—Esperamos ansiosas su llegada —dijo formalmente Licinia.
—En cuanto a vosotras dos —dijo César dirigiéndose a las niñas—, mi hija no es mucho mayor que vosotras, y es otra perla que no tiene precio. Tendréis una amiga con quien jugar.
Lo cual produjo tímidas sonrisas, pero ningún intento de conversación. El y su familia, comprendió César dejando escapar un suspiro, tendrían que recorrer un largo camino antes que aquellas desventuradas víctimas de la
mos maiorum
lograran asentarse y aceptar la nueva situación.
Durante un rato más César persistió; parecía estar completamente a gusto. Luego se levantó.
—Muy bien, chicas, basta por hoy. Licinia, por favor, enséñame la
domus publica
.
César comenzó por dirigirse al centro del jardín peristilo, donde no entraba el sol, y echó un vistazo a su alrededor.
—Esto, desde luego, es el patio público —dijo Licinia—. Tú ya lo conoces, pues has asistido aquí a distintos actos.
—En ninguno de los cuales he tenido el tiempo ni el aislamiento necesarios para examinarlo como es debido —dijo César—. Cuando algo le pertenece a uno, lo mira con ojos diferentes.
En ninguna parte se hacía más aparente la altura de la domus publica que desde el centro de aquel peristilo principal; estaba rodeado de muros por los cuatro lados hasta la cima de los tejados. Una columnata cubierta de pilares dóricos de color rojo intenso lo circundaba; las ventanas en Forma de arco provistas de contraventanas del piso superior se alzaban por encima de las paredes traseras, perfectamente pintadas en tonos rojos, y mostraban sobre aquel rico fondo a algunas de las vestales famosas y sus hazañas, vestales cuyos rostros estaban fielmente reproducidos porque las jefas vestales tenían derecho a poseer imágenes, máscaras de cera tintadas con tal de conseguir un realismo vivo y rematadas por pelucas muy exactas en cuanto al color y al peinado se refiere.
—Las estatuas de mármol son todas obra de Leucipo, y las de bronce son de Estrongilio —dijo Licinia—. Fueron un regalo de uno de mis antepasados, Craso, el pontífice máximo.
—¿Y el estanque? Es muy bonito.
—Lo donó Escévola, el pontífice máximo,
domine
.
Era evidente que alguien cuidaba el jardín, pero César sabía quién iba a ser el nuevo faro guía: Cayo Matio. En aquel momento se giró para observar la pared trasera, y vio lo que parecían cientos de ventanas que curioseaban desde la vía Nova, la mayoría de las cuales estaban llenas de rostros; todos sabían que aquel día el nuevo pontífice máximo inauguraba su cargo, y estaban seguros de que iría a ver su residencia y las personas que tendría a su cargo, las vestales.
—No tenéis ninguna intimidad en absoluto —dijo César señalando hacia las ventanas.
—Ninguna,
domine
, desde el peristilo principal. Nuestro propio peristilo fue añadido por Ahenobarbo, el pontífice máximo, y se encargó de construir los muros tan altos que resultamos invisibles.
—Suspiró—. Pero, ay, no tenemos sol.
Luego se trasladaron al único salón público, la
cella
, situado entre las dos partes del edificio que era el templo. Aunque no contenía ninguna estatua, también había allí frescos y estaba profusamente cubierto de adornos dorados; la luz, desgraciadamente, era demasiado tenue para poder apreciar la calidad de la obra como ésta exigía. A ambos lados, cada una de ellas en un pedestal precioso, se veía una fila de templos en miniatura, las vitrinas en las cuales vivían las
imagines
de las jefas vestales desde que se había fundado la orden en los brumosos días de los primeros reyes de Roma. Inútil abrir uno de ellos para asomarse a mirar el color de la piel de Claudia o cuál era el peinado que había llevado; la luz era demasiado escasa.
—Tendremos que mirar a ver qué se puede hacer para remediar esto —dijo César volviendo a salir al vestíbulo, la primera habitación en la que había entrado.
Allí, entonces se percató de ello, era donde mejor se percibía la antigüedad del lugar, porque era tan antiguo que Licinia no supo decirle exactamente por qué era como era, o qué propósito habían podido tener aquellas características suyas. El suelo se elevaba diez pies desde las puertas que daban al exterior hasta las puertas del templo en tres rampas separadas y embaldosadas con un mosaico verdaderamente fabuloso, de lo que César supuso que debía de ser vidrio o cerámica de Faenza, que formaba dibujos complicados y abstractos. Separando las rampas entre sí y confiriéndoles aquel perfil curvado había dos
amygdalae
, pozos con forma de almendra pavimentados con bloques de toba ennegrecidos por el tiempo, cada uno de los cuales contenía en su centro ritual un pedestal de piedra negra pulida sobre los que se alzaban las mitades de una roca esférica y hueca forradas de cristales de color granate, que brillaban como gotas de sangre. A cada lado de las puertas exteriores había otro pozo pavimentado de toba cuyo borde interior era curvo. Las paredes y el techo eran mucho más recientes, una compleja mezcla de flores de yeso y celosías, pintadas todas ellas en tonos verdes y salpicadas de dorado, lo que hacía que resaltaran.
—El carro sagrado sobre el que trasladamos a nuestros muertos pasa con facilidad por cada una de las rampas laterales; las vestales utilizan una, el pontífice máximo la otra, pero no sabemos quién usaba la rampa central, ni para qué. Quizás fuera para el carro fúnebre del rey, pero no lo sé con seguridad. Es un misterio —dijo Licinia.
—La respuesta debe de estar en alguna parte —dijo César fascinado. Observó a la vestal jefe y levantó las cejas—. Y ahora, ¿adónde vamos?
—A donde quiera que prefieras ver primero,
domine
.
—En ese caso, que sea la parte que ocupáis vosotras.
La mitad de la
domus publica
que albergaba a las vestales también era la sede de una industria, cosa que fue fácil de ver cuando Licinia guió a César a una habitación en forma de L de cincuenta pies de longitud. Lo que habría sido el atrio o sala de recepción de una
domus
corriente era allí el lugar de trabajo de las vestales que eran las guardianas oficiales de los testamentos romanos. Se había transformado de un modo inteligente para servir a aquel propósito, y tenía estanterías hasta el alto techo para poner en ellas recipientes de libros o rollos no protegidos; había también escritorios y sillas, escaleras de mano, taburetes y varios percheros de los cuales colgaban grandes pliegos de pergamino formados por rectángulos más pequeños cuidadosa y minuciosamente cosidos unos a otros.
—Por aquí aceptamos la custodia de los testamentos —dijo la vestal jefe señalando hacia la zona más cercana a las puertas exteriores, por las que entraban aquellas personas que deseaban depositar sus testamentos dentro del Atrium Vestae—. Como puedes ver, está separado de la parte principal de la habitación. ¿Te gustaría echar una mirada,
domine
?
—Gracias, conozco bien el lugar —dijo César, que había sido albacea de muchos testamentos.
—Hoy, naturalmente, al ser día
feriae
, las puertas están cerradas y no hay nadie de servicio. Pero mañana estaremos ocupadas.
—Y esta parte de la habitación es donde se guardan los testamentos.
—¡Oh, no! —exclamó Licinia horrorizada—, Ésta es sólo nuestra sala de archivos,
domine
.
—¿Sala de archivos?
—Sí. Llevamos un registro de todos los testamentos que nos deposilan a nosotras para su custodia, así como el testamento en sí: nombre, tribu, dirección, edad en el momento en que fue depositado, y así sucesivamente. Cuando se ejecuta el testamento, deja de estar a nuestro cuidado. Pero los registros nunca salen de aquí. Y nosotras nunca los tiramos.
—De modo que todos estos recipientes de libros y casilleros que están llenos de expedientes, nada más son los registros?
—Sí.
—¿Y éstos? —preguntó César acercándose a uno de los percheros para contar el número de pliegos de pergamino que había colgados en él.
—Estos son nuestros planos maestros, una especie de manual de instrucciones para poder encontrarlo todo, desde qué nombres pertenecen a qué tribus, hasta listas de
municipia
, ciudades de todo el mundo, mapas de nuestro sistema de almacenamiento. Algunos de ellos contienen la lista completa de ciudadanos romanos.
El perchero contenía seis pliegos de pergamino de dos pies de ancho por cinco pies de largo, cada uno de ellos escritos por las dos caras con letra clara y buena, delicadamente trazada, a la altura de la caligrafía de cualquier experto escriba griego que César hubiera conocido. Sus ojos recorrieron la habitación y contaron treinta percheros en total.
—Incluyen más en sus listas de lo que me has dicho.
—Sí,
domine
. Archivamos todo lo que podemos, nos interesa hacerlo así. La primera Emilia de la historia que fue vestal fue lo suficientemente prudente como para saber que las tareas diarias, atender el fuego sagrado y acarrear el agua del pozo, que en aquellos tiempos era la fuente de Egeria, mucho más distante que la Juturna, según se admite, no eran suficientes para mantener nuestras mentes ocupadas y nuestras intenciones y votos puros. Ya habíamos sido guardianas de testamentos cuando todas las vestales eran hijas del rey, pero bajo el mandato de Emilia ampliamos el trabajo que hacíamos y comenzamos a archivar.
—De modo que lo que aquí veo es una casa que contiene un tesoro de información.
—Sí,
domine
.
—¿Cuántos testamentos tenéis a vuestro cuidado?
—Aproximadamente un millón.
—Todos ellos apuntados en listados aquí —dijo César abarcando con un gesto de la mano las altas paredes llenas de documentos.
—Sí y no. Los testamentos actuales se guardan en casillas; nos resulta más fácil consultar un rollo desnudo que andar todo el tiempo sacándolos y metiéndolos en recipientes de libros. Lo tenemos todo bien limpio de polvo. Los recipientes contienen los expedientes de los testamentos que ya han salido de nuestra custodia.
—¿Hasta qué época se remontan vuestros archivos, Licinia?
—Hasta las dos hijas más jóvenes del rey Anco Marcio, aunque no con tanto detalle como los que instituyó Emilia.
—Empiezo a comprender por qué ese tipo tan poco ortodoxo, Ahenobarbo, el pontífice máximo, os instaló tuberías y redujo la ceremonia de la traída de agua desde el pozo de Juturna a un ritual diario que se limita a llenar los cántaros. Tenéis trabajo más importante que hacer, aunque en la época en que Ahenobarbo lo instituyó levantó un enorme revuelo.
—Nunca dejaremos de estarle agradecidas al pontífice máximo Ahenobarbo —dijo Licinia mientras conducía a César hacia un tramo de escaleras—. El añadió el segundo piso no sólo para hacer nuestras vidas más saludables y más cómodas, sino también para proporcionarnos espacio donde guardar los testamentos propiamente dichos. Antes se guardaban en el sótano, pues no teníamos otro sitio. Y a pesar de todo el almacenamiento vuelve a ser un problema. En los primeros tiempos los testamentos se reducían a los de ciudadanos romanos, y sobre todo a los de ciudadanos que vivían dentro de la propia Roma. Hoy en día aceptamos testamentos de ciudadanos y de no ciudadanos que viven en todo el mundo.
Licinia tosió e hizo un poco de ruido por la nariz al llegar a lo alto de la escalera; abrió una puerta que daba a una extensa caverna iluminada por ventanas situadas en uno de los lados solamente, que daban a la casa de Vesta.
César comprendió al instante aquel súbito ataque de malestar respiratorio; el lugar emitía un miasma de partículas de papel y polvo reseco.
—Aquí almacenamos los testamentos de ciudadanos romanos, que quizás alcancen tres cuartos de millón —dijo Licinia—. Aquí está Roma. Aquí Italia. Las diversas provincias de Roma, ahí, ahí y ahí. Otros países, por allá. Y aquí tenemos una nueva sección para la Galia Cisalpina. Se hizo necesario después de la guerra italiana, cuando a todas las comunidades situadas al sur del río Po se les concedió el derecho al voto. También tuvimos que ampliar nuestra sección para Italia.
Estaban colocados en casillas, anaquel tras anaquel de estantes de madera, cada uno de ellos rotulados y etiquetados; quizás hubiera cincuenta en cada compartimento. César retiró un ejemplar de la Galia Cisalpina, luego otro, y otro más. Todos de diferente tamaño, grosor y clase de papel, todos sellados con cera y con el sello de alguien. Este muy abultado… ¡muchas propiedades! Aquel delgado y humilde… quizás sólo una diminuta casa de campo y un cerdo para dejar en herencia.
—¿Y dónde se almacenan los testamentos de los no ciudadanos? —le preguntó César a Licinia mientras ésta descendía por las escaleras delante de él.
—En el sótano,
domine
, junto con los archivos de todos los testamentos del ejército y de las muertes durante el servicio militar. Nosotras, por supuesto, no tenemos la custodia de los testamentos de los propios soldados; éstos quedan al cuidado de los empleados de las legiones, y cuando un hombre acaba el servicio destruyen su testamento. Entonces él hace uno nuevo y lo deposita en nuestra custodia. —Licinia suspiró con pena—. Todavía hay espacio aquí abajo, pero me temo que no pasará mucho tiempo antes de que tengamos que trasladar algunos de los testamentos de ciudadanos de las provincias al sótano, que también tiene que albergar una gran cantidad de material sagrado que tú y nosotras necesitamos para las ceremonias. De manera que, ¿adónde iremos cuando todo el sótano esté tan lleno como lo estuvo para Ahenobarbo? —inquirió lastimeramente.
—Afortunadamente, Licinia, tú no tendrás que preocuparte por eso —le dijo César—, aunque indudablemente yo sí tendré que hacerlo. ¡Qué extraordinario resulta pensar que la eficiencia romana femenina y la atención a los detalles ha producido un depósito como el mundo nunca ha conocido otro igual! Todo el mundo quiere que su testamento esté a salvo de miradas curiosas y de plumas manipuladoras. Y eso no se consigue en otro lugar que no sea el Atrium Vestae.
La importancia de aquella observación le pasó inadvertida a Licinia, pues estaba demasiado atareada asustándose a sí misma al descubrir que había cometido una omisión.
—¡
Domine
, olvidaba enseñarte la sección de los testamentos de mujeres! —Sí, es verdad que las mujeres hacen testamentos — dijo César sin perder la gravedad—. Es un gran consuelo darse cuenta de que segregáis los sexos, incluso después de la muerte. —Cuando vio que aquella observación quedaba fuera del alcance de ella, a César se le ocurrió otra cosa—. Me asombra que tantas personas depositen el testamento aquí, en Roma, a pesar de que puede que habiten en lugares que se hallan a una distancia de incluso varios meses de viaje de aquí. Yo diría que todas las posesiones muebles y el dinero en moneda ya habrán desaparecido para cuando llegue el momento en que pueda ejecutarse el propio testamento.