—Sí, en efecto —respondí—. Tengo entendido que el señor Piller era una de las personas que detuvieron a Van Meegeren.
—No sólo eso. Estaba tan fascinado con Van Meegeren que a veces se lo llevaba a pasear en su jeep por la región del Gooi. Y eso cuando Van Meegeren estaba en prisión; algo típico de Joop Piller, que lograba todo lo que se le metía entre ceja y ceja. Un personaje pintoresco. Por lo demás, Adriaan estaba bastante menos entusiasmado con Van Meegeren y, por fortuna, guardaba más las distancias.
—¿Por qué por fortuna? —pregunté—. ¿Porque Van Meegeren colaboró con los nazis?
—Exacto. Pero me gustaría dejar este asunto; yo no le conocí personalmente, así que, si quiere saber algo más de él, deberá consultar otras fuentes.
Sonó tan rotundo que cambié de tema:
—¿Vive todavía Joop Piller?
No se le escapó la expectación en el tono de mi voz:
—¿Le habría gustado preguntarle algo?
—En realidad nada especial, sobre todo por haber conocido a Adriaan.
¿Mi respuesta sonaba evasiva? No tenía nada concreto que preguntarle, en efecto, pero si ese Piller aún vivía, pensaba ir a visitarle confiando en oír más cosas del asunto que tan largo y tendido había descrito Adriaan.
—Pues falleció, así que ya no podrá ser.
—No, en efecto, con eso termina todo.
Simon Ferares no entró en más detalles y nos despedimos.
Cuando estuvimos de nuevo fuera, Eva Lisetsky me dijo que le había sorprendido que hubiera empleado conmigo la denominación «Pequeña Shoah», que sólo se utilizaba entre judíos y raras veces o nunca en el mundo exterior.
Sumidos en nuestros pensamientos, caminamos juntos sin hablar hasta que ella rompió el silencio y dijo que para Simon Ferares el Dokwerker era un lugar que le traía muchos recuerdos. Durante esa redada, él había conseguido escapar de las garras de los nazis, pero tres de sus hermanos, entre ellos el menor, que acababa de cumplir dieciocho años, tuvieron menos suerte. En ese lugar los había visto por última vez.
No supe muy bien cómo reaccionar a lo que me contaba. Simon Ferares sólo había hablado de esa huelga y de la Pequeña Shoah y no había dicho ni una palabra sobre la muerte de sus hermanos. Sin embargo, era inevitable que hubiera estado pensando en ellos en ese momento, no podía ser de otra forma. ¿Un dolor tan grande podía ubicarse realmente en un lugar físico? Como en el caso de los Lisetsky, fui consciente de lo grande e infranqueable que era el abismo que nos separaba.
Pregunté a Eva Lisetsky si fue Simon Ferares quien pagó los 250.000 euros.
Ella reaccionó con una sonrisa y dijo:
—¡Oh, no, claro que no! Él es quien decide en nuestra comunidad cómo hay que actuar en asuntos relacionados con la Pequeña Shoah. Esa es también la razón por la que quería hablar con usted personalmente.
—Así pues, alguien que goza de gran prestigio.
Aún tenía la imagen grabada en la retina de cómo se había arrodillado ante él y el respeto que le había demostrado.
—Sí, en efecto. Su juicio goza de gran predicamento, pero para nosotros es también el ejemplo de la fuerza que puede llegar a insuflar la voluntad de vivir. Ha de saber que él es uno de los escasos seres humanos que han sobrevivido a Sobibor. Cuando salió de allí estaba gravemente enfermo, tan enfermo que ya nunca más volvió a recuperarse del todo. Eso no le ha impedido entregarse en cuerpo y alma a la lucha contra las injusticias que se nos hicieron después de la guerra. Comprenderá usted que ese testimonio de arrepentimiento de la Asociación para el Comercio de Valores no llegó de la nada. Si por ellos hubiera sido, todo ese asunto habría quedado enterrado en las grutas del olvido.
Tras habernos despedido, fui a buscar un periódico. En la terraza del Stopera, el restaurante de la ópera de Amsterdam, había tanta gente que hube de contentarme con una mesa en el interior, que, por suerte, estaba cerca de las puertas abiertas que daban a la terraza. Después de haber pedido un café y un vaso de agua, encontré tras una breve búsqueda el artículo al que se había referido Eva Lisetsky.
LA CARTA DE UNOS JUDÍOS DESACREDITA A PÍO XII
Una carta del 26 de octubre de 1946 ha puesto en un serio aprieto a la Iglesia Católica y amenaza con convertirse en un feo obstáculo en el camino que el papa de entonces, Pío XII, ha de recorrer hasta llegar a su canonización. La carta está escrita por Angelo Giuseppe Roncalli, quien luego llegaría a ser el papa Juan XXIII, y expone cómo se debe obrar con los niños judíos de Francia que durante la ocupación alemana fueron confiados a la Iglesia por razones de seguridad. Si esos chicos habían sido bautizados en monasterios u otras instituciones eclesiásticas durante el período de clandestinidad, según el artículo no podían ser devueltos a sus padres o a los familiares que hubieran sobrevivido al holocausto. La carta mencionaba el «no dejar solas» a las almas ganadas; sólo los niños sin bautizar podían ser recogidos sin otro particular por su familia. La carta fue aprobada en aquella época por el papa Pío XII y se consideraba una directriz para las autoridades eclesiásticas en Francia. Roncalli era por entonces nuncio apostólico en ese país. El documento, que ya fue publicado con anterioridad este mes por el periódico Corriere della Sera, arrojaba otra vez una luz estridente sobre la postura de la Iglesia para con los judíos y su exterminio, y en especial sobre Pío XII. A él hacía ya mucho tiempo que se le reprochaba el haber mirado hacia otro lado o haber callado cuando los judíos europeos eran transportados a las cámaras de gas. El antisemitismo, además, está muy vinculado a la enseñanza de la Biblia en la Iglesia Católica. A la actual directiva del Vaticano le gustaría canonizar a Pío XII, pero eso se está convirtiendo en una empresa cada vez más difícil a medida que van saliendo a la luz más datos de su actuación. También es triste que la carta haya sido escrita por Roncalli; después de todo, entraría más tarde en la historia como Juan XXIII, el «papa bueno». Su reputación, hasta ahora, era intachable. La carta ha sido publicada por algunos historiadores católicos de Bolonia que estaban preparando una edición de sus diarios franceses. Desde la publicación del documento se ha encendido un doloroso debate en los periódicos italianos sobre el comportamiento de la Iglesia durante la Segunda Guerra Mundial y poco después de ella. El presidente de la Unión de Comunidades Judías en Italia, Amos Luzzatto, quedó sorprendido por el imperturbable lenguaje burocrático de la Iglesia, que «en todo el artículo consigue no mencionar ni una sola vez la palabra "holocausto"».
Para mí estaba más claro que el agua que la Iglesia Católica iba a continuar con el proceso de canonización.
La empresa Terborgh & Terborgh, especializada en la compraventa de obras de arte, tenía su sede en el sótano y la primera planta de uno de los imponentes inmuebles del Keizersgracht, a la altura de la Nieuwe Spiegelstraat. En esa Nieuwe Spiegelstraat, a tiro de piedra del Rijksmuseum, había un gran número de anticuarios y tiendas dedicadas al arte. Por el lugar físico que ocupaba, era como si formara parte de ese grupo pero, al mismo tiempo, se distanciara de él.
Se podía acceder al negocio desde dos lados de una escalera de piedra con unos peldaños que en el curso de los años habían ido desgastándose. En la parte superior de esa escalera había un estrecho rellano cercado por una barandilla de hierro fundido. Junto a las altas puertas colgaba una placa de mármol en la que podía leerse en letras doradas: TERBORGH & TERBORGH, ART DEALERS SINCE 1798. La entrada al sótano, donde supuse que se ubicaría la oficina, estaba situada bajo el rellano, y había que descender algunos escalones desde la calle. Pasé unas cuantas veces por delante del edificio, tanto de día como de noche, y mientras observaba de nuevo esa fachada desde el otro lado del canal circular lo que más despertaba mi interés era, sobre todo, la oficina.
Ante la puerta se detenía cada mañana, a eso de las nueve, un resplandeciente Jaguar de color azul oscuro con una señora mayor al volante. Tras haber recibido un beso de despedida, se bajaba del coche un hombre más o menos de la misma edad, que abría la oficina y desaparecía en su interior. Calculé que tendrían entre cincuenta y sesenta años, y ambos irradiaban una pulcritud impecable. El hombre vestía de traje y, de manera invariable y a pesar del buen tiempo imperante, llevaba siempre un abrigo sobre el brazo.
Según su página web, la empresa estaba dirigida por Steven Terborgh, uno de los descendientes de los fundadores originarios. Presumía de ser una empresa familiar que a lo largo de más de doscientos años había ido desarrollando una pericia inigualable en el campo de la pintura neerlandesa de los siglos XVI, XVII y XVIII. Atendía una cartera de importantes clientes internacionales, incluido un número considerable de los mayores museos del mundo. Negociaban exclusivamente con las mejores piezas y garantizaban su calidad, además de mencionar que todas las obras de arte con que comerciaban contaban con un certificado del ALR.
Supuse que el hombre que había descendido del coche era Steven Terborgh, y la mujer que le llevaba, su esposa. No mucho después llegaban otras dos personas paseando por el canal —la mujer siempre un poco antes que el hombre— que también entraban en la oficina. Ella, de mediana edad y porte robusto, volvía a salir un poco más tarde, subía, abría las puertas del piso superior y se quedaba allí el resto del día. Me pareció poco práctico, pero al parecer dentro no había comunicación entre las dos plantas. Su aspecto era impecable y resultaba muy elegante con el traje de chaqueta: un sólido mascarón de proa para la imagen de una empresa secular. Él, con diferencia el más joven del grupo, de aspecto algo aniñado y no mayor de treinta años, se quedaba abajo en el sótano.
De vez en cuando alguien subía la escalera para, al cabo de un tiempo, volver a salir; no parecía que acudieran muchos clientes. Sólo una vez llamó una persona a la oficina y el joven abrió para que pasara.
Hacia el mediodía salían los tres en diferentes momentos para hacer una pausa de entre media hora y una hora. El joven seguía siempre el mismo itinerario y comía sus bocadillos mientras paseaba. De vez en cuando entraba en alguna librería. Los hábitos de la mujer eran cambiantes: unas veces se quedaba dentro, otras salía y se encontraba con alguien con quien iba a almorzar, y alguna vez entraba en una tienda a hacer compras o a mirar algo. Habían acordado que, cuando ella hiciera la pausa, él ocuparía su puesto arriba, pues la tienda estaba todo el día abierta. Terborgh, por su parte, salía a las doce y media en punto y se dirigía a una cafetería que se encontraba cien metros más adelante, en el mismo canal. Alguna que otra vez le acompañaba una visita o quedaba allí con alguien, probablemente clientes o relaciones del trabajo. Por la tarde, a las seis en punto, la mujer cerraba la tienda, bajaba y se pasaba un momento por la oficina para volver a salir en menos de un par de minutos. No mucho después, la seguía el joven. A Terborgh le recogía su mujer, que paraba delante de la puerta y tocaba brevemente el claxon. En alguna ocasión ella se retrasó y él salió a esperarla fuera.
Yo me había instalado en mi coche al otro lado del canal, justo enfrente del edificio, y así podía observarlo todo de maravilla, ni siquiera necesitaba estirarme para verlo. Cuando uno de ellos se ponía en camino, le seguía. A simple vista, allí no pasaba nada especial: tenían determinados patrones de conducta fijos y los tres constituían el único personal del negocio. Lo máximo que podía decir era que no tenían la costumbre de almorzar juntos y que el joven probablemente fuera el asistente personal de Terborgh.
Una tarde subí al rellano de la escalera e intenté mirar adentro, pero las ventanas estaban demasiado altas. La cerradura de la sólida puerta era de muy buena calidad y habían instalado una alarma, ya que por la mañana veía cómo la mujer la desconectaba tras abrir la puerta, para después, por la tarde, volver a activarla. Me sorprendió su negligencia, pues así todo el mundo podía ver que el inmueble estaba provisto de alarma, y, aunque con mis prismáticos no logré distinguir el código que tecleaba, con unos mejores sí que habría sido posible. Pero a mí no me interesaba esa zona, mi objetivo estaba en la oficina, cuya puerta tenía una cerradura normal con un par de cierres arriba y abajo. Y a Terborgh no le había visto activar o desactivar ninguna alarma.
Al cabo de poco más de una semana de haber estado observando todos sus movimientos y haberme gastado una fortuna en el parquímetro, oí que daban unos golpecitos en el techo de mi coche a la vez que se abría la puerta del lado del pasajero y Chris Veter se dejaba caer de golpe en el asiento. En las manos llevaba dos vasos de café de plástico cubiertos con una tapa que había comprado en el McDonald's de la esquina.
—Buenos días —sonó hosco.
—Buenos días, Chris. Qué bien que estés aquí, y además con café.
—Al cliente siempre hay que tratarle a cuerpo de rey. ¿Leche y azúcar? —Lo tiró sobre el salpicadero—. ¡Mira que tener que trabajar con este tiempo! —dijo meneando la cabeza sin dar crédito.
Para alguien como él, con una profesión liberal, era inconcebible que hubiera personas obligadas a hacer todos los días lo mismo.
—¿Y qué te crees que estoy haciendo yo aquí?
—Tú por lo menos estás fuera y al abrigo de la sombra.
Esa suerte tenía, en efecto, porque de lo contrario habría sido insoportable permanecer dentro del coche. Tenía todas las ventanillas bajadas y de vez en cuando una ligera brisa procuraba un poco de frescor.
—¿Desde cuándo te gusta la pintura? —preguntó, pero no sonó como si estuviera realmente interesado en saberlo.
Había visto el libro abierto sobre el salpicadero. Me había comprado un par de libros sobre Vermeer para pasar de manera más o menos provechosa el tiempo que debía estar esperando. En este libro en cuestión había reproducciones a color en formato A-3 de todos los cuadros de Vermeer, y cada imagen contenía una amplia explicación. Era una lectura especialmente fascinante, pues cada pintura ocultaba una historia, ya fuera por el modo en que había sido pintada —resultó que Vermeer había utilizado diferentes técnicas— o por el tema representado. Todo tenía un significado y nada estaba allí por casualidad. Los estudios habían demostrado incluso que Vermeer solía volver a pintar determinados asuntos en un estadio posterior, en busca de la composición perfecta. Gracias a los análisis radiológicos se podía volver a ver lo que en un principio había hecho desaparecer. Trabajaba con tanta precisión y método que la totalidad de su obra no consta de más de unos treinta cuadros.