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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (59 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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—Sh. No debías haberle pegado. No te puede hacer daño llamándote nombres.

—Bueno, pues no pienso dejarle que lo haga —dijo Winfield ferozmente.

—Sh. Duérmete.

Ruthie dijo:

—Tenías que haber visto la sangre chorreándole… por toda la ropa.

Madre sacó una mano de debajo de la manta y le dio a Ruthie en la mejilla con un dedo. La chiquilla se puso rígida un instante y luego dejó oír la respiración entrecortada de un llanto silencioso.

En la unidad sanitaria, Padre y el tío John se sentaron en compartimientos adyacentes.

—¿Por qué no hacerlo cómodamente por última vez? —dijo Padre—. Es realmente cómodo. ¿Te acuerdas cómo se asustaron los pequeños cuando tiraron de la cadena por primera vez?

—Yo mismo tampoco me encontraba tan cómodo —dijo el tío John. Tiró de su mono y lo recogió con esmero por encima de las rodillas—. Me estoy poniendo mal —dijo—. Siento el pecado.

—No puedes pecar —replicó Padre—. No tienes dinero. Siéntate quieto y tranquilo. Te cuesta por lo menos dos dólares pecar, y no los juntamos entre todos.

—¡Sí! Pero yo estoy pensando en el pecado.

—Muy bien. Es gratis pensar en el pecado.

—Es igual de malo —dijo el tío John.

—Pero mucho más barato —dijo Padre.

—No te tomes el pecado a la ligera.

—No lo hago. Tú continúa así. Siempre te pones pecaminoso cuando el infierno se está desatando.

—Lo sé —dijo el tío John—. Siempre fue así. Nunca he contado ni la mitad de lo que he hecho.

—Bueno, guárdatelo para ti.

—Estos servicios tan bonitos me ponen pecaminoso.

—Entonces sal a los arbustos. Venga, súbete los pantalones y vamos a dormir —Padre se ajustó los tirantes del mono y cerró la hebilla con un chasquido seco. Tiró de la cadena y se quedó mirando pensativo mientras el agua giraba como un torbellino en la taza.

Estaba todavía oscuro cuando Madre puso en pie a su campamento. Las luces bajas de la noche brillaban a través de las puertas abiertas de las unidades sanitarias. De las tiendas que formaban las calles llegaban los ronquidos variados de los campistas.

Madre dijo:

—Venga, fuera. Tenemos que ponernos en marcha. El día ya está próximo —levantó la pantalla chirriante del farol y prendió la mecha—. Venga, moveos todos.

El suelo de la tienda empezó a bullir con lenta actividad. Mantas y edredones se apartaron y ojos somnolientos guiñaron ciegamente a la luz. Madre se deslizó el vestido sobre la ropa interior que llevaba para dormir.

—No tenemos café —dijo—. Tengo unas pocas galletas. Podemos comerlas en camino. Ahora levantaos y cargaremos el camión. Venga. No hagáis ruido. No hay que despertar a los vecinos.

Tardaron unos minutos en despertarse por completo.

—Ahora no os escapéis —advirtió Madre a los niños. La familia se vistió. Los hombres bajaron la lona y cargaron el camión.

—Ponedlo bien plano —avisó Madre. Apilaron los colchones encima de la carga y ataron la lona en su sitio sobre el madero.

—Bien, Madre —dijo Tom—, ya está listo.

Madre sostuvo un plato de galletas frías en la mano.

—De acuerdo. Aquí tenéis. Una para cada uno. Es todo lo que hay.

Ruthie y Winfield agarraron sus galletas y treparon encima de la carga. Se taparon con una manta y se volvieron a dormir, sujetando todavía las duras galletas en la mano. Tom subió al asiento del conductor y pisó el estárter. Zumbó un poco y luego se detuvo.

—¡Maldita sea, Al! —gritó Tom—. Has dejado que la batería se descargue.

Al se defendió:

—¿Y cómo diablos lo iba a evitar si no había gasolina para moverlo?

De pronto Tom se echó a reír.

—Bueno, no sé cómo, pero es culpa tuya. Tienes que darle tú a la manivela.

—Te digo que no ha sido culpa mía.

Tom bajó y cogió la manivela de debajo del asiento.

—Es culpa mía —dijo.

—Dame esa manivela —Al se la cogió—. Atrasa el encendido para no que me lleve la mano.

—De acuerdo. Gírala.

Al le dio con esfuerzo a la manivela, vueltas y más vueltas. El motor prendió, chisporroteó y rugió mientras Tom ahogaba el coche con delicadeza. Adelantó el encendido y redujo el gas.

Madre se encaramó a su lado.

—Habremos despertado a todo el campamento —dijo.

—Se volverán a dormir.

Al subió por el otro lado.

—Padre y el tío John han subido atrás —dijo—. Van a volverse a dormir.

Tom condujo hacia la entrada principal. El vigilante salió de la oficina y enfocó con su linterna al camión.

—Esperen un momento.

—¿Qué quiere?

—¿Se marchan?

—Claro.

—Vale, tengo que tacharles.

—De acuerdo.

—¿Saben en qué dirección van?

—Bueno, vamos a probar suerte hacia el norte.

—Bien, buena suerte —deseó el vigilante.

—Igualmente. Hasta pronto.

El camión pasó lentamente sobre la gran joroba y salió a la carretera. Tom volvió sobre la misma carretera por la que había conducido antes, pasando Weedpatch, y hacia el oeste hasta llegar a la 99 y luego en dirección norte por la gran carretera asfaltada, hacia Bakersfield. Se estaba haciendo de día cuando llegó a las afueras de la ciudad.

Tom dijo:

—En cada sitio que miras hay un restaurante. Y en todos tienen café. Mira ese que abre toda la noche. ¡Apuesto a que tienen diez galones de café, todo caliente!

—Bah, cállate —dijo Al.

Tom le sonrió.

—Vaya, veo que te buscaste rápidamente una chica.

—Bueno, ¿y qué pasa?

—Está de mal humor esta mañana, Madre. No resulta buena compañía.

Al dijo con irritación:

—Me voy a largar muy pronto. Uno puede buscarse la vida mucho más fácilmente si no tiene una familia.

Tom replicó:

—Al cabo de nueve meses ya tendrías familia. Te he visto tontear.

—Estás loco —dijo Al—. Me conseguiría un empleo en un garaje y comería en restaurantes.

—Y tendrías mujer e hijo en nueve meses.

—Te digo que no.

Tom dijo:

—Eres un sabihondo, Al. Te van a dar buenos palos.

—¿Quién me los va a dar?

—Siempre habrá alguien que lo haga —dijo Tom.

—Te crees que solo porque tú…

—Dejadlo ya —intervino Madre.

—Es culpa mía —dijo Tom—. Le estaba haciendo rabiar. No quería molestarte, Al. No sabía que esa chica te gustara tanto.

—Ninguna chica me gusta tanto.

—Vale, entonces no te gusta tanto. No pienso discutir.

El camión llegó hasta el extremo de la ciudad.

—Mira esos puestos de perros calientes… los hay a cientos —dijo Tom.

Madre ofreció.

—¡Tom! Tengo un dólar guardado. ¿Tienes tanta gana de café como para gastarlo?

—No, Madre. Estoy de broma.

—Te lo puedo dar si te apetece tanto.

—No te lo cogería.

Al dijo:

—Entonces deja ya de hablar de café.

Tom permaneció en silencio durante un tiempo.

—Parece que siempre pongo el pie en el mismo sitio —dijo—. Allí está la carretera por la que fuimos aquella noche.

—Espero que no volvamos a pasar nada parecido —dijo Madre—. Fue una mala noche
.

—A mí tampoco me gustó nada.

El sol se levantó por la derecha y la gran sombra del camión corrió junto a ellos, oscilando sobre los postes de las vallas al lado de la carretera. Pasaron el Hooverville reconstruido.

—Mira —dijo Tom—. Ya hay gente nueva ahí. Parece el mismo sitio.

Al salió despacio de su hosquedad.

—Uno me dijo que a alguna de esa gente le han incendiado el campamento unas quince o veinte veces, que se esconden entre los sauces y luego salen y se reconstruyen otra chabola de hierba. Igual que ardillas de tierra. Están tan acostumbrados que ya ni siquiera se enfurecen, decía ese tío. Sólo piensan que es como el mal tiempo.

—Pues aquella noche sí que fue mal tiempo para mí —dijo Tom. Ascendieron por la amplia carretera. Y el calor del sol les hizo estremecerse.

—Se está poniendo fresco por las mañanas —dijo Tom—. El invierno está en camino. Sólo espero que podamos ganar algún dinero antes de que llegue. La tienda no será agradable en invierno.

Madre suspiró y luego enderezó la cabeza.

—Tom —le dijo— hemos de tener una casa en el invierno. Te digo que es necesario. Ruthie está bien, pero Winfield no es demasiado fuerte. Hemos de tener una casa para cuando lleguen las lluvias. He oído que por aquí llueve a cántaros.

—Tendremos una casa, Madre. Descansa tranquila. Vas a tener una casa.

—Con que tenga un tejado y un suelo es suficiente. Para que los pequeños no estén sobre la tierra.

—Lo intentaremos, Madre.

—No te quiero preocupar ahora.

—Lo intentaremos, Madre.

—A veces me dejo llevar por el pánico —dijo ella—. Simplemente pierdo el ánimo.

—Nunca te he visto perderlo.

—Por las noches, a veces, lo pierdo.

Salió un silbido agudo de la parte delantera del camión. Tom agarró con fuerza el volante y pisó el freno hasta el suelo. El camión dio un bote y se detuvo. Tom dejó escapar un suspiro.

—Bueno, ya estamos —se apoyó en el asiento. Al saltó fuera y corrió hacia el neumático derecho.

—[Un clavo enorme! —anunció.

—¿Tenemos parches para neumáticos?

—No —dijo Al—. Lo gastamos todo. Tenemos parche, pero no cola.

Tom se volvió y sonrió tristemente a Madre.

—No deberías haber dicho lo de ese dólar —le dijo—. De alguna forma lo habríamos arreglado —salió del coche y fue hasta la rueda pinchada.

Al señaló un clavo que sobresalía de la cubierta plana.

—Si hay un clavo por la región, nosotros lo hemos atropellado.

—¿Está muy mal? —preguntó Madre.

—No, no mucho, pero hay que arreglarlo.

La familia bajó de la trasera del camión.

—¿Un pinchazo? —preguntó Padre y entonces vio el neumático y calló.

Tom hizo que Madre se moviera y sacó la lata de parches de debajo del cojín del asiento. Desenrolló el parche de goma y sacó el tubo de cola y lo apretó suavemente.

—Está seco —dijo—. Tal vez haya suficiente. Bien, Al. Bloquea las ruedas traseras. Vamos a levantarlo con el gato.

Tom y Al trabajaban bien juntos. Pusieron piedras detrás de las ruedas y el gato debajo del eje delantero y quitaron el peso de la cubierta flácida. Sacaron la cubierta. Encontraron el agujero, hundieron un trapo en el depósito de gasolina y limpiaron la cámara alrededor del agujero. Y después, mientras Al sujetaba la cámara tensa sobre la rodilla, Tom rompió en dos el tubo de cola y extendió el escaso fluido en una capa delgada sobre el caucho con su navaja. Rascó la goma con delicadeza.

—Ahora vamos a dejar que se seque mientras corto un parche.

Recortó y biseló el borde del pache azul. Al sujetó la cámara mientras Tom ponía cuidadosamente el parche en su sitio.

—Ya está. Ahora tráelo al estribo mientras yo le doy con el martillo.

Golpeó el parche con cuidado, luego estiró la cámara y miró los bordes del parche.

—Ya está. Va a aguantar. Ponla en el neumático y vamos a hincharla. Parece que vas a poder guardarte tu dólar, Madre.

Al dijo:

—Ojalá tuviéramos una de repuesto. Tenemos que comprar una, Tom, y tenerla en el neumático e hinchada. Entonces podríamos arregar un pinchazo de noche.

—Cuando tengamos dinero para una rueda de repuesto, compraremos en su lugar café y carne —dijo Tom.

El tráfico ligero de la mañana zumbaba en la carretera y el sol se fue volviendo cálido y brillante. Un viento suave y murmurador soplaba en rachas desde el suroeste y las montañas a ambos lados del amplio valle se difuminaban en una niebla perlada.

Tom estaba hinchando el neumático cuando un turismo que venía del norte se detuvo al otro lado de la carretera. Un hombre de rostro moreno, vestido con un traje gris claro, salió y cruzó en dirección al camión. Llevaba la cabeza descubierta. Sonrió y mostró unos dientes muy blancos contra la piel marrón. Llevaba una enorme alianza de oro en el dedo corazón de la mano izquierda. Una pelotita de fútbol de oro colgaba de una cadena delgada delante del chaleco.

—Buenos días —dijo con afabilidad.

Tom dejó de hinchar la rueda y levantó la vista.

—Buenos días.

El hombre se pasó los dedos por el cabello corto y áspero que estaba encaneciendo.

—¿Buscan trabajo?

—Desde luego. Buscamos hasta debajo de las piedras.

—¿Pueden recoger melocotones?

—Nunca lo hemos hecho —dijo Padre.

—Podemos hacer cualquier cosa —dijo Tom con premura—. Podemos recoger cualquier cosa.

El hombre jugueteó con la pelota de oro.

—Bueno, hay trabajo en abundancia para ustedes a unas cuarenta millas hacia el norte.

—Estaríamos muy agradecidos —dijo Tom—. Díganos cómo llegar e iremos a paso ligero.

—Bien, vayan al norte, a Pixley, eso está a treinta y cinco o treinta y seis millas y luego hacia el este, unas seis millas. Pregunten a cualquiera dónde está el rancho Hooper. Allí hay trabajo de sobra.

—Seguro que sí.

—¿Saben dónde hay más gente buscando trabajo?

—Claro —replicó Tom—. Hacia el sur, en el campamento de Weedpatch hay un montón de gente que busca trabajo.

—Me acercaré por allí. Necesitamos bastantes. Recuerden, en Pixley tuerzan hacia el este y derechos hasta el rancho Hooper.

—Sí —dijo Tom—. Y le damos las gracias. Necesitamos trabajo con urgencia.

—De acuerdo. Vayan en cuanto puedan —volvió a cruzar la carretera, subió a su turismo abierto y se alejó hacia el sur.

Tom apoyó su peso en la bomba.

—Veinte cada uno —dijo—. Uno, dos tres, cuatro… —al llegar a veinte Al cogió la bomba y luego Padre y después el tío John. El neumático se llenó y se volvió suave. Repitieron la ronda tres veces.

—Vamos a bajarla a ver qué tal —dijo Tom.

Al quitó el gato y bajó el coche.

—Tiene de sobra —dijo—. Quizá un poco de más.

Tiraron las herramientas dentro del camión.

—Venga, vamonos —dijo Tom—. Por fin vamos a tener trabajo.

Madre se volvió a sentar en el centro. Esta vez condujo Al.

—Llévalo con calma. No lo quemes, Al.

Continuaron por los soleados campos mañaneros. La niebla se levantó en las cumbres de las colinas, que eran claras y marrones, con pliegues morados y negros. Las palomas silvestres echaban a volar desde las cercas al pasar el camión. Al aumentó la velocidad de forma inconsciente.

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