Las mujeres de César (88 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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Instauré a Hircano como rey y sumo sacerdote a la vez, e hice prisionero a Aristóbulo. Eso es porque conocí a Antípatro, el príncipe idumeo, en Damasco. Un tipo muy interesante. Hircano no resulta impresionante, pero confío en Antípatro para que lo maneje… en la dirección conveniente para Roma, desde luego. Ah, si, no se me olvidó informarle a Hircano de que él no está ahí por la gracia de su dios, sino por la gracia de Roma; que él no es más la marioneta de Roma y que estará siempre debajo del pulgar del gobernador de Siria. Antípatro me sugirió que le endulzase esa taza de vinagre diciéndole a Hircano que debería canalizar la mayor parte de sus energías en el sumo sacerdocio… ¡Muy inteligente, ese Antípatro! Y me pregunto, ¿sabrá él que yo estoy al corriente de cuanto poder civil ha usurpado sin levantar siquiera un dedo para guerrear?

No dejé Judea exactamente tan grande como era antes de que esos dos hermanos tan tontos atrajesen mi atención hacia ese lugar insignificante. A todos los lugares en los cuales los judíos eran minoría los obligué a formar parte oficialmente de la provincia romana de Siria: Samaria, las ciudades costeras, desde Jope a Gaza, y las ciudades griegas de la Decápolis, todas ellas consiguieron la autonomía y se convirtieron en sirias.

Todavía sigo poniendo orden, pero parece que por fin esto toca a su fin. Espero estar de regreso en casa a finales de este año. Lo cual me lleva al tema de los deplorables acontecimientos del año pasado y principios de éste. En Roma, me refiero. César, no puedo agradecerte bastante la ayuda que le has prestado a Nepote. Tú lo intentaste, pero… ¿por qué tuvimos que permitirle a ese pelma mojigato de Catón que ocupase su cargo? Lo ha echado todo a perder. Y, como sabes, no me queda ni un solo tribuno de la plebe que valga la pena ni para mear encima de éL ¡Ni siquiera puedo encontrar uno para el año que viene!

Me llevo conmigo a casa verdaderas montañas de botín, el Tesoro no tiene sitio ni para empezar a dar cabida a la parte de ese botín que le corresponde a Roma. A las tropas, sólo en primas, les han correspondido dieciséis mil talentos. Por ello me niego rotundamente a hacer lo que siempre he hecho en el pasado, conceder a mis soldados la ocupación de tierras de mi propiedad. Esta vez Roma puede darles las tierras. Ellos se lo merecen, y Roma se lo debe. Así que aunque muera en el intento, me encargaré de que reciban tierras del Estado. Confío en que tú hagas lo que puedas al respecto, y si por casualidad tienes a algún tribuno de la plebe que se incline a pensar como tú, con gusto compartiría lo que costase contratarle. Nepote dice que va a haber una gran pelea a causa de las tierras, y no es que yo no me lo esperase. Hay demasiados hombres poderosos que tienen alquiladas tierras públicas para sus
latifundia
. Algo que demuestra muy poca vista por parte del Senado.

Por cierto, he oído un rumor y me pregunto si tú también lo habrás oído. Que Mucia está siendo una niña mala. Le pregunté a Nepote, y se subió tanto por las ramas que me pregunté si volvería a bajar alguna vez. Bueno, los hermanos y las hermanas tienden a hacer bando juntos, así que es natural que a él no le gustase mi pregunta. De todos modos, estoy haciendo investigaciones. Si hay algo de verdad en ello, adiós a Mucia. Ha sido una buena esposa y madre, pero no puedo decir que la haya echado mucho de menos desde que me marché.

—Oh, Pompeyo —dijo César dejando la carta—. ¡Estás completamente solo en esta liga!

Frunció el entrecejo, pensando en primer lugar en la última parte de la misiva de Pompeyo. Tito Labieno se había marchado de Roma para regresar a Picenum poco después de dejar el cargo, y era de suponer que habría reanudado su asunto amoroso con Mucia Tercia. Una lástima. ¿Debería quizás escribir a Labieno para advertirle de lo que se le avecinaba? No. Las cartas eran propensas a ser abiertas por quienes no debían, y había algunos maestros consumados en el arte de volver a sellarlas. Si Mucia Tercia y Labieno estaban en peligro, tendrían que arreglárselas solos. Pompeyo el Grande era más importante; César empezaba a ver toda clase de atractivas posibilidades cuando el Gran Hombre regresase a casa con aquellas montañas de botín. No iba a haber tierras disponibles para sus hombres; los soldados se quedarían sin recompensa. Pero en menos de tres años, Cayo Julio César sería cónsul
senior
, y Publio Vatinio sería su tribuno de la plebe. ¡Qué manera tan excelente de poner al Gran Hombre en deuda con un hombre mucho más grande!

Tanto Servilia como Marco Craso habían estado en lo cierto; después de aquel asombroso día en el Foro, el año de César como pretor urbano se hizo muy pacífico. Uno a uno el resto de los adictos a Catilina fueron juzgados y declarados culpables, aunque Lucio Novio Níger no volvió a ser juez del tribunal especial. Después de un debate el Senado decidió trasladar los juicios al tribunal de Bíbulo, una vez que los cinco primeros hubieron sido sentenciados al exilio y a la confiscación de sus bienes.

Y, como César supo a través de Craso, Cicerón Consiguió una casa nueva. El pez más gordo de todos los catilinarios, que nunca había sido nombrado por ninguno de los informadores, era Publio Sila. No obstante la mayoría de la gente sabía que si Autronio había estado implicado, Publio Sila también. Sobrino del dictador y marido de la hermana de Pompeyo, Publio Sila había heredado enormes riquezas, pero no la perspicacia política de su tío y, desde luego, tampoco su sentido de la supervivencia. Al contrario que los demás, Publio Sila no había entrado en la conspiración para incrementar su fortuna, sino para complacer a sus amigos y aliviar su perpetuo aburrimiento.

—Le ha pedido a Cicerón que le defienda —le dijo Craso al tiempo que soltaba una risita—, y eso coloca a Cicerón en un espantoso aprieto.

—Sólo si tiene intención de consentir en ello, desde luego —le indicó César.

—Oh, ya ha consentido, Cayo.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque el amante de la buena vida de nuestro ex cónsul acaba de venir a verme. De repente tiene dinero para comprarme la casa… o espera tenerlo.

—Ah! ¿Y cuánto pides?

—Cinco millones.

César se recostó en la silla y movió lúgubremente la cabeza a ambos lados.

—¿Sabes, Marco? Siempre me recuerdas a un constructor. Cada vez que construyes una casa para tu esposa y tus hijos juras por todos los dioses que no la venderás. Pero luego se presenta alguien con más dinero que sentido común, te ofrece unas sabrosas ganancias y ¡bang!, esposa e hijos se quedan sin hogar hasta que esté construida la próxima casa.

—Pagué un alto precio por ella —dijo Craso a la defensiva.

—iNi mucho menos cinco millones!

—Pues, sí —dijo Craso, que empezó a animarse—. En realidad Tertula le ha cogido manía a esa casa, así que no se le ha roto el corazón ante la idea de tener que mudarse. Esta vez voy a construírmela en el lado del Circus Maximus que da al Germalus, junto a ese palacio que Hortensio mantiene para albergar sus estanques de peces.

—¿Por qué le ha cogido manía Tertula después de todos estos años? —le preguntó César con escepticismo.

—Pues porque perteneció a Marco Livio Druso.

—Eso ya lo sé. También sé que lo mataron en aquel atrio.

—¡Allí hay algo! —dijo Craso en un susurro. —Y te parece que lo que sea será bienvenido para que atormente a Cicerón y a Terencia, ¿eh? —César se echó a reír—. Ya te dije yo en su momento que era un error poner mármol negro en el interior, quedaban demasiados rincones oscuros. Y sabiendo lo poco que les pagas a tus sirvientes, Marco, apostaría a que alguno de ellos se lo pasa de primera gimiendo y suspirando entre las sombras. También estaría dispuesto a apostar que cuando os mudéis, vuestras presencias malignas os acompañarán… a menos que tú decidas desembolsar sólidos aumentos de sueldos, claro está.

Craso volvió al tema de Cicerón y Publio Sila.

—Parece ser que Publio Sila está dispuesto a «prestarle» a Cicerón la cantidad entera si lo defiende —dijo.

—Y consigue sacarlo libre —añadió César con suavidad.

—¡Oh, lo hará! —Esta vez fue Craso quien se echó a reír, cosa rara en extremo—. ¡Deberías haberle oído! Está ocupado escribiendo la historia de su consulado, nada menos. ¿Te acuerdas de todas aquellas reuniones de setiembre, octubre y noviembre? ¿Cuando Publio Sila se sentaba junto a Catilina para apoyarlo a grandes voces? Pues según Cicerón no era Publio Sila el que estaba allí sentado, ¡era Spinther que llevaba puesta la
imago
de Publio Sila!

—Espero que estés de broma, Marco.

—Sí y no. ¡Cicerón ahora insiste en que Publio Sila empleó la mayor parte de todos esos
nundinae
en el cuidado de sus intereses en Pompeya! Y que apenas estuvo aquí, en Roma, ¿sabías tú eso?

—Tienes razón, seguro que era Spinther, que llevaba puesta su
imago
.

—De todos modos, Cicerón convencerá de eso al jurado.

En ese momento Aurelia asomó la cabeza por la puerta.

—Cuando tengas tiempo, César, me gustaría hablar contigo —le dijo.

Craso se levantó.

—Me voy ya, tengo que ver a algunas personas. Y hablando de casas —dijo mientras César y él se dirigían a la puerta principal—, tengo que decir que la
domus publica
es el mejor lugar para vivir de toda Roma. Coge de camino para ir y volver de todas partes. Es agradable dejarse caer por aquí sabiendo que hay una cara amiga y un buen trago de vino.

—¡Tú podrías permitirte comprar todos los tragos de vino que quisieras, viejo tacaño!

—Me estoy haciendo viejo, ¿sabes? —le dijo Craso sin hacer caso del sustantivo «tacaño»—. ¿Cuántos años tienes tú, César? ¿Treinta y siete?

—Este año cumplo treinta y ocho.

—jBrrr! Yo cumpliré cincuenta y cuatro. —Suspiró con melancolía—. ¿Sabes? ¡Yo quería de verdad una campaña antes de jubilarme! Algo para rivalizar con Pompeyo Magnus. —Según él, ya no quedan mundos por conquistar.

—¿Y los partos?

—¿Y Dacia? ¿Y Boiohaemum? ¿Y todas las tierras del Danubio?

—Es ahí donde tú vas a ir, ¿verdad, César?

—Lo he estado pensando, sí.

—Los partos —le recomendó Craso con mucha seguridad al cruzar la puerta—. Hay más oro en esa dirección que en el Norte.

—Todas las razas estiman el oro más que nada —dijo César—, así que de todas ellas se consigue oro.

—Lo necesitarás para pagar tus deudas.

—Sí, así es. Pero el oro no es el principal atractivo, al menos para mí. En ese aspecto Pompeyo Magnus tiene razón. El oro viene, sencillamente, por añadidura. Lo que es más importante es la longitud del alcance de Roma.

La respuesta de Craso fue un gesto de despedida con la mano; se encaminó al Palatino y desapareció.

Nunca servía de nada intentar evitar a Aurelia cuando quería tener una conversación, así que César se fue directamente desde la puerta principal hasta los aposentos de su madre, donde ahora se notaba por todas partes la huella de su mano: nada del atractivo decorado quedaba ya a la vista, pues estaba cubierto de casilleros, rollos, papeles, recipientes para libros y, en un rincón, un telar. Las cuentas del Subura ya no le interesaban; ahora estaba ayudando a las vestales en sus tareas de llevar los archivos.

—¿Qué hay,
mater
? —le preguntó César, de pie a la puerta.

—Se trata de nuestra nueva virgen —dijo ella al tiempo que le indicaba una silla.

César se sentó dispuesto ahora a escuchar.

—¿Cornelia Merula?

—La misma.

—Sólo tiene siete años,
mater
. ¿Qué problemas puede causar a esa edad? A menos que sea salvaje, y no me dio esa impresión.

—Hemos puesto a un Catón entre nosotros —le dijo su madre.

—¡0h!

—Fabia no puede con ella, ni tampoco ninguna de las otras vestales. Junia y Quintilia la odian, y están empezando a pellizcarla y a arañarla.

—Trae a Fabia y a Cornelia Merula a mi despacho ahora mismo, por favor.

No muchos momentos después Aurelia acompañó a la jefa de las vestales y a la nueva pequeña vestal al despacho de César, un escenario inmaculado e imponente que resplandecía en apagados tonos de carmesí y púrpura.

Había algo que recordaba a Catón en Cornelia Merula, algo que hizo que a César le viniese a la memoria la primera vez que había visto a Catón, mirando desde la casa de Marco Livio Druso hacia la casa de Ahenobarbo, donde se había alojado Sila. Un niño flacucho y solitario a quien él había saludado con la mano con afecto. Esta niña también era alta y delgada; tenía el mismo colorido que Catón: pelo castaño y ojos grises. Y estaba de pie en la misma postura que adoptaba Catón: las piernas separadas, la barbilla erguida y los puños apretados.


Mater
, Fabia, podéis sentaros —dijo el pontífice máximo de manera muy formal. Luego le hizo un gesto con la mano a la niña—. Tú puedes quedarte aquí de pie —le indicó al tiempo que le señalaba un lugar concreto delante del escritorio—. Y ahora, ¿cuál es el problema, vestal jefe? —preguntó.

—¡Muchísimos, al parecer! —respondió Fabia con aspereza—. Vivimos con demasiado lujo; disponemos de demasiado tiempo libre; nos interesan más los testamentos que Vesta; no tenemos derecho a beber agua que no se háya traído del pozo de Juturna; no preparamos la
mola salsa
como se hacía durante los reinados de los reyes; no picamos las partes del caballo de octubre como es debido. ¡Y muchas otras cosas además!

—¿Y cómo sabes tú qué ocurre con las partes del caballo de octubre, pequeño mirlo? —le preguntó amablemente César a la niña, a la que prefirió llamar así y no Merula, que significaba mirlo—. Tú no llevas en el Atrium Vestae suficiente tiempo para haber visto alguna ceremonia de las partes del caballo de octubre.

¡Oh, qué difícil le resultaba no echarse a reír! Las partes del caballo de octubre, que se llevaban a toda prisa primero a las Regia para dejar que algo de sangre gotease sobre el altar y luego al sagrado hogar de Vesta para hacer lo mismo, eran los genitales, la cola y el esfínter anal. Después de la ceremonia todas aquellas partes se troceaban, se picaban, se mezclaban con lo que quedaba de sangre y luego se quemaban; las cenizas se utilizaban durante una fiesta Vestal celebrada en abril, la Parilia.

—Me lo ha dicho mi bisabuela —dijo Cornelia Merula con una voz que prometía ser algún día tan potente como la de Catón.

—¿Y cómo lo sabe ella, si no es una vestal?

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