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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (7 page)

BOOK: Las mujeres de César
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El crecimiento de las provincias y de los beneficios de Roma había hecho que el templo de Saturno se quedase pequeño para su propósito fiscal hacía ya mucho tiempo, pero los romanos eran muy poco dados a abandonar una sede una vez que el lugar se hubiera destinado a alguna empresa gubernamental, de manera que Saturno seguía allí, indeciso, como depositario del Tesoro. Otros tesoros menores de dinero acuñado y oro en barras estaban relegados a otras bóvedas bajo templos distintos; las cuentas que pertenecían a los años anteriores al corriente habían sido destinadas al Tabulario de Sila y, en consecuencia, los oficiales del Tesoro y sus subalternos habían proliferado. Otro anatema romano, los funcionarios, pero el Tesoro era, al fin y al cabo, el Tesoro; el dinero público tenía que ser sembrado, cultivado y cosechado como es debido, aunque aquello significase unas cantidades aborreciblemente grandes de empleados públicos.

Mientras la comitiva de César se quedaba rezagada para mirarlo todo con ojos brillantes y llenos de orgullo, éste subió lentamente hasta la gran puerta que estaba tallada en el muro lateral del podio de Saturno. César iba ataviado con una inmaculada toga blanca y en el hombro derecho de la túnica llevaba la ancha franja púrpura de senador; portaba una guirnalda de hojas de roble alrededor de la cabeza porque tenía que llevar su corona cívica en todas las ocasiones en que actuase en público. Mientras que otro hombre quizás le hubiese hecho una seña a un criado para que golpease la puerta con el llamador, César lo hizo él mismo, y luego aguardó hasta que la puerta se abrió con cautela y una cabeza apareció por la rendija.

—Cayo Julio César, cuestor de la provincia de Hispania Ulterior bajo el gobierno de Cayo Antistio Veto, desea presentar las cuentas de su provincia, como exige la ley y la costumbre —dijo César con voz serena.

Le fue franqueada la entrada y la puerta se cerró tras él; todos los clientes permanecieron fuera, al aire fresco.

—Tengo entendido que llegaste ayer, ¿es cierto? —le preguntó Marco Vibio, el jefe del Tesoro, cuando condujeron a César hasta su tenebroso despacho.

—Sí.

—Estas cosas no corren ninguna prisa, ya lo sabes.

—Por lo que a mí respecta, sí tengo prisa. Mi deber como cuestor no termina hasta que haya presentado las cuentas.

Vibio parpadeó.

—¡Pues entonces preséntalas, no faltaría más!

César sacó del interior del pliegue de la toga siete rollos, cada uno de ellos sellado dos veces, una de ellas con el anillo de César y otra con el de Antitio Veto. Cuando Vibio se disponía a romper los sellos del primer rollo, César le detuvo.

—¿Qué ocurre, Cayo Julio?

—No hay testigos presentes.

Vibio volvió a parpadear.

—Oh, bueno, no solemos preocuparnos mucho por pequeñeces de ese tipo —dijo desenfadadamente; y cogió el rollo con una sonrisa irónica en los labios.

César alargó una mano y sujetó la muñeca de Vibio.

—Pues te sugiero que empieces a preocuparte por pequeñeces como ésta —le dijo en tono agradable—. Estas son las cuentas oficiales de mi misión como cuestor en Hispania Ulterior, y solicito que haya testigos durante toda mi presentación. Si no es el momento adecuado para que sé presenten los testigos, entonces dime qué hora resulta conveniente y volveré.

El ambiente cambió dentro de la habitación, se hizo más escarchado. —Desde luego, Cayo Julio.

Pero los primeros cuatro testigos no fueron del agrado de César y sólo después de haber examinado a doce hallaron cuatro que sí fueron de su gusto. Luego procedió a la entrevista con una rapidez e inteligencia que hizo jadear a Marco Vibio, porque no estaba acostumbrado a que los cuestores entendieran de contabilidad, ni a que tuvieran una memoria tan buena que los capacitase para ir recitando relaciones enteras de fechas sin consultar ningún material escrito. Cuando César hubo terminado, Vibio estaba sudando.

—Tengo que decir con toda sinceridad que rara vez, si es que ha ocurrido en alguna ocasión con anterioridad, he visto a un cuestor que presentase tan bien todas sus cuentas —confesó Vibio; y se limpió la frente—. Todo está en orden, Cayo Julio. De hecho, la Hispania Ulterior debería concederte un voto de agradecimiento por poner en orden tal embrollo.

Esto lo dijo con una sonrisa conciliadora; Vibio estaba empezando a comprender que aquel individuo altivo tenía intención de llegar a cónsul, así que le pareció oportuno lisonjearle.

—Si todo está en orden, me darás un documento oficial que así lo exprese. Ante testigos.

—Estaba a punto de hacerlo.

—¡Excelente!

—¿Y cuándo llegará el dinero? —le preguntó Vibio cuando acompañaba a la salida a su incómodo visitante.

César se encogió de hombros.

—Eso no está bajo el control de mi provincia. Supongo que el gobernador esperará para traer todo el dinero consigo al final de su mandato.

Un matiz de amargura asomó al rostro de Vibio.

—¿No es eso normal? —preguntó retóricamente—. Lo que debería ser de Roma este año permanecerá en manos de Antitio Veto el tiempo suficiente como para que lo emplee en inversiones a su nombre y saque beneficio de ello.

—Eso es completamente legal, y no me corresponde a mí criticarlo —dijo César con suavidad, entornando los ojos al salir a la brillante luz del sol del Foro.

—¡
Ave
, Cayo Julio! —se despidió súbitamente Vibio; y cerró la puerta.

Durante la hora que había durado la entrevista, el Foro inferior se había llenado bastante, y la gente corría de un lado a otro para terminar sus tareas antes de que se hiciera demasiado tarde y llegase la hora de la cena. Y entre las caras nuevas, observó César suspirando interiormente, estaba la que pertenecía a Marco Calpurnio Bíbulo, a quien él en otro tiempo levantara del suelo sin esfuerzo para colocarlo encima de un elevado armario delante de seis de sus iguales. Luego le puso el mote de
Pulga
. ¡Y no sin motivo! Cuando aún no habían hecho más que echarse una mirada el uno al otro, ya se detestaban; y eso ocurría de vez en cuando. Bíbulo lo había insultado de tal manera que la ofensa requería reparación fisica, seguro de que su diminuto tamaño le impediría a César pegarle. Había dado a entender que César había obtenido una magnífica flota del viejo rey Nicomedes de Bitinia prostituyéndose al propio rey. En otras circunstancias César quizás no hubiera dejado libre su mal genio, pero ello había ocurrido justo después de que el general Lúculo había dado a entender lo mismo. Y dos veces era ya demasiado; de manera que Bíbulo fue a parar a lo alto del armario, y el acto estuvo acompañado de unas cuantas palabras ofensivas. Y eso había sido el comienzo de casi un año viviendo en los mismos aposentos que Bíbulo mientras Roma, representada en la persona de Lúculo, le demostraba a la ciudad lesbia de Mitilene que no podía desafiar a su soberano. Las filas se habían dividido. Bíbulo era un enemigo.

No había cambiado en los diez años que habían transcurrido desde entonces, pensó César al aproximarse el nuevo grupo con Bíbulo a la cabeza. La otra rama de la Famosa Familia Calpurnio, apellidada Piso, estaba llena de algunos de los individuos más altos de Roma; pero la rama apellidada Bíbulo —que significaba esponjoso, en el sentido de que se empapaban de vino— era físicamente lo contrario. Ningún miembro de la nobleza romana habría tenido dificultad para decidir a qué rama de la Famosa Familia pertenecía Bíbulo. No era solamente pequeño, era diminuto, y tenía la tez tan clara que parecía desteñida; tenía pómulos salientes, el pelo incoloro, las cejas invisibles y los ojos de color gris plateado. No es que fuera poco atractivo, es que daba miedo.

Clientes aparte, Bíbulo no estaba solo; iba caminando al lado de un hombre que no llevaba túnica debajo de la toga. El joven Catón, a juzgar por el color de la tez y por la nariz. Bueno, aquella amistad tenía sentido. Bíbulo estaba casado con una Domicia que era prima carnal del cuñado de Catón, Lucio Domicio Ahenobarbo. Era raro que todas las personas detestables se juntasen, incluso uniéndose por el lazo del matrimonio. Y como Bíbulo era miembro de los
boni
, sin duda eso significaba que Catón también lo era.

—¿En busca de un poco de sombra, Bíbulo? —le preguntó César dulcemente cuando se encontraron al tiempo que paseaba la mirada desde su viejo enemigo hasta su muy alto compañero, que gracias a la posición del sol y del grupo, realmente lanzaba su sombra sobre Bíbulo.

—Catón puede darnos sombra de sobra a todos nosotros —respondió Bíbulo con frialdad.

—La nariz servirá de ayuda a ese respecto —comentó César.

Catón se dio unas palmaditas cariñosas en su rasgo más prominente, nada ofendido, pero tampoco divertido; su sentido del humor no captaba el ingenio.

—Así nadie confundirá nunca mis estatuas con las de otros —le contestó.

—Eso es cierto. —César miró a Bíbulo—. ¿Has pensado en presentarte a algún cargo este año? —le preguntó.

—¡Yo no!

—¿Y tú, Marco Catón?

—A tribuno militar —repuso Catón tensamente.

—Lo harás bien. He oído decir que tienes una gran colección de condecoraciones como soldado en el ejército de Publícola en la guera contra Espartaco.

—¡Es cierto, las tiene! —intervino bruscamente Bíbulo—. ¡No todos en el ejército de Publícola eran cobardes!

César alzó las rubias cejas.

—Yo no he dicho eso.

—No hacía falta que lo dijeras. Tú elegiste a Craso para que luchara en su campaña.

—No tuve elección en ese tema, como tampoco la tendrá Marco Catón cuando sea elegido tribuno militar. Como magistrados militares, vamos donde Rómulo nos envía.

Y en ese punto la conversación tocó fondo, y hubiera terminado de no ser por la llegada de otro par de hombres que congeniaban mucho mejor con César: Apio Claudio Pulcher y Marco Tulio Cicerón.

—Vas un poco desnudo, ¿no te parece, Catón? —dijo alegremente Cicerón.

Bíbulo ya tenía bastante, por lo que se marchó de allí en compañía de Catón.

—Extraordinario —dijo César mirando cómo se alejaba Catón—. ¿Por qué no lleva túnica?

—Dice que forma parte de la
mos maiorum
, e intenta convencernos a todos para que volvamos a las viejas costumbres —dijo Apio Claudio, un miembro típico de su familia, pues era un hombre moreno, de talla mediana y considerablemente guapo. Le palmeó a Cicerón el diafragma y sonrió—. Está muy bien para tipos como César y él, pero no creo que dejar al descubierto tu pellejo impresione a un jurado —le dijo a Cicerón.

—Todo eso no es más que pura afectación —dijo éste—. Ya se le pasará con el tiempo. —Aquellos ojos oscuros, inmensamente inteligentes, descansaron en César y se pusieron a bailotear—. Fíjate, todavía me acuerdo de cuando tus excentricidades relativas a la vestimenta disgustaron a algunos miembros de los
boni
, César. ¿Te acuerdas de aquellas orlas púrpuras que solías llevar en las mangas largas?

César se echó a reír.

—En aquella época estaba aburrido y me pareció que lo más seguro era que aquello irritase a Catulo.

—¡Y así fue, así fue! Como líder de los
boni
, Catulo se cree el guardián de las costumbres y tradiciones de Roma.

—Hablando de Catulo, ¿cuándo piensa terminar el templo de Júpiter Óptimo Máximo? No veo ningún avance. había sentado en el senado.

—Oh, el templo fue dedicado hace un año —le dijo Cicerón—. En cuanto a cuándo podrá usarse, ¿quién sabe? Sila dejó a ese tipo en verdaderas dificultades económicas en lo que respecta a la obra, ya sabes. La mayor parte del dinero tiene que ponerlo de su propio bolsillo.

—Puede permitírselo; estaba cómodamnte asentado en Roma haciendo dinero a costa de Cinna y Carbón mientras Sila estaba en el exilio. Darle a Catulo la tarea de reconstruir el templo de Júpiter Optimo Máximo fue la venganza de Sila.

—¡Ah, sí! Las venganzas de Sila siguen siendo famosas, aunque lleve muerto diez años.

—Era el Primer Hombre de Roma —dijo César.

—Y ahora tenemos a Pompeyo Magnus reclamando ese título —dijo Apio Claudio poniendo en evidencia su desprecio.

—Me alegro de que estés otra vez en Roma, César. Hortensio está envejeciendo, no ha vuelto a ser el mismo desde que le vencí en el caso Verres, así que me vendrá bien un poco de competencia en los tribunales.

—¿Envejeciendo a los cuarenta y siete años? —preguntó César.

—Lleva una vida regalada —dijo Apio Claudio.

—Lo mismo que todos en ese círculo.

—Yo no diría que Lúculo viva regaladamente de momento.

—Es cierto, no hace mucho que volviste del servicio con él en el Este —dijo César; se dispuso a marcharse y le hizo una inclinación de cabeza a su séquito.

—Y me alegro de estar fuera de ello —dijo Apio Claudio con emoción. Soltó una risita—. ¡Sin embargo, le envié a Lúculo un sustituto!

—¿Un sustituto?

—Mi hermano, Publio Clodio.

—¡0h, eso le complacerá! —dijo César riéndose también.

Y así César se marchó del Foro algo más cómodo con el pensamiento de que los próximos años debería pasarlos en Roma. No iba a ser fácil, y eso le complacía. Catulo, Bíbulo y el resto de los
boni
se asegurarían de que él lo pasara mal. Pero también había amigos; Apio Claudio no estaba ligado a una facción, y siempre estaría a favor de un colega patricio.

Pero, ¿y Cicerón? Desde que con su brillantez e innovación había enviado a Cayo Verres al exilio permanente, todo el mundo conocía a Cicerón, que tenía que abrirse camino bajo la gran desventaja de no tener antepasados dignos de mención. Un
homo novus
. Un hombre nuevo. El primero de su respetable familia rural que se había sentado en el Senado. Procedía del mismo distrito de Mario, y era pariente suyo; pero algún fallo de su carácter le había cegado ante el hecho de que, fuera del Senado, la mayor parte de Roma seguía rindiendo culto a la memoria de Cayo Mario. Así que Cicerón renunció a sacar partido de ese parentesco, evitó por completo toda mención de sus orígenes en Arpinum y pasaba sus días tratando de hacer creer que era un romano de los romanos. Incluso tenía máscaras de cera de muchos antepasados en su atrio, pero pertenecían a la familia de su esposa Terencia; como Cayo Mario, también él había contraído matrimonio entre la más alta nobleza, y contaba con las relaciones de Terencia para abrirse camino hacia el consulado.

La mejor manera de describirle era como trepador social, algo que su pariente Cayo Mario no había sido nunca. Mario se había casado con la hermana mayor del padre de César, la querida Julia, tía de César, y por los mismos motivos Cicerón se había casado con su fea esposa Terencia. Aunque para Mario el consulado nada más había sido el camino para asegurarse el mando militar, mientras que Cicerón veía en el consulado en sí la cima de sus ambiciones. Mario había querido ser el Primer Hombre de Roma. Cicerón sólo quería pertenecer por derecho a la más alta nobleza de la tierra. ¡Oh, lo conseguiría! En los tribunales de justicia no tenía igual, lo que significaba que había acumulado un formidable grupo de villanos agradecidos que ejercían una influencia colosal en el Senado. Por no mencionar que era el mejor orador de toda Roma, cosa que significaba que estaba muy solicitado por otros hombres de enorme influencia para que hablase en nombre de ellos.

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