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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (37 page)

BOOK: Las sandalias del pescador
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Leí una copia de su carta a la Iglesia respecto a la educación. Me pareció excelente, incluso conmovedora, pero nosotros hemos hecho mucho más que la Iglesia durante cuarenta años. Se diría que ustedes tienen menos que perder que nosotros. Perdóneme la ironía. Es difícil perder los malos hábitos. Ayúdenos si puede. Saludos. KAMENEV.

Cirilo el Pontífice permaneció largo rato ponderando la carta. Luego se dirigió a su capilla privada y se arrodilló en oración durante casi una hora. Aquella misma noche, después de la cena, convocó a Goldoni desde la Secretaría de Estado, y estuvo hablando con él hasta después de la medianoche.

—Usted es un estorbo para mí, señor Faber —dijo Corrado Calitri amablemente—. Me imagino que también será un estorbo para Chiara. Chiara es muy joven. Ahora que la Sagrada Rota la ha declarado libre para casarse, me imagino que encontrará rápidamente un nuevo marido. La presencia de un amante de ciertos años podría dificultarle las cosas.

Calitri estaba sentado en una silla alta, tallada, tras un hermoso escritorio, esbelto, pálido y peligroso como un príncipe medieval. Sus labios sonreían, pero sus ojos eran fríos. Esperó que George Faber hablara, y como éste no respondió, continuó con la misma voz sedosa:

—¿Sabe usted, señor Faber, que según los términos del Concordato, la decisión de la Sagrada Rota tiene también efecto en la ley civil?

—Sí, lo sé.

—Legalmente, por tanto, su tentativa de sobornar a un testigo es un delito ante las leyes de la República.

—Sería muy difícil probar el soborno. No hubo dinero de por medio. No hubo testigos. Theo Respighi es un personaje de mala reputación.

—¿No cree que su testimonio le daría a usted una mala reputación?

—Tal vez. Pero usted tampoco saldría bien parado.

—Lo sé, señor Faber.

—De manera que llegamos a un mate ahogado. Yo no puedo atacarle. Usted no puede atacarme.

Calitri eligió un cigarrillo de una caja de alabastro, lo encendió y se echó atrás en su silla, contemplando los anillos de humo que subían hacia el techo artesonado de su oficina. Sus ojos oscuros brillaron con malicioso regocijo.

—¿Mate ahogado? Creo más bien que se trata de un jaque mate. Tengo que vencer, ¿ve usted? Ningún Gobierno y, por supuesto, ningún partido político, puede apoyar una situación en la cual un corresponsal de la Prensa extranjera puede determinar la carrera de uno de sus ministros.

A su pesar, Faber rió secamente:

—¿Cree probable que eso suceda?

—Después de lo que usted ha hecho, señor Faber, puede suceder cualquier cosa. Desconfío de usted. Dudo de si alguna vez podrá usted volver a confiar en usted mismo. No fue un espectáculo edificante, ¿no es así? El decano de la Prensa extranjera tratando de sobornar a un actor venido a menos para conculcar la ley…, ¡y todo porque deseaba acostarse legalmente con una muchacha! ¡Usted está desacreditado, amigo mío! Una palabra mía bastaría para que no se le recibiese más en las oficinas del Gobierno ni en las congregaciones del Vaticano. Su nombre desaparecerá de todas las listas de invitados de Italia. Vea usted: yo nunca he ocultado lo que soy. La gente me ha aceptado así, tal como el país me aceptará otra vez en la próxima elección… De manera que es un jaque mate. La partida ha terminado. Debería usted preparar su equipaje y marcharse a casa.

—¿Eso quiere decir que se me expulsa del país?

—No del todo. La expulsión es un acto oficial de la Administración. Hasta este momento estamos hablando… extraoficialmente. Simplemente le estoy aconsejando que se marche.

—¿De cuánto tiempo dispongo?

—¿Cuánto necesita para acomodar su situación en el periódico?

—No lo sé. Un mes, dos meses.

Calitri sonrió:

—Dos meses, entonces. Sesenta días a contar desde esta fecha. —Rió levemente—. Notará, señor Faber, que soy más generoso que lo que usted hubiese sido conmigo.

—¿Puedo irme ahora?

—Espere un momento. Usted me interesa mucho. Dígame, ¿estaba enamorado de Chiara?

—Sí.

—¿Sufrió mucho cuando ella lo abandonó?

—Sí.

—Curioso —dijo Calitri, con humor sardónico—. Siempre creí que Chiara sería mejor amante que esposa. Usted era demasiado viejo para ella, por supuesto. Tál vez poco potente. ¿O demasiado puritano? Sí, creo que ésa es la respuesta. Hay que ser audaz en el amor, Faber. En cualquier clase de amor que uno elija… A propósito, Faber, ¿Campeggio es amigo suyo?

—Colega solamente —dijo Faber, con voz sin inflexión.

—¿Alguna vez le ha prestado usted dinero?

—Nunca.

—¿Y él a usted?

—No.

—Curioso. Campeggio libró un cheque de seiscientas mil liras, mil dólares americanos, que fue depositado en su cuenta corriente, Faber.

—Ésa fue una transacción comercial. ¿Cómo diablos lo supo?

—Soy director del Banco, señor Faber. Me gusta cumplir escrupulosamente con mis deberes… Tiene usted dos meses. ¿Por qué no se toma unas vacaciones y goza de nuestro hermoso país…? Y ahora puede irse.

Enfermo de cólera y humillación, George Faber salió al pálido sol del otoño. Entró en una cabina telefónica y llamó a Orlando Campeggio. Luego detuvo un taxi y se hizo conducir al apartamento de Ruth Lewin.

Ruth le sirvió aguardiente y café, y escuchó sin comentarios su relato de la breve e ignominiosa entrevista con Corrado Calitri. Cuando George terminó de hablar, Ruth permaneció silenciosa un momento y luego preguntó sosegadamente:

—¿Y ahora, George? ¿Qué vas a hacer?

—Irme a los Estados Unidos, supongo. Aunque después de quince años en Roma me cuesta pensar en Nueva York como mi hogar.

—¿Tendrás problemas con el periódico?

—No lo creo. Aceptarán cualquier explicación que quiera darles. Me darán algún cargo de importancia en la oficina central.

—De manera que tu carrera no ha terminado, ¿verdad?

—Mi carrera, no. Sólo una forma de vida que deseaba y me gustaba.

—Pero no significa el fin del mundo.

George lanzó una mirada extraña e interrogadora.

—No. Pero es el fin de George Faber.

—¿Por qué?

—Porque ya no existe. Es sólo un nombre y un traje.

—¿Así te sientes, George?

—Así soy, querida. Lo supe en cuanto me senté en la oficina de Calitri esta mañana. No era nada, un hombre de paja. No creía en nada, no deseaba nada, no tenía con qué luchar, no tenía por qué luchar. Lo curioso es que me siento muy tranquilo.

—Conozco esa calma, George —le dijo Ruth gravemente—. Es la señal de alarma. La calma antes de la tempestad. Luego comienzas a odiarte y a despreciarte, y a sentirte vacío, solo e inadecuado. Luego comienzas a huir, y huyes hasta que chocas con una pared, o caes de un acantilado, o terminas en el arroyo con la cabeza entre las manos. Lo sé. He estado allí.

—Entonces no debes encontrarte cerca cuando me suceda.

—No debe suceder, George. No permitiré que suceda.

—¡Aléjate, mujer! —le dijo con súbita dureza—. ¡Aléjate y no vuelvas! Has tenido tus propias tormentas. Ahora mereces algo mejor. He sido un imbécil; soy yo quien debe pagar.

—¡No, George! —Ruth tendió sus manos apremiantes y lo obligó a volverse hacia ella—. Eso es algo que también aprendí. No se puede pagar lo que uno ha hecho, porque es imposible cambiar las consecuencias, que se prolongan indefinidamente. Las cuentas aumentan por interés compuesto, hasta que finalmente uno queda deshecho y en bancarrota. No necesitamos pagar, George. Lo que necesitamos es perdón… Dices que eres un hombre de paja. ¡Que así sea! Puedes quemar al hombre de paja y destruirlo. 0 puedes vivir con él y, ¿quién sabe?, al final tal vez llegues a tomarle simpatía. Yo siempre se la he tenido, George. Más aún, he aprendido a amarlo.

—¡Me gustaría poder hacerlo, qué diablos! —dijo George Faber sombríamente—. ¡Pero creo que es un presumido pomposo, hueco y cobarde!

—Aun así lo quiero.

—Pero no puedes vivir con él durante los próximos veinte años, y luego llegar a despreciarlo como él se desprecia.

—No me ha pedido aún que viva con él.

—Ni lo hará.

—Entonces se lo pediré yo; él es un hombre de paja, yo soy una mujer de paja. No tengo amor propio, George. Tampoco tengo compasión. Pero me siento endiabladamente feliz de estar viva… No es año bisiesto, pero, de todas maneras, te pido que te cases conmigo. No soy tan mal partido entre las viudas. No tengo hijos. Físicamente, aún no estoy tan mal. Tengo dinero… ¿Qué me dices, George?

—Me gustaría decir sí, pero no me atrevo.

—¿Qué significan tus palabras, George? ¿Una lucha o una rendición?

Por un momento fue otra vez el inquieto George de antes, pasándose las manos por el cabello gris, burlándose y compadeciéndose de sí mismo.

—No es lo que debe decir un hombre en un caso así, pero, ¿podrías esperar un poco? ¿Po—drías darme tiempo para entrenarme para la lucha?

—¿Cómo, George?

No respondió directamente, sino que se explicó, vacilante:

—Es difícil de explicar… No quiero perderte… Tampoco quiero apoyarme demasiado en ti. Con Chiara estuve tratando de aferrarme a la juventud, y no me quedaba bastante. No quiero acudir a ti vacío como estoy ahora. Quiero tener también algo que dar… Si pudiésemos ser amigos durante algún tiempo… Caminar de la mano… Pasear por la Villa Borghese… Beber y bailar un poco, y regresar aquí cuando estemos cansados. Contigo no quiero ser lo que no soy, pero aún no estoy seguro de lo que soy. Los próximos dos meses serán extraños. Toda la ciudad se reirá de mí. Tendré que encontrar algo de dignidad.

—¿Y después, George?

—Después, tal vez podamos volver juntos a los Estados Unidos. ¿Puedes darme el tiempo que te pido?

—Tal vez sea más largo, George —le advirtió Ruth dulcemente—. No te sientas demasiado impaciente.

—¿Qué quieres decir?

Pero cuando Ruth se explicó, no supo con certeza si George la había comprendido.

FRAGMENTO DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE CIRILO I, PONT. MAX.

…El día de hoy ha sido largo y penoso. Esta mañana me visitó Orlando Campeggio, director del Osservatore, para ofrecerme su renuncia. Me contó una historia sórdida y complicada de una conspiración para introducir una declaración obtenida por medio de soborno en un caso matrimonial ante la Sagrada Rota. Campeggio me dijo que había tomado parte en esa conspiración.

La tentativa fracasó, pero me chocó profundamente esta revelación de las vidas enmarañadas de personas cuya edad y educación deberían inspirarlos mejor. No tuve más alternativa que aceptar la renuncia de Campeggio. Sin embargo, tuve que elogiar su sinceridad, y le dije que no perdería sus derechos a una pensión. Comprendo perfectamente los motivos que le llevaron a este abuso de confianza, pero no puedo perdonar su acto.

Cuando Campeggio salió, pedí inmediatamente el expediente del caso Calitri, y lo estudié cuidadosamente con un funcionario de la Rota. No tengo ninguna duda de que, de acuerdo con las pruebas presentadas, la Rota actuó apropiadamente al dictar decreto de nulidad. Pero había otro aspecto de la situación; Corrado Calitri, un hombre poderoso e influyente en Italia, ha vivido largo tiempo en peligro mortal para su alma. No me cabe duda de que su testimonio en este caso inspira recelo, pero la Sagrada Rota sólo puede juzgar sobre el foro externo. El alma de un hombre sólo puede juzgarse en el tribunal del confesionario.

De manera que me encuentro en una posición curiosa. Como ministro de la República, Calitri no está sujeto a mi autoridad. Nuestra relación en el orden temporal está definida por tratados y limitada por la diplomacia. Si disputamos, puedo causar grave daño a la Iglesia y a Italia, especialmente porque no soy italiano. Pero en el orden espiritual, Calitri está subordinado a mí. Como obispo de Roma, soy su pastor. Y no sólo estoy autorizado, sino que estoy obligado a intervenir en los asuntos de su alma, si puedo hacerlo. Por tanto, le he pedido que me visite cuando le sea conveniente, y espero poder ofrecerle mis servicios pastorales para la regularización de su conciencia.

He recibido una carta breve pero optimista de Ruth Lewin. Me dice que finalmente ha resuelto su posición, y que ha decidido regresar a la práctica de la Fe católica. Tiene la bondad de decir que me debe el esclarecimiento y el coraje para dar este paso. Sé que esto es sólo una parte de la verdad, y que en el mejor de los casos sólo soy un instrumento de la gracia divina.

Pero me reconforta pensar que habiendo abandonado los rígidos confines de mi cargo, se me permitiese establecer contacto con ella y cooperar en el restablecimiento de la paz en su alma…

Una vez más me ha sido dado ver nítidamente que el verdadero campo de batalla de la Iglesia no está en la política, la diplomacia, las finanzas o la expansión material. Está en el paisaje secreto del espíritu individual. Para penetrar en este lugar oculto, el pastor necesita tacto y comprensión, y la gracia especial otorgada por el Sacramento de las órdenes Sacerdotales. Si no quiero fracasar con Corrado Calitri, y es muy fácil fracasar con quienes están moldeados en forma diferente a los demás hombres, entonces debo orar y meditar cuidadosamente antes de nuestra entrevista. Si fracaso, si se aleja de mí con enemistad, habré creado un nuevo problema, puesto que tendré que tratar con él de asuntos públicos durante mucho tiempo.

El Presidente de los Estados Unidos ha recibido la carta de Kamenev y mi comentario a ella. Su respuesta está ante mis ojos mientras escribo:

…A primera vista, Kamenev parece ofrecer una base posible para una solución a corto plazo de nuestro problema. Creo que debemos obtener condiciones más favorables que las que él ofrece. Es un regateador experimentado, y no lo ofrece todo a la vez. No puedo decir cuánto más necesitamos hasta someter el proyecto a estudio y escuchar las opiniones de mis consejeros.

Sin embargo, puede usted decirle a Kamenev que estoy dispuesto a abrir las negociaciones en este punto, pero que, en mi opinión, éstas deberían iniciarse a nivel diplomático. Y que debe ser él quien las inicie. Si Kamenev está dispuesto a cooperar de este modo, entonces, como Su Santidad, creo que haremos algún progreso.

También yo estoy preocupado por el clima político en el cual comiencen estas negociaciones. Siempre es de esperar que haya algunas escaramuzas y algo de propaganda. Nosotros tenemos que emplearla tanto como los rusos. Sin embargo, no debe permitirse que sobrepase un límite que ofrezca peligros. Necesitaremos un ambiente de moderación y de buena voluntad no sólo en nuestras negociaciones, sino también en nuestras conversaciones con los miembros del bloque europeo y los representantes de las naciones no comprometidas. En un acuerdo como éste hay tantos factores limitantes, que ya es difícil mantener la calma y el control sin provocaciones calculadas.

Convengo, en líneas generales, con la opinión de Kamenev respecto a la situación política y militar. La confirman ampliamente mis propios colaboradores, quienes también admiten que si la situación no se ha resuelto a fines del próximo marzo, la crisis sobrevendrá.

Me he enterado con vivo interés de que Su Santidad está considerando un viaje a Francia a comienzos del próximo febrero. Éste sería un acontecimiento notable, y me pregunto, como lo pregunto a Su Santidad, si no sería posible emplearlo para beneficio del mundo entero.

Comprendo perfectamente que la Santa Sede no puede y no desea entrar en negociaciones políticas directas o indirectas con las grandes potencias. Pero en esta ocasión podría sintetizar las esperanzas de paz y de solución razonada de nuestras diferencias que alientan los hombres, lo que inmediatamente crearía el clima que necesitamos.

Sé que no será fácil. Probablemente, la Santa Sede tendrá que hablar por los países donde ha sufrido las mayores injusticias; pero una ocasión histórica requiere magnanimidad histórica. No sé si Kamenev tendría en la mente algo así cuando le escribió por primera vez. Pero yo sí lo tengo.

Con todo respeto desearía hacer una insinuación. Desgraciadamente, las iglesias de la Cristiandad aún están divididas. Sin embargo, durante mucho tiempo ha habido señales de un creciente deseo de reunión. Si fuera posible asociar a otras organizaciones cristianas a la petición de paz de Su Santidad, la ventaja sería aún mayor.

Sé que el viaje aún no está decidido. Comprendo las razones poderosas y prudentes de esta dilación. Sólo puedo decir que espero y deseo que Su Santidad, finalmente, decida ir a Lourdes…

Goldoni ha visto la carta; sé que está desgarrado entre la excitación del proyecto y un deseo prudente de considerar las posibles consecuencias antes de tomar una decisión definitiva.

Sugirió modestamente que tal vez yo desease discutir este asunto con los miembros de la Curia. Me inclino a pensar como él. Mi autoridad es absoluta, pero el sentido común indica que, en un asunto tan trascendental, debo escuchar a consejeros experimentados e inteligentes. También creo que debo llamar al cardenal Pallenberg, de Alemania, y a Morand, de París, para que participen en la discusión. Hemos decidido finalmente designar cardenal arzobispo de Westminster al arzobispo Ellison. Ésta podría ser una ocasión propicia para llamarle y ofrecerle el capelo rojo…

Jean Télémond vino ayer a cenar conmigo. Se le ve más flaco y bastante fatigado. Pero me dice que se siente bien y que trabaja regularmente. Es feliz en casa del cardenal Rinaldi, y ambos se han hecho muy amigos. Estoy un poco celoso de la suerte de Rinaldi, porque echo de menos a Jean, cuya visión del mundo podría ayudar en la resolución de los problemas planteados. Rinaldi me envió una breve nota de puño y letra, agradeciéndome mi bondad hacia Leone. Debo admitir que no fue tanto bondad como un gesto calculado. Sin embargo, no pasó inadvertido, y me alegro.

Sé que Jean aún está preocupado por el veredicto del Santo Oficio sobre su primer libro. Sin embargo, es imposible apresurar un examen de esa naturaleza, y le he pedido que tenga paciencia. El cardenal Leone ha prometido adelantarme una opinión provisional a fines de octubre. He observado que está considerando este caso con extrema moderación, y que despliega cuidadosa buena voluntad hacia Jean Télémond. Sin embargo, afirma categóricamente que no debemos designarlo para cargo alguno de enseñanza o prédica antes de conocer las conclusiones del Santo Oficio.

Creo que tiene razón, pero desearía poder aprender a apreciarlo. Tengo relaciones fáciles y cordiales con otros miembros de la Curia, pero entre Leone y yo siempre hay una especie de inhibición, de inquietud. Es culpa mía, tanto como suya. Aún me molesta su rigidez romana…

George Wilhelm Forster acudió a verme, y le entregué la réplica del Presidente de los Estados Unidos. Forster es un hombrecillo singular, que vive una vida peligrosa con aparente ecuanimidad y buen humor. Cuando lo interrogué sobre su persona, me dijo que su madre era letona, y su padre, georgiano. Estudió en Leipzig y en Moscú, y adoptó su nombre alemán por motivos profesionales. Es miembro practicante de la Iglesia Ortodoxa rusa. Cuando le pregunté cómo conciliaba la conciencia con sus servicios a un Estado sin Dios, me devolvió limpiamente la pregunta:

«¿No es lo que usted está tratando de hacer, Santidad? ¿Servir a la Madre Rusia como mejor puede? Los sistemas pasan, pero la tierra queda, y estamos atados a ella por una especie de cordón umbilical… Kamenev me comprende. Yo le comprendo a él. Ninguno de los dos exige demasiado del otro… Y Dios nos comprende a todos mejor que nosotros mismos.»

Esta idea me ha acompañado todo el día, mezclada con pensamientos acerca de la crisis inminente, de Jean Télémond, del peregrinaje a Lourdes y del extraño convenio de Corrado Calitri. Mi propio entendimiento vacila a menudo. Pero si Dios comprende, entonces aún tenemos esperanza… Cuando el poeta escribe, la pluma no necesita comprender el verso. Esté el cacharro entero o roto, siempre es testimonio de la pericia del alfarero…

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