Junto a una de esas mesas había un hombre viejísimo en una silla de ruedas. Mientras yo me quedé en elvano de la puerta, Eva Lisetsky se dirigió a él y, para mi asombro, se arrodilló. Después de que el hombre posara levemente ambas manos en su cabeza, ella volvió a incorporarse y me hizo señas para que me acercara. Como en la silla de ruedas se encontraba a menor altura que yo, me incliné hacia delante y le extendí la mano. Aún nadie había intercambiado palabra alguna, así que fui el primero en romper el silencio al decir mi nombre.
La mano que me fue tendida sujetó la mía, pero sin ejercer ninguna fuerza.
—Mi nombre es Simon Ferares —se presentó—, tome asiento, por favor.
Hablaba muy quedo, pero articulaba tan bien y despacio que no tenía ninguna dificultad en entenderle. Mientras seguía sosteniéndome la mano, me observaba con una mirada amable. Justo cuando ya empezaba a preguntarme si era consciente de que nuestras manos seguían unidas, retiró la suya para dejarla descansar en el brazo de la silla de ruedas.
Sentado frente a él, calculé la edad que tendría. Era bajo y estaba literalmente en los huesos. Un finísimo cabello plateado le caía sobre un cráneo cuyos contornos podían verse claramente, y su piel arrugada estaba llena de lunares amarillentos. Era un cuerpo casi consumido, al que le quedaba ya muy poca vida. Lo único que no se había desgastado en su aspecto exterior eran los ojos, que no se desprendieron de mí ni un instante.
Hizo una seña casi imperceptible a Eva Lisetsky y le dijo:
—Ven a sentarte con nosotros, por favor, Eva. —A continuación, volvió a dirigirme la mirada—: ¿Puedo preguntarle cómo entabló conocimiento con Adriaan Mantingh?
La pregunta me sorprendió, porque había pensado que iríamos directamente al grano. Le conté con toda tranquilidad cómo nos conocimos. Él hacía de vez en cuando alguna pregunta y tuve claro que intentaba formarse una opinión de mi persona, más que de la clase de trabajo que hacía.
Cuando terminé de hablar, asintió de manera casi imperceptible.
—Interesante. Y ahora está usted entrando en contacto con un caso muy especial y nos encontramos aquí sentados los dos, el uno frente al otro. ¿Está usted enterado del expolio de los valiosos objetos artísticos, incluida la colección de los padres de Eva y Bernard, que sufrió la comunidad judía durante la Gran Shoah?
Respondí que últimamente estaba adquiriendo cada vez mayores conocimientos gracias a las explicaciones de Peter Kurth. Mientras nos mirábamos, me invadió una sensación de malestar al intuir que mis escasas nociones del tema podrían parecerle un obstáculo, pero, si en verdad era así, no dejó que se le notara.
—Y ahora aparece la colección de los padres de Eva y Bernard después de tanto tiempo. Al menos, es lo que esperamos. Por lo que yo sé, aparte de Eva y Bernard, hasta hace poco sólo habían visto la colección con sus propios ojos dos personas más que estuvieran vivas cuando aún colgaba en su casa paterna, y una de ellas, Adriaan, su amigo y también el mío, ha fallecido recientemente.
Se produjo un breve silencio y en sus ojos apareció una mirada obsesiva. ¿Acaso sus pensamientos se habían detenido por un momento, o estaban divagando con algo totalmente distinto? Pero el hilo de su disertación aún lo tenía firmemente aferrado:
—La otra persona soy yo. Antes de la guerra, cuando Eva era todavía una niña, iba con regularidad a la casa de sus padres en Heemstede. A Otto y a Lili les gustaba recibir visitas. Siempre mostraban su colección con el mayor de los mimos a los invitados que llegaban allí por primera vez. No por vanidad u orgullo, sino porque a ellos les encantaba y querían compartirla con los demás.
De nuevo volvió a producirse un silencio. El anciano estaba completamente inmóvil, lo único que se le movía de manera casi imperceptible era el tórax. Entonces le asomó una sonrisa en el rostro y volvió a buscar mis ojos.
—La información por la que hemos pagado tanto dinero es bastante somera, ¿no le parece? ¿Se ha planteado usted ya cómo debería abordarse el caso en lo sucesivo?
Por supuesto que me lo había planteado, y me tomé mi tiempo para explicárselo. En realidad no era muy complicado y se trataba incluso de algo evidente, pero sí que requería exámenes periciales que no todo el mundo tenía y experiencia para evitar meteduras de pata. Escuchaba con atención, pero no me interrumpió con preguntas en ningún momento. Cuando terminé de hablar, su rostro no me permitió adivinar si estaba de acuerdo con mi método de trabajo. En su lugar, me preguntó si tenía algún inconveniente en dar un pequeño paseo con él y con Eva. Añadió que pocas veces salía a la calle.
Ese paseo significaba que yo tendría que empujar la silla. Al principio me sentí incómodo, pero comprendí que debía haber una razón para que quisiera salir a pasear. Mientras nos desplazábamos, él sólo indicaba la dirección, y la charla se la dejaba a Eva Lisetsky. Le había pedido que me contara algo sobre la historia judía de la zona de Amsterdam que estábamos atravesando ahora.
La propia Sinagoga Portuguesa, la
Snoge
, como ella la llamaba, había sido construida por los primeros judíos que se establecieron en Amsterdam a principios del siglo XVI, procedentes de España y Portugal. Al principio, a esos llamados
Sefardim
no se les concedió el permiso para profesar su fe públicamente, pero, gracias a la importante contribución de este pueblo al Siglo de Oro de Amsterdam, las cosas cambiaron. Cuando fue construida, era la mayor sinagoga del mundo, y hoy en día conformaba, junto con unos cuantos edificios diversos, el Museo Judío Histórico, que alberga una de las bibliotecas judías más importantes del mundo.
Hasta ahí Eva Lisetsky hablaba animada y se la veía claramente orgullosa de su historia, pero cuando nos detuvimos ante el Hollandsche Schouwburg, el Teatro Holandés donde se reunía a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial antes de ser transportados al Campo de Westerbork, le cambió el tono de voz. Ese capítulo de la historia ya lo conocía yo. Volviendo la espalda al teatro, señaló hacia el otro lado de la calle y dijo: «Allí había antes un edificio que por entonces hacía las veces de guardería para los bebés y los niños pequeños de los judíos: a ellos también los deportaron». No se percibía dramatismo en su voz, pero había desaparecido la ligereza de antes.
Contó en detalle el esfuerzo que hubo de hacerse para salvar precisamente a esos niños pequeños de las garras de los nazis y organizar las viviendas donde poder esconderse. Los padres en un lado de la calle y los hijos en el otro, separados por una acera, una calle y otra acera, más no había, pero la mayoría ya nunca volvería a verse. Los conductores de los tranvías de Amsterdam acudían a veces también en auxilio de los niños para ayudarlos a escapar: al llegar al Hollandsche Schouwburg, disminuían la velocidad del tranvía a propósito para impedir que los guardianes alemanes vieran cómo los niños eran sacados a hurtadillas en el otro lado de la calle.
Cuando seguimos andando, me señaló una imponente casa residencial donde después de la guerra criaban a los huérfanos judíos que, al principio de la contienda, habían sido dejados en pisos clandestinos por sus padres sin que luego pudieran ya volver a recogerlos nunca. «Los llamaban los niños OPK: niños adoptados durante la guerra», siguió contando, y percibí en su voz la indignación contenida mientras hablaba del papel desempeñado por la comisión de tutela, encargada de dejar a esos niños judíos en casas de familias adoptivas no judías o de acogerlos allí, presuntamente en interés del niño, pero en realidad por motivos proselitistas apenas disimulados.
—Tal vez fuera allí donde las organizaciones judías mantuvieron su lucha más enconada —dijo—, también porque se las acusaba de «ingratitud».
—¿Qué pasó con usted y con su hermano? —le pregunté.
—Bernard y yo tuvimos la suerte de que nuestros padres adoptivos se pusieran a buscar a nuestra familia nada más terminar la guerra. Al final fuimos a parar a casa de una tía, pero muchos de esos niños corrieron peor suerte. Algunos tuvieron que sufrir durante años, luchando con infinidad de preguntas sobre su origen. Esta es una historia sin final: esta misma mañana leía en el periódico un artículo sobre el papel que desempeñó la Iglesia Católica durante todo el proceso.
Junto a la estatua del Dokwerker, el estibador, Simon Ferares me pidió que parara. Busqué un lugar a la sombra de los árboles y coloqué la silla de ruedas junto a un banco para poder sentarnos frente a él.
Eva Lisetsky había terminado de hablar y ahora era él quien tomaba la palabra:
—Me imagino que usted sabrá, naturalmente, qué conmemora esta estatua que hay aquí.
En el silencio de la habitación podía entenderle bien, pero ahora tenía que agacharme y esforzarme para poder oírle.
—¿Se refiere usted a la Huelga de Febrero?
—Sí, claro.
—Entonces también sabrá que el motivo principal fue una redada de los nazis. Los días anteriores se produjeron alborotos en Amsterdam, los grupos de asalto judíos de la resistencia habían llegado a las manos con la milicia del Partido Nacionalsocialista Neerlandés, que nos estaba provocando. En esa redada acorralaron a más de cuatrocientos jóvenes judíos aquí, en este lugar. Además, enviaron a trabajar a Alemania a hombres solteros que no eran judíos. Todo esto fue suficiente para que el Partido Comunista convocara una huelga, que se celebró el 25 de febrero. La intervención de los nazis fue sangrienta: los cuatrocientos jóvenes fueron deportados y en menos de un año ya estaban todos muertos.
—Acabo de oírle decir «nosotros». ¿He de entender que usted también estuvo allí? —pregunté.
—Puede oírse a menudo que nunca opusimos resistencia, pero eso no es cierto, nos rebelamos con frecuencia. Yo era uno de los jefes de uno de esos grupos de asalto. No lo digo con orgullo, acababa de cumplir treinta años y me creía capaz de poder enfrentarme al mundo entero. No teníamos ninguna posibilidad, pero yo aún no lo sabía.
Lo dijo sin amargura y con el rostro inexpresivo, tal vez tampoco tuviera ya fuerzas. Lo único que aún se movía eran sus ojos, que ahora volvían a aferrarse a mí después de haberlos mantenido fijos en la lejanía.
—Esta estatua recuerda que hubo un momento en que los neerlandeses de a pie salieron en nuestra defensa. En aquella época oscura ésa fue una señal de esperanza de un valor incalculable.
Tomó aliento de manera casi imperceptible, como si tuviera dificultades para absorber el oxígeno suficiente.
—Lo que nos ocurrió durante la Gran Shoah es harto conocido y no le cansaré repitiéndoselo. Después de la guerra todo el mundo contaba sus muertos, pero nosotros contábamos nuestros supervivientes, con eso ya le digo bastante. Pero para esos supervivientes todavía no habían acabado todas las penalidades. ¿Sabe usted cómo denominamos el trato que recibimos después de regresar, en especial por parte del gobierno neerlandés?
Eva Lisetsky frunció el ceño y le puso una mano en el hombro, pero él no le prestó ninguna atención. Mantenía su mirada enfocada en la mía y resultaba imposible apartarla.
—La Pequeña Shoah —dijo, para volver a repetir—: la Pequeña Shoah.
No se percibía amargura en su voz, no era más que una constatación, y toda la fuerza radicaba en las propias palabras.
—Quiero ponerle un solo ejemplo ahora que nos encontramos aquí, en el Dokwerker. Durante la guerra, en la Bolsa de Valores de Amsterdam se comerciaba con grandes partidas de títulos de judíos que ellos mismos se vieron obligados a entregar antes de ser deportados. Esta transacción había sido aprobada por la dirección de la Asociación para el Comercio de Valores y con ella los corredores en bolsa afiliados ganaron fortunas. Tras la guerra solicitamos una compensación, pero esa solicitud fue rechazada de plano y con absoluta insensibilidad. Cuando al cabo de más de siete años de procedimientos jurídicos se nos dio la razón, sucedió algo insólito en la historia de la bolsa neerlandesa: se puso en huelga.
Había acentuado la palabra «huelga» y guardó silencio por un instante para que yo, precisamente al pie de esta misma estatua, pudiera establecer una comparación.
—Ninguna de esas personas había participado en la Huelga de Febrero, señor Havix, pero ese día todos respetaron la convocatoria, no faltó ni uno.
No cabía ninguna duda de lo que pensaba Simon Ferares de estos hombres.
—Hasta que el ministro Lieftinck no declaró que se compensarían los daños, no pusieron fin a la huelga, pero eso no es todo, hasta el año 2000 no apareció en los periódicos neerlandeses un testimonio de arrepentimiento de la Asociación para el Comercio de Valores por su comportamiento durante la guerra y después de ésta. Así pues, tuvimos que esperar más de cincuenta y cinco años, cincuenta y cinco años. Muchos de nosotros ya no pudimos llegar a ver ese día y todavía hay un montón de asuntos pendientes. Y seguirá siendo así cuando me muera, pero quizá aún se me conceda la satisfacción de poder ver con mis propios ojos el retorno de la colección Lisetsky.
Poniéndome una mano en el brazo, susurró:
—Por favor, no cometa errores.
El resto del paseo mantuvo la mirada perdida y guardó silencio. Con esas últimas palabras acababa de contratarme de forma efectiva. Como a un sabueso al que se le muestra una prenda de vestir, con este relato sobre la Pequeña Shoah había querido azuzarme a la caza de la colección Lisetsky.
Aunque en lo que respecta a Simon Ferares nuestra conversación había concluido, yo aún tenía que hacerle una pregunta. Por la observación que había hecho afirmando que los judíos habían participado en la resistencia, me di cuenta de que él y Adriaan probablemente tuvieran un conocido en común.
—¿Me permite preguntarle si llegó a conocer a una persona llamada Joop Piller? —le consulté.
Se veía que la conversación le había agotado bastante, pero ahora volvía a contar con su plena atención. Me miró fijamente y dijo:
—Sí, claro. Joop Piller era una de esas personas sobre las que le hablé hace un momento: un judío rebelde. Al principio de la guerra estuvo oculto, pero luego decidió pasarse a la resistencia. Pero ¿a qué se debe su interés? ¿Oyó usted alguna vez ese nombre durante sus conversaciones con Adriaan?
—Sí, en efecto.
Había pasado algo más, pero me lo callé.
—Entonces estará relacionado con el caso Van Meegeren. ¿No es cierto?