—¿Y qué hay de Chane Canto Rodado? —intervino Jilian—. ¿No lo viste?
—¿Va vestido de conejo?
La enana le gritó algo al gnomo, pero el ingenio de éste volvió a elevarse de súbito, en dirección a los lejanos picachos del oeste.
Jilian suspiró y, seguidamente, cargó con su fardo y su espada.
—Es inútil —dijo—. Tendremos que comprobarlo nosotros mismos. ¿Estás a punto?
—¡Eh, un momento, Renacuajo! —replicó Ala Torcida—. Aquí mando yo, ¿recuerdas? Ya decidiré adonde y cuándo vamos.
—¡Pues toma la decisión de una vez! —contestó ella y tomó el camino del valle.
* * *
Aquel anochecer acamparon en un calvero muy adentrado en la espesura, donde un riachuelo saltarín fluía gélido desde las montañas hacia el oeste y un extraño sendero de grava negra serpenteaba sin objetivo aparente en dirección al norte, a través de un bosque cada vez más denso.
A última hora, Ala Torcida salió a explorar el terreno, pero no halló nada alarmante, excepto que todo el valle estaba sumido en un raro silencio.
—Es extraño —le comentó a Jilian a su regreso—. Diríase que este lugar estuvo habitado, pero ahora no vive nadie en él. Me parece abandonado recientemente. Otra vez tuve la misma sensación cuando pasé por una aldea de los parwind, en los llanos. Al menos había sido una de sus aldeas. Las tiendas estaban plegadas, y no quedaba nadie. Aquel sitio me produjo la misma impresión que éste. Es como si la zona hubiese estado acostumbrada a constituir un hogar para unas gentes, y ahora no sabe qué hacer consigo mismo.
Jilian observó al hombre, y luego se encogió de hombros.
—Los humanos sois una raza muy especial —dijo al fin, antes de dedicarse a preparar la cena.
Una revoloteante sombra cruzó entonces la luz crepuscular que envolvía el claro, y una aguda y estridente voz gritó desde arriba:
—¡Tengo hambre! ¿No podéis enviarme algo de cena?
De nuevo estaba allí el gnomo en su estrafalario artilugio. Ala Torcida dirigió la mirada al aparato suspendido sobre el pequeño vivaque y meneó la cabeza. Ya había visto algún gnomo de cuando en cuando, pero nunca a uno que estuviera chiflado. Con las manos en forma de bocina, voceó:
—¡Quiero que me des noticias referentes al valle!
—¿Referentes a qué?
—¡A todo lo que pueda resultarme de utilidad! Por ejemplo, necesito saber hasta dónde llega en sentido norte, si existen peligros y dónde desemboca.
—¡Huy! Es muy extenso. No he visto todo el valle.
—Conviene que lo explores en busca de peligros, pues.
—Lo haré, si me lo pides con amabilidad. ¿Qué clase de peligros te interesan?
—Cualesquiera que descubras. Principalmente, los felinos.
—¡No los hay, caramba! Ya te lo dije, pero supongo que no lo recuerdas. En una ladera vi a un mago, pero queda a kilómetros y kilómetros de distancia. También me fijé en un kender acompañado de un enano vestido de manera rara. Al este de donde vosotros estáis, o quizás al norte... No estoy seguro. Y más allá distinguí un grupo de gente que procedía del siguiente valle. Iba en desorden, todos sus componentes parecían haber luchado contra alguien y llevaban a sus heridos. Les vi a todos en muy mal estado. Yo...
Pero el artefacto alzó la nariz y salió disparado hacia el cielo. A los que quedaban abajo les llegó la exasperada voz del gnomo:
—¡Guardadme algo de cena...!
* * *
Ensangrentado, apaleado, despojado de sus ropas y sujeto con estacas al frío suelo, Garon Wendesthalas apenas se daba cuenta de quiénes tenía encima. Los goblins lo habían torturado durante horas, mientras la figura que lucía una armadura esmaltada, evidentemente su jefe, lo presenciaba impávida. Y los tormentos continuaban con gran regocijo de sus martirizadores, que sólo interrumpían su diversión cuando estaban a punto de romperle un hueso o de hacerle perder una peligrosa cantidad de sangre. El jefe exigía información de él. ¿Tenía noticias de un enano de las montañas que se hallaba cerca y cuyas facciones revelaban una semejanza con los de los hylar? ¿Y dónde estaba la muchacha enana que había sido vista en su compañía? ¿Y el humano que los acompañaba? ¿Quién era y dónde se encontraba?
Pero el elfo no había pronunciado ni una sola palabra. Ni siquiera se permitía fijar su atención en los sufrimientos que le infligían. Por el contrario, dejaba que su mente, distante y apartada, saborease recuerdos de otros tiempos felices..., remotos e inalcanzables. Había conseguido apartarse tanto, que apenas tenía conciencia de los goblins que lo rodeaban. Sin embargo, ahora sabía quién los capitaneaba. Era una mujer humana, Kolanda Pantano Oscuro. Los goblins la llamaban «Comandante». Garon notaba, asimismo, que alguien o algo estaba con ella, aunque no había visto a nadie. Desde lejos habla percibido jirones de su conversación... La voz de la mujer sonaba impaciente y quejumbrosa; la del otro ser, como unas arrugadas cáscaras vacías, y en ella había una odiosa mezcla de veneno y burla. Y, como pudo enterarse, su nombre era Caliban.
Garon se cerró a todas las demás impresiones y recorrió con la mente las conocidas selvas de Qualinesti, bebió la refrescante agua de un arroyo, escuchó los cantos de los elfos en un claro cercano...
—De éste no averiguaremos nada —dijo Kolanda Pantano Oscuro, llamando a uno de sus goblins armados—. Ya hemos perdido bastante tiempo. El elfo no hablará.
—¿Lo mato, pues? —preguntó la criatura, expectante.
—No. Lo llevaremos con nosotros. Es fuerte y será un esclavo útil.
—¿Un elfo? —gruñó el goblin—. Sólo causará problemas. Tratará de huir y...
Kolanda lo miró furiosa.
—¿Acaso he pedido tu opinión, Thog?
El goblin retrocedió rápidamente y bajó la cabeza, sumiso.
—Perdona, Comandante.
—Reúne a tu patrulla, Thog. O lo que queda de ella. Regresamos al Valle del Respiro, que ahora debe de estar en buenas condiciones. Tenemos cosas que hacer. Trae al elfo, pero antes córtale los tendones de las piernas. Así no escapará. Cuando nos encontremos de nuevo, ponle al cuidado de una de las carretas.
La mujer dio media vuelta, impasible y llena de enojo. Ningún elfo sería nunca un esclavo que valiera la pena, pero éste viviría lo suficiente para servirla. Había matado casi a la mitad de su patrulla antes de ser reducido.
Cuando las sombras crepusculares del Murallón del Oeste escalaron las paredes de las cumbres que envolvían el valle de Waykeep, Chane abrió un último punto de apoyo en la roca, se aupó hasta salvar el borde de un saliente y miró con cara de asombro al kender, que lo esperaba allí cómodamente sentado. El sonido que había percibido durante la última media hora, prácticamente desde que había iniciado el difícil ascenso, resultaba ahora más intenso y cercano: un canto lastimero y conmovedor, pero que no parecía proceder de ninguna parte.
—Tú siempre eliges el camino más complicado —le reprochó Chestal Arbusto Inquieto—. Me figuro que todos los enanos tenéis la manía de tirar adelante, por espinosa que sea la empresa, y que tú tampoco sabes actuar de otra manera.
—¿Y cómo lograste subir tú? —inquirió Chane entre jadeos—. A mí me ha llevado media hora la escalada.
—Es que yo no trepé por ahí —contestó el kender—. Di la vuelta. Hay un camino la mar de fácil y descansado. Sólo hay que tomarse la molestia de buscarlo. Traje tu espada y tu fardo. Lo tienes todo encima de esa roca. ¿Piensas acampar aquí esta noche, o prefieres escalar el siguiente peñasco? Si ésa es tu idea, yo buscaré otro atajo, y ya nos reuniremos arriba.
—¿Qué es ese sonido tan desagradable? —preguntó Chane— ¡Parece el lamento de alguien!
—¡Ah, no es más que Zas! —le informó el kender y, después de mirar a su alrededor, recordó que a Zas no se lo veía en ninguna parte—. Su último invento es el de aullar como un alma en pena. Lleva un rato haciéndolo.
—Ya lo oí mientras subía. ¿No puedes mandarle callar?
—No sabría cómo hacerlo. Ni siquiera sé de qué se queja. Quizás añore el valle o aquel lugar de los enanos helados. Allí es donde lo hallé, en realidad.
—Bien, pues haz el favor de mandarle callar. ¡Me pone los nervios de punta!
—¡Calla de una vez, Zas! —ordenó Chess al espíritu invisible.
Los escalofriantes gemidos titubearon, pero sólo para empezar enseguida con renovado entusiasmo..., y con la única diferencia de que, ahora, quien los produjera añadía de vez en cuando unos sollozos a su repertorio.
—¡Esto es aún peor! —refunfuñó el enano—. ¿Por qué te sigue, en realidad? Que no se trata de una persona, ya lo sabes. Es sólo un viejo hechizo que nunca se proyecta.
—Ignoro por qué va detrás de mí, pero... ¡lo hace! ¡Deseo que te calles, Zas!
Pero el angustioso gimoteo continuó. Chane lanzó un suspiro y estudió los alrededores. Estaban en un amplio y pedregoso saliente, y delante de ellos se elevaba otra pared cortada a pico. Pero, tal como había indicado el kender, aquella pared retrocedía a escasa distancia, y allí comenzaba un sendero que ascendía en zigzag. El anochecer había sobrevenido de súbito, después de ponerse el sol detrás del otro borde del valle, pero todavía reinaba una agradable media luz.
—Tenemos tiempo de avanzar un poco más —decidió Chane—. Me pregunto si estamos cerca de aquel camino verde.
—¿De aquel que yo no puedo ver? ¡No tengo ni la más vaga idea!
Chane escudriñó la ladera de la montaña. Luego se frotó la frente y, en efecto, sintió el hormigueo, mas no divisó ninguna senda verde. Sabía, sin embargo, que no podía quedar lejos. Desde lejos le había parecido distinguir un angosto paso entre dos picachos, y suponía que el camino buscado conducía hasta allí. Pero... ¿por dónde iba? Tomó su bolsa e introdujo la mano en ella.
—¿Dónde está mi gema? —exclamó.
—¿Tu qué?
—¡Mi gema! ¡El sometedor de Hechizos! ¿Dónde está?
El kender puso cara de circunstancias, hizo un chasquido con los dedos y metió los dedos en su propia bolsa.
—¿Te refieres a esto?
Con toda frescura, extrajo la roja piedra, que latió con un ritmo constante cuando el enano alargó una enérgica mano para arrebatársela a Chess.
—Debiste de extraviarla en alguna parte —aún se atrevió a decir el kender con aire inocente—. Supongo que la recogí para devolvértela. No te molestes en darme las gracias.
—¿Qué más tienes en esa bolsa que no te pertenezca? —rugió Chane. Chestal Arbusto Inquieto echó un vistazo a su contenido.
—No sé. Perdí la cuenta. Mira, aquí hay una pieza de mármol que hallé en aquel viejo campo de batalla. Y unos cuantos guijarros bonitos, y el cráneo de un sapo... Un par de velas, un trozo de cordel, un pendiente, una ramita... ¿Y qué es esto? ¡Ah, un par de dagas, hechas con dientes de felino! ¿No tenías tú una parecida? —dijo, sacando una de ellas.
—¡Dos tenía yo! —tronó el enano.
—¿De veras? ¿Y qué hacías con ellas?
—¡Dame eso! —exigió Chane, indignado.
Chess le entregó una de las dagas y cerró su bolsa.
—Si pretendes que te reponga todo lo que andas perdiendo...
—¡Cierra el pico, diantre! —De pronto, Chane miró a su alrededor y murmuró:— Bueno, al menos hay una cosa agradable. Tu dichoso encantamiento ha cesado de lamentarse.
El kender prestó atención por espacio de unos momentos, y después esbozó una risita.
—¡Realmente! —dijo—. ¡Gracias, Zas!
«¡Qué agonía!», gimió aquello que no tenía voz.
Con el Sometedor de Hechizos en la mano, Chane indicó:
—¡Allí está la línea verde! Sigue camino arriba. ¿Estás listo? —preguntó, al mismo tiempo que cargaba con sus bártulos y armas.
—¡Observa eso!
El kender señaló hacia arriba. Encima de ellos volaban grandes bandadas de pájaros procedentes de las altas cumbres, aleteando con fuerza en dirección al valle. Aves de todas clases; una migración producida por el pánico.
Chane siguió con la vista a las aves, que pasaban a oleadas.
—¿Qué pudo causar esa huida? —preguntó en voz alta.
—Sea lo que fuere, esos pájaros tienen prisa. ¿Ves esas aves que van delante? Son palomas. Y milanos, y arrendajos, y también patos, y... ¡retírate!
Chess sacó rápidamente una piedra de su bolsa, preparó la honda, apuntó y disparó. El guijarro salió disparado al cielo y, un instante después, una gran ave caía con sordo ruido a poca distancia de los pies de Chane.
—¡Un ganso! —explicó el kender—. Ya estoy harto de la carne de felino desecada. ¡Esta será nuestra cena!
El enano lo contempló admirado.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Con un guijarro. Creí que lo habías visto —contestó, echándose el ganso sobre el hombro—. Tú procura encontrar algunas bayas, sobre todo de aquellas amarillas que crecen en unas enredaderas espinosas. Van muy bien para acompañar la carne de ganso.
Chess inició la subida por el sendero y el enano lo siguió, fija todavía la asombrada vista en la ahorquillada jupak del kender.
Las oleadas de aves fugitivas continuaban pasando por encima de sus cabezas. Y, de pronto, Chess y Chane tuvieron inesperada compañía en la ladera, y se hicieron a un lado cuando una ágil y peluda criatura de afilados cuernos los dejó atrás de un salto. Escasos metros más allá, el kender y el enano se agarraron a la pared de roca cuando un grupo de nuevas criaturas, éstas cubiertas de una espesa capa de lana, se precipitó hacia adelante entre balidos de angustia. Una vez en el saliente superior, donde la senda retrocedía hacia las cumbres, los dos buscaron refugio en un rincón al estar a punto de tropezar con una pareja de jadeantes lobos perseguidos, a su vez, por varios alces.
—¿Será que el invierno se adelanta este año?
El kender aceleró el paso en el camino para echar una mirada a la extraña procesión, pero reculó cuando aparecieron más de aquellos animales lanudos.
—Escapan de algo —dijo Chane—. Creo que esto es decisivo para nosotros. Acamparemos aquí mismo. Podríamos ser atropellados en el camino, si cualquier criatura bajase a toda prisa.
En eso, dos enormes bisontes, procedentes de las montañas, pasaron a gran velocidad por delante de ellos para torcer luego hacia la senda descendente. Otro alce iba detrás de ellos, corcoveando desesperado al ver que aquellos animales tan pesados le obstruían el camino. A continuación llegaron más ovejas, una de las cuales llevaba un collar con un cencerro.
—Este rebaño pertenece a alguien —indicó Chess—. Imagino que por ahí arriba debe de haber un pastor muy preocupado.