quien no debía. Estrechaba tantas manos que tenía que meter la mano en agua fría cada noche. Convencía a sus amigos famosos por su oratoria para que se subieran a la tribuna o la plataforma de Cástor y se dirigieran a los asiduos del Foro para hablarles del hombre tan sublime que era él, de qué firme pilar del sistema era él, de cuántas generaciones de
imagines
llenaban su atrio… y de lo malísimos, reprensibles, deshonestos, corruptos, no patrióticos, viles, sodomizadores, comedores de heces, violadores de niños, incestuosos, bestiales, depravados, amantes de la buena vida, perezosos, glotones y alcohólicos que eran todos sus oponentes. Le prometía todo a todo el mundo, por muy imposible que resultase cumplir tales promesas.
Muchas eran las leyes que Roma había puesto en las tablillas para restringir al candidato: no debía contratar al necesario nomenclator, no podía ofrecer espectáculos de gladiadores, se le prohibía agasajar a la gente, con excepción de sus más íntimos amigos y familiares, no podía hacer regalos y, desde luego, no podía pagar dinero como soborno. De manera que lo que ocurría era que con algunas de las cosas que estaban prohibidas —el nomenclator, por ejemplo— se hacía la vista gorda, y otras, como lo de los gladiadores y los banquetes, habían caído en desuso y el dinero que habrían costado se utilizaba en cambio para sobornos en metálico.
Lo interesante de un romano era que si consentía en ser comprado, comprado quedaba. Lo tenían como un asunto de honor, y a un hombre que no cumpliera después de ser sobornado se le hacía el vacío. Casi nadie que estuviera por debajo del nivel de un caballero de las Dieciocho era impermeable al soborno, cosa que suponía una muy bienvenida pequeña cantidad de dinero que tanto se necesitaba. Los principales beneficiarios eran hombres de la primera clase inferiores al nivel de las Dieciocho Centurias
senior
, y, en menor medida, los hombres de la segunda clase. La tercera, cuarta y quinta clases no merecían el gasto, pues rara vez se les convocaba a votar en las elecciones centuriadas. Un hombre que tuviera de su parte a todas las Centurias no tenía verdadera necesidad de sobornar a la segunda clase, tanto peso tenían las Centurias en favor de los votantes de la primera clase, que también eran los más ricos, pues las Centurias estaban clasificadas basándose en los medios económicos.
Más difícil resultaba influir en las elecciones tribales mediante sobornos, pero no imposible. Ningún candidato a edil o a tribuno de la plebe se tomaba la molestia de sobornar a los miembros de las extensas cuatro tribus urbanas; en lugar de ello, dichos candidatos ponían el esfuerzo en las tribus rurales que tenían unos cuantos miembros dentro de Roma en época de elecciones.
La cantidad que cada hombre ofreciera dependía de él. Podían ser mil sestercios a cada uno de dos mil votantes, o cincuenta mil a cada uno de cuarenta votantes con suficiente influencia como para convencer a otros hombres. Los clientes tenían obligación de votar a sus patrones, pero un regalo en dinero en metálico también ayudaba en ese terreno. Un desembolso de dos millones de sestercios en total era la suma que un hombre extraordinariamente rico podía pensar en gastarse; a lo sumo. Algunas elecciones eran igualmente famosas porque los sobornantes eran muy tacaños, y aquellos que esperaban que les sobornasen criticaban dichas elecciones con dureza.
Los sobornos se distribuían en su mayor parte antes del día de las votaciones, aunque la mayoría de los candidatos que habían desembolsado grandes sumas de dinero para sobornar se aseguraban de poner interventores tan cerca como fuera posible de las cestas para comprobar lo que un votante había grabado en su tablilla. Y el peligro radicaba en sobornar a la persona inadecuada; Catón era famoso por reunir a un buen número de hombres para que aceptase sobornos y luego los utilizaba como testigos ante el Tribunal de Sobornos. Aquello no era deshonroso, pues el hombre sobornado votaba desde luego como debía, pero luego no tenía remordimientos para prestar declaración en un procesamiento porque había sido reclutado precisamente para hacer eso antes de haber aceptado el dinero. Por ese motivo la mayorfa de los hombres que eran procesados por soborno electoral habían logrado ser elegidos, desde Publio Sila hasta Autronio o Murena. No solía juzgarse a los sobornados, sólo juzgaban a los que habían pagado sobornos y salían elegidos.
Normalmente había hasta un total de diez candidatos a cónsules, seis o siete era el número más frecuente, y por lo menos la mitad de ellos procedían de las Familias Famosas. El electorado solía tener un campo donde elegir rico y variado. Pero el año en que César se presentó a cónsul la Fortuna favoreció a Bíbulo y los
boni
. A la mayoría de los pretores del año de César les habían concedido una prórroga en sus respectivas provincias, así que no estaban en Roma para competir en unas elecciones donde el peso se inclinaba tanto en dirección a un hombre: todo romano al tanto de la política sabía que César no podía perder. Y ese hecho reducía las posibilidades de todos los demás. Sólo otro hombre aparte de César podía convertirse en cónsul, y si acaso sería cónsul
junior
. César, con toda seguridad, sacaría el máximo número de votos, lo cúal lo convertiría en cónsul
senior
. Por tanto, muchos hombres que aspiraban a ser cónsules decidieron no presentarse en el año de César. Una derrota siempre era perjudicial.
Por consiguiente, los
boni
decidieron apostarlo todo a un solo hombre, Marco Calpurnio Bíbulo, e iban por todas partes convenciendo a los candidatos en potencia de familia noble o antigua para que no se presentase compitiendo con Bíbulo. ¡Él tenía que ser cónsul
junior
! Como cónsul
junior
estaría en posición de hacerle la vida a César como cónsul
senior
muy difícil y frustrante.
El resultado fue que sólo hubo cuatro candidatos, sólo dos de los cuales procedían de familias nobles: César y Bíbulo. Los otros dos candidatos eran Hombres Nuevos, y de los dos, sólo uno tenía alguna probabilidad: Lucio Luceyo, un famoso abogado y leal partidario de Pompeyo. Naturalmente Luceyo sobornaría, pues la fortuna de Pompeyo lo respaldaba, así como la considerable fortuna que él mismo poseía. La cantidad de dinero ofrecida en sobornos le daba a Luceyo una oportunidad, pero sólo una oportunidad remota. Bíbulo era un Calpurnio, le respaldaban los
boni
y sin duda él también recurriría a los sobornos.
César cruzó el
pomerium
y entró en Roma al romper el alba.
Acompañado sólo de Balbo, bajó por la vía Lata a pie hacia la colina de los Banqueros, entró en la ciudad por la puerta Fontinalis, y bajó al Foro; la prisión Lautumiae le quedaba a la derecha y la basílica Porcia a la izquierda.
Cogió desprevenido, hábilmente, a Metelo Celer, pues el oficial electoral curul estaba sentado en su barraca mirando con embeleso un águila que se encontraba posada en el tejado del templo de Cástor, y no advirtió movimiento alguno procedente de la dirección de la prisión.
—Un auspicio interesante —le dijo César.
Celer se sofocó, se atragantó, barrió todos los papeles, hizo un montón con ellos y se puso en pie de un bote.
—¡Llegas demasiado tarde, ya he cerrado! —exclamó.
—Venga ya, Celer, no creo que te atrevas a ser tan inconstitucional. Estoy aquí para presentar mi candidatura para el consulado antes de las nonas de junio. Hoy tienes abierto, el Senado así lo ha decretado. Cuando llegué a tu presencia, tú estabas sentado dispuesto a trabajar. Por lo tanto, aceptarás mi candidatura. No existe impedimento alguno.
De pronto el Foro inferior se había llenado de bote en bote; todos los clientes de César estaban allí, y era un hombre tan importante, al que Celer conocía, que no se atrevió a cerrar la barraca. Marco Craso avanzó con paso majestuoso hasta César y se colocó junto a su brillante y blanco hombro.
—¿Hay algún problema, César? —gruñó.
—Ninguno, que yo sepa. ¿Y bien, Quinto Celer?
—No has entregado las cuentas de tu provincia.
—Sí que lo he hecho, Quinto Celer. Llegaron al Tesoro ayer por la mañana, con instrucciones de que fueran revisadas inmediatamente. ¿Quieres que vayamos juntos dando un paseo hasta el templo de Saturno ahora y averigüemos si existe alguna discrepancia?
—Acepto tu candidatura para el consulado —le dijo Celer; y se inclinó hacia adelante—. ¡Eres un tonto! —le gruñó—. Has renunciado a tu desfile triunfal. ¿Y para qué? ¡Bíbulo te tendrá atado de pies y manos, eso te lo juro! Deberías haber esperado hasta el año que viene.
—Para el año que viene no existiría Roma si a Bíbulo se le dejase campar a sus anchas. No, ésa no es la expresión apropiada, habría que decir si Bíbulo estuviera sin hacer nada y prohibiéndolo todo. Sí, eso lo expresa mejor.
—¡Te lo prohibirá todo aunque tú seas su superior!
—Una pulga quizás lo intente.
César dio media vuelta, le echó un brazo por los hombros a Craso y se adentraron entre una multitud extasiada pero llorosa, tan disgustada por la pérdida del triunfo de César como rebosante de júbilo al verlo aparecer dentro de la ciudad.
Durante un momento Celer contempló aquel recibimiento emocionado y luego les hizo una breve seña a sus ayudantes.
—Esta barraca está cerrada —dijo; y se puso en pie—. ¡Lictores, a la casa de Marco Calpurnio Bíbulo, y daos prisa por una vez!
Como eran las nonas y no estaba fijada ninguna sesión del Senado, Bíbulo se encontraba en casa cuando llegó Celer.
—¿Adivinas quién acaba de declararse candidato? —le preguntó entre dientes mientras irrumpía en el despacho de Bíbulo.
El rostro huesudo y pelado que lo recibió se puso todavía más pálido, algo que cualquiera habría dicho que era imposible.
—¡Bromeas!
—No bromeo —dijo Celer mientras se dejaba caer en una silla y le echaba una mirada de desagrado al ocupante de la silla de las personas importantes, Metelo Escipión. ¿Por qué tenía que estar allí aquel lúgubre mentula?—. César ha cruzado el
pomerium
y ha renunciado a su
imperium
.
—¡Pero si tenía que desfilar en triunfo! —Ya os advertí que él ganaría —dijo Metelo Esqipión—. ¿Y sabéis por qué gana siempre? Porque no se detiene a contar el gasto. Él no piensa como nosotros. Ninguno de nosotros habría renunciado a un triunfo teniendo la posibilidad de ser cónsul cualquier otro año.
—Ese hombre está loco —dijo Celer; y frunció el entrecejo.
—Muy loco o muy cuerdo, nunca estoy seguro —dijo Bíbulo, y dio unas palmadas. Cuando apareció un criado le dio órdenes—: Manda a llamar a Marco Catón, Cayo Pisón y Lucio Ahenobarbo.
—¿Un consejo de guerra? —preguntó Metelo Escipión, que suspiraba como si tuviera delante la perspectiva de otra causa perdida.
—¡Sí, sí! ¡Aunque te lo advierto, Escipión, ni una palabra acerca de que César siempre gana! No nos hace falta un profeta fatalista entre nosotros; en lo referente a profetizar la fatalidad tú estás en la liga de Casandra.
—¡De Tiresias, muchas gracias! —dijo Metelo Escipión muy estirado—. ¡Yo no soy una mujer!
—Bueno, él lo fue durante algún tiempo —dijo Celer con una risita tonta—. ¡Y ciego también! ¿Has estado viendo copular serpientes últimamente, Escipión?
Cuando César entró en la
domus publica
era después del mediodía. Todo se había detenido, tanta era la gente que había afluido al Foro para verle, y también había tenido que ocuparse de Balbo; a Balbo había que concederle todas las atenciones distinguidas, y César le había ido presentando a todos los hombres preeminentes con que se encontraron.