Las poseídas de Stepford (5 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #Terror

BOOK: Las poseídas de Stepford
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—¡Vaya!
Esto
es un buen mata-conversación —dijo.

—Descanse, puede moverse —dijo Ike Mazzard. Dio vuelta a la hoja y reanudó el picoteo.

Habló Frank:

—Yo no creo que otro campo de b...béisbol sea tan imprescindible.

Joanna oyó gritar a Kim:
«¡Mami!»,
pero Walter la detuvo, tocándole el brazo, dejó su vaso encima de la mesa, se levantó y pidió disculpas a Claude al pasar delante de él.

Los hombres volvieron al tema de los nuevos proyectos. Ella deslizó una palabra aquí y allá, moviendo la cabeza, pero sin perder conciencia en ningún momento de que Mazzard la miraba y picoteaba alternativamente.
¡Trate una de ser Gloria Steinem cuando Ike Mazzard la está dibujando!
El hombrecito hacía un poco de camelo: ella no era el tipo «una-sola-vez-en-la-vida-y-no-hay-que-perder-la-oportunidad», ni siquiera con aquel Palazzo de Pucci. ¿Y por qué estarían tan tensos los
hombres?
Su conversación parecía forzada y llena de baches. Herb Sundersen se había ruborizado positivamente.

De pronto se sintió como desnuda, como si Mazzard la estuviera dibujando en poses obscenas.

Cruzó las piernas; hubiera deseado cruzar los brazos también, pero no lo hizo.
Por amor de Dios, se trata de un artista
camelero,
y nada más. Estás vestida.

Llegó Walter, que se inclinó hacia ella, y le dijo:

—Era solamente una pesadilla. —Se enderezó y, preguntó a los hombres—: ¿Alguien quiere otra copa?
¿Diz?
¿Frank?

—Sírvame un trago más, pero chico —dijo Ike Mazzard.

—¿El baño queda por allí? —preguntó Herb, levantándose.

Prosiguió la conversación, ya más suelta y despreocupada.

Proyectos nuevos.

Proyectos antiguos.

Mazzard se guardó el bolígrafo en el bolsillo, sonriente.

—¡Uf! —resopló Joanna, y se echó aire.

Coba enderezó la cabeza y, siempre con las manos en la nuca, pero ahora con el mentón contra el pecho, miró la libreta apoyada sobre la rodilla de Mazzard, y dijo:

—Usted no acaba nunca de asombrarme.

—¿Puedo ver yo? —preguntó Joanna.

—¡Por supuesto! —contestó Mazzard. Se incorporó a medias y le tendió la libreta.

Walter también miró y Frank se inclinó para ver.

Croquis de Joanna: página tras página de croquis, pequeños, precisos y... lisonjeros, como habían sido siempre los dibujos de Ike Mazzard. Caras de frente, de tres cuartos, de perfil; estudios de expresión, que la mostraban sonriente o seria, hablando o frunciendo el ceño.

—¡Son preciosos! —dijo Walter.

—Y Frank comentó:

—¡Estupendo, Ike!

Claude y Herb se acercaron por detrás del sofá.

Joanna volvió a recorrer todas las páginas.

—Son...
maravillosos
—dijo—. Ojalá pudiera decir que son perfectamente fieles...

—Es que lo
son
—aseguró Mazzard.

—Dios lo bendiga.

Le devolvió la libreta. Él la apoyó sobre la rodilla, volvió algunas hojas y sacó su bolígrafo. Escribió algo en una página, la arrancó y se la ofreció.

Era uno de los croquis en que la había tomado de tres cuartos, seria, y llevaba la conocida firma sin mayúsculas
ike mazzard.

Se lo mostró a Walter, que dijo:

—Gracias, Ike.

—Es un placer.

Joanna le sonrió:

—Gracias. Le perdono por arruinarme la adolescencia.

Sonrió a los demás.

—¿Alguno de ustedes quiere café?

Todos querían, con excepción de Claude, que quiso té.

Fue a la cocina y colocó el croquis sobre los posafuentes, encima del refrigerador. ¡Un retrato de ella dibujado por Ike Mazzard! ¡Quién se lo hubiera dicho en su pueblo, tiempo atrás, cuando andaba por los once o los doce años, y leía los
Journals
y los
Companions
de mami! ¡Qué tontería ponerse tan nerviosa por lo que en realidad había sido una gentileza de Ike Mazzard!

Sonriendo, llenó de agua la cafetera, la enchufó, ajustó el filtro, echó unas cucharadas de café y colocó la tapa. Cerró el recipiente plástico del café y se volvió. Coba estaba reclinado en el hueco de la puerta, con un hombro contra el quicio y cruzado de brazos, observándola.

Muy frío a pesar de la tricota de cuello alto, color verde jade (que, por supuesto, hacía juego con sus ojos) y el traje de franela gris pizarra.

—Me gusta observar a las mujeres ocupadas en los pequeños menesteres domésticos —le dijo con una sonrisa.

—Ha venido al pueblo más adecuado para saciar el gusto. —Joanna tiró la cuchara al fregadero, y llevó el tarro de café al refrigerador.

Coba seguía allí, observándola.

Ella deseó que apareciera Walter.

—Usted no parece particularmente vertiginoso —dijo—. ¿Por qué lo llaman
Diz?

—En un tiempo trabajé en Disneylandia.

Se echó a reír mientras iba al fregadero.

—¡No me diga!

—Es la verdad.

Joanna se volvió en redondo y lo miró.

—¿No me cree?

—No.

—¿Por qué?

Ella reflexionó un instante y lo supo.

—¿Por qué no me cree? Dígame.

Al infierno con él: quería saberlo, se lo diría.

—No da la impresión de una persona que disfrute haciendo feliz a la gente.

Un impacto mortal, sin duda, para la admisión de las mujeres en la bendita y sacrosanta «Asociación de Hombres».

Coba la miró, desdeñoso.

—¡Qué sabe usted!

Sonrió, se apartó del quicio, dio media vuelta y se fue.

—No me entusiasma mucho el presidente —dijo Joanna, mientras se desvestía.

—Tampoco a mí —convino Walter—. Es frío como un témpano. Pero no va a estar en el cargo a perpetuidad.

—Mejor así, porque de lo contrario las mujeres no conseguirán entrar nunca. ¿Cuándo hay elecciones?

—Inmediatamente después del primero de año.

—¿En qué trabaja?

—En la empresa «Burnham-Massey», de la ruta Nueve. Lo mismo que Claude.

—Ah, oye, ¿cómo es el apellido?

—¿De Claude? Axhelm.

Kim empezó a llorar. Ardía de fiebre, y ellos estuvieron en pie hasta pasadas las tres, tomándole la temperatura (cuarenta grados y unas líneas, al principio), leyendo un manual de medicina casera, llamando al doctor Verry y dándole baños casi fríos y friegas con alcohol.

Bobbie encontró una viva.

—...Por lo menos en comparación con las otras posmas —graznó su voz desde el teléfono—. Se llama Charmaine Wimperis, y si la miras un poco de soslayo se convierte en Raquel Welch. Viven en la cuesta de Burgess Ridge, en una ultramoderna de doscientos mil dólares; y ella tiene criada, jardinero y, además, pon atención, pista de tenis.


¿En serio?

—Ya sabía yo que esto iba a hacerte salir del sótano. Estás invitada a jugar y también a almorzar. Pasaré a buscarte alrededor de las once y media.

—¿Hoy? ¡No puedo! Kim todavía no sale.
—¿Todavía?

—¿Podríamos aplazarlo hasta el miércoles? O el jueves, para mayor seguridad.

—El miércoles. Lo consultaré con ella y volveré a llamarte.

¡Pim! ¡Pum! ¡Paam! Charmaine era buena jugadora. ¡Caracoles si era buena! Mandaba la pelota zumbando, directa y dura, primero a un lado de la cancha, después al otro; la tuvo corriendo de lado a lado todo el tiempo, y luego la obligó a correr hasta el fondo de la cancha, con un tiro largo que Joanna apenas alcanzó a atajar. Salió corriendo detrás de la pelota, pero Charmaine la bajó con un
smash
que la proyectó hacia el ángulo interior izquierdo de la red, y ganó el juego y el set por seis a tres; luego de haber ganado el primero por seis a dos.

—¡Oh, Dios! ¡Cómo me la dieron! —exclamó Joanna—. ¡Qué papelón! ¡Qué paliza!

—¡Uno más! —gritó Charmaine, retrocediendo hasta la línea de saque—. ¡Vamos, uno más!

—¡No puedo! Con esto me alcanza para no poder andar mañana. —Recogió la pelota—. ¡Ven, Bobbie, juega tú!

Bobbie, sentada en el césped con las piernas cruzadas, al otro lado de la verja de tela metálica, ofrecía la cara en bandeja sobre una lámpara de sol.

—No he jugado desde el colegio, ¡juro que es verdad!

—Un solo juego, entonces —gritó Charmaine—. ¡Un juego más, Joanna!

—¡Está bien, un juego más!

Lo ganó Charmaine.

—Me has dejado muerta, pero fue bárbaro. Gracias —dijo Joanna cuando salían juntas de la cancha.

—Lo único que te falta es volver a practicar un poco —dijo Charmaine, pasando cuidadosamente la punta de una toalla por sus mejillas de pómulos altos—. Tienes un saque de primera.

—Mucho me sirvió.

—¿Quieres jugar a menudo? Todo lo que he conseguido hasta ahora es un par de muchachitos, los dos con erecciones permanentes.

—Mándamelos —dijo Bobbie, levantándose del suelo.

Caminaron por el sendero de lajas en dirección a la casa.

—Es una pista estupenda —comentó Joanna, pasándose la toalla por el brazo.

—Úsala, pues. Yo solía jugar diariamente con Ginnie Fisher, ¿la conoces?, pero me plantó. Tú no lo harás, ¿verdad? ¿Qué te parece mañana?

—¡Oh, no puedo!

Se sentaron en una terraza, bajo una sombrilla de «Cinzano», y la criada, una mujer delgada y canosa que se llamaba Nettie, les llevó una jarra de
Bloody Mary,
un tazón de crema de pepinos y galletitas crocantes.

—Es maravillosa —dijo Charmaine—. Una alemana de Virgo; si le ordenara lamer mis zapatos, lo haría. ¿Tú que eres, Joanna?

—Una americana de Tauro.

—Si le mandas lamer tus zapatos, te escupe en el ojo —dijo Bobbie—. No creerás realmente esas monsergas, ¿no?

—Por supuesto que sí —contestó Charmaine, sirviendo
Bloody Mary
—. Y tú también creerías, si te acercaras a estas cosas con espíritu abierto.

(Joanna la miró de reojo, no era Raquel Welch, pero andaba cerca.)

—Por eso me dejó plantada Ginnie Fisher —prosiguió Charmaine—. Es de Géminis, y ésos cambian todo el tiempo. Los Tauro son constantes y uno puede contar con ellos. Lo que significa que tendremos tenis al por mayor.

—Esta nativa de Tauro tiene una casa y dos chiquillos que atender, sin ninguna alemana de Virgo.

Charmaine tenía un hijo único, de nueve años, llamado Merrill. Su esposo, Ed, era productor de Televisión. Se habían trasladado a Stepford en julio. Sí, Ed era miembro de la «Asociación de Hombres» y, no, a ella no le incomodaba la injusticia sexista.

—Cualquier cosa que lo retenga fuera de casa por la noche me viene bien —declara—. Él es de Aries y yo de Escorpio.

—Oh, vamos... —dijo Bobbie, y se metió en la boca una galletita cargada con crema de pepinos.

—Es una combinación pésima —explicó Charmaine—. Ah, si yo hubiera sabido antes lo que sé ahora...

—¿Pésima en qué sentido? —preguntó Joanna.

Y fue un error. Charmaine se explayó sin trabas acerca de las incompatibilidades que existían entre ella y Ed, en múltiples aspectos: social, emocional y sobre todo sexual.

Nettie llevó langosta a la Newburg con patatas juliana.

—¡Pobres caderas mías! —gimió Bobbie, sirviéndose langosta a cucharadas, mientras Charmaine entraba en pormenores con una franqueza portentosa. Ed era un sátiro y un pervertido sexual.

—Me mandó hacer ese
vestido de goma
en Inglaterra, sabe Dios a qué precio. De
goma,
¿se dan una idea? Se lo pones a alguna de tus secretarias, le dije yo. A mí no me vas a meter dentro de eso. Cierres relámpagos con candaditos, de arriba abajo. No se puede tener encerrada a una Escorpio. A las Virgo sí, en todo momento, porque han nacido para el yugo. Pero las de Escorpio han nacido para andar sueltas. —Si Ed hubiera sabido antes lo que tú sabes ahora... —dijo Joanna.

—No habría habido la menor diferencia —dijo Charmaine—. Está loco por mí. Es un Aries típico.

Netti llevó pastelillos de frambuesa y café. Bobbie rezongó. Charmaine les habló de otros pervertidos sexuales que había conocido en sus tiempos de modelo profesional: eran varios.

Las acompañó hasta el auto de Bobbie.

—Escucha, Joanna —le dijo al despedirse—, ya sé que eres una persona muy ocupada, pero en cualquier momento que tengas una hora libre, vienes directamente. Ni siquiera necesitas llamar. Yo estoy casi siempre en casa.

—Gracias, lo haré. Y gracias también por el día de hoy. Ha sido grandioso.

—En cualquier momento —repitió Charmaine. Se inclinó hacia la ventanilla—. Otra cosa, ¿querrían hacerme un favor las dos? ¿Querrían leer
Los signos del Zodíaco,
de Linda Goodman, aunque sólo sea por complacerme? Léanlo y verán lo acertada que es. Lo tienen en la farmacia del Centro, en rústica. ¿Lo harán? ¿Por favor...?

Se rindieron sonrientes, y prometieron que lo harían.

—¡Chau! —gritó Charmaine, saludándolas con la mano cuando se alejaban.

—Bueno —dijo Bobbie, doblando la curva de la carretera—, tal vez no sea el elemento ideal para la NOW, pero al menos no está enamorada de su aspiradora.

—¡Es despampanante!

—¿Verdad que sí? Aun para estas regiones, donde las mujeres pueden tener poco seso, hay que reconocer que les sobra presencia. ¡Caray, qué matrimonio! ¿Qué me dices de ese vestido de goma? ¡Y yo pensaba que el pobre Dave tenía ocurrencias espeluznantes!

—¿Dave? —dijo Joanna, mirándola.

Bobbie le enfocó una sonrisa lateral.

—A mí no me vas a arrancar ninguna confesión verídica. Soy Leo, y las Leo hemos nacido para cambiar de tema. ¿Queréis ir al cine tú y Walter el sábado a la noche?

Habían comprado la casa a un matrimonio Pilgrim, que la había habitado solamente dos meses y se habían trasladado al Canadá. Los Pilgrim, a su vez, se la habían comprado a una tal Mrs. McGrath, quien por su parte se la había comprado al constructor, once años antes. Mrs. McGrath era, pues, la que había dejado la mayoría de los trastos que había en el depósito del sótano. No era justo, en realidad, llamarlos trastos: había dos buenas sillas de comedor coloniales, que Walter iba a desarmar y a componer algún día: una edición completa del
Libro del saber,
en veinte tomos, que estaba ahora en los anaqueles del cuarto de Pete; además, cajas y paquetitos de trabajos de ferretería y restos de materiales: cosas que si no eran precisamente hallazgos, podían resultar útiles. Mrs. McGrath había sido un ama de casa ahorrativa y previsora.

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