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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (120 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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Iba a responderle con alguna broma despreocupada o una frase tranquilizadora, pero se contuvo.

—No lo sé —reconoció—. La isla del Dragón ha sido profanada; sus habitantes están muertos o moribundos, el rebaño sagrado es presa de los cazadores sajones. Los nórdicos hacen incursiones en nuestras costas. ¿Llegará el día en que saqueen Camelot, tal como los godos derribaron Roma?

—Si lo hubiera sabido a tiempo —musitó Gwydion con sofocada violencia, entrechocando los puños—, si los sajones hubieran advertido a Arturo, él habría podido enviarme a proteger el territorio sagrado donde fue consagrado Macho rey. Ahora que el altar de la Diosa ha sido derribado sin que él muriera por protegerlo, su reinado está perdido.

Niniana percibió lo que no decía: «Y también el mío.»

—Tú no sabías que estaba en peligro —observó.

—De eso también tiene \a culpa Arturo. Los sajones actuaron sin pensar en consultarle: ¿eso no te dice lo poco que lo valoran como gran rey? ¿Y por qué? Yo te lo diré, Niniana, desprecian al Astado que no domina a sus mujeres.

—Tú, que te criaste en Avalón —replicó ella, enfadada—, ¿juzgas a Arturo por las normas sajonas, peores aún que las romanas? Vas a ser rey, Gwydion, porque llevas la sangre real de Avalón y por ser hijo de la Diosa.

—¡Bah! —Gwydion escupió en el suelo y agregó una obscenidad—. ¿Nunca se te ocurrió que Avalón ha caído como Roma, porque había corrupción en el corazón del reino? Según las leyes de Avalón, Ginebra sólo ha ejercido su derecho: la reina elige al consorte y Arturo debería ser derribado por Lanzarote. ¡Y Lanzarote es hijo de la Dama del Lago! ¿Por qué no reemplazar a Arturo por él? Pero ¿tenemos que tener por rey al hombre que una mujer quiera en su cama? —Volvió a escupir—. No, Niniana: esos días han pasado: tanto los romanos como los sajones saben cómo tiene que ser el mundo. La tierra ya no es un gran vientre que alumbra hombres; ahora es el movimiento de hombres y ejércitos lo que resuelve las cosas. ¿Qué pueblo me aceptaría como rey sólo por ser hijo de cierta mujer? Ahora quien gobierna es el hijo varón del rey, ¿y vamos a rechazar algo bueno sólo porque los romanos lo hicieron antes? Hoy tenemos mejores naves; descubriremos tierras más allá de los antiguos continentes que se hundieron en el mar. ¿Y cómo ha de seguirnos hasta allí una Diosa atada a este trozo de tierra y a sus cosechas? El mundo ya no es de las diosas, Niniana, sino de los dioses, quizá de un solo Dios. No debo derribar a Arturo: el tiempo y los cambios se ocuparán de eso.

A Niniana le corrió por la espalda el escozor de la videncia.

—¿Y qué será de ti, Macho rey de Avalón? ¿Qué será de la Madre que te envió en su nombre?

—¿Crees que pienso perderme en las brumas con Avalón y Camelot? Quiero ser gran rey… Y para eso tengo que conservar la corte de Arturo en todo su esplendor. Por eso Lanzarote tiene que desaparecer. Arturo tendrá que alejarlo definitivamente, y probablemente también a Ginebra. ¿Estás conmigo o no, Niniana?

Ella, mortalmente pálida, apretó los puños. Habría querido tener el poder de Morgana para formar un puente desde el cielo a la tierra y fulminarlo con el rayo de la Diosa enfurecida. La media luna de su frente ardía de cólera.

—¿Tengo que ayudarte a traicionar a una mujer sólo por ejercer el derecho que la Diosa nos ha dado a todas, el de escoger a nuestro hombre?

Gwydion soltó una risa burlona.

—Ginebra renunció a ese derecho cuando se arrodilló a los pies del Dios de los esclavos.

—Aun así no tengo por qué traicionarla.

—¿No me avisarás cuando vuelva a alejar a sus mujeres a la hora de acostarse?

—No —dijo Niniana—. Por la Diosa que no. ¡Y la traición de Arturo a Avalón no es nada al lado de la tuya!

Le volvió la espalda para abandonarlo, pero Gwydion la retuvo allí.

—¡Harás lo que yo te ordene!

Niniana forcejeó hasta liberar sus muñecas amoratadas.

—¿Lo que tú me ordenes? ¡Ni en un millar de años! —exclamó, sofocada por la furia—. ¡Ten cuidado, puesto que has alzado la mano contra la Dama de Avalón! ¡Ya sabrá Arturo qué clase de víbora ha puesto en su pecho!

En un arrebato de ira, Gwydion la sujetó por la otra muñeca y la golpeó con toda su fuerza en la sien. Niniana cayó al suelo sin un grito. Él estaba tan iracundo que no hizo el menor intento de detener su caída.

—¡Bien te apodaron los sajones! —dijo una voz grave y salvaje, entre la niebla—. ¡Consejo maligno, Mordret… asesino!

Gwydion se volvió con un movimiento convulso, bajando los ojos al cuerpo caído a sus pies.

—¿Asesino? ¡No! Sólo me enfadé con ella… Pero no quería hacerle daño… —Miró a su alrededor, sin poder distinguir nada en la niebla, cada vez más densa. Sin embargo, reconocía aquella voz—. ¡Morgana! Señora… ¡Madre!

Se arrodilló, con el pánico oprimiéndole la garganta, e incorporó a Niniana para buscarle el pulso. Pero yacía sin aliento, sin vida.

—¡Morgana! ¿Dónde estáis, dónde? ¡Descubrios, maldita sea!

Pero sólo Niniana estaba allí, exánime e inmóvil a sus pies. La estrechó contra sí, implorando:

—¡Niniana! Niniana, amor mío, ¡háblame!

—No volverá a hablarte —dijo la voz incorpórea.

Pero mientras Gwydion se volvía a un lado y a otro, una sólida figura de mujer se materializó en la niebla.

—¡Oh! ¿Qué has hecho, hijo mío?

—¿Erais vos? ¿Erais vos? —inquirió él, con la voz quebrada por la histeria—. ¿Vos me llamasteis asesino?

Morgause dio un paso atrás, medio asustada.

—No, no, acabo de llegar… ¿Qué hiciste?

Lo recibió en sus brazos y lo sostuvo, acariciándolo como si aún tuviera doce años.

—Niniana me enfureció… Me amenazó… Pongo a los dioses por testigos, madre: no quería hacerle daño, pero me amenazó con revelar a Arturo que yo conspiraba contra su precioso Lanzarote —explicó Gwydion, casi balbuceando—. La golpeé. Juro que sólo quería asustarla, pero cayó…

Morgause lo soltó para arrodillarse junto a la joven.

—La golpeaste con mala suerte, hijo mío. Ha muerto. Ya no puedes hacer nada. Tenemos que informar a los senescales de Arturo.

Gwydion se puso lívido.

—¡A los senescales, madre! ¿Qué dirá Arturo?

Morgause sintió que se le fundía el corazón. Lo tenía en sus manos, como cuando era una criatura indefensa a la que Lot quería hacer matar. Su vida le pertenecía y él no lo ignoraba. Lo estrechó contra su pecho.

—No importa, querido. No tienes que sufrir por esto, tal como no sufres por los hombres que mataste en combate. —Clavó una mirada triunfal en el cuerpo sin vida de Niniana—. Pudo haber caído en la niebla. Hasta el pie de la colina hay una larga distancia. Sujétala por los pies, así. Lo hecho, hecho está y ya nada de lo que le suceda cambiará las cosas.

Crecía su antiguo odio hacia Arturo; Gwydion lo derribaría…, y lo haría con su ayuda. Y cuando todo acabara, ella reinaría a su lado: ¡la señora que lo había puesto en el trono! Niniana ya no se interponía entre ambos; ella sería su único respaldo, su única ayuda. En silencio, el cuerpo liviano de la Dama de Avalón desapareció entre la niebla. Más tarde, cuando Arturo la mandara llamar, se iniciaría la búsqueda. Pero Gwydion, mirando entre la bruma como hipnotizado, por un momento creyó ver la negra barca de Avalón, entre Camelot y la isla del Dragón, y le pareció que Niniana, vestida de negro, como corresponde a la Parca, le hacía señas desde la embarcación. De inmediato desapareció.

—Ven, hijo mío —dijo Morgause—. Pasaste esta mañana en mis habitaciones. En cuanto al resto del día, tienes que acompañar a Arturo en su salón. Recuerda que no has visto a Niniana. Cuando te encuentres con Arturo le preguntarás por ella; muéstrate un poco celoso, como si temieras encontrarla en su lecho.

Fue un bálsamo para su corazón que Gwydion se aferrara a ella, murmurando:

—Así lo haré, madre. Sois la mejor madre, la mejor de las mujeres.

Y Morgause lo estrechó durante un momento y le dio un beso más, saboreando su poder, antes de soltarlo.

16

G
inebra, con los ojos muy abiertos en la oscuridad, esperaba oír las pisadas de Lanzarote, pero pensaba en Morgause, que había sonreído casi lascivamente al murmurar:

—Ah, querida, ¡cómo os envidio! Cormac es un joven apuesto y muy fogoso, pero no tiene la gracia ni la belleza de vuestro amante.

Ginebra, con la cabeza gacha, no había respondido. ¿Quién era ella para despreciar a Morgause, si estaba haciendo lo mismo? Pero era peligroso; el domingo anterior, el obispo había predicado sobre el gran mandamiento contra el adulterio, que estaba en las mismas raíces del modo de vida cristiano.

No era el cuerpo de Lanzarote lo que deseaba. En realidad, era raro que la poseyera de ese modo que era pecado y deshonor, salvo en aquellos primeros años en que contaban con la aquiescencia de Arturo, para ver si Ginebra podía dar un heredero al reino. Había otras maneras de encontrar placer que parecían menos pecaminosas, menos transgresoras de los derechos maritales de Arturo. Y aun así, lo que más deseaba era estar con él, más con el alma que con el cuerpo. ¿Cómo podía un Dios de amor condenar ese auténtico amor del corazón?

Se oyó una pisada ligera en la oscuridad.

—¿Lanzarote? —susurró.

—No.

La confundió el destello de una pequeña lámpara en la oscuridad. Por un momento creyó ver la cara amada, nuevamente joven. Luego comprendió de quién se trataba.

—¿Cómo te atreves? Mis mujeres no están lejos. Puedo gritar y nadie creerá que te hice venir.

—Quieta —ordenó él—. Hay un puñal en vuestro cuello, mi señora. —Y mientras Ginebra se encogía, aferrada a las sábanas dijo—: Oh, no os ufanéis, señora; no he venido a violaros. Vuestros encantos son demasiado rancios para mí y han sido paladeados en exceso.

—Basta —dijo una voz ronca en la oscuridad—. ¡No te burles de ella, hombre! Sucio asunto éste de espiar en alcobas. ¡Ojalá no lo hubiera aceptado! Quietos, todos, y escondeos en los rincones.

Con los ojos ya adaptados a la penumbra, Ginebra reconoció la cara de Gawaine y, más allá, una silueta familiar.

—¡Gareth! ¿Qué haces aquí? —preguntó con tristeza—. Creía que eras el mejor amigo de Lanzarote.

—Y lo soy —respondió, ceñudo—. He venido para que sólo se haga justicia con él. Ése —señaló a Gwydion con un gesto desdeñoso— querría cortarle el cuello y dejar que se os acusase de asesinato.

—Quedaos quieta —ordenó Gwydion. La luz se apagó. Ginebra sintió el pinchazo del puñal en el cuello—. Si pronunciáis un solo sonido para darle aviso, señora, acabaré con vos aunque deba asumir el riesgo de explicar el porqué a mi señor Arturo.

La punta se clavó hasta que Ginebra, con un gesto de dolor, se preguntó si le habría hecho sangre. Oía leves ruidos: roce de prendas, tintineo de armas velozmente apagados. ¿Cuántos hombres habían llegado para esa emboscada? Se retorció las manos, desesperada. Si al menos pudiera advertir a Lanzarote… Pero se encontraba como un animal en la trampa, indefensa.

El tiempo transcurrió despacio para la mujer atrapada entre las almohadas y el puñal. Después de mucho rato oyó un silbido suave, como un reclamo de pájaro. Percibiendo la tensión de sus músculos, Gwydion preguntó con un áspero susurro:

—¿La señal de Lanzarote?

Y le clavó otra vez el puñal en la elástica piel del cuello.

—Sí —susurró Ginebra, sudando de terror.

A su lado la paja crujió, en tanto él cambiaba de posición y se apartaba.

—En este cuarto hay doce hombres. Tratad de darle aviso y no viviréis un instante más.

Se oían ruidos en la antecámara: la capa de Lanzarote, la espada… Ah, Dios, ¿le sorprenderían desnudo y desarmado? Volvió a ponerse tensa, sintiendo por anticipado la puñalada en el cuerpo. Pero tenía que advertirle, gritar… Abrió los labios, pero Gwydion (¿tenía acaso el don de la videncia para saberlo?) le apretó cruelmente la cara con una mano, sofocando su voz. Ginebra se retorció bajo la mano. Entonces percibió el peso de Lanzarote en la cama.

—¿Ginebra? —susurró—. ¿Qué pasa? Me pareció oírte gritar, amada mía.

Ella logró desprenderse de la mano.

—¡Corre! —aulló—. ;Es una trampa!

—¡Por las puertas del infierno!

Sintió que Lanzarote saltaba hacia atrás como un gato. Llameó la lámpara de Gwydion; de algún modo la luz pasó de mano en mano, hasta que todo el cuarto estuvo iluminado. Gawaine, Cay y Gareth, seguidos por diez siluetas sombrías, dieron un paso adelante. Ginebra se acurrucó bajo las mantas. Lanzarote permanecía inmóvil, desnudo y desarmado.

—Mordret —dijo, despectivo—. ¡Una treta digna de vos!

—En el nombre del rey, Lanzarote —dijo Gawaine, formalmente—, os acuso de alta traición. Entregadme vuestra espada.

—Olvida eso —intervino Gwydion—. Ve por ella.

—¡Gareth! ¿Por qué te prestaste a esto, Dios?

Los ojos de Gareth brillaban a la luz del candil como por efecto de las lágrimas.

—Nunca lo habría creído de ti, Lanzarote. Ojalá hubiera caído en el combate antes de presenciar este día.

Lanzarote inclinó la cabeza. Ginebra vio que recorría la habitación con una mirada de pánico.

—Oh, Dios —murmuró—, así me miró Pelinor cuando me sorprendió en la cama con Elaine… ¿Tengo acaso que traicionar siempre a todos?

Ginebra habría querido abrazarlo, llorar de piedad y dolor, darle amparo. Pero él no la miraba.

—Vuestra espada —dijo Gawaine, en voz baja—. Y vestíos, Lanzarote. No os presentaré así ante Arturo, desnudo y en desgracia. Ya somos demasiados los que presenciamos vuestra vergüenza.

—No dejéis que eche mano de su espada —protestó en la oscuridad una voz sin rostro.

Pero Gawaine acalló despectivamente a quien hablaba. Lanzarote les volvió lentamente la espalda para ir hacia la pequeña antecámara donde había dejado la ropa y sus armas. Ginebra oyó que se vestía. Gareth esperaba con la mano en el pomo de la espada. Lanzarote volvió vestido, aunque desarmado, con las manos a la vista.

—Por vuestro bien, me alegra que nos acompañéis sin resistencia —dijo Gwydion—. Madre…

Se volvió hacia las sombras. Ginebra quedó consternada al ver allí a la reina Morgause.

—Ocupaos de la reina. La dejo a vuestro cargo hasta que Arturo se ocupe de ella.

Morgause avanzó hacia la cama. Por primera vez, Ginebra reparó en su corpulencia y en la línea implacable de su mandíbula.

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