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Authors: Michel Foucault

Las palabras y las cosas (7 page)

BOOK: Las palabras y las cosas
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Pero la proporción misma, ¿qué signatura llevará para que sea posible reconocerla? ¿Cómo podría saberse que las rayas de la mano o las líneas de la frente esbozan sobre el cuerpo humano las inclinaciones, los accidentes o los obstáculos de la gran tela de la vida? Sólo porque la simpatía hace que el cuerpo y el cielo se comuniquen y trasmite los movimientos de los planetas a las aventuras de los hombres. Sólo también porque la brevedad de una línea refleja la imagen simple de una vida corta, el cruce de dos pliegues, el encuentro de un obstáculo, el movimiento ascendente de una arruga, el ascenso de un hombre hacia el éxito. La anchura es signo de riqueza e importancia
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la continuidad señala la fortuna, la discontinuidad, el infortunio. La gran analogía entre el cuerpo y el destino está señalada por todo el sistema de espejos y de atractivos. Son las simpatías y las emulaciones las que señalan las analogías.

En cuanto a la emulación, puede reconocérsela en la analogía: los ojos son estrellas puesto que esparcen luz sobre los rostros como los astros en la oscuridad y porque los ciegos están en el mundo como los clarividentes en lo más sombrío de la noche. También puede reconocérsela en la conveniencia: se sabe, a partir de los griegos, que los animales fuertes y valientes tienen la extremidad de los miembros ancha y bien desarrollada, como si su vigor se comunicara a las partes más lejanas de su cuerpo. De la misma manera, el rostro y la mano del hombre tienen semejanza con el alma a la que están unidos. Así, pues, el reconocimiento de las similitudes más visibles se hace sobre el fondo de un descubrimiento que es el de la conveniencia de las cosas entre sí. Y si se piensa ahora que la conveniencia no está definida siempre por una localización actual, sino que muchos seres que se convienen entre sí están separados (como sucede entre la enfermedad y su remedio, entre el hombre y sus astros, entre la planta y la tierra de la que necesita), se requiere de nuevo un signo de la conveniencia. Ahora bien, ¿qué otra señal hay de que dos cosas están encadenadas entre sí, de no ser que se atraigan recíprocamente, como el sol a la flor del girasol o como el agua al retoño del pepino,
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sino que hay afinidad y como simpatía entre ellas?

De este modo se cierra el círculo. Se advierte, sin embargo, por medio de qué sistema de duplicaciones. Las semejanzas exigen una signatura, ya que ninguna de ellas podría ser notada si no estuviera marcada de manera legible. Pero ¿cuáles son estos signos? ¿En qué se reconoce, entre todos los aspectos del mundo y tantas figuras que se entrecruzan, que hay un carácter en el que conviene detenerse, porque indica una semejanza secreta y esencial? ¿Qué forma constituye el signo en su singular valor de signo? —La semejanza. Significa algo en la medida en que tiene semejanza con lo que indica (es decir, una similitud). No obstante, no señala una homología; pues su ser claro y distinto de signatura se borraría en el rostro cuyo signo es; es
otra
semejanza, una similitud vecina y de otro tipo que sirve para reconocer la primera, pero que es revelada, a su vez, por una tercera. Toda semejanza recibe una signatura; pero ésta no es sino una forma medianera de la misma semejanza. Tanto que el conjunto de marcas hace deslizar, sobre el círculo de las similitudes, un segundo círculo que duplicaría exactamente y punto por punto al primero, si no fuera porque este pequeño desplazamiento hace que el signo de la simpatía resida en la analogía, el de la analogía en la emulación, el de la emulación en la conveniencia, que requiere a su vez, para ser reconocida, la señal de la simpatía… La signatura y lo que designa son exactamente de la misma naturaleza; sólo obedecen a una ley de distribución diferente, el corte es el mismo.

La forma designante y la forma designada son semejanzas, pero vecinas. Sin duda por ello la semejanza, en el saber del siglo xvi, es lo más universal que hay; a la vez que lo más visible, aunque, sin embargo, hay que descubrirlo, por ser lo más oculto; lo que determina la forma del conocimiento (ya que sólo se conoce siguiendo los caminos de la similitud) y lo que garantiza la riqueza de su contenido (ya que, desde que se advierten los signos y se considera lo que indican, se saca a luz y se permite que la Semejanza misma centellee con su propia luz).

Llamamos hermenéutica al conjunto de conocimientos y técnicas que permiten que los signos hablen y nos descubran sus sentidos; llamamos semiología al conjunto de conocimientos y técnicas que permiten saber dónde están los signos, definir lo que los hace ser signos, conocer sus ligas y las leyes de su encadenamiento: el siglo xvi superpuso la semiología y la hermenéutica en la forma de la similitud. Buscar el sentido es sacar a luz lo que se asemeja. Buscar la ley de los signos es descubrir las cosas semejantes. La gramática de los seres es su exégesis. Y el lenguaje que hablan no dice nada más que la sintaxis que los liga. La naturaleza de las cosas, su coexistencia, el encadenamiento que las une y por el cual se comunican, no es diferente a su semejanza. Y ésta sólo aparece en la red de los signos que, de un cabo a otro, recorre todo el mundo. La "naturaleza" es tomada en el mínimo espesor que conserva, una debajo de la otra, a la semiología y la hermenéutica; no es misteriosa ni está velada, sólo se ofrece al conocimiento, que desvía algunas veces, en la medida en que esta superposición conlleva un ligero desplazamiento de las semejanzas. De golpe, la reja no es clara; la transparencia está enturbiada desde el primer carteo. Un espacio sombrío aparece y es necesario aclararlo progresivamente. Allí está la "naturaleza" y es eso lo que es necesario emplear para conocerla. Todo sería inmediato y evidente si la hermenéutica de la semejanza y la semiología de las signaturas coincidieran sin la menor oscilación. Pero, dado que hay una ranura entre las similitudes que forman grafismos y las que forman discursos, el saber y su labor infinita reciben allí el espacio que les es propio: tienen que surcar esta distancia yendo, por un zigzagueo indefinido, de lo semejante a lo que le es semejante.

3. LOS LÍMITES DEL MUNDO

Tal es, en un esbozo muy general, la
episteme
del siglo xvi. Esta configuración implica un cierto número de consecuencias.

Por de pronto, el carácter a la vez pictórico y absolutamente pobre de este saber. Pictórico que ya es ilimitado. La semejanza no permanece jamás estable en sí misma; sólo se la fija cuando se la remite a otra similitud que, a su vez, llama otras nuevas; de suerte que cada semejanza no vale sino por la acumulación de todas las demás y debe recorrerse el mundo entero para que la menor de las analogías quede justificada y aparezca al fin como cierta. Es pues un saber que podrá, que deberá, proceder por acumulación infinita de confirmaciones que se llaman unas a otras. Y por ello, desde sus fundamentos, este saber será arenoso. La única forma posible de enlace entre los elementos del saber es la suma. De aquí, las inmensas columnas, de aquí su monotonía. Al poner como enlace entre el signo y lo que indica la semejanza (a la vez tercera potencia y poder único, ya que habita de la misma manera la marca y el contenido), el saber del siglo xvi se condenó a no conocer nunca sino la misma cosa y a no conocerla sino al término, jamás alcanzado, de un recorrido indefinido.

Y aquí funciona la categoría, tan ilustre, del microcosmos. Esta vieja noción fue reanimada, sin duda, a través de la Edad Media y desde el principio del Renacimiento, por una cierta tradición neoplatónica. Pero acabó por desempeñar un papel fundamental en el saber durante el siglo xvi. Poco importa que sea o no, como se decía, una visión del mundo o
Weltanschauung
. De hecho tiene una o más bien dos funciones muy precisas en la configuración epistemológica de esta época. Como
categoría del pensamiento
aplica a todos los dominios de la naturaleza el juego de las semejanzas duplicadas; garantiza a la investigación que cada cosa encontrará, en una escala mayor, su espejo y su certidumbre macrocósmica; afirma en cambio que el orden visible de las esferas más altas vendrá a reflejarse en la profundidad más oscura de la tierra. Pero, entendida como
configuración general
de la naturaleza, pone límites reales y, por así decirlo, tangibles al avance incansable de las similitudes que se relacionan. Indica que existe un gran mundo y que su perímetro traza el límite de todas las cosas creadas; que en el otro extremo, existe una criatura privilegiada que reproduce, dentro de sus restringidas dimensiones, el orden inmenso del cielo, de los astros, de las montañas, de los ríos y de las tormentas; y que, entre los límites efectivos de esta analogía constitutiva, se despliega el juego de las semejanzas. Por este hecho mismo, la distancia del microcosmos al macrocosmos, a pesar de ser inmensa, no es infinita; los seres que allí moran pueden ser numerosísimos, pero al final podrá contárselos; y, en consecuencia, las similitudes que, por el juego de los signos que exigen, se apoyan siempre unas en otras, no corren el riesgo de escaparse indefinidamente. Tienen, para apoyarse y reforzarse, un dominio perfectamente cerrado. La naturaleza, en tanto juego de signos y de semejanzas, se encierra en sí misma según la figura duplicada del cosmos.

Ahora bien, hay que cuidarse de invertir las relaciones. Sin duda alguna, la idea del microcosmos es, según se dice, "importante" en el siglo xvi; entre todas las formulaciones que una encuesta podría recoger, sería probablemente una de las más frecuentes. Pero no se trata de hacer aquí un estudio de las opiniones que sólo un análisis estadístico del material escrito permitiría llevar a cabo. Si, por el contrario, se interroga al saber del siglo xvi en su nivel arqueológico —es decir, en lo que lo ha hecho posible—, aparecen las relaciones entre el macrocosmos y el microcosmos como un simple efecto superficial. No se pusieron a investigar todas las analogías del mundo porque creyeran en tales relaciones. Sino que en el corazón mismo del saber había una necesidad: a justar la infinita riqueza de una semejanza introducida como tercera entre los signos y su sentido, y la monotonía impuesta por el corte mismo de la semejanza a lo significante y a lo que éste designaba. En una
episteme
en la que signos y similitudes se enroscan recíprocamente en una voluta que carece de fin, era necesario que se pensara en la relación entre microcosmos y macrocosmos como garantía de este saber y término de su efusión. Debido a esta misma necesidad, este saber debía acoger, a la vez, y en el mismo plan, la magia y la erudición. Nos parece que los conocimientos del siglo xvi constaban de una mezcla inestable de saber racional, de nociones derivadas de prácticas mágicas y de toda una herencia cultural cuyo redescubrimiento en los textos antiguos había multiplicado los poderes de autoridad. Así concebida, la ciencia de esta época parece dotada de una débil estructura; no sería más que el lugar liberal de una confrontación entre la fidelidad a los Antiguos, el gusto por lo maravilloso y una atención ya despertada sobre esta racionalidad soberana en la que nos reconocemos. Y esta época trilobada se reflejaría en el espejo de cada obra y de cada espíritu compartido… De hecho, el saber del siglo xvi no sufre por una insuficiencia de estructura. Por el contrario, hemos visto cuan meticulosas son las configuraciones que definen su espacio. Este rigor es el que impone la relación entre la magia y la erudición —no como contenidos aceptados, sino como formas requeridas. El mundo está cubierto de signos que es necesario descifrar y estos signos, que revelan semejanzas y afinidades, sólo son formas de la similitud. Así, pues, conocer será interpretar: pasar de la marca visible a lo que se dice a través de día y que, sin ella, permanecería como palabra muda, adormecida entre las cosas. "Nosotros, los hombres, descubrimos todo lo que está oculto en las montañas por medio de signos y de correspondencias exteriores; así, encontramos todas las propiedades de las hierbas y todo lo que está en las piedras. Nada hay en la profundidad de los mares, nada en las alturas del firmamento que el hombre no sea capaz de descubrir. No hay montaña tan vasta que esconda a la mirada del hombre lo que contiene; esto le es revelado por los signos correspondientes."
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La adivinación no es una forma concurrente del conocimiento; forma parte de este mismo. Ahora bien, estos signos que se interpretan no designan lo oculto en la medida en que se le asemejan; y no se actuará sobre las marcas sin operar, al mismo tiempo, sobre lo que ellas indican en secreto. Por eso las plantas que representan la cabeza, los ojos, el corazón o el hígado tienen eficacia sobre un órgano; por eso las bestias mismas son sensibles a las marcas que las designan. "Dime, pues —pide Paracelso— ¿por qué la serpiente en Helvecia, Algoria, Suecia, comprende las palabras griegas osy,
osya, osy
? … ¿en qué academia las han aprendido para que, apenas oída la palabra, vuelvan de inmediato la cola a fin de no oírla de nuevo? Tan pronto como han oído la palabra, a pesar de su naturaleza y de su espíritu, permanecen inmóviles y no envenenan a nadie con su picadura ponzoñosa." Y no hay que decir que esto se debe tan sólo al efecto del ruido de las palabras pronunciadas: "Si escribes, en tiempo favorable, estas solas palabras sobre vitela, pergamino, papel y las impones a la serpiente, ésta permanecerá tan inmóvil como si las hubieras articulado en voz alta." El propósito de las "magias naturales" que ocupa una gran parte del fin del siglo xvi y se encuentra hasta mediados del siglo xvii, no es un efecto residual en la conciencia europea; ha sido resucitado —como dice expresamente Campanella
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— y por motivos contemporáneos: porque la configuración fundamental del saber remite las marcas y las similitudes unas a otras. La forma mágica era inherente a la manera de conocer.

E igualmente sucede con la erudición: ya que, en el tesoro que nos ha trasmitido la Antigüedad, el lenguaje vale como signo de las cosas. No existe diferencia alguna entre estas marcas visibles que Dios ha depositado sobre la superficie de la tierra, a fin de hacernos conocer sus secretos interiores, y las palabras legibles que la Escritura o los sabios de la Antigüedad, iluminados por una luz divina, han depositado en los libros salvados por la tradición. La relación con los textos tiene la misma naturaleza que la relación con las cosas; aquí como allí, lo que importa son los signos. Pero Dios, a fin de ejercitar nuestra sabiduría, ha sembrado la naturaleza sólo de figuras que hay que descifrar (en este sentido, el conocimiento debe ser
divinatio
), en tanto que los antiguos dieron ya interpretaciones que sólo tenemos que recoger. Que sólo tendríamos que recoger, si no fuera necesario aprender su idioma, leer sus textos, comprender lo que han dicho. La herencia de la Antigüedad es, como la naturaleza misma, un amplio espacio que hay que interpretar; aquí como allí, es necesario destacar los signos y hacerlos hablar poco a poco. En otras palabras,
Divinatio
y
Eruditio
son una misma hermenéutica. Que, sin embargo, se desarrolla, según figuras semejantes, en dos niveles distintos: la una va de la marca muda a la cosa misma (y hace hablar a la naturaleza); la otra va del grafismo inmóvil a la palabra clara (devuelve la vida a los lenguajes dormidos). Pero así como los signos naturales están ligados a lo que indican por la profunda relación de semejanza, así los discursos de los antiguos son la imagen de lo que enuncian; si tienen para nosotros el valor de un signo es porque, en el fondo de su ser, y por la luz que no deja de atravesarlos desde su nacimiento, se ajustan a las cosas mismas, en forma de espejo y de emulación; son con respecto a la verdad eterna lo que estos signos a los secretos de la naturaleza (son la marca por descifrar de esta palabra); tienen, con las cosas que develan, una afinidad in- terporal. Así, pues, es inútil exigirles su título de autoridad; son un tesoro de signos ligados por similitud a lo que pueden designar. La única diferencia es que se trata de un tesoro de segundo grado que nos remite a las notas de la naturaleza que indican oscuramente el oro fino de las cosas mismas. La verdad de todas estas marcas —sea que traspasen la naturaleza o que se alineen sobre los pergaminos o en las bibliotecas— es siempre la misma: tan arcaica como la institución de Dios.

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