Las puertas de Thorbardin (26 page)

Read Las puertas de Thorbardin Online

Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

BOOK: Las puertas de Thorbardin
13.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Chane se adelantó y alzó una mano para indicar a la columna que se detuviera. Miró a los lejos, y su otra mano se cerró alrededor del pulsante cristal que llevaba en su bolsa. Permaneció un rato así, mientras el viento de la alta montaña le agitaba la barba. Por fin se volvió, y los demás lo rodearon.

—La senda de Grallen conduce hacia el este —dijo—. Sin interrupción, a través del valle, y luego sube por las montañas que hay al otro lado. Yo había esperado que no quedase tan lejos...

—Hacia el Monte de la Calavera, tal como yo suponía —intervino Ala Torcida.

Chane no pudo ocultar su asombro.

—¿Sabes adonde fue Grallen?

—Se lo oí contar a Rogar Hebilla de Oro y a otros. Grallen murió en Shaman, o cerca de allí. Ahora lo llaman el Monte de la Calavera. Eso se halla aproximadamente al nordeste. Señálame por dónde va tu camino verde.

El enano apuntó en dirección este.

—Eso no nos aclara mucho la cosa —suspiró el hombre—. Hay otro sendero más cómodo, a través de las montañas, pero está más al norte. Lo que tú señalas, esa cima más alta que las demás, se llama Fin del Cielo. En mi mapa no hay marcado ningún camino hacia allá.

—Yo sólo puedo ver lo que la piedra me indica —admitió Chane—. Tendremos que cruzar el valle y mirarlo desde enfrente.

—¡Muy fácil de decir! —rezongó Ala Torcida—. Simplemente, atravesar toda la hondonada... Al fin y al cabo, no hay más problema que la existencia de varios centenares de goblins y unos cuantos ogros entre un lado y otro. ¿Has tenido en cuenta ese pequeño inconveniente?

—Nosotros contamos con el elemento de la sorpresa —se defendió Chane, aunque sin mucha convicción.

—¡Eso está muy bien! —exclamó Chess—. Nos acercaremos con disimulo para cogerlos desprevenidos.

—Me parecen muchos goblins para atacarlos nosotros —opinó Jilian—. ¿No sería mejor dar un rodeo?

—Eso, si supiéramos qué extensión ocupan —indicó Ala Torcida, que añadió de cara al mago:— ¿No dispones tú de poderes para ayudarnos?

—No aquí. No en presencia del Sometedor de Hechizos. Aquí sólo cuento con mis ojos.

—¿De modo que tu magia no actúa en absoluto? —inquirió el humano.

—Quizás actuara, o quizá no. Y, aunque funcionase, no sería muy segura.

—Una cierta invisibilidad no nos vendría nada mal —comentó el kender—. Vi mucha invisibilidad en Hylo, cuando el pájaro llego de... Bueno, en realidad no lo vi. Lo que hice fue no verlo. Eso es lo que produce la invisibilidad.

—¡Ojalá tuviéramos aquí al gnomo! —dijo Ala Torcida— Me pregunto dónde estará.

—¡Aquiií! —contestó una voz desde arriba. El hombre comprobó, pasmado, que el artefacto se hallaba a menos de tres metros de altura—. ¡Soy yo! —gritó el gnomo—. ¡Bobbin! ¿Te acuerdas de mí?

—A ti qué te parece? ¿Dónde diablos anduviste metido?

—No lo sé con certeza. Creo que volé por el noroeste. ¿Adónde vais?

—A cruzar ese valle —contestó Ala Torcida—. ¡Quisiera que nos guiases!

—Con mucho gusto, si es lo que deseáis. Pero no considero buena idea atravesarlo. Está lleno de gente muy agresiva. ¡Mirad!

Y Bobbin arrojó algo por encima del borde del cesto. Chocó contra una piedra, y Chane lo recogió. Era una saeta de bronce.

»
Alguien la disparó contra el aparato —se quejó el gnomo—. Podría haberme costado una rueda, si todavía las tuviera.

Ala Torcida parpadeó y, entonces, se dio cuenta de que el ingenio volador ya no contaba con sus delicadas ruedas de metal plateado.

—¿Qué hiciste con ellas?

—¿Cuando estaba en el noroeste, encontré a unos individuos..., creo que eran elfos..., que tenían pasas. Cambié mis ruedas por un buen saco de pasas. Al fin y al cabo, ¿qué me importan a mí las ruedas?

—Fíjate en esto.

Chane le pasó la saeta a Ala Torcida.

El humano examinó el objeto con detención. Era una saeta delgada de casi medio metro de largo, con la punta ahusada, y que en lugar de plumas llevaba unas finas láminas de madera en el astil. Las saetas eran los proyectiles favoritos de los goblins, que frecuentemente las disparaban con ballestas cortas y rígidas.

Ala Torcida pareció vacilar, pero luego dijo:

—Esto no fue vaciado en molde de arena. Tiene el aspecto de haber sido forjado, o torneado.

Y, a su vez, le dio la saeta a Sombra de la Cañada.

—No es obra de los goblins —decidió éste.

—En cualquier caso, fue un goblin quien me la disparó —chilló Bobbin desde arriba.

—Me gustaría ver unas cuantas saetas más —dijo Chane—. Si pudiera compararlas, sabría si fue hecha en la fragua o afilada con una fresadora.

Chestal Arbusto Inquieto produjo un chasquido con los dedos y abrió su voluminosa bolsa.

—¿Como éstas? —preguntó, al mismo tiempo que sacaba de ella otras dos saetas de los goblins.

—¿Cómo las obtuviste?

—La otra noche, cuando volaba con Bobbin, nos las lanzaron. Había olvidado que las tenía —comentó, hundiendo más la mano en la bolsa para sacar, una tras otra, varias cosas—. La verdad es que guardo aquí objetos muy interesantes. Debiera mirarlos más a menudo.

—Hecha en un torno —declaró Chane Canto Rodado después de comparar las saetas—. Desde luego, no es obra de goblins. Me pregunto de quiénes proceden.

—Pues sin duda de quienes tenían mucha prisa en producir las armas —dijo Ala Torcida.

—¿Pudo tratarse de equipar a un ejército? —señaló Chane.

—¿Cómo? ¿Crees que los que no son goblins estarían dispuestos a equipar a los goblins? ¡Qué absurdo! —se burló el hombre.

Chane meneó la cabeza.

—No resulta más absurda la idea de que sea un ser humano, una
mujer
humana, la que mande el ejército goblin.

—Hablando de mujeres —dijo Ala Torcida, mirando a su alrededor—, ¿dónde está Jilian?

20

Jilian tenía frío y estaba cansada. Mientras los demás discutían planes y situaciones, caminó un poco por aquel lugar en busca de un rincón protegido del viento donde descansar. El paso de montaña era una nevada garganta entre escarpados picachos, con muy poco resguardo de los terribles dientes del vendaval. A poca distancia, sin embargo, un corrimiento acaecido en alguna remota época había formado algo semejante a un laberinto de rocalla, donde diversas losas se apoyaban unas en otras y oscuras grietas invitaban al reposo.

La joven se detuvo a mirar el interior de una de ellas, cuyas paredes de pizarra impedían el paso del viento. La cueva resultó más profunda de lo que Jilian creía, y dentro se abría otro agujero más negro, oblicuo y misterioso. Una ráfaga animó a introducirse a Jilian, que tuvo que agacharse para no chocar con el techo. Hacía frío allí dentro, pero no tanto como fuera, donde el huracán era terrible. La joven se acurrucó de espaldas a la prolongación interior de la cueva, desde donde aún podía ver a los componentes del grupo. Confiaba en que pronto se pusieran de acuerdo. Sería un gran alivio abandonar de una vez aquel gélido puerto de montaña y descender durante un tiempo, en lugar de continuar el penoso ascenso.

Los vientos de las alturas cantaban alrededor de la oquedad en la roca, pero de pronto enmudecieron. Y, en el súbito silencio, Jilian percibió un leve ruido. Quiso echar a correr, pero se sintió sujeta por unas poderosas y duras manos. De manera instintiva trató de luchar, pero la fuerza de quien la tenía presa era inmensa. Jilian intentó gritar..., mas no pudo. Tiraban de ella hacia atrás, en dirección a la parte oscura. Una cara enorme y ansiosa apareció entonces encima mismo de ella: una cara el doble de grande que las normales, con una bocaza de horrible sonrisa y pequeños y relucientes ojos muy pegados a una descomunal nariz.

—Bonito juguete! —susurró el ser, aunque su voz retumbó en los oídos de la aterrorizada enana—. ¡Le gustará a Cleft! Y Loam quizá pueda obtener lo que sobre...

Siempre agachado, el monstruo se metió en el tenebroso agujero llevando a Jilian como una niña haría con una muñeca.

Los ojos de Jilian se ajustaron rápidamente a la oscuridad. A pesar del susto y del miedo que sentía, observó que el túnel por donde era transportada había sido abierto por enanos.

Como los pozos que en Thorbardin conducían de un nivel a otro, éste describía una larga e inclinada curva que bajaba en forma de espiral.

Nuevamente probó de librarse de las manos que la agarraban, pero fue inútil. La mantenían aferrada con firmeza, con los brazos arrimados al cuerpo, de forma que sólo podía mover la cabeza y los pies. La presión del gigante era insoportable. A Jilian le costaba respirar, pero, aun así, su mareada mente registraba cada nueva espiral en su descenso por el túnel, en cuyas paredes resonaban las pisadas del engendro.

Al cabo de un rato, la muchacha volvió la cabeza en un intento de morder el pulgar de su aprehensor. Él la miró, se dio cuenta de lo que se proponía hacer y soltó una profunda y escalofriante risotada. Lo único que consiguió Jilian fue que la sujetara con más fuerza todavía. La pobre creyó que le aplastaba las costillas.

«Es un ogro —pensó. ¡Un ogro! Tal vez el mismo que tanto rencor le guarda a Chane... Es posible que quien vengarse o... ¡atraerlo a una trampa!»

Jilian optó por mantenerse quieta y callada. Entonces, y creyéndola desmayada, el agarre del monstruo se hizo un poco más llevadero. Ahora había también un poco más de luz, y la joven pudo ver que el túnel se ensanchaba hasta formar, al fin, una abovedada caverna de unos nueve o diez metros de ancho.

«Un lugar de almacenamiento», se dijo Jilian.

Fuesen unos u otros los enanos que habían cavado ese túnel en tiempos pasados, la caverna tenía como objeto depositar y clasificar cosas para luego bajarlas o subirlas por el pozo en espiral. Un lugar de descanso, también. Había visto otros semejantes en Thorbardin. Unas débiles marcas en el suelo podían haber sido incluso las bases de unas vías, aunque ahora no había allí restos de maquinaria. La enana registró todo eso en un instante, mientras el ogro reducía el paso y la levantaba de cara a la luz.

—Estamos bien lejos —tronó el monstruo, y su boca, que era una espantosa raja, reveló puntiagudos dientes—. A gran profundidad bajo tierra. Ahora veamos qué cosa tan linda encontré.

Jilian yacía desmadejada en sus brazos con la cabeza colgando hacia un lado, como si estuviera inconsciente. El ogro la alzó todavía más, para mirarla mejor por un lado y por otro. Sólo sostenía a la muchacha con una mano, mientras con la otra la tocaba. Por último, cogió su túnica y empezó a rasgarla.

«Es urgente actuar», decidió Jilian. De un tirón se libró de varios dedos, se volvió y soltó un fuerte golpe en el ojo al malandrín.

El ogro bramó al tambalearse hacia atrás, dejando caer a Jilian, que enseguida emprendió la fuga a gatas. Pero entonces recordó que la espada prestada aún pendía de su espalda y, sin hacer caso de los aullidos del monstruo, se puso de pie, desenvainó el arma y se agachó rápidamente cuando la manaza del engendro pasó a toda velocidad sobre ella. Jilian corrió como una flecha hacia el túnel descendente que se abría detrás de la caverna. En aquella espiral inferior no había absolutamente nada de luz.

Envuelta en la más completa negrura, Jilian siguió corriendo como nunca lo había hecho antes. Contaba los pasos, confiaba en sus instintos de enana y en la habilidad de quienes habían construido aquel laberinto tanto tiempo atrás. La joven esperaba que la espiral inferior fuese idéntica a la de arriba. Era de suponer que los enanos se habrían guiado también aquí por su afición a la simetría.

Y corría... Las torpes pisadas del ogro hacían retumbar las paredes de tal modo que parecía que tronara. El monstruo sólo estaba a media vuelta de espiral, y Jilian se preguntó cómo algo tan grande podía moverse tan deprisa en un negro túnel. ¡Ah, ya! Ala Torcida había explicado que el mundo subterráneo era el elemento natural de los ogros.

«¡Pues bien, también es el mío! —pensó, enérgica—. ¡Además, este sistema fue creado por enanos, y no por ogros!» Y gritó:

—Tú no perteneces a este lugar, horrible fenómeno! ¡Ni eres capaz de aprovechar un buen laberinto!

El ogro soltó otro rugido y aceleró la marcha.

Sin dejar de contar los pasos, y con fe ciega en el sentido común de los cavadores enanos, corrió un trozo más y se paró de manera repentina para torcer hacia la derecha y seguir por allí. En el lado izquierdo de la espiral superior había visto un pequeño cubículo. En consecuencia, a medio camino del túnel inferior tendría que existir uno a la derecha.

Así era. Jilian descubrió la abertura y se introdujo en ella, conteniendo la respiración cuando el ogro pasó de largo como loco... y se detuvo.

Después de un largo silencio, la muchacha percibió su áspera respiración. El monstruo se había dado cuenta de su desaparición y volvía atrás para buscarla. Sin pérdida de tiempo, Jilian palpó el suelo y halló una piedra plana, de poco tamaño. Se arrimó con ella a la puerta, sacó el brazo y arrojó la piedra hacia arriba, en dirección a la caverna. Chocó contra la pared de roca, y el ogro soltó una risotada en la oscuridad. La enana volvió a esconderse en el cubículo mientras su enemigo pasaba de nuevo túnel arriba. Inmediatamente salió de su refugio para huir de aquel mundo de galerías.

Pero no había ganado mucho, porque el ogro descubrió su maniobra y parecía peligrosamente cerca. Dejándose llevar por el instinto propio de los de su raza, la joven emprendió una desesperada carrera y, de pronto, vio que podía distinguir las paredes. Delante tenía una claridad que iba en aumento. Se acercaba al extremo inferior del pozo en espiral.

Otro centenar de metros y el túnel doblaba ligeramente hacia la izquierda y, ya recto, terminaba. Jilian se abrió paso entre pedruscos caídos y desembocó en un vasto saliente de un lado de la montaña, un saliente que un día había constituido el punto final de un camino que, luego, habría enterrado algún derrumbamiento. A Jilian le costaría salvar todos los obstáculos hasta pisar terreno más limpio, pero al menos tenía luz.

—Hasta ahora todo va bien —jadeó la joven, pero entonces oyó un terrible estruendo detrás de ella.

A pocos metros de distancia había emergido del túnel el espantoso ogro, que todavía se cubría un ojo con la mano.

—Te advierto que ya estoy harta de esto! —gritó ella—. ¡Será mejor que te largues y me dejes en paz!

El ogro soltó un nuevo rugido y avanzó hacia la enana, que agarró una piedra y quiso golpear con ella el otro ojo el monstruo, pero sólo le dio en la nariz.

Other books

Texas Thunder by Kimberly Raye
Escapology by Ren Warom
Demon Bound by Meljean Brook
The Space Trilogy by Clarke, Arthur C
Thornwood House by Anna Romer
Saving Danny by Cathy Glass
If I Could Turn Back Time by Beth Harbison
The Naked Viscount by Sally MacKenzie