—Todos los dioses me prohíben invadir lo que la Diosa ha reservado para sí misma, querida prima. Te considero tan sagrada como a la Diosa misma.
La retuvo contra sí. Al percibir que él temblaba, la felicidad de Morgana fue tan intensa que la recorrió como un ramalazo de dolor.
Nunca había sentido semejante dicha; la felicidad era algo que casi ni recordaba de los tiempos en que era pequeña, antes de que su madre la cargara con un hermano. Allí, en la isla, la vida se había elevado por los amplios espacios del espíritu, haciéndole conocer la exaltación y el sufrimiento, pero nunca la maravillosa felicidad que en aquel momento experimentaba. El sol parecía más intenso; las nubes cruzaban el cielo como grandes pájaros y cada trébol brillaba con una luz interior propia, que también parecía emanar de ella. Se vio reflejada en los ojos de Lanzarote y supo que era hermosa, y que la deseaba, y que su amor y su respeto por ella eran tan grandes como para obligarlo a ponerse límites. Y creyó estallar de gozo.
El tiempo se detuvo. El placer la embargaba. Él no hacía más que acariciarle la mejilla, sin que ninguno de los dos deseara otra cosa. Después de largo rato, Lanzarote la envolvió con los bordes de la capa. Se acostaron juntos, casi sin tocarse, dejando que el poder del sol, la tierra y el aire circularan por ellos en armonía. Morgana durmió sin soñar, consciente de que aún tenían las manos enlazadas. Más tarde, al despertar, se sentó a memorizar cada línea del rostro de Lanzarote con feroz ternura.
El sol ya había pasado el cenit cuando Lanzarote despertó, sonriéndole, y se desperezó como un gato. Aún encerrada en la burbuja de su alegría, ella le oyó decir:
—íbamos a cazar aves acuáticas. Me siento feliz y no quiero maltratar a ningún ser vivo, pero me gustaría hacer las paces con mi madre. Tal vez los espíritus de la naturaleza nos envíen algún ave cuyo destino sea ofrecernos una buena comida.
Ella lo cogió de la mano, riendo.
—Te llevaré a donde van las aves a pescar. Si la Diosa así lo quiere, no cazaremos nada y no tendremos que sentirnos culpables por turbar su destino. Pero allí hay mucho barro; tendrás que quitarte las botas y yo que recogerme otra vez el vestido. ¿Usas jabalina, como los pictos? ¿Dardos envenenados? ¿O las atrapas con redes y les retuerces el pescuezo?
—Creo que sufren menos si las atrapas y las matas de inmediato —dijo él, reflexivo.
Ella asintió.
—Voy a traer una red y una trampa.
Bajaron del Tozal sin cruzarse con nadie, deslizándose por la pendiente en mucho menos tiempo del que habían tardado en escalarla. Morgana entró en el edificio donde se guardaban las redes y cogió dos. Ya en los juncales del extremo opuesto de la isla vadearon descalzos el agua, escondiéndose entre los juncos con las redes extendidas. Allí, a la sombra de la montaña, el aire era frío; los pájaros ya empezaban a descender en bandadas para alimentarse. Al poco rato, uno empezó a debatirse y aletear, con las patas enredadas en la red de Morgana; ella lo sujetó deprisa y enseguida le retorció el pescuezo. Lanzarote no tardó en atrapar otros dos. Después de atarlos por el cuello con un tallo de junco, dijo:
—Con éstos basta. Hay uno para mi madre y dos para Merlín. ¿Quieres uno para ti?
Ella negó con la cabeza.
—No como carne.
—Claro, siendo tan menuda… supongo que necesitas poca comida. Yo soy corpulento y siempre tengo apetito.
—¿Ahora también? Aún no es la temporada de las bayas, pero tal vez queden algunos frutos de espino.
—No, ahora no. La cena será más apetitosa después de haber pasado un poco de hambre.
Subieron a la orilla, empapados. Morgana extendió la sobreveste de ciervo sobre un matorral para que no se endureciera; luego se quitó también la falda para escurrirla, mostrándose sin timidez en camisa de hilo. Se sentaron en la hierba todavía descalzos, cogidos de la mano, para observar en silencio las zambullidas de las aves en busca de pequeños peces.
—Qué tranquilo es esto —comentó Lanzarote—. Es como si fuéramos las únicas personas vivas en el mundo, fuera del tiempo y del espacio, lejos de todas las tribulaciones y de todas las batallas.
Ella dijo con voz trémula:
-—¡Ojalá este día no acabara nunca!
—¿Lloras, Morgana? —preguntó, súbitamente solícito.
—No —respondió ella con fiereza, secándose una única lágrima de las pestañas. Nunca había podido llorar; en todos sus años de duro aprendizaje nunca había derramado una lágrima de miedo o dolor.
—Prima Morgana —murmuró acariciándole la mejilla.
La muchacha se aferró a él y escondió la cara en su pecho tibio, donde se oía el latir de su corazón. Un momento después él le alzó la barbilla con una mano y sus labios se encontraron.
—Ojalá no estuvieras consagrada a la Diosa —murmuró.
—Ojalá —dijo ella suavemente.
—Ven, ven… deja que te abrace así. He jurado no… pecar.
Ella cerró los ojos; ya no importaba. Su juramento parecía estar a mil leguas y mil años de distancia; ni siquiera la ira de Viviana podría haberla detenido. Años después se preguntaría qué habría sucedido si hubieran permanecido así un poco más. Pero cuando volvían a unir los labios, Lanzarote se puso tenso, como si oyera algo imperceptible.
Ella se apartó.
—¿Qué es eso, Morgana?
—No oigo nada —dijo aguzando el oído para intentar oír por encima del chapoteo del lago, el susurro del viento en los juncos y el salto ocasional de un pez.
Les llegó de nuevo, algo parecido a un leve suspiro… a un sollozo.
—Alguien llora —dijo Lanzarote estirando rápidamente sus largas piernas para levantarse—. Por allí. Parecía una niña.
Morgana lo siguió deprisa, descalza y en camisa. Era posible que alguna de las novicias se hubiera perdido, aunque no debían abandonar la Casa de las doncellas. Una de las sacerdotisas ancianas había dicho una vez que la Casa de las doncellas era para niñas cuya única misión consistía en volcar, romper y olvidar cosas, hasta haber volcado, roto y olvidado todo lo posible, abriendo así espacio en su vida para un poco de sabiduría.
Siguieron la dirección del sonido. Era muy vago; desaparecía durante un buen rato para volver luego con mucha claridad. La niebla empezaba a elevarse desde el lago en espesas volutas. Morgana no habría sabido decir si era neblina común, nacida de la humedad y el ocaso cercano, o el velo de bruma que rodeaba al reino mágico.
—Allí —exclamó Lanzarote zambulléndose bruscamente en la niebla.
Ella lo siguió. En el agua, saliendo de las sombras a la realidad para volver otra vez, había una llorosa joven sumergida hasta los tobillos.
«Sí, está realmente aquí —se dijo Morgana—. Y no es una sacerdotisa.»
Su belleza era deslumbrante: era blanca y dorada, con la piel clara como el marfil, ligeramente teñida de coral; los ojos, de un clarísimo azul celeste; la cabellera, larga y reluciente en la neblina, como oro vivo. Llevaba un vestido blanco que intentaba, sin éxito, mantener fuera del agua. Y de algún modo se las componía para derramar lágrimas sin desfigurar el rostro, de modo que al llorar parecía aún más hermosa.
—¿Qué pasa, niña? —preguntó Morgana—. ¿Estás perdida?
Ella los miró fijamente, susurrando.
—¿Quiénes sois? Temía que nadie pudiera oírme. Llamé a las hermanas, pero ninguna me oyó. Y luego la tierra comenzó a moverse; estaba en suelo firme y de pronto me encontré aquí, en el agua, rodeada de juncos y me asusté… ¿Qué lugar es éste? Nunca lo había visto, aunque ya hace casi un año que estoy en el convento…
Y se persignó.
De pronto Morgana comprendió lo sucedido. El velo se había debilitado, como sucedía ocasionalmente en puntos de poder muy concentrado; la muchacha debía de ser muy sensible, puesto que lo percibía. Aunque se presentaba a veces como una visión fugaz, era raro que alguien se viera trasladado al otro mundo.
La niña dio un paso hacia ellos, pero el fondo cenagoso se movió bajo sus pies y ella se detuvo, presa del pánico.
—No te muevas —dijo Morgana, delicadamente—. Aquí el suelo es algo inseguro. Te ayudaré, conozco los senderos.
Pero mientras avanzaba con la mano extendida, Lanzarote se interpuso y alzó a la joven en brazos, para depositarla en suelo seco.
—Tienes los zapatos mojados —dijo—. Si te los quitas, los pondremos a secar.
Ella lo miró con extrañeza. Ya no lloraba.
—Eres muy fuerte. Aún más que mi padre. Y creo haberte visto en otro lugar, ¿verdad?
—No lo sé —dijo Lanzarote—. ¿Quién eres? ¿Quién es tu padre?
—Soy hija del rey Leodegranz —explicó ella—. Pero estoy en la escuela del convento. —La voz le temblaba otra vez—. ¿Dónde está? No veo por ninguna parte el edificio ni la iglesia.
—No llores —dijo Morgana adelantándose.
La niña retrocedió un paso.
—¿Sois del pueblo de las hadas? Tenéis el signo azul en la frente. —Levantó una mano para persignarse otra vez. Luego dijo con voz dubitativa—: No, no podéis ser un demonio, pues no desaparecisteis con la señal de la cruz. Pero sois pequeña y fea como el pueblo de las hadas.
Lanzarote dijo con firmeza:
—No, ninguno de nosotros es un demonio. Y creo que podemos hallar el camino hacia ese convento tuyo.
El corazón de Morgana dio un vuelco al ver que él miraba ahora a la desconocida como la había mirado a ella momentos antes: con amor y deseo, casi con veneración.
—Podemos ayudarla, ¿verdad? —preguntó con impaciencia.
Se vio a sí misma con los ojos de Lanzarote y de la extraña doncella dorada: pequeña, morena, con el bárbaro signo azul en la frente, la camisa llena de barro hasta las rodillas, los brazos impúdicamente desnudos, los pies sucios, el pelo suelto. «Pequeña y fea como el pueblo de las hadas. Morgana de las Hadas.» Así la habían provocado desde su infancia. Con súbito sentimiento de odio contra sí misma, arrebató de la mata su falda húmeda para ponérsela; luego se echó encima la sobreveste sucia. Por un momento, bajo la mirada de Lanzarote, pensó que también tenía que encontrarla fea, bárbara, extraña. Aquella exquisita criatura dorada, en cambio, era de su mismo mundo.
Él se acercó a la desconocida para tomarla delicadamente de la mano, con una reverencia respetuosa.
—Ven. Te enseñaremos el camino.
—Sí —dijo Morgana, inexpresiva—. No te separes de mí, pues el suelo es traicionero y podrías quedar atrapada durante mucho tiempo.
Durante un momento de furia sintió la tentación de guiarlos a ambos hacia la ciénaga y dejarlos allí, para que se ahogaran o vagaran eternamente entre la neblina.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Lanzarote.
—Ginebra —respondió la rubia niña.
—Qué nombre tan bonito —murmuró él—, digno de la señora que lo lleva.
Morgana sintió un odio tan grande que temió desvanecerse; en aquel momento deseaba la muerte. Los colores del día se habían perdido en la bruma, el pantano y los horribles juncales. Y con ellos, toda su felicidad.
—Ven —repitió con voz helada.
Mientras marchaba los oyó reír a su espalda y se preguntó si se estarían burlando de ella. La voz infantil de Ginebra comentó:
—Pero vos no pertenecéis a este lugar horrible, ¿verdad? No sois pequeño ni feo.
No: era hermoso. Ella, en cambio, era pequeña y fea. Las palabras se le grabaron a fuego en el corazón. Olvidó que se parecía a Viviana, tan bella.
—No, no —oyó decir a Lanzarote—, me encantaría regresar contigo, de veras, pero he prometido cenar con un pariente. Ya he hecho enfadar a mi madre y no quiero ofender también a ese anciano caballero. Pero no, no vivo en Avalón… —Al poco le oyó decir—: No, ella es… bueno, una prima por parte de madre o algo así. Nos conocimos cuando éramos niños, eso es todo.
Entonces comprendió que hablaba de ella. ¡Qué pronto se había reducido todo a un parentesco lejano! Luchando ferozmente contra las lágrimas que no harían sino afearla aún más. Pisó suelo seco.
—Allí está tu convento, Ginebra. Cuida de no apartarte del sendero si no quieres perderte nuevamente en la niebla.
Vio entonces que Lanzarote la llevaba de la mano; le pareció que la soltaba contra su voluntad. La niña dijo:
—Gracias, ¡gracias!
—Es a Morgana a quien tienes que dárselas —le recordó él—. Es ella quien conoce los caminos para entrar y salir de Avalón.
La joven la miró tímidamente de soslayo y le hizo una cortés reverencia:
—Os doy las gracias, señora Morgana.
Ella respiró hondo, rodeándose nuevamente con la capa de la sacerdotisa, ese encantamiento que podía convocar a voluntad. Pese a su ropa sucia y desgarrada, los pies descalzos y el pelo que se le pegaba a los hombros, mojado, supo que ahora parecía alta e imponente. Hizo un remoto gesto de bendición y giró en silencio, llamando a Lanzarote con otro gesto. Aun sin ver, adivinó que a los ojos de la niña había vuelto el temor respetuoso y sobrecogido, pero se alejó en silencio, con el paso silencioso de las sacerdotisas de Avalón. Lanzarote la siguió de mala gana.
Después de un momento miró hacia atrás, pero la niebla se había cerrado, borrando a la muchacha. Lanzarote preguntó conmovido:
—¿Cómo lo has hecho, Morgana?
—¿Cómo he hecho qué?
—De pronto te pareciste mucho a mi madre. Alta, lejana y… no del todo real. Como una diablesa. No tendrías que haberlo hecho; asustaste a esa pobre niña.
Morgana se mordió la lengua con súbita ira. Luego dijo con voz enigmática:
—Soy lo que soy, primo.
Y apretó el paso por el sendero. Tenía frío y estaba cansada, como si estuviera enferma por dentro. Deseaba la soledad de la Casa de las doncellas. Lanzarote parecía haber quedado muy atrás, pero ya no le importó.
Que buscara el camino por sí solo.
E
n la primavera del año siguiente, en medio de una tormenta torrencial, Merlín llegó a Avalón ya avanzada la noche. La Dama se quedó atónita al enterarse.
—En una noche como ésta, cuando hasta las ranas se ahogan —comentó—. ¿Qué le trae con semejante tiempo?
—No lo sé, señora —dijo el joven aprendiz de druida que le había llevado la noticia—. Ni siquiera mandó buscar la barca, sino que llegó por sí solo, utilizando los caminos ocultos; dijo que tenía que veros esta misma noche. Preguntó si podía cenar con vos.
—Dile que será un placer —dijo Viviana, con una expresión premeditadamente impasible. Pero cuando el joven se fue, se permitió fruncir el entrecejo, asombrada.