Hizo llamar a las mujeres que la atendían para que avivaran el fuego y llevaran, no su parca cena habitual, sino comida y vino para Merlín.
Al entrar, fue directamente hacia el hogar. Taliesin estaba ahora encorvado, con el pelo y la barba completamente blancos; había cambiado su ropa mojada por una túnica verde de novicio, demasiado corta para él. Viviana lo hizo sentar junto al fuego, al ver que aún temblaba, y puso a su lado un plato de comida y una taza de plata con buen vino de manzana. Luego se instaló en un taburete cercano para comer pan y frutos secos. Cuando le vio apartar el plato, dijo:
—Ahora cuéntamelo todo, padre.
El anciano le sonrió.
—Nunca pensé que te oiría llamarme así, Viviana. ¿Acaso crees que chocheo y que me he ordenado en la Iglesia?
Ella negó con la cabeza, diciendo:
—No, pero fuiste el amante de mi madre y engendraste a dos de mis hermanas. Juntos hemos servido a la Diosa y a Avalón durante más años de los que puedo contar. Tal vez ansió el consuelo de una voz paterna. No sé, pero en noches como ésta me siento muy vieja.
El druida sonrió:
—Sé qué edad tienes, Viviana, y pareces una muchacha. Aún podrías tener amantes, si así lo quisieras.
Ella desechó la idea con un gesto.
—Nunca conocí a un hombre que no fuera para mí una necesidad, una obligación o una noche de placer. Y sólo a uno, aparte de vos, que pudiera comparárseme en fuerza. —Se echó a reír—. Aunque si hubiera tenido diez años menos… ¿cómo me habría sentado el título de consorte del gran rey? ¿Y el trono a mi hijo?
—No creo que Galahad (o Lanzarote, como se hace llamar ahora) tenga madera de rey. Es un visionario, un junco sacudido por el viento.
—Pero si hubiera sido engendrado por Uther Pendragón…
Taliesin negó con la cabeza.
—De nada sirve llorar por la leche derramada, Viviana. De Uther vengo a hablarte. Está agonizando.
Ella levantó la cabeza para mirarlo fijamente.
—Conque ya ha sucedido. —Sintió que se le aceleraba el corazón—. Es demasiado joven para morir.
—Aún combate a la cabeza de sus hombres; a su edad tendría que dejar ese cometido a sus generales. Fue herido y eso le causó fiebre. Ofrecí mis servicios de sanador, pero Igraine y los curas lo prohibieron. De cualquier modo, no habría podido hacer nada. Ha llegado su hora; se lo vi en los ojos.
—¿Y cómo se comporta Igraine en el papel de reina?
—Como cabía esperar —dijo el anciano druida—. Es bella, digna y piadosa; viste siempre de luto por los hijos que ha perdido. El día de Todos los Santos tuvo otro varón, pero vivió sólo cuatro días. Y su sacerdote la ha convencido de que es el castigo por sus pecados. Desde que se casó con Uther no la ha rozado el escándalo, a no ser por el nacimiento de ese primer hijo, demasiado prematuro. Pero con eso bastó. Le pregunté qué haría tras la muerte de Uther y cuando hubo dominado el llanto me dijo que se retiraría a un convento. Le ofrecí el amparo de Avalón, donde estaría cerca de su hija, pero dijo que no era decoroso para una reina cristiana.
La sonrisa de Viviana se endureció un poco.
—Nunca pensé oír eso de Igraine.
—No la culpes por lo que tú misma tramaste, Viviana. Avalón la echó cuando ella más lo necesitaba y la pobre muchacha ha buscado consuelo en un credo más sencillo que el nuestro.
—Eres el único hombre de Britania que ve a la gran reina como una muchacha.
—Incluso tú me pareces a veces una niña, la misma que se subía a mis rodillas para pulsar las cuerdas de mi arpa.
—Y ahora apenas puedo tocar. Con los años, mis dedos han perdido la flexibilidad.
Merlín negó con la cabeza.
—Ah, no, querida —dijo enseñando sus dedos deformados—. Tus manos son jóvenes en comparación con éstas. Sin embargo, con ellas hablo diariamente con mi arpa. Pero las tuyas prefirieron el poder a la música.
—De no ser así, ¿qué habría sido de Britania? —le espetó ella.
—No te censuro, Viviana —dijo él con severidad—. Simplemente digo las cosas como son.
Ella apoyó la barbilla en las manos, suspirando.
—No mentí al decir que esta noche necesitaba a un padre. Así que ya ha sucedido lo que temíamos. ¿Y qué hay del hijo de Uther, padre mío? ¿Está listo?
—Tiene que estarlo —dijo Merlín—. Uther no llegará al verano. Y ya se están reuniendo a su alrededor las aves carroñeras, como cuando Ambrosio agonizaba. En cuanto al muchacho, ¿lo has visto?
—De vez en cuando veo un destello suyo en el espejo mágico. Parece sano y fuerte, pero eso no me dice nada, salvo que puede desempeñar el papel de rey llegado el caso. Lo has visitado, ¿verdad?
—Por voluntad de Uther iba de vez en cuando para ver cómo crecía. Vi que leía los mismos libros en los que tu hijo aprendió tanto de estrategia bélica. Héctor, que es romano hasta la médula, ha educado a sus hijos con las conquistas de César y Alejandro.
—Si Arturo es tan romano —objetó Viviana—, ¿estará dispuesto a entenderse con las Tribus y con los pictos?
—Ya me ocupé de eso —dijo Merlín—, pues lo induje a tratar con algunos, diciéndole que eran aliados de Uther en la defensa de nuestra isla. Con ellos ha aprendido a lanzar flechas encantadas y a moverse sin ruido… —Luego añadió con intención—: Sabe acechar a los ciervos y no teme caminar entre ellos.
Viviana cerró los ojos un momento.
—Es tan joven…
—La Diosa siempre escoge a los más jóvenes y fuertes para conducir a sus guerreros —dijo Taliesin.
Ella inclinó la cabeza.
—Que así sea. Será puesto a prueba. Si puedes, tráelo antes de que muera Uther.
—¿Aquí? —Merlín negó con la cabeza—. Sólo después de la prueba podemos enseñarle el camino de Avalón y los dos reinos sobre los que tiene que gobernar.
Viviana cedió una vez más.
—A la isla del Dragón, pues.
—¿Para el antiguo desafío? Uther no fue probado de ese modo.
—Uther era un guerrero; bastaba con hacerlo señor del dragón. Este muchacho es joven y no ha derramado sangre. Es preciso ponerlo a prueba.
—Y si fracasa…
Viviana apretó los dientes.
—¡No debe fracasar!
Taliesin esperó a que ella levantara la vista para repetir:
—Si fracasa…
—Lot ha de estar dispuesto, si llegara el caso —suspiró ella.
—Tendrías que haber educado en Avalón a uno de los hijos de Morgause. Gawaine es simpático. Apasionado y pendenciero… un toro, mientras que el hijo de Uther es un ciervo. Pero tiene madera de rey y también nació de la Diosa. Morgause y sus hijos llevan la sangre real de tu madre.
—No confío en Lot —aseveró la Dama con vehemencia—. Y en Morgause, menos aún.
—Sin embargo, él maneja a los clanes del norte. Y creo que las Tribus lo aceptarían.
—Pero no los que se aferran a Roma. Tendríamos dos reinos en guerra en Britania. No: el hijo de Uther no puede fallar. —Viviana se cubrió la cara con las manos—. ¿Has previsto qué pasará si esto fracasa, padre?
El anciano negó con la cabeza blanca. Su voz sonó compasiva:
—La Diosa no me ha dado conocer su voluntad. Has gobernado bien Avalón, Viviana, pero ten cuidado con el orgullo.
—Soy vieja —dijo ella alzando el rostro—. Un día de éstos, cuando ya no pueda ver lo que nos espera, habrá llegado el momento de ceder el mando. Y si ocurre demasiado pronto…
—Ocurrirá en su momento, Viviana. —Merlín se levantó, alto e inseguro, apoyándose pesadamente en el bastón—. Llevaré al muchacho a la isla del Dragón en el deshielo de primavera, para que veamos si está listo para ser gran rey. Entonces le darás la espada y la copa, como símbolo de que hay un vínculo eterno entre Avalón y el mundo exterior.
—La espada, al menos —dijo Viviana—. En cuanto a la copa…, no sé.
Él inclinó la cabeza.
—Dejo eso a tu juicio. Eres la voz de la Diosa, pero no serás la Diosa con él.
Viviana negó con la cabeza.
—Cuando triunfe conocerá a la Madre y de su mano recibirá la espada de la victoria. Pero antes tiene que probar su fuerza y enfrentarse a la Doncella cazadora. —El destello de una sonrisa le cruzó la cara—. Y después, suceda lo que suceda, no nos arriesgaremos como con Uther e Igraine. Tenemos que asegurar la sangre real.
Cuando Merlín se fue, Viviana pasó largo rato contemplando imágenes en el fuego, viendo sólo el pasado, sin la intención de mirar hacia el futuro a través de las nieblas del tiempo.
También ella, muchos años atrás, había entregado su virginidad al Astado, al Gran cazador, al Señor de la danza espiral. Casi sin pensar en la virgen que desempeñaría aquel papel en la próxima coronación, recordó otros tiempos y otras veces en que había representado a la Diosa en el Gran Matrimonio.
Nunca había sido más que una obligación, a veces placentera, a veces desagradable. De pronto, envidió a Igraine; una parte de su mente se extrañó de envidiar a una mujer que había perdido a todos sus hijos y que ahora tenía que soportar la viudez y los muros de un convento.
«Lo que le envidio es el amor que ha conocido. No tengo hijas: sólo varones que son extraños a mí. Nunca he amado —pensó—. Miedo, reverencia, respeto… eso se me ha dado. Amor, nunca. Y a veces creo que lo cambiaría todo por una mirada como la que Uther dedicó a Igraine durante la boda.»
Suspiró con tristeza, repitiendo en voz baja lo que había dicho Merlín:
—Bueno, de nada sirve llorar por la leche derramada.
Levantó la cabeza y su ayudante se acercó sin hacer ruido.
—¿Señora?
—Llama a… No —dijo cambiando bruscamente de idea. «Dejemos dormir a la muchacha. No es cierto que no haya conocido el amor. Amo a Morgana sin medida, y ella a mí.»
Ahora ese amor también podía terminar. Pero eso también estaba en manos de la Diosa.
U
n pálido reflejo de la luna nueva se veía al oeste de Avalón. Morgana subía lentamente por el camino en espiral, callada y pálida como la luna virgen. Llevaba el pelo suelto y una única prenda sin ceñir a la cintura. Sabía que guardias y sacerdotisas la vigilaban mudos, para que nadie turbara su silencio. Tenía los ojos cerrados bajo el telón oscuro de la cabellera, pero se movía por el sendero sin vacilar. Cuervo la seguía en silencio, también descalza y sin cinturón, con el pelo suelto cubriéndole la cara.
Siempre hacia arriba en el anochecer, con unas cuantas estrellas en el cielo añil. En el anillo de piedras, grises y tenebrosas, parpadeaba la luz fantasmagórica de un fuego fatuo.
Con el último resplandor de la luna, reflejado momentáneamente en el lago, una sacerdotisa doncella se acercó a Morgana para ofrecerle una copa. Ella bebió en silencio y entregó la copa a Cuervo, que apuró las últimas gotas. Oro y plata centellearon a la luz agonizante. De manos invisibles Morgana cogió la gran espada, lanzando una pequeña exclamación ante su inesperado peso. Descalza, sin darse cuenta de que estaba helada, trazó el círculo bajo el anillo de piedras. Cuervo, a su espalda, cogió una gran lanza y la hundió en el corazón del fuego fatuo. La punta se encendió y la mujer la llevó detrás de Morgana, siguiendo el círculo. Al regresar al centro vieron el rostro de Viviana: intemporal, sin edad, flotando incorpóreo en el aire; era el rostro brillante de la Diosa. Aun sabiendo que era efecto de una sustancia luminosa untada en la frente y las mejillas, el contraste con la oscuridad del círculo y de la vestimenta no dejaba de impresionar a Morgana.
Dos manos relucientes pusieron algo en las de Morgana y en las de Cuervo. La muchacha mordió la madera amarga y picante, obligándose a tragar a pesar de la náusea. Cayó el silenció. Brillaban los ojos en la oscuridad. Era como estar entre la multitud en lo alto del Tozal, sin ver una sola cara. Incluso el rostro incorpóreo de Viviana se había desvanecido. Sentía cerca del cuerpo el calor de Cuervo. Trató de dejar la mente en calma y meditación, sin saber para qué la habían llevado allí.
Pasó el tiempo; las estrellas refulgían en el cielo, cada vez más oscuro. «El tiempo corre en Avalón de un modo distinto —pensó Morgana—, o tal vez no existe.» Muchas veces, en aquellos largos años, había ascendido por el camino en espiral, hurgando en los misterios del tiempo y el espacio. Pero aquella noche parecía más extraño, más oscuro; nunca se la había convocado para que desempeñara el papel principal. Sabía lo que le habían dado: el festín mágico, una hierba utilizada para fortalecer la videncia pero que no le restaba potencia ni magia.
Pasado un rato comenzó a ver imágenes en la mente, como desde muy lejos. Vio una manada de ciervos corriendo. Vio nuevamente la gran oscuridad que había descendido sobre la tierra al apagarse el sol con un viento frío, al cruzarse la luna en su camino. Vio con la videncia interior los ciclos del año en torno de las grandes piedras, las grandes procesiones que ascendían hacia el robledal, antes de que se construyera el círculo. El tiempo era transparente; había perdido significado. Los pequeños seres pintados llegaron, maduraron y fueron derribados; luego, las Tribus; después, los romanos, y altos extranjeros de las costas de la Galia, y después… El tiempo se detuvo, dejando sólo el movimiento de los pueblos y el crecer del mundo; los hielos se adelantaron, retrocedieron, se acercaron otra vez. Vio los grandes templos de la Atlántida, ya ahogados para siempre en el océano; vio el amanecer y el ocaso de mundos nuevos… Silencio, y más allá de la noche, las grandes estrellas que giraban y giraban…
Detrás de ella sonó un grito espectral que le heló la piel. Era Cuervo quien gritaba; Cuervo, cuya voz nunca había oído, ni siquiera el día en que se quemó con aceite hirviendo. En una ocasión, al mirarle las cicatrices, Morgana había pensado: «El voto que hice es poca cosa comparado con el suyo; sin embargo, estuve muy cerca de romperlo por la dulce voz de un hombre.»
Y ahora Cuervo, en la noche sin luna, gritaba con voz aguda, como una parturienta. Tres veces tembló el alarido en el Tozal y Morgana se estremeció otras tantas veces, sabiendo que hasta los sacerdotes de la otra isla tenían que estar persignándose en sus celdas solitarias, despertados por aquel clamor fantasmal que resonaba entre los mundos.
Después del grito, silencio, un silencio que pareció cargado de alientos. Luego, jadeante y sofocada, como si su voz estuviera incapacitada por la falta de uso, Cuervo gritó:
—Ah… Siete veces la Rueda, la rueda de trece radios, ha girado en el cielo. Siete veces la Madre ha parido a su hijo oscuro…