Cuando se detuvieron otra vez tenía los ojos secos, pero el llanto se le había adentrado en el corazón, donde no cesaría jamás.
—No cruzaré el mar contigo, Lanzarote. No quiero desunir a los caballeros de la mesa redonda. Cuando Mordret logre su propósito, habrá disenso entre todos —dijo—, y llegará el día en que Arturo necesite a todos sus amigos. No quiero ser como la mujer de Troya, la del poema que solías contarme.
—Pero ¿qué harás?
Ginebra trató de no percibir en su voz el ápice de alivio que había tras el desconcierto y la pena.
—Llévame a la isla de Glastonbury. Allí está el convento en el que me eduqué. Allí quiero ir. Sólo diré que malas lenguas hicieron que tú y Arturo riñerais por mí. Pasado algún tiempo mandaré recado a Arturo, para que sepa dónde me encuentro y que no estoy contigo. Entonces podrá hacer honorablemente las paces contigo.
Lanzarote protestó:
—¡No! No puedo dejar que te vayas…
Pero Ginebra supo, con un vuelco en el corazón, que no le costaría persuadirlo. En el fondo, quizá deseaba que peleara por ella, que la llevara a la baja Britania por la fuerza de su voluntad y su pasión. Pero Lanzarote no era así. Y tal como era lo había amado siempre y lo amaría durante el resto de su vida.
Por fin él dejó de discutir y puso su montura rumbo a Glastonbury.
Con la sombra larga de la iglesia sobre las aguas, abordaron finalmente la embarcación que los llevaría a la isla; las campanas de la iglesia estaban tocando el Ángelus. Ginebra inclinó la cabeza para susurrar una oración: «María, Santa madre de Dios, ten piedad de mí, pecadora…»
Y durante un momento tuvo la sensación de estar bajo una luz potente, como el día que el Grial pasó por el salón. Lanzarote, sentado a proa, mantenía la cabeza gacha. No había vuelto a tocarla, de lo cual se alegraba: el solo contacto de su mano la habría debilitado en su decisión. La niebla se cernía sobre el lago; por un instante Ginebra creyó ver una sombra: una barca con velos negros y una silueta oscura en la proa… Pero no, era sólo una sombra.
La barca rozó la orilla. Lanzarote la ayudó a desembarcar.
—¿Estás segura, Ginebra?
—Estoy segura —confirmó ella, tratando de parecer más firme de lo que se sentía.
—Entonces te acompañaré hasta las puertas del convento.
Y de pronto comprendió que eso requería de Lanzarote más valor que toda la matanza llevada a cabo por ella.
La anciana abadesa la reconoció con gran asombro, pero Ginebra le contó lo que había decidido: que deseaba refugiarse allí hasta que Arturo y Lanzarote resolvieran la rencilla causada entre ellos por las malas lenguas. La abadesa le dio unas palmaditas en la mejilla, como si aún fuera la pupila de antaño.
—Puedes quedarte tanto tiempo como desees, hija mía. Para siempre, si ésa es tu voluntad. En la casa de Dios no rechazamos a nadie. Pero aquí no serás reina —le advirtió—, sino una hermana más.
Ginebra suspiró con alivio absoluto. Hasta entonces no se había percatado del gran peso que era ser reina.
—Tengo que despedirme de mi caballero, desearle buena suerte y encomendarle que resuelva su rencilla con mi esposo.
La abadesa asintió gravemente.
—En estos tiempos nuestro buen rey Arturo no puede prescindir de uno solo de sus caballeros, mucho menos del gran señor Lanzarote.
Lanzarote se paseaba, inquieto, por la antesala del convento.
—No soporto despedirme de ti aquí, Ginebra. ¡Ah, señora, amor mío!, ¿tiene que ser de este modo?
—Así debe ser —respondió Ginebra, implacable. Pero sabía que, por primera vez, actuaba sin pensar en sí misma—. Tu corazón estará siempre con Arturo, querido. A menudo pienso que nuestro único pecado no fue amarnos, sino permitir que ese amor estorbara el vuestro. —«Si todo hubiera quedado entre los tres como aquella noche de Beltane… —pensó—. El pecado no fue yacer juntos, sino que hubo tensiones y, por lo tanto, menos amor»—. Te devuelvo a Arturo con todo mi corazón. Dile en mi nombre que nunca dejé de amarlo.
Lanzarote pareció transfigurarse.
—Ahora lo sé —dijo—. Tampoco yo. y siempre sentí que te engañaba por amarle. —Habría querido darle un beso, pero en aquel lugar no era decoroso. A cambio le besó la mano—. Reza por mí, señora.
«Mi amor por ti es una plegaria —pensó Ginebra—. El amor es la única oración que conozco.» Nunca lo había amado tanto como en aquel momento, al oír que las puertas del convento se cerraban, duras y definitivas. Y los muros la cercaron.
¡Qué protegida y a salvo la habían hecho sentir aquellos muros, en tiempos pasados! Ahora tendría que caminar entre ellos durante el resto de su vida. Y mientras cruzaba el claustro de las monjas sintió que se cerraban sobre ella como una trampa.
«Por mi amor —pensó—, y por amor a Dios.» Y una pequeña semilla de consuelo se sembró en ella. Lanzarote iría a rezar a la iglesia donde Galahad había muerto. Quizá recordara aquel día en que, al abrirse las brumas de Avalón, ellos y Morgana se habían encontrado sumergidos hasta la rodilla en las aguas del lago. Y pensó también en Morgana con una súbita pasión de amor y ternura. «María, Santa madre de Dios, acompáñala para que algún día llegue a ti.»
Los muros, los muros la volverían loca. Jamás volvería a ser libre…
No. Por su amor y por amor a Dios, aprendería a amarlos otra vez. Con las manos unidas en la oración, Ginebra caminó por el claustro hacia el recinto de las hermanas y entró allí para siempre.
HABLA MORGANA…
Creía haber dejado atrás la videncia; Viviana había renunciado a ella siendo más joven. Pero no había quien me reemplazara en el altar de la Diosa. Lo comprendí al contemplar la muerte de Niniana, indefensa, y no pude tenderle la mano.
Yo había dejado a ese monstruo sobre el mundo, había accedido a la maniobra que lo llevaría a derribar al Macho rey. Y vi desde lejos que, en la isla del Dragón, derrumbaban el altar y cazaban los cierros en el bosque, sin amor, sin desafío, sin apelar a la Diosa, y perseguían a su pueblo como a sus ciervos. Las mareas del mundo estaban cambiando. A veces veía también Camelot, a la deriva en la niebla, y las guerras que volvían a desatarse por todo el país; ahora eran los nórdicos quienes saqueaban e incendiaban. Otro mundo; Dioses nuevos.
En verdad, la Diosa había desaparecido incluso de Avalón. Y yo, mortal como era, permanecía sola allí. No obstante, una noche tuve un sueño, una visión, un fragmento de videncia que me impulsó hacia el espejo, a la hora de la luna en sombras.
Al principio sólo vi las guerras que asolaban el país. Nunca supe qué sucedió entre Arturo y Gwydion, pero tras la huida de Ginebra con su paladín estallaron rencillas entre los antiguos caballeros; entre Gawaine y Lanzarote, guerra declarada. Más adelante, ya en agonía, el generoso Gawaine suplicó a Arturo, con su último aliento, que hiciera las paces con Lanzarote y lo llamara nuevamente a Camelot. Pero era demasiado tarde: ni el mismo caballero del lago podría ya reunir a las legiones del rey. La mitad de sus hombres seguían a Gwydion, así como la mayoría de los sajones, y hasta algunos nórdicos renegados. Y en esa hora previa al amanecer el espejo se aclaró; la luz ultraterrena me reveló la cara de mi hijo con una espada en la mano, caminando en lentos círculos en medio de la oscuridad, buscando…
Buscando al Macho rey para desafiarlo, como lo había hecho Arturo en sus tiempos: menudo, moreno y mortífero.
Arturo se había conformado con esperar a la muerte de su padre para asumir el poder; ahora, padre e hijo eran enemigos. Me pareció ver el suelo enrojecido por la sangre. Y en las tinieblas circundantes creí ver también a Arturo, alto, rubio y solo, apartado de sus hombres…, con
Escalibur
desnuda en la mano.
Pero también veía a Arturo dormido en su tienda, bajo la custodia de Lanzarote, y a Gwydion durmiendo entre sus mesnadas.
—¡Arturo! ¡Aceptad mi desafío, Arturo! ¿O me teméis demasiado?
—Nadie puede decir que yo haya rehuido jamás un desafío. —Arturo se volvió al salir Gwydion del bosque—. Conque eres tú, Mordret. Nunca creí del todo que te hubieras vuelto contra mí, pero ahora lo veo con mis propios ojos. ¿Qué he hecho? ¿Por qué te has convertido en mi enemigo? ¿Por qué, hijo?
—¿Pensáis acaso que alguna vez no lo fui, padre? —Hablaba con gran amargura—. ¿Para qué fui concebido y alumbrado sino para este momento, para desafiaros por una causa que ya no está dentro de este mundo? Ya no sé por qué tengo que desafiaros, pero en mi vida no queda sino este odio.
Arturo dijo en voz baja:
—Sabía que Morgana me odiaba, pero nunca sospeché cuánto. ¿Debes hacer su voluntad incluso en esto, Gwydion?
—¿Creéis que lo hago por su voluntad, estúpido? —bramó él—. Si algo pudiera inducirme a perdonaros sería eso, cumplir la voluntad de Morgana, cuando no sé a cuál de los dos odio más.
Y entonces me encontré en las orillas del lago, donde ambos se desafiaban mutuamente, situada entre ellos, vestida con la túnica de las sacerdotisas.
—¿Es necesario esto? Os exhorto a ambos, en nombre de la Diosa, a zanjar vuestra disputa. Pequé contra ti, Arturo, y contra ti, Gwydion. Es a mí a quien odiáis, y en el nombre de la Diosa os imploro…
—¿Qué me importa la Diosa? —Arturo apretó el pomo de
Escalibur
—. Siempre la he visto en tu cara, pero tú me volviste la espalda. Y como la Diosa me rechazaba, busqué otro Dios.
Y Gwydion dijo, mirándome con desprecio:
—Yo no necesitaba a la Diosa, sino a la mujer que me había dado a luz. Y tú me dejaste en manos de alguien que no temía a ningún dios.
Traté de exclamar: «¡No tenía alternativa! No pude escoger…» Pero ambos se embistieron con sus espadas, arremetiendo a través de mí como si estuviera hecha de aire. Y fue como si sus espadas se cruzaran dentro de mi cuerpo. Un momento después estaba nuevamente en Avalón, mirando con horror dentro del espejo, donde no se veía nada. Nada, salvo una creciente mancha de sangre en las aguas sagradas del Pozo. Notaba la boca seca y el corazón acelerado: en los labios, amargo, el sabor del desastre y la muerte.
¡Había fracasado! Había fallado a la Diosa, si en verdad existía alguna Diosa, aparte de mí; había fallado a Avalón, a Arturo, a mi hermano, a mi hijo, a mi amante. Cuanto había pretendido estaba en ruinas. En el cielo se encendía un débil rubor allí donde el sol no tardaría en asomar. Y supe que, más allá de las brumas de Avalón, Arturo y Gwydion se enfrentarían aquel día por última vez.
Mientras descendía a la orilla para invocar la barca, me pareció que las pequeñas gentes morenas me rodeaban por doquier; caminaba entre ellas como la sacerdotisa que había sido. Me encontré sola en la barca, pero segura de que había otras a mi lado: Morgana, la doncella, la que había enviado a Arturo contra el Macho rey; Morgana, la madre, desgarrada por el nacimiento de Gwydion; la reina de Gales del norte, invocando el eclipse para impeler a Accolon contra Arturo, y la reina Tenebrosa de las hadas… ¿ O era la Parca? Y mientras la barca se acercaba a la costa oí al último de los seguidores de Arturo.
—Mirad, mirad allí, la barca con las cuatro reinas en el amanecer, la barca encantada de Avalón…
Yacía allí, con el pelo pegajoso de sangre: mi Gwydion, mi amante, mi hermano… y a sus pies, muerto, Gwydion, mi hijo. Me incliné para cubrirle la cara con mi propio velo. Y supe que así terminaba una época. En tiempos pasados el ciervo joven había derribado al Macho rey para ocupar su puesto. Pero las cacerías habían terminado con los rebaños, el Macho rey acababa de matar al ciervo joven y ya nadie lo reemplazaría.
Y el Macho rey moriría a su vez… Me arrodillé a su lado.
—La espada, Arturo,
Escalibur
. Cógela y arrójala lejos, a las aguas del lago.
La Regalía Sagrada ya no estaba en este mundo; la última pieza, la
Escalibur
, tenía que ir tras el resto. Pero él protestó en susurros, aferrado a ella.
—No… Debo conservarla para quienes vengan después… La espada de Arturo, para convocarlos… —Luego miró a Lanzarote a los ojos—. Cógela, Galahad. ¿No oyes las trompetas de Camelot, que convocan a las legiones de Arturo? Cógela…, para los caballeros.
—No —dije delicadamente—. Esos tiempos han terminado. Nadie, después de ti, puede reclamar la espada de Arturo. —Le retiré delicadamente los dedos de la empuñadura—. Tómala, Lanzarote, pero arrójala a las aguas del lago. Que las brumas de Avalón la traguen para siempre.
Lanzarote me obedeció en silencio. No sé si me veía, ni por quién me tomaba. Luego acuné a Arturo contra mi pecho, sabiendo que su vida se esfumaba. Pero estaba más allá de las lágrimas.
—Morgana —susurró, con ojos desconcertados y llenos de dolor—. Morgana, ¿ todo esto fue por nada ? ¿Todo lo que hicimos, lo que intentamos hacer? ¿Por qué fallamos?
Era lo que yo también me preguntaba. Pero de algún sitio brotó la respuesta.
—Tú no fallaste, hermano, amor, hijo mío. Mantuviste el país en paz durante muchos años, para que los sajones no lo destruyeran. Alejaste las tinieblas durante toda una generación, hasta que se convirtieron en hombres civilizados, capaces de hacer música y de creer en Dios, y lucharán por salvar algo de los bellos tiempos pasados. Si a la muerte de Uther esta tierra hubiera caído en manos de los sajones, todo lo bello y lo bueno habría perecido para siempre en la Britania. Por eso digo que no fallaste, amor mío. Nadie sabe cómo hace la Diosa su voluntad, pero así ha de ser.
Aun entonces ignoraba si estaba diciendo la verdad o si sólo hablaba para reconfortarlo, como si fuera otra vez el niño que Igraine me había puesto en los brazos cuando yo misma era aún niña, diciéndome: «Morgana, cuida de tu hermano.» Y yo lo había hecho, lo haría siempre, aun más allá de la vida. ¿O acaso había sido la misma Diosa la que me pusiera a Arturo en los brazos?
Arturo presionó con dedos ya débiles la gran herida abierta en su pecho.
—Si al menos tuviera… la vaina que tú me hiciste, Morgana… no estaría aquí, desangrándome… Soñé, Morgana… y en mi sueño te llamaba, pero no podía abrazarte…
Lo estreché contra mí. Con la primera luz del sol naciente vi que Lanzarote levantaba la
Escalibur
para arrojarla lejos. Voló por el aire girando, sobre sí misma; el sol centelleaba en ella como en el ala de un pájaro blanco. Luego cayó. No vi más; tenía los ojos nublados por las lágrimas y la luz creciente.