—Pero es aquí donde tendría que estar el camino, lo juro —gruñó Cormac.
Sin embargo, puso a toda la caravana en movimiento y continuaron avanzando, bajo una lluvia que caía como si se hubiera iniciado en los comienzos del tiempo y ya no supiera detenerse. Morgause, cansada y con frío, suspiraba por una cena caliente, ponche de vino y una cama blanda. Cuando Cormac volvió a acercarse lo interpeló con irritación:
—¿Y ahora qué, idiota? ¿Te has vuelto a pasar esa ancha carretera?
—Lo siento, mi reina, pero… Mirad: estamos otra vez donde nos detuvimos para que los caballos descansaran, después de abandonar la vía romana. Allí está el trapo con que me limpié el barro.
Morgause estalló:
—¿Qué reina ha tenido que soportar a tantos estúpidos como yo? —gritó—. ¡La segunda ciudad del país, después de Londínium, y no podemos hallarla! ¿Vamos a pasarnos la noche yendo y viniendo por esta calzada?
Al fin no hubo más remedio que encender las lámparas retroceder nuevamente hacia el sur. Morgana se puso personal mente a la vanguardia, junto a Cormac. La niebla y la lluvia parecían apagar hasta los ecos. Por fin volvieron a encontrarse ante el fragmento de muralla romano. Cormac lanzó un juramento, pero se le notaba asustado.
—Lo siento, señora. No lo comprendo.
—¡El diablo os lleve a todos! —chilló Morgause— ¡Nos pasaremos la noche dando vueltas y vueltas!
Pero ella también reconocía la ruina. Aspiró una larga bocanada de aire, exasperada, pero resignada.
—Quizá por la mañana haya amainado. Y si es necesario podemos regresar a la muralla romana.
—Siempre que no hayamos entrado, quién sabe cómo, en el país de las hadas —murmuró una de las mujeres, persignándose subrepticiamente.
Morgause vio su gesto, pero se limitó a decir:
—¡Basta de idioteces! No podemos continuar. Apresuraos a instalar el campamento. Por la mañana ya veremos qué hacemos.
Había pensado llamar a Cormac, tan sólo para no dar espacio al miedo que empezaba a invadirla, pero no lo hizo. Desvelada entre sus mujeres, inquieta, repasó mentalmente todos los pasos del viaje. No se oía ningún ruido en la noche, ni siquiera el croar de las ranas en los pantanos. No era posible pasar de largo una gran ciudad como Camelot, pero había desaparecido. ¿O acaso ella misma, con toda su caravana, había desaparecido en el mundo de la hechicería? Y cada vez que llegaba a ese punto se arrepentía de haber puesto a Cormac a montar guardia; con él a su lado no habría tenido esa terrorífica sensación de que el mundo estaba demencialmente desarticulado. Una y otra vez trató de dormir y se encontró con los ojos muy abiertos en la oscuridad, totalmente despierta.
En algún momento de la noche la lluvia cesó. Al romperé! día, aunque por doquier se elevaba una niebla húmeda, el cielo estaba despejado. Morgause despertó de un sueño breve y nervioso; había visto a Morgana, encanecida y anciana, mirando dentro de un espejo como el suyo. Salió del pabellón para mirar colina arriba, con la esperanza de que Camelot estuviera don e tenía que estar, con la ancha carretera que llevaba hasta las torres. Pero estaban junto a las ruinas de la muralla romana, una milla más al sur, y en la colina verde, cubierta de hierbas altas, nada sobresalía.
Cabalgaron lentamente por el camino embarrado, señalado por las huellas que habían dejado por la noche, en sus idas y venidas. Un rebaño pastaba a un lado, pero cuando el capitán de Morgause quiso hablar con el pastor, el hombre se escondió tras una pared y no hubo modo de hacerlo salir.
—¿Y ésta es la paz de Arturo? —se extrañó Morgause en voz alta.
Cormac respondió con deferencia:
—Creo, señora, que aquí hay algún encantamiento. Esto no es Camelot.
—¿Y qué es, por Dios? —preguntó ella.
Pero el joven se limitó a murmurar:
—¿Qué es en verdad, por Dios?
El gimoteo asustado de una de las damas hizo que Morgause levantara nuevamente la cabeza. Por un momento fue como si Viviana hablara en su mente, diciéndole lo que ella sólo creía a medias: que Avalón se había adentrado en las brumas, que quien lo buscara sin saber el camino sólo llegaría a la isla de Glastonbury.
Podían regresar a la vía romana… Pero tenía el extraño temor de que también hubiera desaparecido, y también Lothian, dejándola sola en la faz de la tierra con ese puñado de personas. ¿Acaso Camelot y todos sus habitantes habían sido llevados al cielo de los cristianos? ¿O el mundo entero había llegado a su fin y sólo quedaban en él unos cuantos extraviados?
Pero no podían quedarse allí, contemplando el sendero vacío.
—Volveremos a la vía romana —dijo.
¿Por qué estaba todo tan callado, como si en el mundo entero sólo resonaran los cascos de sus caballos? Cuando estaban a punto de llegar al camino romano oyeron un ruido de cascos: un jinete se acercaba desde Glastonbury, a paso lento y decidido. En la niebla se distinguía una silueta oscura, seguida por un animal muy cargado. Al cabo de un momento, uno de sus hombres exclamó:
—¡Vaya, pero si es el señor Lanzarote del Lago! ¡Buenos días os dé Dios, señor!
—¡Hola! ¿Quién va? —Era, en verdad, la conocida voz de Lanzarote.
Según se acercaba, el familiar sonido del caballo y la muía Parecieron liberar algo en el mundo que les rodeaba: los ladridos de unos perros, a lo lejos, rompieron el silencio sepulcral con su ruido simple y normal.
—¡La reina de Lothian! —respondió Cormac.
Lanzarote detuvo su caballo frente a ella.
—Ah, tía, no esperaba encontraros aquí. ¿Os acompañan por ventura mis primos, Gawaine o Gareth?
—No —respondió Morgause—. Viajo sola hacia Camelot. —«¡Si todavía existe!», añadió para sus adentros, irritada.
Posó una mirada atenta en la cara de Lanzarote. Parecía fatigado, con la ropa raída y no del todo limpia; su capa no era digna ni de un lacayo. «¡Ah, Lanzarote! Ginebra no te encontrará ahora tan hermoso. Yo misma ya no te invitaría a mi lecho.»
Entonces él sonrió y Morgause se dijo: «A pesar de todo sigue siendo hermoso.»
—¿Queréis que viajemos juntos, tía? En verdad me trae la más dolorosa misión.
—Supe que habíais partido a la búsqueda del Grial. ¿Habéis fracasado, que estáis tan cariacontecido?
—No es para hombres como yo hallar el mayor de los Misterios. Pero traigo conmigo a quien lo tuvo en sus manos. Y vengo a decir que la búsqueda ha terminado: el Grial ha desaparecido para siempre de este mundo.
En ese momento Morgause vio que la muía cargaba el cadáver cubierto de un hombre.
—¿Quién…? —susurró.
—Galahad —respondió Lanzarote, en voz baja—. Mi hijo halló el Grial. Ahora sabemos que no es posible mirarlo y sobrevivir. Ojalá hubiera sido yo, por lo menos para no llevar a mi rey una noticia tan amarga: quien tenía que sucederlo se ha ido a un mundo en el que podrá continuar eternamente esta búsqueda, sin mácula.
Morgause se estremeció. «Ahora el país quedará sin rey, gobernado por los curas que tienen a Arturo en sus manos…» Pero desechó furiosamente esas fantasías. «Galahad ha muerto. Arturo tiene que nombrar a Gwydion su sucesor.»
Lanzarote miró con pesar la muía cargada, pero sólo dijo:
—¿Continuamos? Anoche no pensaba detenerme, pero la niebla era espesa y temí extraviarme. Esto parecía Avalón.
—Nosotros no pudimos hallar Camelot… —empezó Cormac.
Pero Morgause lo interrumpió, nerviosa:
—¡Basta de tonterías! En la oscuridad equivocamos el camino y pasamos la mitad de la noche yendo y viniendo. Nosotros también queremos llegar a Camelot cuanto antes, sobrino.
Uno o dos de sus hombres, que conocían a Lanzarote y a su hijo, se acercaron al cuerpo, con expresiones de solidaridad y palabras amables. El caballero del lago los escuchó a todos con expresión apesadumbrada. Luego musitó:
—Más tarde habrá tiempo para el duelo, muchachos. Dios sabe que no me urge dar esta noticia a Arturo, pero demorarla no la hará menos dura. Continuemos la marcha.
La niebla fue atenuándose con el ascenso del sol. Partieron por el mismo camino que la caravana había estado recorriendo durante horas. Muy poco después, otro sonido rompió el extraño silencio de aquella mañana espectral. Era un toque de trompeta, claro y agudo, surgido de las alturas de Camelot. Ante Morgause, junto al grupo de cuatro manzanos, se extendía la carretera construida por Arturo para sus mesnadas, ancha e inconfundible a la luz del sol.
Pareció adecuado que la primera persona a quien Morgause viera en Camelot fuera su hijo Gareth. Él se adelantó a grandes pasos para darles la voz de alto ante las grandes puertas; al reconocer a Lanzarote corrió hacia él. El caballero del lago descabalgó para estrecharlo en un gran abrazo.
—Conque eres tú, primo.
—Yo, sí. Cay ya está demasiado anciano y cojo para patrullar las murallas de Camelot. ¡Ah, en buen día regresas a Camelot, primo! Pero veo que no hallaste a Galahad.
—Lo encontré, sí —dijo Lanzarote, tristemente.
Y el rostro franco de Gareth, aún juvenil pese a la barba, se llenó de consternación al ver el contorno del cadáver bajo el sudario.
—Tengo que dar inmediatamente esta noticia a Arturo. Llévame a él, Gareth.
El joven, con la cabeza gacha, apoyó una mano en el hombro de Lanzarote.
—¡Ah, qué mala fecha para Camelot! ¡Ya decía yo que el Grial era obra de algún demonio!
Lanzarote negó con la cabeza. Morgause tuvo la sensación de que algo brillaba a través de él, como si su cuerpo fuera transparente; había un gozo oculto en su triste sonrisa.
—No, querido primo —dijo—; borra eso de tu mente para siempre. Galahad ha recibido lo que Dios quiso darle, y así nos sucederá a todos. El Señor permita que lo recibamos con tanto valor como él.
—Amén —dijo Gareth.
Y se persignó, horrorizando a su madre. Luego levantó la vista hacia ella y se sobresaltó
—¿Sois vos, madre? Perdonad. Sois la persona a quien menos esperaba ver en compañía de Lanzarote. —Y se inclinó en un obediente besamanos—. Venid, señora. Voy a llamara un chambelán para que os conduzca a la reina. Ella os recibirá entre sus damas mientras Lanzarote habla con el rey.
Morgause se dejó llevar, preguntándose para qué había ido En Lothian reinaba por derecho; allí, en Camelot, sólo podía sentarse entre las damas de Ginebra y, de cuanto sucediera, sólo sabría lo que sus hijos creyeran conveniente decirle. Se dirigió al chambelán:
—Di a mi hijo Gwydion…, al señor Mordret… que ha venido su madre. Pídele que venga a verme en cuanto le sea posible.
No obstante, hundida en el abatimiento, se preguntó si Gwydion se molestaría siquiera en presentarle sus respetos como lo había hecho Gareth. Y una vez más presintió que el viaje a Camelot había sido un error.
D
urante muchos años Ginebra había tenido la sensación de que, en presencia de los caballeros de la mesa redonda, Arturo no le pertenecía. Esa intromisión le producía resentimiento; a menudo pensaba que, de no estar rodeados por la corte, quizá podrían haber llevado una vida más feliz.
Sin embargo, durante el año de la búsqueda del Grial, empezó a comprender que, después de todo, había sido afortunada, pues con la partida de los caballeros Camelot era como una aldea de fantasmas y Arturo, el espectro que la rondaba, paseándose calladamente por el castillo desierto.
No se podía decir que la compañía de su esposo no le agradara, ahora que por fin era totalmente suyo. Pero sólo entonces llegó a entender cuánto había puesto él de sí en sus legiones y en la construcción de Camelot. La trataba siempre con generosa amabilidad, pero se habría dicho que una parte de él estaba ausente, con sus caballeros, y sólo una pequeña fracción del hombre que era estaba con ella. Ahora Ginebra se percataba de que quedaba disminuido sin la función de rey a la que había dedicado una parte tan grande de su vida. Y se avergonzaba de notarlo.
De los ausentes nunca se hablaba. Durante el año de la búsqueda vivieron tranquilos y en paz, día tras día, charlando sólo de cosas cotidianas: el pan y la carne, las frutas del huerto o el vino de las bodegas, una capa nueva o la hebilla de un zapato. Cierta vez, recorriendo con la mirada el salón desierto, Arturo dijo:
—¿No tendríamos que guardar la mesa redonda hasta que regresen, amor mío? Aun en esta gran sala deja poco espacio para moverse, y ahora que está tan vacía…
—No —dijo Ginebra rápidamente—. No, querido, déjala. Este salón fue construido para la mesa redonda. Sin ella parecería un granero abandonado.
Arturo sonrió como si la respuesta lo alegrara.
—Y cuando los caballeros regresen de la búsqueda podremos celebrar otro gran festín —dijo.
Pero luego quedó en silencio. Ginebra adivinó que se preguntaba cuántos regresarían.
Aún tenían a Cay, al anciano Lucano y a dos o tres de los caballeros que estaban envejecidos, enfermos o afectados por viejas heridas. Y Gwydion, ahora Mordret, que era como un hijo ya adulto. A menudo Ginebra, al mirarlo, pensaba: «Éste es el hijo que podría haber tenido con Lanzarote», y un calor ardoroso le recorría el cuerpo entero, cubriéndola de sudor al pensar en la noche en que el mismo Arturo la había arrojado a los brazos de su campeón. En realidad, esos calores iban y venían a menudo; jamás sabía si la habitación estaba caldeada o si provenía de su interior. Gwydion la trataba con gentileza y deferencia; la llamaba «mi señora»; a veces, tímidamente, «tía». Era como Lanzarote, pero más callado, menos despreocupado. Lanzarote tenía siempre a mano un chiste o un juego de palabras; Gwydion, en cambio, sonreía y dejaba caer una frase ingeniosa que era como un golpe o un aguijonazo. Su humor era perverso, pero ante sus chistes crueles ella no podía menos que reír.
Una noche, mientras cenaban con su reducida corte, Arturo dijo:
—Hasta el regreso de Lanzarote, sobrino, me gustaría que ocuparas su puesto como capitán de caballería.
Gwydion rió entre dientes.
—Será una tarea liviana, tío y señor: ahora quedan pocos caballos en la cuadra. Vuestros caballeros se llevaron los mejores. ¡Y quién sabe si ha de ser algún caballo el que encuentre ese buscado Grial!
—Oh, calla —protestó Ginebra—. No te burles de su búsqueda.
—¿Por qué no, tía? Hasta un viejo y maltrecho caballo de combate puede buscar, al fin, el reposo espiritual.
Arturo rió, incómodo.
—¿Necesitaremos otra vez de los caballos de guerra? Desde Monte Badon, gracias a Dios, hemos tenido paz en esta tierra.