Las puertas de Thorbardin (30 page)

Read Las puertas de Thorbardin Online

Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

BOOK: Las puertas de Thorbardin
6.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Crucemos de una vez! —los urgió Chane— ¿No veis que se acercan?

—¿Y si alguien me echase una mano?

La voz procedente de debajo del puente sonaba estridente y nerviosa. Chane y Ala Torcida se asomaron al borde del puente para escudriñar las tenebrosas aguas, pero tuvieron que correr de inmediato al otro lado. Allí, por fortuna, divisaron a Chestal Arbusto Inquieto que, apenas perceptible, se agarraba a su jupak hincado entre dos puntales del puente.

—¡Danos un poco de luz! —ordenó Ala Torcida a Sombra de la Cañada, tirando de él hacia donde estaban ellos.

El rojo resplandor iluminó la oscura superficie y el infantil rostro de Chess, que enseguida mostró una amplia sonrisa. Chane Canto Rodado se agachó para alcanzar al kender, pero no pudo contener una mueca de dolor al hacer el esfuerzo con el brazo.

—Apártate —dijo el humano—. Yo lo cogeré.

De rodillas y sujeto a uno de los soportes del puente, Ala Torcida alargó la mano y sacó del río al kender, con su jupak y todo, para ponerlo de pie sobre la estructura. Los demás lo miraban asombrados. Con los cabellos sueltos a su alrededor, Chess parecía una seta.

El kender se echó hacia atrás el empapado pelo, sacudió la melena y dedicó una risita a sus amigos.

—¡Hola! —exclamó contento, mientras el agua le caía a chorros—. ¿Sabíais que hay un montón de goblins por ahí? ¡Me alegro de no brillar ya! La verdad es que si piensas seguir haciendo estas cosas —agregó, con una mirada de reprobación al mago—, más valdría que te fueras a otra parte.

Después de ver que las antorchas se aproximaban, Chane y los suyos distinguieron también a los goblins... y a unos seres de gran estatura. En el acto arrastraron consigo al reluciente Sombra de la Cañada, procurando esconderlo detrás del caballo, y acabaron de cruzar el puente hasta alcanzar la protección de la oscuridad de la otra orilla. Cuando se consideraron más o menos fuera de peligro, Ala Torcida indicó a los demás que se adelantasen, con excepción del mago.

—Tu fosforescencia me ha dado una idea —dijo—. Creo que es hora de probarla. El hombre rebuscó en uno de sus bártulos y extrajo un par de cilindros plateados que centelleaban a la débil e inconstante luz de las lunas.

—Bengalas —explicó—. Las conseguí de un viajante de Qualinesti, llamado Garon Wendesthalas. Pero no encuentro mi chisquero de aceite. ¿Puedes encender esto con ese producto fosforescente?

—Lo intentaré. ¿Qué debo encender?

—Estas dos cosas. Son detonadores.

Ala Torcida se precipitó hacia el puente y colocó una bengala junto a cada uno de los soportes.

—¡Date prisa! —jadeó.

El mago se arrodilló primero al lado de uno y luego del otro, para preparar las mechas. Su propia luminosidad se apagaba poco a poco, lo que lo obligó a entrecerrar los ojos para ver mejor.

—¿Servirá esto?

Era Chess, que había vuelto atrás para enterarse de lo que hacían. El kender llevaba un pequeño objeto metálico, que manipulaba con el pulgar, y produjo una diminuta llama. En el mismo instante, el mago prendió fuego a las mechas. Impetuosas y brillantes chispas salieron despedidas, y el humano dijo:

—¡Atrás!

Retrocedieron una docena de pasos, y luego unos cuantos más cuando varias saetas de bronce pasaron zumbando por su lado, provenientes de la orilla opuesta. De súbito, los artefactos estallaron con cegadora y furiosa refulgencia, e iluminaron a un aluvión de goblins armados que corrían hacia el puente.

Por poco no los hirió otra saeta, y Ala Torcida gruñó:

—¡Apaga esa luz!

Desaparecida la pequeña fuente de claridad, el hombre se volvió hacia el kender y preguntó sorprendido:

—¿Dónde hallaste eso?

Chess puso cara de inocencia.

—No lo sé. En cualquier parte... ¿Qué es?

—¡Mi chisquero! —protestó Ala Torcida, enfurecido.

—¿Un chisquero? ¿Y por qué lo tengo yo?

—¿Y a mí qué me explicas? ¡Devuélvemelo en el acto!

Chess obedeció.

—Debiste de perderlo por el camino. ¡Es una suerte que yo lo encontrara! Parece bastante más práctico que un yesquero.


¡Es
un yesquero! Sólo que tiene mecha y aceite. Yo...

El hombre se interrumpió. Las bengalas habían cumplido su misión. El puente ardía de un lado a otro y constituía una pared de fuego que impedía el paso desde la orilla opuesta. Unos cuantos tablones cayeron a las oscuras aguas con gran chisporroteo. Entonces, los amigos descubrieron, entre los vociferantes goblins, una persona más alta que lucía una brillante y complicada armadura negra y un yelmo con cuernos, además de una máscara martillada. Cuando Ala Torcida y los suyos la miraban a través del fuego, aquella persona se quitó la máscara. El humano contuvo la respiración. Por primera vez vería la cara de Kolanda Pantano Oscuro.

Era increíble, pero la mujer era —o, mejor dicho, podría haber sido— asombrosamente bella. Sin embargo, inspiraba algo totalmente distinto. Ala Torcida experimentó una absoluta maldad. Ella sólo lo miró de refilón, empero, porque enseguida fijó su atención en Chane Canto Rodado y se llevó una mano al cuello para extraer algo de su peto.

24

—¿Cómo pudiste dejarlos escapar? —gritó la mujer—. Yo monto una red a través del valle, y tú..., fracasado jefe de tropa..., ¡los dejas huir!

Thog, un goblin especialmente feo, y otros seis, se inclinaron acobardados ante la Comandante, sin saber qué responder.

—¡Dos pelotones muertos o desaparecidos! —bramó la figura del extraño yelmo, volviéndose de uno a otro, y su máscara de dragón parecía retumbar con cada sílaba—. ¿Llegasteis a distinguirlos bien? ¿Sabéis cuántos eran?

Thog arrastró los dedos del pie y alzó la vista.

—Los iluminados eran cinco, Comandante... —balbuceó, pero uno de ellos era un caballo.

Unos furiosos ojos se clavaron en el jefe goblin desde detrás de la máscara.

—Conque cinco, pero uno era un caballo... ¡Seis eran, contando el caballo! Yo me fijé bien. ¡Ni eso sabes hacer tú!

No obtuvo respuesta y, después de una breve pausa, Kolanda prosiguió, temblando de rabia:

—¡Doble turno de guardias! —dispuso— ¡Doble turno para todos hasta nueva orden! ¡Y ahora largaos, porque no os quiero ver!

Los goblins se alejaron casi a tropezones. Cuando se hubieron ido, Kolanda murmuró:

—Y tú... Yo me encargué de encontrar al enano. Todo lo que tenías que hacer era destruirlo. ¿Por qué no sucedió?

Una seca y fea voz, que parecía salir del interior de la armadura de la Comandante, graznó:

«¡Ah! ¿Y me lo pregunta a mí? ¿Cómo se atreve ella?»

—Me atrevo a preguntárselo, sí —replicó Kolanda en tono sibilante— ¿Por qué no eliminaste a ese enano? ¿Por que no los liquidaste a todos? ¡Te di la posibilidad!

«Falló la magia —dijo la voz—. Pero habrá otra ocasión. Sombra de la Cañada lo sabe.»

—¿Sombra de la Cañada?

«Sombra de la Cañada, sí —repitió con amargura la débil voz—. Y sabe que lo mataré la próxima vez que nos encontremos.»

* * *

Kolanda Pantano Oscuro subió a una loma para controlar la reorganización de sus tropas. Aunque resultaba inadmisible que el enano conocedor del secreto de Thorbardin y sus compañeros hubiesen logrado salvar todas las defensas preparadas por ella, la mujer permitió que su ira se calmase un poco para dedicarse de nuevo a sus planes. ¡Había que detener al enano! Por último posó la mirada en la cordillera que se extendía al este.

Los goblins perseguidores le habían informado al nacer el día que el grupo había cruzado el valle en línea casi recta hacia oriente, al menos hasta donde ellos habían podido vigilarlo. Un elemento de ese grupo parecía muy hábil en ocultar el sendero. En cualquier caso se habían encaminado al este, y allí se alzaba el imponente picacho conocido como Fin del Cielo. Por medio de sus exploradores, Kolanda tenía noticia de que allí había había una vieja y sinuosa senda muy empinada, que rodeaba todas las laderas de la montaña. Pero sería un viaje tedioso y difícil. Para el grupo del enano sería preferible ir por el paso, situado más al norte, ya que cruzaba alturas más escalables que el gigantesco Fin del Cielo, y además había un puente que salvaba el abismo y conducía a las llanuras de Dergoth. Y el enano tenía que dirigirse precisamente a esas llanuras, porque era allí donde había caído Grallen.

Kolanda sonrió. Varios de los humanos y enanos capturados habían muerto durante el proceso de su investigación, pero ella disponía de un buen mapa y, en consecuencia, de abundante información.

El paso del norte la llevaría a Dergoth mucho antes que el grupo fugitivo. Pero había otro asunto que atender. Los refugiados que habían cruzado la cordillera hasta el valle siguiente, situado más al oeste, aún estaban libres, y ella quería apresarlos. Para eso bastaría con pocos soldados.

Cuando las tropas estuvieron reunidas, Kolanda Pantano Oscuro envió un destacamento en busca de los fugitivos de Harvest y Herdlinger, con el encargo de traer consigo a todos los que sirvieran para trabajar y eliminar sin miramientos a los restantes.

—Caminad unos cuantos kilómetros hacia el sur —indicó, pasáis después al valle de Waykeep y, desde allí, torcéis hacia el norte y, una vez atrapada esa gente, volvéis con los esclavos.

* * *

A medida que pasaban los días, Bobbin estaba cada vez más irritado consigo mismo, con su aparato volador y con el mundo en general. Y gran parte de esa irritación era consecuencia de su aburrimiento. Con excepción de los paisajes que veía, poca otra cosa podía hacer metido en un artilugio impulsado por las corrientes de aire sobre las que flotaba. Porque el ingenio era mucho más sensible a los caprichos del viento que a los frágiles mandos que el gnomo había montado en su armatoste.

Además, Bobbin llevaba más de un día sin hablar con nadie. Desde que había partido del puerto de montaña que se abría entre los valles de Waykeep y del Respiro, había intentado el regreso una serie de veces, pero el aparato no le obedecía. Se dedicaba a dar vueltas por encima de otros sitios y, aunque pasara por lugares familiares, lo hacía a demasiada altura para poder establecer contacto con sus conocidos. Aparte de eso, se le acababan las pasas.

Por otra parte, lo de las pasas quizá fuera una bendición, porque era precisamente la media fanega de pasas lo que ahora le causaba problemas. El cesto de pasas, colocado delante de él en su cabina de mimbre, se había corrido, obstruyendo los controles de manera que el gnomo no tenía modo de corregirlos. Los tiradores del control lateral y de elevación se habían cruzado fuera de su alcance, con el resultado de que podía ganar altura más o menos a su gusto. Para descender, en cambio, tenía que aguardar a que hubiera corrientes de aire favorables para realizar los ajustes necesarios en los pliegues delanteros de la tela y confiar en que el aparato mantuviera la posición durante el tiempo necesario para acercarse al suelo antes de que al ingenio le diera la gana de volver al ángulo anterior y empezar otra vez a subir. Por si todo eso fuese poco, no podía virar hacia la izquierda. Únicamente hacia la derecha.

El dilema era sintomático del problema básico de control en el diseño del artefacto. Al construirlo, Bobbin había subestimado la flotabilidad de su invento y calculado mal la sensibilidad de los estabilizadores.

Bobbin se dijo que los demás gnomos tenían razón. «¡Estoy loco!» De haber sido fabricado el aparato al estilo de los gnomos, diseñado por un comité, aprobado por diversos gremios y finalmente armado por un grupo seleccionado para tal efecto, ahora no se enfrentaría a semejantes problemas. Pero entonces... ¡el avión no volaría!

Las dificultades de los estabilizadores y sus mandos no eran imposibles de solucionar. Durante la primera semana de sus apuros en el aire, Bobbin había comprendido qué fallaba y cómo podía arreglarlo. Parte de ello era el resultado de algo imprevisto, de un fenómeno ignorado totalmente por él: que, cerca del suelo, el aire era más denso y turbulento que más arriba, y que todas las corrientes a unos seis o diez metros de tierra eran ascendentes.

Eso ya lo entendía, obviamente. Pero lo había desconocido cuando preparaba el proyecto. Entonces creía que el aire era sólo aire en todas partes.

Incluso había puesto nombre al fenómeno de las corrientes cercanas a la superficie, llamándolo efecto de tierra. Asimismo había resuelto todos los requisitos de control para su corrección. Sólo quedaba un problema: que el aparato no podría ser reparado durante el vuelo. Para cualquier rectificación tendría que aterrizar.

Y ahora no podía aterrizar mientras no estuviera hecha la reparación.

Con un malhumor que aumentaba por momentos, Bobbin tiró de las cuerdas y cogió un nuevo puñado de pasas. Lástima que no tuviera un poco de sidra para tomarla con ellas, porque las pasas sin sidra eran como un reloj de sol sin gnomon. Adecuadas, pero... no lo suficiente.

Había pasado toda la mañana describiendo grandes círculos hacia la derecha mientras el ingenio descendía de la altura escalofriante, unos seis mil metros, maniobra efectuada sin la menor intervención de Bobbin. Llegado a semejante altitud, el aparato se había dignado, por fin, iniciar una lenta y lánguida bajada. Conseguido el conveniente grado de inclinación, Bobbin había pasado las horas intermedias medio dormido, entregado a ratos a sus furias y comiendo pasas.

Terminado el desayuno, que el gnomo acompañó con agua de lluvia recogida durante la tempestad de la noche anterior, Bobbin se asomó al cesto de mimbre para tratar de ver dónde estaba. Pero el disgusto lo hizo fruncir el entrecejo. Casi mil metros debajo del artefacto se hallaba el mismo valle que había intentado abandonar cuando la cesta de pasas se había corrido hacia un lado: el largo y boscoso valle entre montañas, aquel al que la gente había puesto el nombre de Waykeep. ¡El del tortuoso sendero negro! A la izquierda, Bobbin veía ascender el humo de los campos de refugiados, de los pobres desdichados que habían tenido que huir de su valle ante la invasión de los goblins. Y delante, a escasos kilómetros de distancia, centelleaba el extraño espacio helado donde había conocido al kender llamado Chestal Arbusto Inquieto.

Un antiguo campo de batalla, según esa criatura. Los montículos de hielo contenían enanos helados en plena lucha. Bobbin no tenía motivo para dudar de ello, aunque no entendía por qué resultaba eso tan importante.

Other books

Love's Choice by Renee Jordan
Falling Into You by Jasinda Wilder
Get You Good by Rhonda Bowen
Breaking and Entering by Joy Williams
Shadowed by Grace by Cara Putman
Sea Queen by Michael James Ploof
Imperfections by Shaniel Watson
Selling Out by Justina Robson