—Disculpe, Joanna —concluyó—. Simplemente no tengo tiempo para ir a una reunión.
—
Okay.
Si cambia de opinión, avíseme.
—¿Le importa si no la acompaño hasta abajo?
—No, claro que no.
Habló a Bárbara Chamalian, que vivía al otro lado de los Van Sant.
—Gracias, pero no veo cómo podría arreglármelas para acudir —dijo Bárbara.
Era una mujer de mandíbula cuadrada y pelo oscuro, embutida en un vestido rosa que modelaba una figura excepcional.
—Lloyd se queda a menudo en la ciudad —explicó—. Y las noches que no se queda, le gusta ir a la «Asociación de Hombres». Me resultaría intolerable pagar a una
baby sitter,
solamente para...
—Podría hacerse dentro del horario escolar —insinuó Joanna.
—No. Será mejor que no cuente conmigo —insistió Bárbara, con una sonrisa amplia y atractiva—. Como quiera que sea, me alegro de haber tenido la oportunidad de conocerla. ¿No querría entrar a sentarse un rato? Estoy planchando.
—No, gracias. Quiero hablar con algunas otras mujeres.
Habló a Marge McCormick. («Francamente, no creo que eso llegara a interesarme»); a Kit Sundersen («Temo no disponer de tiempo. Lo lamento de veras, Mrs. Eberhart») y a Donna Claybrook («Es una excelente idea, pero yo estoy tan ocupada estos días... En todo caso, le agradezco la invitación»).
Se encontró con Mary Ann Stavros en un pasillo del Supermercado del Centro.
—No, no creo tener tiempo para nada por el estilo. ¡Hay tanto que hacer en la casa! Sabe usted.
—Pero saldrá de vez en cuando, ¿no?
—Por supuesto. ¿Acaso no he salido ahora?
—Le hablo de salir a distraerse.
Mary Ann sonrió y meneó la cabeza, balanceando las mechas de su pelo rubio y lacio.
—No, casi nunca. No siento mucha necesidad de distracción. Hasta la vista.
Se alejó, empujando su carrito de provisiones; un poco más allá se detuvo, sacó una lata de un estante, la observó, la colocó en el interior del carrito y siguió su camino.
Joanna la miró partir y volvió los ojos al carrito de otra mujer, que pasaba a su lado lentamente. «¡Mi Dios!, son prolijas hasta para llenar sus carritos», pensó, y examinó el suyo: un revoltijo de tarros, cajas y frascos. La atravesó el impulso culpable de ordenarlo, pero maldito si lo iba a seguir. ¡No faltaba más! Por el contrario, arrebató una lata cualquiera de la estantería —helado de vainilla— y la arrojó entre las otras cosas. ¡Ni siquiera necesitaba el maldito producto!
Habló con la madre de una compañera de colegio de Kim, en la sala de espera del doctor Verry; con Yvonne Weisgalt, que vivía al lado de los Stavros, y con Jill Burke que vivía en la casa contigua. Todas declinaron su invitación. Les faltaba tiempo o interés para reunirse con otras mujeres, a conversar sobre sus experiencias comunes.
Bobbie tuvo peor suerte aún, considerando que había hablado con casi el doble de mujeres.
—Aceptó una sola —le contó a Joanna—. Una viuda de ochenta y cinco años, que me metió en su casa a tirones, me tuvo secuestrada una hora, y me sometió a una pulverización de saliva a corta distancia. En cualquier momento que estemos dispuestas a cargar contra la «Asociación de Hombres», encontraremos a Eda Mae Hamilton dispuesta de buena gana a secundarnos.
—Convendría que nos mantuviéramos en contacto con ella —dijo Joanna.
—¡Oh, no, todavía no hemos llegado a ese extremo!
Perdieron una mañana haciendo juntas las visitas, para ensayar la teoría (de Bobbie), según la cual, si hablaban las dos con ciertas ambigüedades premeditadas, podían crear la sugestión incitante de una falange de mujeres, con lugar para una más. No funcionó.
—¡Crrisstto! —explotó Bobbie en su automóvil, arremetiendo furiosa contra la cuesta de Short Ridge Hill—. Aquí está pasando algo que huele mal. Estamos en el Pueblo que el Tiempo Olvidó.
Una tarde, Joanna dejó a Pete y a Kim al cuidado de la quinceañera Melinda Stavros y tomó el tren para la ciudad, donde se encontró con Walter y un matrimonio amigo —Shep y Silvia Tackover— en un restaurante italiano del barrio de los teatros.
Fue agradable ver de nuevo a Shep y Silvia, una pareja optimista, hogareña y dinámica, que había sobrevivido a varios golpes rudos, entre ellos la muerte de un hijito de cuatro años, ahogado. También fue agradable estar de nuevo en la ciudad —Joanna disfruto a fondo del color y el movimiento del restaurante concurrido.
Tanto ella como Walter hablaron entusiastamente de Stepford, alabaron su belleza y su tranquilidad, y ponderaron las ventajas de vivir en una casa y no en un apartamento. Joanna se abstuvo de aludir a la tremenda domesticidad de las mujeres, y a la sensible falta de toda actividad extradoméstica. Calló, suponía que por orgullo; porque le repugnaba atraer la conmiseración ajena, aun la de Shep y Silvia. Habló en cambio de Bobbie y lo divertida que era, y de las excelentes escuelas de Stepford, sin sobrecarga de alumnos. Walter no sacó el tema de la «Asociación de Hombres» y ella tampoco. Silvia, que estaba empleada en la Administración de Vivienda y Desarrollo, habría sufrido un ataque.
A pesar de todo, ya en camino del teatro, Silvia le dirigió una penetrante mirada crítica y preguntó:
—¿Cuesta adaptarse?
—En algunos aspectos.
—Lo lograrás —dijo Silvia y le sonrió alentadoramente—. ¿Qué tal anda la fotografía? Debe resultarte formidable allí, donde lo abordas todo con ojos nuevos.
—No he hecho nada hasta ahora. Bobbie y yo hemos andado correteando por todos lados, tratando de promover una modesta actividad feminista. Aquello está un poco estancado, para serte franca.
—El correteo y la promoción no son cosa tuya. Tu trabajo es la fotografía, o debería serlo.
—Ya lo sé. He conseguido un fontanero que irá uno de estos días a instalar la pila en el cuarto oscuro.
—Walter parece eufórico.
—Lo está. En realidad, es una buena vida.
La pieza, un
hit
musical de la temporada anterior, los decepcionó. En el tren que los traía de vuelta, la desmenuzaron durante unos minutos; después, Walter se puso las gafas y sacó unos papeles para trabajar, y Joanna hojeó el
Time
y se quedó fumando y mirando por la ventanilla la oscuridad y las luces ocasionales que la atravesaban.
Silvia tenía razón: su trabajo era la fotografía. Al demonio las mujeres de Stepford, excepto Bobbie, naturalmente.
Los dos coches estaban en la estación, por lo que tuvieron que ir separados a casa. Joanna salió delante en la camioneta, y Walter la siguió en el «Toyota». El Centro estaba desierto y escenográfico a la luz de sus tres faroles —sí, tomaría allí unas cuantas fotos,
antes
de que estuviera terminado el cuarto oscuro— y más arriba, había reflectores encendidos y ventanas iluminadas en la sede de la «Asociación de Hombres», ante la cual aguardaba un automóvil con el motor en marcha, a punto de salir por el camino particular.
Encontraron a Melinda Stavros, bostezante pero risueña, y a Pete y Kim en sus camitas, profundamente dormidos.
En el comedor de diario había vasos de leche vacíos y platos sucios sobre la mesa de la lámpara; bolas de papel blanco estrujado encima del sofá, y en el suelo, delante del sofá; y una botella de
ginger-ale
vacía tirada en el suelo, entre las bolas de papel.
«Menos mal que no se lo transmiten a sus hijas», pensó Joanna.
La tercera vez que Walter fue a la «Asociación de Hombres», llamó a Joanna alrededor de las nueve, y le avisó que iba a volver en seguida a casa con la Comisión de Nuevos Proyectos, para la que había sido designado la vez anterior. Estaban haciendo algún trabajo de construcción en el edificio (ella alcanzaba a percibir un zumbido de maquinarias al fondo) y no encontraban un lugar tranquilo para sentarse a conversar.
—Estupendo —dijo Joanna—. Yo estoy ocupada con los trastos que faltaba sacar del cuarto oscuro, así que ustedes podrán disponer de todo el...
—No, escucha —la interrumpió Walter—. Quédate arriba con nosotros y participa en la conversación. Hay entre ellos un par de exclusivistas fanáticos. No les vendrá nada mal oír a una mujer que hace comentarios inteligentes. Porque estoy seguro que los harás.
—Gracias. ¿Pero si ellos se oponen?
—La casa es nuestra.
—¿Seguro que lo que buscas no es una sirvienta?
Walter se echó a reír.
—¡Cielos, no hay forma de engañarla! Está bien, me pescaste. Pero una criada inteligente, ¿de acuerdo? ¿Harás lo que te pido? Creo que puede resultar útil.
—
Okay.
Dame quince minutos y seré una criada inteligente, y además
bonita.
¿Qué te parece como colaboración?
—¡Fantástica! ¡Increíble!
Llegaron cinco, y uno de ellos, un hombrecito jovial y carirrojo que aparentaba unos sesenta años y lucía un bigote engomado, de guías rematadas en puntas de palillos, era Ike Mazzard, el ilustrador de revistas.
—No estoy segura de que me sea usted simpático —dijo Joanna estrechando cordialmente su mano—. Me arruinó la adolescencia con esas muchachas de ensueño que dibuja.
—Usted debía imitarlas bastante —contestó él con una risita complacida.
—¿Quiere apostar algo?
Los cuatro restantes andaban alrededor de los cuarenta. El alto de pelo negro y aire de negligente arrogancia, era Dale Coba, el presidente de la Asociación. Le sonrió, con una mirada desdeñosa de sus ojos verdes, y dijo:
—Mucho gusto, Joanna.
«Uno de los exclusivistas fanáticos —pensó ella—: las mujeres son para la cama, y punto.»
Su mano era suave, sin presión.
Los otros eran un tal Anselm o Axhelm, Sundersen y Roddenberry.
—Conocí a su esposa —le dijo Joanna a Sundersen, un hombre pálido y barrigón, que parecía nervioso—. Suponiendo que sean ustedes los Sundersen que viven al otro lado del camino.
—¿La conoció? Sí, somos ésos. No hay otros Sundersen en Stepford.
—La invité a una reunión, pero no podía asistir.
—Es poco sociable...
Los ojos de Sundersen miraban a cualquier parte, menos a Joanna, que dijo:
—Perdone. No escuché bien su nombre.
—Herb —contestó sin mirarla.
Joanna los introdujo a todos en el
living,
fue a la cocina a buscar hielo y soda, y los llevó a Walter, que aguardaba junto al mueble bar.
—¿Inteligente? ¿Bonita? —cuchicheó, y él le hizo una mueca.
Volvió a la cocina y llenó unos boles con patatas fritas y cacahuetes.
No partió ninguna objeción del círculo de hombres cuando, vaso en mano, dijo: «¿Me permiten?», y se acomodó en el extremo del sofá que Walter le había reservado. Ike Mazzard y el tal Anselm (o Axhelm) se pusieron de pie, y los demás amagaron hacerlo, con excepción de Dale Coba, que siguió sentado, comiendo cacahuetes que se sacaba del puño y mirándola por encima de la mesa de copetín, con sus desdeñosos ojos verdes.
Discutieron el proyecto de los Juguetes-de-Navidad y el proyecto de Preservación-del-Paisaje. Roddenberry tartamudeaba un poco; tenía una cara simpática —nariz de dogo, barba azuleña— y se llamaba Frank. Y Coba tenía un sobrenombre que aparentemente no se justificaba: Diz
[3]
. Consideraron la conveniencia probable de que hubiera ese año en el Centro un festival de luces de Hannukah, simultáneamente con el pesebre de Navidad, en atención al número de residentes judíos que había ahora en Stepford. Propusieron ideas para nuevos proyectos. Y en este punto intervino Joanna.
—¿Puedo sugerir algo?
—Por supuesto —dijeron Frank Roddenberry y Herb Sundersen.
Coba, echado hacia atrás en su asiento, miraba al cielo raso (desdeñosamente, sin duda), la nuca apoyada en las manos y las piernas extendidas.
—¿Les parece que habría posibilidad de organizar algunas conferencias nocturnas para adultos, o bien algunos debates entre padres y adolescentes? —preguntó Joanna—. Podría utilizarse el salón de actos de una de las escuelas...
—¿Sobre qué tema? —preguntó Frank Roddenberry.
—Cualquiera, de interés general. El asunto de las drogas, por ejemplo, que nos concierne a todos, aunque la
Crónica
lo meta a escobazos debajo de la alfombra; la invasión de la música rock..., ¡qué sé yo!,
cualquier cosa
que haga salir a la gente de su encierro y la incite a escuchar lo que dice otra gente, y a dialogar con los demás.
—Es
interesante
—dijo Claude Anselm, o Axhelm, inclinándose hacia delante, cruzando las piernas y rascándose la sien. Era delgado y rubio, le brillaban los ojos y nunca estaba quieto.
—Y puede ser que con esto se consiga sacar de su encierro aun a
las mujeres
—prosiguió Joanna—. Por si no lo saben, este pueblo es una zona de siniestro para las
baby sitters.
Todos soltaron una carcajada, y ella se sintió satisfecha de sí misma y cómoda en su papel. Adelantó otros posibles temas de debate, a los que Walter, y después Herb Sundersen, añadieron unos pocos más. Se expusieron otras ideas para nuevos proyectos; Joanna participó en la discusión de todos, y los hombres (excepto el maldito Coba) le prestaron sostenida atención; Ike Mazzard, Frank, Walter, Claude, el mismo Herb, que ahora la miraba de frente, expresaban su asentimiento con cabezazos y de viva voz; o la interrogaban gravemente, y ella se sentía muy satisfecha de sí misma, ¡claro que sí!, respondiendo a sus preguntas con inteligencia y buen sentido.
¡Adelante, Gloria Steinem!
Advirtió, con sorpresa y azoramiento, que Ike Mazzard la estaba dibujando. Sentado en su silla (junto al perseverante contemplador del cielo raso, Dale Coba), picoteaba con un bolígrafo azul en una libreta, posada sobre su pulcra rodilla a rayas, mirando alternativamente a Joanna y a su obra de picoteo.
¡Ike Mazzard, dibujándola
a ella!
Los hombres se habían quedado silenciosos. Miraban el interior de sus vasos, revolvían sus cubitos de hielo.
—¡Epa! —dijo Joanna, meneándose desasosegada pero sonriente—: ¡Yo no soy una muchacha de Ike Mazzard!
—Toda muchacha es una muchacha de Ike Mazzard —contestó el hombrecito; le sonrió y sonrió a su obra de picoteo.
Ella miró a Walter, que le sonrió, turbado, y se encogió de hombros.
Miró de nuevo a Mazzard y después, sin volver la cabeza, a los otros hombres. Ellos la miraron y sonrieron nerviosamente.