Las puertas de Thorbardin (19 page)

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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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«Divertido», repitió una voz que no era tal.

Chane pegó un brinco y miró a su alrededor con los dientes apretados.

—Quisiera que ese dichoso hechizo dejara de hablar —gruñó—. Me pone nervioso.

—¡Cállate, Zas! —ordenó el kender con brusquedad—. Lo que tú quieres es apartarte del Sometedor de Hechizos.

«¡Lo necesito!», susurró la voz que recibía el nombre de Zas.

—¡Ay, se va! —suspiró Chess.

—¿Tu encantamiento?

—No; el gnomo volador. ¿Ves? Se dirige hacia el sur. ¡Muy bien! Lo que el agua trae, el agua se lleva.

—¡Bah, no importa! Finalmente hallé algo —dijo Chane, regresando por donde había llegado.

El kender bajó del montículo y correteó detrás de él.

El gran altozano de hielo quedaba al este de todos los demás, y bastante alejado. Tenía una forma rara, medía más de treinta metros de largo y se extendía de norte a sur en una suave curva. Incluso desde lejos, las figuras que encerraba eran visibles como oscuras siluetas: una fila de armados enanos en posición de defensa, dispuestos a mantener a raya a unas fuerzas muy superiores.

—Parece una retaguardia en acción —señaló Chess.

—Realmente. Pero lo que yo encontré está detrás.

Chane dio la vuelta a un extremo del alargado montículo y retrocedió un trozo por el otro lado. Allí se detuvo e indicó un punto.

—¿Lo ves?

El kender miró, pestañeó y miró de nuevo, pero sólo se encogió de hombros.

—¿Qué debo ver? ¿El límite del campo de hielo? ¿La pendiente que hay detrás? ¿Aquella serie de picachos?

—El sendero —dijo Chane—. ¡Fíjate bien! Parece un débil camino verde que avance hacia el este. ¿No lo distingues ahora?

—Yo no veo nada de eso. ¿Estás seguro de que...? ¡Amigo! —exclamó de súbito—. ¿Sabes que la mancha roja de tu frente se ha vuelto verde por unos momentos?

Chane se llevó una mano a la frente y, con los ojos muy abiertos, abrió la bolsa que pendía de su cinturón y extrajo el Sometedor de Hechizos.

—Bien —murmuró con un suspiro—. La piedra continúa roja. Por espacio de unos segundos creí que también se había puesto verde.

El cristal todavía era rojo, pero en su más profundo interior algo parecía pulsar quedamente. A cada latido, la débil línea verde se renovaba ante los ojos del enano.

—Me señala adonde fue Grallen desde aquí —explicó Chane con respeto—. ¡Se encaminó al este!

«Al mismo lugar que Rastreador», gimoteó algo sin voz.

Chane se sobresaltó.

—No creo que me acostumbre nunca a eso —protestó. ¿Qué ha dicho?

—«Al mismo lugar que Rastreador» —repitió Chess—. ¿A qué te refieres, Zas? Un suspiro sonó donde no había nada.

«El gemelo del Sometedor de Hechizos», susurró el misterioso hechizo.

14

En lo alto de una ladera azotada por las mordientes ráfagas procedentes de las nieves eternas, Sombra de la Cañada hizo una pausa en su escalada para inspeccionar el extremo superior de su báculo, que había dejado de ser gredoso para transformarse nuevamente en una fría y perfecta piedra de turbulentas transparencias.

El mago se ciñó el cuello de su capa para protegerse de la baja temperatura y alzó un poco el bastón. Murmuró una palabra, y la piedra estalló en gélidos y brillantes resplandores. Sombra de la Cañada hizo un gesto afirmativo, la calmó con una palabra y echó un vistazo a lo que lo rodeaba. A cierta distancia descubrió una gran roca dentada que se apoyaba en un desigual peñasco, y que la nieve empujada por el viento cubría en buena parte. El hechicero alzó el bastón, señaló con él la piedra y musitó otras palabras. Un fuerte rayo de plateada luz partió de la gema y golpeó la roca, que se rompió en mil fragmentos, algunos de los cuales cayeron rodando pendiente abajo.

Satisfecho, Sombra de la Cañada prosiguió el ascenso hasta llegar a un alto lugar donde las manchas de hielo parecían blancos charcos en la piedra erosionada por el paso del tiempo.

Allí, el mago fijó la vista en un pequeño charco oculto por el hielo.

—Señor de la torre —dijo Sombra de la Cañada con una voz tan fría como los vendavales del invierno—, el descendiente de Grallen tiene el Sometedor de Hechizos y ha empezado a buscar el yelmo. ¿Se sabe algo del proscrito?

—El Ser Negro vive —contestó la imagen de hielo formada en el charco helado—. Aunque es evidente que resultó muerto hace largo tiempo, no cabe duda de que sigue vivo. Su magia es conocida de sobra. Otros buscadores la experimentaron en época bien reciente.

—¿Puedes decirme dónde está, pues, o debo continuar siguiendo al enano?

—Se halla en alguna parte del este —contestó la encapuchada figura—. Más cerca de ti de lo que tú estás de mí, pero, aunque se nota su magia, permanece escondido. Algo lo escuda e impide que lo descubramos. Si quieres dar con él, será preciso que vayas con el enano.

—¿Conoce el proscrito la busca que lleva a cabo ese enano?

—Creemos que sabe que ocurre algo —explicó la imagen aparecida en el hielo—. El Ser Negro juró actuar contra el reino de Thorbardin. Esto sí que nos consta, porque nos lo comunicaron los miembros de nuestra Orden de las montañas Khalkist. Dos murieron, y un tercero sufrió horribles quemaduras para traernos la información. Y dime, ¿conoce el enano su destino?

—Se propone ir a donde fue Grallen —respondió Sombra de la Cañada—. Ansia recuperar el yelmo de su antepasado, que es lo único que puede salvar a Thorbardin de la infiltración de sus enemigos. Posee un artilugio, una antigua piedra sagrada, gemela de la que su antecesor llevaba en su casco. Una piedra lo conducirá a la otra, y así llegará hasta el yelmo.

—Y si encuentra ese yelmo, ¿sabrá entonces en qué reside la debilidad de Thorbardin?

—Si Grallen vio la puerta secreta, la piedra del yelmo se la enseñará también al siguiente que lo lleve. Como se sospechaba, ambas piedras son piedras de los dioses, y su magia llega más allá que cualquier hechicería.

—En tal caso, el hilo no es frágil —dijo el charco helado—. Si el enano expresa una amenaza, el Ser Negro se enterará. Ve mejor ahora que cuando estaba vivo, antes de que lo mataran. Sigue al enano si deseas encontrar al Ser Negro, Sombra de la Cañada. Me figuro que el Ser Negro lo buscará a él. Sigue al enano hacia la destrozada Zhamen, si tu propósito es el de destruir de nuevo al mago proscrito. ¿Viste el presagio del eclipse de las lunas? —inquirió la débil voz después de una pausa.

—Lo vi. ¿Qué significa?

—Nadie lo sabe con certeza. Pero todo indica que se aproxima una gran negrura desde el norte. El mal tiene sus peones en marcha y los mueve a través del tablero. ¡Cuidado!

El charco se oscureció para aclararse luego, y no fue más que hielo. Sombra de la Cañada se estremeció, se ciñó más la capa de bisonte alrededor de los hombros y volvió a tocar la gélida superficie con el bastón. Esta vez, la imagen aparecida fue la del valle de donde él procedía. Chane Canto Rodado y el kender permanecían al borde del extraño campo de hielo y miraban hacia el este.

—En dirección a la destrozada Zhamen —susurró el mago—. El enano sigue la senda de Grallen, camino del lugar en que reposa el yelmo de su antepasado.

Iba ya a alejarse del charco, cuando se detuvo. Una nueva visión se había formado en él, sin que la hubiese invocado. Una negrura semejante a la tinta formaba confusos remolinos, para fundirse en el centro en lo que resultó un rostro. O, mejor dicho, no un rostro, sino únicamente los fantasmales contornos de uno visto antes por Sombra de la Cañada, largos años atrás.

Y una voz seca como el polvo —una voz que parecía consumida por el odio y la edad— surgió sibilante de la imagen.

«Me busca, ¿no es eso?
—dijo—.
El endeble Túnica Roja intentará de nuevo lo que creía haber hecho antes, ¿eh? ¡Ja, ja! Le pregunta al hielo si yo sé que hay un obstáculo en mi camino. Un obstáculo muy débil, si acaso. Un enano. ¡Sólo un enano! ¿Se pregunta él si yo lo sabía antes? No importa. ¡Ahora lo sé!»

La voz se desvaneció con una risita burlona, y el hielo recobró su transparencia. Un buen rato después que la visión hubo desaparecido, Sombra de la Cañada continuaba arrodillado junto al hielo, tembloroso e inseguro.

—Caliban —musitó—. ¡Caliban!

* * *

Visto desde el sur, el valle era un largo y profundo corte entre imponentes montañas. De varios kilómetros de ancho y muchos más de largo, suficientemente hondo para que el follaje del otoño animara todavía sus bosques, se abría paso hacia el norte. Aquel valle era más recto que casi todos los demás explorados por Ala Torcida, y le interesaba porque, mientras que sus lados se veían coronados por escarpados riscos, el acceso desde el sur era una larga y suave pendiente.

El valle parecía ofrecerse como camino, y eso irritó a Ala Torcida. Había visto los grandes felinos que habitaban la zona, y le constaba que era una trampa. El hombre se preguntó si alguien había conseguido salir con vida de allí.

Ala Torcida se puso de malhumor a medida que transcurrían las horas. Estaba harto de esperar a un gnomo chiflado que volaba en un artefacto y que, probablemente, nunca regresaría. Renegaba de la suerte que lo había conducido a semejante sitio tan escabroso, en busca de algo imposible: ¡encontrar a un enano perdido en casi veinte mil kilómetros cuadrados de territorio apenas conocido!

Al hombre no le servía de nada que Jilian Atizafuegos hubiera decidido llenar las ociosas horas con su constante parloteo. Por lo menos había oído ya una docena de veces el sueño de Chane Canto Rodado, y otra media docena sus quejas sobre la perfidia y la tacañería de su propio padre, Slag Atizafuegos. Asimismo estaba harto de las habladurías —que en general no le interesaban— referentes a la enemistad entre las familias Tornaestaño y Tocahierros, que había mantenido durante meses en gran alboroto a los vecinos del pozo del quinto nivel de Daewar; o al por qué la hermana Silicia Orebrand no se hablaba con ningún miembro de la sociedad llamada Silverfest... Jilian no callaba. Decía, por ejemplo, que los enanos de Daergar tenían unas maneras muy toscas y parecían creerse los amos de la Calzada Decimocuarta, o comentaba el escándalo producido al acusar Furth Socavador a los vigilantes del Laberinto del Este de haber sobornado al ejecutor del Consejo de los Thanes.

—¡Pero qué diantre! —estalló al fin Ala Torcida— ¿Es que todo el mundo está reñido en Thorbardin? Oyéndote hablar, uno diría que las intrigas y las hostilidades sobrepasan cinco veces el número de habitantes.

Jilian parpadeó sorprendida.

—¡Oh, no! ¡En absoluto! —protestó. Thorbardin es el lugar más ideal que uno pueda imaginar. ¡Lo digo en serio! Si te cuento esos chismes, es porque es lo que prefiere oír la mayoría de la gente. Pero claro, allí casi todos..., al menos, casi todos los que yo conozco..., son enanos. ¿Sobre qué os gusta conversar a los humanos?

—En ocasiones preferimos el silencio —le soltó él.

Durante un buen rato, Ala Torcida se salió con la suya. La joven permanecía sentada mirando en otra dirección, muy recta su robusta espalda. Había procurado entretenerlo, pero ahora actuaba como si hiciera caso omiso de él, cosa que el hombre prefería.

Sin embargo, Jilian preguntó pronto:

—¿Te importa que te diga algo más?

—Sabía que no duraría la tranquilidad —gruñó Ala Torcida— ¿Qué es?

La enana señaló al cielo.

—El gnomo vuelve.

En efecto, Ala Torcida vio el desigual vuelo del aparato de Bobbin, que se acercaba a poca altura sobre los bosques que cubrían el suelo del valle.

—¡Ya era hora! —exclamó.

Aquella especie de cometa se elevó al aproximarse a la pendiente, y las corrientes de aire se la llevaron hasta que sólo fue un diminuto punto en las alturas. Luego, un ala se ladeó y el artilugio comenzó a describir los amplios círculos que ellos ya habían visto antes. Parecía ser que, una vez arriba, el único modo de bajar que tenía el gnomo consistía en ese tedioso procedimiento.

El ingenio siguió dando vueltas, descendiendo, y por último aterrizó como pudo a escasa distancia, pero en un sitio muy poco adecuado. Había ido a posarse unos centenares de metros más arriba, justamente encima de un dentado peñasco, allí donde se iniciaba la pared occidental del valle.

—¿Qué cuerno hace? —refunfuñó Ala Torcida—. ¿Por qué no viene aquí?

—Probablemente lo intentó —dijo Jilian—, pero creo que ese aparato no funciona muy bien.

—Lo milagroso es que funcione —señaló el hombre.

Por espacio de un momento, el artefacto permaneció suspendido donde estaba, pero de repente volvió a elevarse y a describir los dichosos círculos. Ahora, el gnomo parecía haber corregido su sistema de navegación, y cuando descendió de nuevo lo hizo encima mismo de Ala Torcida y Jilian.

Bobbin se asomó con cara de enojo. Miró a uno y otro y, finalmente, anunció:

—Soy yo... ¡Aquí estoy!

—¡Eso ya lo sé! —replicó el hombre—. ¡Dime si encontraste algo!

—¡Huy, el valle es muy grande, y en él hay muchas cosas! Varios kilómetros más al norte vi un círculo de piedras con algo en medio que parece un enorme inflector termodinámico, aunque estoy seguro de que no es eso. Encima se ve algo semejante a una pequeña estatua rota, y alrededor hay pavimento. Además hay una cabaña, aunque quien viva allí no estaba en casa, y un retorcido camino negro que parte desde allí en dos direcciones. Luego descubrí un río y suficientes árboles para hacer creer a una ninfa que está en el paraíso, así como varios prados muy bonitos y propios para aterrizar en ellos, de haber podido. Ah, y también hay un campo de hielo lleno de bultos, y restos de una vieja muralla, más antigua de lo que se puede calcular desde el aire, pero me figuro que ya era antigua antes de que cualquiera de las personas que conozco fuera lo bastante vieja para saber lo que eso significa.

—¿Y respecto de los felinos? —preguntó Ala Torcida.

—¿Respecto de qué?

—¡De los felinos! ¿No fuiste en busca de eso? ¡Felinos, repito!

—No; no había felinos. Un kender sí, pero no felinos. Y lo que igualmente vi fue un personaje que llevaba un traje de conejo, hecho de piel de felino, si es que uno puede dar crédito a lo que explica un kender. ¿Y para qué te interesan los felinos?

—A mí, para nada. Sólo quería saber si viste alguno de esos animales.

—Pues no. Había algún que otro bisonte y un par de alces, pero...

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