Las puertas de Thorbardin (31 page)

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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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Ahora se movía gente por la superficie de hielo. Bobbin esforzó la vista. Se trataba de enanos... y también de humanos o elfos. Desde tan lejos resultaba difícil verlo, pero algunos parecían llevar barba. Serían seres humanos, pues, ya que los elfos eran barbilampiños.

Otro movimiento atrajo la atención del gnomo, pero esta vez a su derecha y más lejos. Bobbin procuró distinguir detalles. Un numeroso grupo de... algo atravesaba un calvero entre bosques, hacia el norte. La luz del sol se reflejaba en el metal. ¿Llevaría armaduras, aquella gente?

Uno de los perezosos círculos descritos por el aparato lo llevó por encima del borde del campo de hielo, y Bobbin se asomó para saludar.

—¡Eh, quealguienseacercaporahi...! —gritó excitado, agitando los brazos y señalando.

Pero volaba demasiado alto. Los enanos y los hombres, sin duda refugiados, estaban muy atentos a lo que había debajo de la capa de hielo. Nadie alzó la vista e, instantes más tarde, el artilugio había pasado de largo mientras continuaba su descenso en espiral.

Transcurrieron varios minutos antes de que el gnomo divisara de nuevo al otro grupo, que ahora tenía delante. Bobbin estrechó los ojos para observarlos con más detención. En efecto, era una compañía de goblins muy armados, que avanzaba en desigual formación de falange, encabezada por una figura algo más alta: un anadeante tipo verdoso con una reluciente armadura que le caía muy mal. Bobbin no había visto nunca a un jefecillo goblin, aunque sabía que existían, y pensó que todavía resultaban más feos que los goblins corrientes. Sin la llamativa indumentaria que llevaba, habría parecido una gran rana deforme.

El aparato del gnomo bajó todo lo posible, hasta quedar a sólo unos centenares de metros por encima de los soldados.

Bobbin se dijo que, en cualquier caso, no tardaría en sobrevolar a los enanos y los hombres.

«Entonces, les advertiré que se les acercan unos goblins. Al fin y al cabo, no es asunto mío, pero también es cierto que nadie necesita a los goblins.»

Cuando se deslizaba por encima del destacamento de esos seres, el gnomo oyó sus gritos y sacó la nariz para ver qué ocurría. Los goblins lo amenazaron con sus arcos y espadas, al mismo tiempo que le lanzaban guturales burlas. Llevado por un súbito impulso, Bobbin buscó algo que tirarles. Lo único que tenía a mano era un carrete de pesca encajado entre la cesta de pasas y los controles laterales. Lo agarró, lo soltó... y tuvo que asirse a los bordes de su cabina de mimbre para no salir despedido cuando los atascados mandos de dirección se desengancharon de repente y el vehículo respondió.

El ala izquierda se inclinó peligrosamente, el morro del aparato subió, y Bobbin dio una brusca vuelta hacia arriba. A continuación, el ingenio se bamboleó y dio una arriesgada vuelta completa sobre sí mismo, a punto de precipitarse sobre los goblins, que entre chillidos salieron disparados en todas direcciones. El gnomo peleó con sus cuerdas, entre reniegos, y consiguió frenar el descenso. Pero el artefacto tenía sus propias ideas y contestó con un limpio medio giro. Bobbin pasó cabeza abajo por encima de las cabezas de los goblins, frenético, y sobre ellos cayó una lluvia de pasas. Cuando al fin hubo equilibrado el dichoso invento, estaba ya casi seis kilómetros al sur y ascendiendo en una amplia curva hacia la derecha.

Agarrado a las cuerdas, el gnomo golpeó el borde de su cesto con el puño. Se sentía frustrado.

—¡Remedo de máquina! —exclamó—. ¡Revoltijo de alambres! ¿Es que no puedes portarte bien ni una sola vez, trasto inútil? ¡Estás acabando con mi paciencia y mis nervios! Si alguna vez vuelvo a poner los pies en tierra firme, te desmontaré y haré trizas de ti.

A una altura de ochocientos metros, aproximadamente, el aparato voló con toda serenidad sobre los dispersados goblins, dejó atrás los bosques intermedios y el campo de hielo donde trabajaban humanos y enanos para recuperar las antiguas armas. Pasó por último por encima del escondido campamento en que los refugiados cuidaban de sus niños y de los compañeros heridos, pero luego decidió subir de nuevo.

Bobbin cerró los ojos, harto. Si antes estaban mal las cosas, ahora se había quedado además sin sus pasas.

A gran altitud sobre la cordillera que separaba dos selváticos valles, y kilómetros al norte del puerto de montaña, el gnomo reparó y corrigió el rumbo del armatoste, con intención de virar una vez más. Al menos, ahora volvía a dominar los mandos hasta cierto punto. Podía girar hacia el este y hacia el sur, y posiblemente encontrara a la gente a la que había perdido de vista en el elevado cruce.

Pero un movimiento del todo diferente atrajo su atención, y el gnomo se puso de pie en su cesto para observarlo mejor. Algo se acercaba desde el norte en dirección a él. De momento era sólo una mancha en el horizonte, pero sin duda le saldría al encuentro y... ¡volaba! La exasperación de Bobbin dio paso a la esperanza, y los ojos del gnomo se iluminaron. ¡Algo que volaba!

«Alguien viene en otro aparato volador como el mío —pensó jubiloso—. ¡Ya no estoy solo!»

Con una amplia sonrisa se instaló en su asiento y bajó un poco el morro del ingenio para salirle al encuentro al colega. ¡Alguien con quien hacer comentarios! ¡Alguien que quizá tuviera respuesta para sus problemas! ¡Alguien más surcando los cielos!

A menos de dos kilómetros de distancia, el gnomo estudió al desconocido. Era de color rojo, de un brillante tono granate, con alas movibles que se agitaban de forma rítmica, y arrastraba detrás un largo apéndice. ¿Y patas? ¡En efecto, sí, tenía patas! Nada de ruedas ni patines, sino patas articuladas como las de un animal.

¿Y quién lo pilotaba? Bobbin no distinguía ninguna cabina ni cesta, así como tampoco veía a nadie sentado en un banco, por ejemplo.

Cuando estuvo todavía más cerca, el gnomo cambió de postura y, de pronto, abrió los ojos desmesuradamente. Habría jurado que aquello... ¡parecía un dragón volador!

«¡Qué ridiculez! —se dijo—. En Krynn no hay dragones. Los hubo en otros tiempos, según se comenta. Pero no ahora. Ninguno de los que hoy viven tiene noticia de la existencia de dragones.»

Pero, a medida que los dos se acercaban, Bobbin tuvo que admitir que aquello parecía verdaderamente un dragón. Un enorme dragón volador rojo, que avanzaba sin duda hacia él siguiendo la línea de la cadena de montañas.

Intensos escalofríos recorrieron la espina dorsal del gnomo. Tanto era su miedo, que tenía la sensación de que lo agarraban unos terribles dedos fríos...

Entonces preguntó una voz que sonaba casi a su lado:

«¿Quién eres?»

Bobbin miró a su alrededor, jadeante, en busca del ser que había hablado. Porque el dragón se encontraba a cosa de un kilómetro de distancia. Ahora el gnomo ya no dudaba de que, en efecto, se trataba de un dragón.

Nuevamente preguntó la voz junto al hombro de Bobbin:

«¿Quién eres?»

—Y quién eres tú? —contestó a gritos el gnomo—, ¿Dónde estás, además?

«Me estás mirando —dijo la voz—. A mí, sí, y realmente soy lo que supones, diminuta criatura. Pero ahora cálmate y explícame quién eres tú.»

—Soy Bobbin y..., y soy un gnomo. ¿De veras eres un...? ¡Claro que lo eres! ¿Por qué ibas a decirlo, si no?

«Bobbin... —pareció ronronear a su oído la extraña voz—. Sigue acercándote, Bobbin. Dentro de un momento ya no te cabrá ninguna duda.»

Ya fuese debido a la torpeza de las manos del gnomo, que sujetaban los mandos con demasiado temblor, o a alguna errabunda corriente de aire, el aparato decidió apartarse de súbito hacia la derecha, perder velocidad y descender en picado. Bobbin vio gigantescas montañas que daban vueltas delante de él, mientras que detrás, en alguna parte, chisporroteaba el aire.

—¡Ay, cielos! —gimió el gnomo, siempre en lucha con los mandos.

«¡Ah! —rió la voz—. ¡Vaya truco! Esta vez tuviste suerte, Bobbin, pero la buena fortuna puede no repetirse. Comprenderás que no debo permitir que vivas.»

—¿Por qué no? —contestó el pobre gnomo, todavía ajetreado con sus mandos.

«Porque me has visto —declaró la tranquila voz—. Ésa es tu desgracia. Nadie que me vea puede vivir para contarlo... Al menos, aún no. Porque la noticia quizás estropeara los planes del Gran Señor.»

—Yo no diría nada a nadie... —balbuceó Bobbin, y el morro de su artefacto se inclinó un poco hacia abajo.

El gnomo miró hacia atrás y quedó boquiabierto. El dragón se hallaba a menos de cien metros detrás de él, con las alas plegadas y la boca muy abierta, mostrando horribles hileras de fulgurantes dientes.

El artefacto descendió entre chirridos, tensó sus lonas y consiguió estabilizarse, con lo que la estela de aire que dejaba levantó una pequeña tempestad de nieve en la helada punta de una peña. En su persecución del aparato, el dragón desplegó sus grandes alas y esquivó el picacho.

«¡Vaya acrobacia! —dijo la profunda voz en la mente de Bobbin— Pero muy arriesgada.»

—Estoy loco —explicó el gnomo.

«¡Qué pena! —respondió la voz del dragón—. Bueno, no necesitarás preocuparte mucho más por eso.»

Bobbin echó otra mirada hacia atrás. Había conseguido alguna ventaja, pero el dragón daba ahora la vuelta para atacarlo de lado. El monstruo era fenomenal, mucho mayor en largo y envergadura que su artilugio. Irradiaba poder y dominio del aire. Su sola presencia era suficiente para inspirar un miedo espantoso, como nunca antes lo había sentido el gnomo.

—¿No podríamos llegar a..., a... un acuerdo menos... extremo? —sugirió Bobbin al mismo tiempo que, gracias a una maniobra, colocaba el aparato debajo del dragón y subía de manera vertiginosa detrás de la bestia.

«No seas ridículo —replicó el dragón en un tono de creciente enojo y que, a la vez, reflejaba algo que sobrepasaba el entendimiento del gnomo—. Puedes ahorrarte todo ese bailoteo. No tienes la menor posibilidad de escapar de mí.»

—Lo siento. No quise ofenderte —musitó Bobbin—, pero el instinto de conservación es un hábito muy difícil de romper.

Dio todo el empuje posible a su aparato y remontó. Detrás de él, el dragón rojo batía las alas en furiosa persecución. Sin embargo, el gnomo tuvo la impresión de que su rapidez había decaído un poco.

¿Estaría cansado? Ese leve cambio en la voz, ese sutil algo..., ¿podría ser fatiga?

«¡Basta ya! —ordenó la bestia—. No dispongo de todo el día.»

—Lucho contra mis instintos —afirmó Bobbin—. Supongo que vienes de muy lejos.

«Llevo unos ochocientos kilómetros de vuelo —contestó malhumorado el dragón—, pero no creo que eso sea de tu incumbencia.»

—Aerodinámica —murmuró el gnomo—. ¡Coeficientes de masa y energía!

«¡Deja de decir tonterías y vuelve atrás!»

—Desde luego eres muy grande —observó Bobbin, cuya mente trabajaba a una velocidad terrible—. Apuesto algo a que pesas una tonelada.

«Cerca de tres», lo corrigió el dragón.

—¿Ochocientos kilómetros, dices? —insistió Bobbin y, con un carboncillo, realizó rápidos cálculos en el borde de salida del ala— ¿A... unos veinte nudos, quizás? Eso significa que has permanecido en el aire más de veinticuatro horas... ¡Una barbaridad! ¿Y aún te queda mucho camino?

«No tanto. Pero ahora terminemos de una vez. ¡Da media vuelta!»

—Todavía tengo problemas con mis reacciones automáticas —se excusó el gnomo.

Echó otra mirada a su alrededor, reajustó las cuerdas y se lanzó hacia abajo en un ángulo de cuarenta y cinco grados. El pobre se preguntaba durante cuánto rato sería capaz de escapar del maldito dragón.

25

Camber Meld y Lanudo Cueto de Hierro se hallaban en el centro de la harapienta fila de refugiados, observando el avance de los goblins a través del hielo. Veintiocho luchadores formaban la abigarrada columna de enanos y hombres, casi todos ellos varones, aunque también había alguna hembra entre ellos. Pocos llevaban armas de factura reciente. La mayoría empuñaba piezas antiguas: espadas, martillos, hachas y escudos, todo ello extraído del humeante hielo. Armas dejadas caer o desechadas por quienes continuaban debajo de la capa de hielo. Los dos jefes recorrieron con la vista sus andrajosas formaciones, y después intercambiaron serias miradas. No había nada más que decir ni que hacer, salvo esperar el ataque y mantener la línea de defensa todo el tiempo posible mientras los indefensos —los de los campamentos— escapaban.

Era todo cuanto cabía organizar. El enemigo era cuatro veces más numeroso y, además, ellos estaban mal armados y peor equipados. Un simple grupo de pastores y plantadores contra un ejército de goblins... A todos les constaba que lo único que podían conseguir era ganar un poco de tiempo.

Los fugitivos estaban explorando el campo de hielo cuando vieron a los goblins procedentes del sur, a menos de dos kilómetros de distancia. Sólo habían tenido los minutos necesarios para enviar un mensajero para avisar a la gente, y para desenterrar tantas armas y escudos como pudieran encontrar a poca profundidad. De cada nueva grieta que abrían a golpes brotaban espirales de oscuro humo, atrapado de los árboles y la herbaza cubiertos súbitamente por el hielo cuando ardían.

Ahora aguardaban cuando los goblins, de expresión burlona todos ellos y guiados por un jefecillo, aparecieron en la superficie helada ansiosos de causar allí una degollina. Cargaron sus ballestas, y una mortal lluvia de saetas de bronce fue arrojada sobre los defensores. Aunque los escudos lograron rechazar la mayor parte de los proyectiles, cayeron dos enanos y un hombre de cabellos canos. Los goblins gritaban mientras disparaban las ballestas y atacaban con sus espadas y picas.

A lo largo de toda la fila de defensa, las tizonas asestaron golpes desde detrás de los escudos al aproximarse los enemigos, y la sangre de los goblins humeó, pestilente, sobre el hielo, mezclándose aquí y allá con la más roja de hombres y enanos.

La pequeña cadena de defensores hizo frente al primer asalto y lo devolvió; luego se cerró en sí misma e inició una lenta retirada, lo que obligó a los escasamente disciplinados goblins a salir de su formación para entablar combates individuales o, con más frecuencia, entre dos o tres. Durante largo rato, la habilidad y total desesperación de los defensores consiguió que no cediesen terreno. Pero los goblins eran demasiados, y el grupo de fugitivos tuvo que retirarse más y más. Camber Meld y Lanudo Cueto de Hierro se hallaron luchando hombro con hombro, sabedores de que eso constituía su estrategia final. Mantenerse y retroceder, mantenerse y retroceder hasta que no quedase nadie para plantar cara a los goblins. Se trataba solamente de ganar tiempo.

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