Y así, cuando César fue de visita más tarde aquel mismo día, Julia se comportó como si Bruto fuera el prometido de sus sueños.
—Estás creciendo —observó César, cuya presencia en el hogar era lo bastante poco frecuente como para darse cuenta de la evolución cada vez que la veía.
—Sólo faltan cinco años —le dijo Julia en tono solemne.
—¿Nada más?
—Sí —afirmó la muchacha dejando escapar un suspiro—, nada más,
tata
.
César la rodeó con el brazo y la besó en la parte superior de la cabeza, sin ser consciente de que Julia pertenecía a ese tipo de niñas que no pueden soñar con un marido más maravilloso que uno que sea exactamente iguai a su padre: maduro, famoso, guapo, alguien que sea el centro de los acontecimientos.
—¿Alguna noticia? —le preguntó él.
—Ha venido Bruto.
César se echó a reír.
—¡Eso no es ninguna noticia, Julia!
—Quizás lo sea —dijo ella con aire solemne; y le relató lo que le había contado Bruto acerca de la reunión en casa de Metelo Escipián.
—¡Qué descaro el de Catón! —exclamó César cuando ella hubo terminado—. ¡Exigir grandes cantidades de dinero a un muchacho de veinte años!
—Pero, gracias a la madre de Bruto, no consiguieron nada.
—A ti no te cae bien Servilia, ¿verdad?
—Me pongo en el lugar de Bruto,
tata
. Esa mujer me aterroriza.
—¿Por qué, exactamente?
Aclararle aquello a un hombre famoso por su amor a los hechos evidentes se le hacía difícil a Julia.
—Sólo es una especie de sentimiento. Siempre que la veo, pienso en una malvada serpiente negra.
La risa hizo temblar a César.
—¿Has visto tú alguna vez a una malvada serpiente negra, Julia?
—No, pero he visto pinturas de ellas. Y de Medusa. —Cerró los ojos y ocultó el rostro en el hombro de su padre—. ¿A ti te cae bien esa mujer,
tata
?
A eso César podía responder sinceramente. —No. —Pues entonces, ahí lo tienes —dijo su hija.
—Tienes toda la razón —convino César—. Ahí lo tengo, ya lo creo que sí.
Naturalmente, Aurelia quedó fascinada cuando César, poco después, le contó la conversación que había tenido con Julia.
—¿No es bonito pensar que ni siquiera la antipatía que existe entre vosotros pueda destruir la ambición de Catulo ni la de Vatia Isáurico? —le preguntó ella sonriendo ligeramente.
—Catón tiene razón, si se presentan los dos sólo conseguirán dividir los votos. Y si algo he aprendido, es que ahora estoy seguro de que amañarán los sorteos. ¡No habrá votantes Fabios en esta elección en concreto!
—Pero las dos tribus de ellos sí votarán.
—Con eso puedo enfrentarme siempre que se presenten ambos. Algunos de sus partidarios naturales verán la fuerza de mis argumentos al afirmar que deberían conservar la imparcialidad no votando a ninguno de los dos.
—¡Oh, qué inteligente!
—La astucia electoral no consiste únicamente en el soborno, aunque ninguno de esos tontos aferrados a la tradición se den cuenta de ello —dijó César pensativo—. El soborno no es un instrumento que yo ose emplear, ni siquiera en el supuesto de que tenga deseos de hacerlo o el dinero necesario para ello. Si soy candidato para una elección, seguro que habrá medio centenar de lobos senatoriales aullando por mi sangre: ningún voto, ni ningún acta ni ningún funcionario quedará sin investigar. Pero hay otras muchas posibilidades distintas al soborno.
—Es una lástima que las diecisiete tribus que voten no sean elegidas hasta justo un momento antes —le dijo Aurelia—. Si se escogieran con unos cuantos días de antelación, podrían traer algunos votantes rurales. El nombre Julio César significa muchísimo más para cualquier votante rural que el de Lutacio Catulo o Servilio Vatia.
—No obstante, madre, algo sí se puede hacer en esa línea. Seguro que tiene que haber por lo menos una tribu urbana; y ahí Lucio Decumio será de incalculable valor. Craso conseguirá el apoyo de su tribu si ésta sale elegida. Y Magnus también. Y tengo influencia en otras tribus, no sólo en la Fabia.
Se hizo un breve silencio durante el cual el rostro de César se puso lúgubre; aunque Aurelia se hubiera sentido tentada de hablar, la visión de aquel cambio en la expresión de su hijo la habría hecho desistir. Ello significaba que César estaba debatiendo para sus adentros si abordar un tema menos apetitoso, y las probabilidades de que eso ocurriera eran mayores si ella lograba pasar lo más inadvertida posible. ¿Y qué tema menos apetitoso podía haber que el del dinero? Así que Aurelia guardó silencio.
—Craso vino a verme esta mañana —dijo César finalmente. Su madre continuó sin decir nada—. Mis acreedores están un poco inquietos. —Ni una palabra por parte de Aurelia—. Las facturas de mis días como edil curul continúan llegando. Lo que significa que no he logrado devolver nada de lo que tomé prestado. —Los ojos de Aurelia se posaron en la superficie del escritorio—. Es decir, que tengo que pagar intereses de los intereses. Han hablado entre ellos de acusarme ante los censores, y a pesar de que uno de ellos es tío mío, los censores se verían obligados a hacer cumplir lo que dice la ley. Yo acabaría perdiendo mi asiento en el Senado y se venderían todos mis bienes, incluidas mis tierras.
—¿Tiene Craso alguna sugerencia? —se aventuró a preguntar Aurelia.
—Que consiga que me elijan pontífice máximo.
—¿No estaría dispuesto él a prestarte dinero?
—En lo que a mí concierne —dijo César—, ése sería el último recurso. Craso es un gran amigo, pero no en vano tiene heno en los cuernos. Presta sin interés, pero espera que se le pague en el momento en que reclame un préstamo. Pompeyo Magnus regresará antes de que yo sea cónsul, y necesito conservar a Magnus de mi parte. Pero Craso detesta a Magnus, así ha sido siempre desde que ambos fueron cónsules juntos. Tengo que pisar sobre una línea que se extiende entre ellos dos. Lo que significa qne no me atrevo a deberles dinero a ninguno de los dos.
—Lo comprendo. ¿Y ser pontífice máximo te sacaría del apuro?
—Por lo visto sí, con unos oponentes tan prestigiosos como Catulo y Vatia Isáurico. La victoria les diría a mis acreedores que me eligirán pretor, y que seré cónsul
senior
. Y que cuando me marche de procónsul a mi provincia me repondré de mis pérdidas, si es que ello no ocurre antes. Si no les pago al principio, les pagaré al final. Aunque el interés compuesto es algo espantoso y debería ser ilegal, tiene una ventaja: los acreedores que cobran interés compuesto consiguen grandes ganancias cuando se les paga una deuda, aunque sólo sea en parte.
—Entonces será mejor que salgas elegido pontífice máximo.
—Eso creo yo.
La elección de un nuevo pontífice máximo y una cara nueva para el Colegio de los Pontífices se fijó en un plazo de veinte días. Quién sería el nuevo rostro no era ningún misterio; el único candidato era Metelo Escipión. Catulo y Vatia Isáurico declararon que se presentarían a la elección de pontífice máximo.
César se lanzó a hacer campaña con tanto deleite como energía. Como en el caso de Catilina, el nombre y el linaje eran de enorme ayuda a pesar del hecho de que ninguno de los otros dos candidatos era un hombre nuevo, ni siquiera uno de los moderadamente prominentes
boni
. El puesto normalmente recaía en un hombre que ya hubiera sido cónsul, pero esta ventaja, de la que tanto Catulo como Vatia Isáurico disfrutaban, se veía invalidada hasta cierto punto por la edad que tenían: Catulo contaba sesenta y un años y Vatia Isáurico sesenta y ocho. En Roma se consideraba que la cima de la capacidad, de las habilidades y de las facultades de un hombre se encontraba alrededor de los cuarenta y tres años, edad a la que cualquiera debería convertirse en cónsul. Después de esa edad, inevitablemente todo hombre pasaba a ser en cierto modo alguien del pasado, por enormes que fueran su
auctoritas
o su
dignitas
. Después se podía ser
princeps senatus
, incluso cónsul por segunda vez durante un período de diez años más, pero una vez que se alcanzaban los sesenta años se consideraba que, indiscutiblemente, ya habían pasado los mejores años de la vida. Aunque César aún no había sido pretor, llevaba ya muchos años en el Senado, hacía más de una década que era pontífice, había demostrado ser un edil curul magnífico, llevaba la corona cívica en los actos públicos y entre los votantes se le conocía no sólo como uno de los más altos aristócratas de Roma, sino también como un hombre de enorme capacidad y potencial. Su trabajo en el Tribunal de Asesinatos y su labor de abogado no habían pasado inadvertidos; como tampoco había pasado inadvertido el escrupuloso intcrés que se tomaba por sus clientes. En resumen, César era el futuro, mientras que Catulo y Vatia Isáurico eran definitivamente el pasado… y ambos estaban mancillados con el odio que producía haber disfrutado del favor de Sila. La mayoría de los votantes que se presentarían eran caballeros, y Sila había perseguido sin piedad a la
ordo equester
. Para contrarrestar el hecho innegable de que César era sobrino político de Sila, a Lucio Decumio se le encomendó ir por ahí sacando a relucir las viejas historias de cuando César desafió a Sila y se negó a repudiar a la hija de Cinna, o de cuando estuvo a punto de morirse de enfermedad mientras se ocultaba de los agentes de Sila.
Tres días antes de la elección, Catón convocó a Catulo, a Vatia Isáurico y a Hortensio a una reunión en su casa. Esta vez no había figurones como Cicerón ni jóvenes como Cepión Bruto presentes en la reunión. Hasta Metelo Escipión habría resultado un estorbo.
—Ya os dije que era un error que os presentaseis ambos —coménzó Catón con su acostumbrada falta de tacto—. Ahora os pido que uno de los dos se retire y respalde al otro.
—No —dijo Catulo.
—No —dijo Vatia Isáurico.
—¿Es que no podéis comprender que al presentaros los dos hacéis que los votos se dividan? —gritó Catón aporreando con el puño la mesa, poco elegante, que le servía de escritorio.
Tenía un aspecto chupado y enfermizo, pues la noche antes había tenido una intensa sesión con la jarra de vino; desde la muerte de Cepión, Catón se había dado al vino para consolarse, si es que aquello podía llamarse consuelo. El sueño le servía de evasión, la sombra de Cepión le obsesionaba, la esclava que utilizaba de vez en cuando para aliviar sus necesidades sexuales le daba náuseas, e incluso hablar con Atenodoro Cordilión, Munacio Rufo y Marco Favonio sólo lograba tenerle ocupada la mente un breve espacio de tiempo. Leía sin parar, pero aun así la soledad y la tristeza se interponían entre las palabras de Platón, de Aristóteles e incluso de su propio bisabuelo, Catón el Censor, y él. De ahí el jarro de vino y de ahí su mal genio mientras miraba furioso a aquellos dos nobles de edad avanzada que no querían dar el brazo a torcer y se negaban a reconocer que estaban cometiendo un error.
—Catón tiene razón —intervino Hortensio malhumorado. El tampoco era ya muy joven, pero como era augur no podía presentarse a la elección de pontífice máximo. De modo que la ambición no le obnubilaba la capacidad de raciocinio, aunque la buena vida que se daba sí que empezaba a hacerlo—. Uno de vosotros quizás venciera a César, pero entre los dos lo que hacéis es dividir por la mitad los votos que podría conseguir uno de los dos solo.
—Entonces ya ha llegado el momento de los sobornos —observó Catulo.
—¿Sobornos? —dijo a gritos Catón mientras aporreaba la mesa hasta hacerla crujir—. ¡No servirá de nada empezar a sobornar! ¡Doscientos veinte talentos no pueden comprar los votos suficientes para derrotar a César!
—Entonces —dijo Catulo—, ¿por qué no sobornamos a César?
—Los demás clavaron en él las miradas—. César está lleno de deudas, deudas que se acercan ya a los dos mil talentos, y la deuda aumenta cada día porque no puede permitirse pagar ni un sestercio.
—les informó Catulo—. Podéis tener la seguridad de que las cifras que os digo son las correctas.
—Entonces lo que yo sugiero es que informemos de su situación a los censores y exijamos que actúen de inmediato y expulsen a César del Senado —dijo Catón—. ¡De ese modo nos veríamos libres de él para siempre!
Aquella sugerencia se recibió con ahogados gritos de horror.
—¡Mi querido Catón, no podemos hacer eso! —baló Hortensio—. ¡Puede que sea como la peste, pero es uno de nosotros!
—¡No, no, no! ¡No es uno de nosotros! ¡Si no se le detiene, nos hará pedazos a todos, eso os lo aseguro! —rugió Catón al tiempo que volvía a emprenderla a golpes de puño contra la pobre e indefensa mesa—. ¡Entregadlo! ¡Entregádselo a los censores!
—Decididamente, no —dijo Catulo.
—Decididamente, no —repitió Vatia Isáurico.
—Decididamente, no —dijo Hortensio.
—Entonces —concluyó Catón con cara astuta—, convenced a alguien que esté fuera del Senado para que lo entregue: a uno de sus acreedores.
Hortensio cerró los ojos. No existía otro pilar de los
boni
más firme que Catón, pero había ocasiones en que su ascendencia de campesino tusculano y esclavo celtíbero lograban vencer al pensamieñto verdaderamente romano. César era de la misma casta que todos ellos, incluso que Catón, por muy remoto que fuera el lazo de sangre; aunque en Catulo era muy próximo, pensándolo bien.
—Olvídate de una cosa así, Catón —le dijo Hortensio abriendo los ojos con cansancio—. Eso no es romano. No hay más que decir…
—Nos encargaremos de César al estilo romano —dijo Catulo—. Si estáis dispuestos a desviar el dinero con el que habíais de contribuir para sobornar al electorado y utilizarlo para sobornar a César, entonces yo mismo iré a verlo y se lo ofreceré. Doscientos veinte talentos serán un buen pago para sus acreedores. Confio en que Metelo Escipián acceda.
—¡Oh, yo también confio en ello! —gruñó Catón entre dientes—. iSin embargo, hatajo de tontos sin carácter, no contéis conmigo! ¡Yo no contribuiría a engordar la bolsa de César ni con una falsificación de plomo!
Así que Quinto Lutacio Catulo solicitó una entrevista con Cayo Julio César en las habitaciones que éste tenía en el Vicus Patricii, entre los talleres de tinte de Fabricio y los baños suburanos. La entrevista tuvo lugar el día antes de las elecciones, por la mañana temprano. El sutil esplendor del despacho de César cogió por sorpresa a Catulo; no sabía que su sobrino segundo tuviera buena vista para los muebles y un gusto excelente, ni siquiera se había imaginado que César tuviera una faceta así. ¿No había nada para lo que aquel hombre no estuviera dotado?, se preguntó mientras se sentaba en un canapé antes de que César le pudiera indicar que ocupase la silla de cliente. Pero al hacer tal suposición le hizo a César una injusticia; César nunca habría relegado a alguien de la categoría de Catulo a la silla de cliente.