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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (35 page)

BOOK: Las sandalias del pescador
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—De manera que no me queda más que esperar.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Faber?

—Por supuesto.

—¿Ha mencionado usted nuestra conexión a alguien?

—Pues, sí. A Chiara y a otra amiga. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque, en ese caso, creo que no puedo esperar. Tengo que hacer algo.

—¿Qué, por Dios?

—Tengo que renunciar al Osservatore. Ya le dije que yo era hombre de confianza en el Vaticano. No podría comprometerme ni comprometer a quienes en mí confían continuando mi labor bajo una amenaza constante de verme descubierto.

—Pero es posible que nadie lo descubra.

Campeggio sonrió, y sacudió la cabeza.

—Incluso así, no puedo reconciliarme con una conciencia inquieta. Ya no soy un hombre de confianza, porque ya no puedo confiar en mí mismo. El único problema es cómo hacerlo… ¿Con una declaración completa al Pontífice o pretextando vejez v enfermedad?

—Si usted hace una declaración —dijo George Faber—, me arruina más rápidamente de lo que puede hacerlo Calitri. Debo moverme en el Vaticano tanto como en el Quirinal.

—Lo sé. Tiene suficientes problemas sin mí. De manera que esto es lo que me propongo hacer. Esperaré a que la Rota entregue su decisión en el caso Calitri. Si Calitri no actúa contra usted, iré al Padre Santo y le ofreceré mi renuncia, diciéndole simplemente que lo hago por consejo médico. Por el contrario, si Calitri lo ataca, entonces explicaré todo lo sucedido. Así, tal vez ambos podamos salvar algo del desastre. —Guardó silencio un momento, y luego añadió en tono más cordial—: Lo siento, Faber. Más de lo que puedo expresar. Usted perdió a su Chiara; yo perdí a mi hijo. Y ambos hemos perdido algo más importante.

—Lo sé —dijo Faber melancólicamente—. Yo debería hacer lo mismo que usted. Preparar calladamente mis maletas y marcharme a casa. Pero he vivido aquí durante quince años. Me subleva la idea de verme trasplantado por un hijo de perra como Calitri.

Campeggio agitó una mano y citó suavemente:—Che 1'uomo il suo destino fugge di raro…¡Raramente el hombre escapa a su destino! Y usted y yo nacimos para un destino inquieto. No luche demasiado contra él. Siempre debemos conservar algo de dignidad para la salida.

En su oficina del Borgo Santo Spirito número cinco, Rudolf Semmering, padre general de los jesuitas, hablaba con su subordinado Jean Télémond. En sus manos había cartas que contenían los informes de los médicos del Vaticano. Las tendió a Télémond.

—¿Sabe usted lo que dicen, padre?

—Sí.

—Sus cardiografías muestran que usted sufrió ya uno o, posiblemente, dos ataques cardíacos.

—Así es. Tuve un ataque leve en la India hace dos años, y otro mientras estaba en las Célebes en enero pasado. Me han dicho que puedo sufrir otro en cualquier momento.

—¿Por qué no escribió para decirme que había estado tan enfermo?

—No parecía valer la pena. No se podía hacer nada.

—Le hubiésemos destinado a una vida más fácil.

—Me sentía feliz con mi trabajo. Deseaba continuar en él.

El padre general frunció el ceño y dijo con firmeza:

—Era un asunto de regla y obediencia, padre. Debería habérmelo dicho.

—Lo siento. No lo consideré desde ese punto de vista. Debería haberlo hecho.

Las facciones severas del padre general se distendieron, y continuó con mayor suavidad:

—¿Sabe lo que esto significa, padre? Que está usted a las puertas de la muerte. Dios puede llamarlo sin aviso en cualquier momento.

—Lo he sabido durante meses.

—¿Está preparado para ese momento?

Jean Télémond nada dijo, y el padre general continuó sosegadamente:

—Usted comprende, padre, que éste es el sentido esencial de mi ministerio: el cuidado de las almas que me han confiado la Compañía y la Iglesia. Con razón o sin ella, he echado cargas sobre sus hombros. Ahora quiero ayudarlo cuanto pueda.

—Le estoy muy agradecido, padre —dijo Jean Télémond—. No sé con certeza cómo responder a su pregunta. ¿Está el hombre alguna vez verdaderamente preparado para la muerte? Lo dudo. Lo más que puedo decir es esto: He tratado de vivir una vida lógica como hombre y como sacerdote. He tratado de desarrollar mis habilidades para hacerlas útiles al mundo y a Dios. He tratado de ser un buen ministro de la Palabra y de la gracia de los Sacramentos. No lo he logrado siempre, pero creo que mis fracasos han sido honorables. No temo partir… No creo que Dios quiera que alguno de nosotros quede fuera de sus manos.

El rostro arrugado de Semmering se contrajo en una sonrisa de sincero afecto.

—Bien. Me alegro mucho por usted, padre… Espero que podamos tenerlo aún mucho tiempo con nosotros. Quiero decir que me impresionó profundamente su alocución en la Gregoriana. No sé si concuerdo con todas sus opiniones. Hubo ciertas proposiciones que me inquietaron, y que aún me inquietan. Pero de usted sí estoy seguro. Dígame otra cosa. ¿Hasta qué punto sostiene usted lo que expuso entonces, y en sus otras obras?

Télémond consideró la pregunta cuidadosamente, y luego respondió:

—Desde un punto de vista científico, padre, lo explicaría así. Los experimentos y los descubrimientos llevan, por cierta línea, hasta cierto punto de llegada… Hasta ese punto está uno científicamente seguro, porque los descubrimientos han sido documentados, y la lógica se ha probado mediante los experimentos… Más allá del punto de llegada, la línea se proyecta infinitamente lejos. Y uno la sigue por hipótesis y por etapas especulativas… Se presume que la lógica continuará demostrándose eficaz, como lo hizo antes… No se puede estar totalmente seguro, por supuesto, hasta que la lógica de la especulación se ha comparado con la lógica del descubrimiento… Así, y siempre desde el punto de vista científico, hay que mantener lamente abierta. Creo que lo he hecho… Como filósofo, tal vez estoy menos preparado, pero creo que el conocimiento no puede contradecirse a sí mismo. Se desarrolla en planos sucesivos, de manera que lo que vemos primero como símbolo puede agrandarse en otro plano hasta una realidad que resulta diferente para nuestros ojos mal habituados. También trata uno de mantener la mente abierta a nuevas modalidades de pensamiento y de conocimiento… Se comprende que el lenguaje es, en el mejor de los casos, un instrumento limitado para expresar nuestros conceptos en expansión. Como teólogo, creo en la validez de la razón como instrumento para adquirir un conocimiento limitado del Creador. También creo, por un acto de Fe, en la validez de la revelación divina, expresada en el depósito de Fe… De una cosa estoy seguro, como lo estoy de mi propia existencia: de que no hay conflicto posible de conocimiento en ningún plano, una vez que el conocimiento se aprehende totalmente… Recuerdo el antiguo proverbio español: «Dios escribe recto con líneas torcidas», pero el factor final es una flecha que lleva directamente al Todopoderoso. Ésta es la razón por la cual he tratado de vivir en forma completa, en y con el mundo, y no separado de él. El acto redentor es estéril sin la cooperación del hombre… Pero el hombre, tal como es, en el mundo que habita… —Se interrumpió con un encogimiento de hombros deprecativo—. Disculpe, padre. No pretendí darle una conferencia.

—Fue una buena conferencia, padre —dijo Rudolf Semmering—. Pero quiero que agregue algo a ella. Por su voto, usted es un hijo de la obediencia, de una obediencia en actos formales, de voluntad sumisa y humilde intelecto. ¿Ha conformado, los términos de su voto con los términos de su búsqueda personal?

—No lo sé —dijo Télémond lentamente—. No sé si podré saberlo hasta que se me someta a la prueba final. El cardenal Rinaldi lo expresó claramente cuando dijo que ésta era una cruz que yo nací para llevar. Admito que a menudo su peso me oprime. Pero sí, estoy seguro de que no puede haber conflicto entre lo que busco y lo que creo. Desearía poder expresarlo con mayor claridad.

—¿Hay algo en lo que pueda ayudarle yo ahora, padre?

Télémond sacudió la cabeza.

—Me parece que no. Si lo hubiese, créame que se lo pediría. En este momento creo que temo más a este dilema que a la muerte.

—¿No cree haber sido temerario?

—No, no lo creo. He tenido que arriesgar mucho, porque toda exploración es un riesgo. Pero, ¿temerario? No. Frente al misterio de un universo ordenado, sólo se puede ser humilde. Frente a la muerte, como lo estoy yo, sólo se puede ser verídico… —Un nuevo pensamiento pareció asaltarlo. Se detuvo un instante para sopesarlo, y luego dijo francamente—: Pero hay un problema en nuestras relaciones con la Iglesia; no con la Fe, comprenda, sino con el cuerpo humano de la Iglesia. El problema es éste. Hay algunos creyentes que son tan ignorantes del mundo real como ciertos incrédulos lo son del mundo de la Fe. «Dios es grande y terrible», dicen. Pero el mundo también es grande y terrible, y somos herejes si lo ignoramos o lo negamos. Somos como los antiguos maniqueos que afirmaban que la materia es mala, y la carne, corrompida. Esto no es verdad. No es el mundo lo corrompido, ni la carne. Es la voluntad del hombre, desgarrada entre Dios y el Yo. Éste es el sentido de la Caída.

—Una de las cosas que me inquietaron en su alocución fue que usted no mencionó la Caída. Sé que eso preocupará al Santo Oficio.

—No la mencioné —dijo Jean Télémond vigorosamente— porque no creo que tenga un lugar en el orden fenomenológico, sino sólo en el orden espiritual y moral.

—El Santo Oficio dirá que usted confundió ambos —insistió Rudolf Semmering.

—Jamás ha habido esa confusión en mi mente. Puede haberlo en mis expresiones.

—Lo juzgarán según sus expresiones.

—En ese terreno, estoy sometido a juicio. —Será juzgado, y muy pronto. Espero que encuentre paciencia para soportar el veredicto.

—Yo también lo espero —dijo Jean Télémond fervientemente—. A veces me siento tan fatigado…

—No tengo miedo por usted —dijo Rudolf Semmering, con una sonrisa—. Y Su Santidad habla con mucha cordialidad de usted, y quiere que permanezca en el Vaticano, como usted sabe.

—Lo sé. Me gustaría estar con él. Es un gran hombre, y un hombre afectuoso, pero hasta pasar esta prueba no quiero comprometerlo de ningún modo. El cardenal Rinaldi me ha invitado a trabajar en su villa mientras el Santo Oficio examina mi obra. ¿Tengo autorización para ello?

—Por supuesto. Quiero que se sienta lo más libre y cómodo que sea posible. Creo que lo merece.

Los ojos de Jean Télémond estaban nublados. Se oprimió las manos para evitar que temblaran.

—Le estoy muy agradecido, padre, a usted y a la Compañía.

—Y nosotros le estamos agradecidos a usted. —Semmering se puso en pie, rodeó su mesa de trabajo y puso una mano amistosa sobre el hombro de su subordinado—. Extraña fraternidad esta de la Fe y de la Compañía. Somos muchas mentes y muchos caracteres. Pero caminamos por una senda común, y necesitamos también una común caridad.

Jean Télémond pareció retirarse de pronto a un mundo privado. Dijo abstraídamente:

—Vivimos en un mundo nuevo. Pero no lo sabemos. En la masa humana están fermentando ideas profundas. Con toda su fragilidad, el hombre está sometido a monstruosas tensiones políticas, económicas y mecánicas. He visto máquinas que hacen cálculos incomprensibles para la mente de Einstein… Hay quienes temen que estamos estallando en un nuevo caos. No me atrevo a considerarlo. No lo creo. Creo, sé, que esto es sólo una época de preparación para algo infinitamente maravilloso en el designio de Dios para sus criaturas. Deseo ardientemente, deseo intensamente poder hallarme aquí para verlo.

—¿Por qué esperar? —dijo Rudolf Semmering con desusada suavidad—Cuando parta, irá hacia Dios. En Él y a través de Él verá la realización. Espere en paz, padre.

—¿El juicio? —preguntó Jean Télémond con torcida sonrisa.

—A Dios —dijo Semmering—. Estará en Sus manos.

Inmediatamente después de su regreso de Castelgandolfo, Cirilo el Pontífice se vio constreñido por la presión de nuevos y diversos asuntos.

El Instituto de Obras de Religión había preparado su informe anual de los recursos financieros del Papado. Era un documento largo y complejo, y Cirilo tuvo que estudiarlo con cuidado y concentración. Sus reacciones fueron mixtas. Por una parte, tenía que elogiar el trabajo y la inteligencia de aquellos que habían convertido el Estado Papal y el Banco del Vaticano en instituciones estables y solventes, cuyas operaciones se extendían por el mundo entero. Ésta era la naturaleza de su admiración. Cinco cardenales y un personal financiero en extremo competentes administraban los bienes temporales de la Iglesia. Compraban y vendían en los mercados de valores del mundo. Invertían en bienes raíces y hoteles y servicios de utilidad pública, y de sus esfuerzos dependía la estabilidad de la Santa Fe como institución temporal, que debía alimentar, vestir, albergar y hospitalizar a sus miembros para que éstos tuviesen libertad para trabajar con referencia a la eternidad.

Pero Cirilo tenía ironía suficiente para ver la disparidad entre la eficiencia de una operación financiera y la duda que se cernía sobre tantas obras para la salvación de las almas humanas. Costaba dinero preparar a un sacerdote y mantener a una hermana enfermera. Costaba dinero construir escuelas, orfanatos y hogares de ancianos. Pero todo el dinero del mundo no podía comprar un espíritu bien dispuesto ni infundir el amor a Dios en un alma negligente.

Al terminar el documento y las conferencias finales, llegó a una resolución. Sus administradores habían actuado bien. Los dejaría estar, pero él debería concentrar todo su tiempo y toda su energía en la función primordial de la Iglesia: llevar a los hombres el conocimiento de su relación con el Creador. Un hombre centrado en Dios podía sentarse con los pies desnudos bajo un árbol y encender el mundo. Un mercader con un millón de oro y montañas de valores y bonos, podía abandonar el planeta sin que nadie lo llorase o recordara.

Había problemas en España. El clero joven se rebelaba contra lo que consideraba la actitud arcaica de ciertos prelados mayores. El problema tenía dos aspectos. Debía mantenerse la autoridad pastoral y preservarse al mismo tiempo el celo y el espíritu apostólico de los españoles más jóvenes.

Después de una semana de discusiones con sus consejeros, Cirilo decidió una doble medida: Una carta secreta al Primado y a los obispos de España, instándoles a adaptarse con mayor liberalidad a los tiempos cambiantes, y una carta abierta al clero y a los seglares, aprobando las buenas obras ejecutadas, pero apremiándoles a cumplir con el deber de obediencia a los dignatarios locales. En el mejor de los casos, era sólo un compromiso, y Cirilo lo sabía. Pero la Iglesia era una sociedad humana tanto como divina, y su desarrollo, el resultado de controles y balances, de conflictos y retrocesos, de desacuerdos y de lento esclarecimiento.

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