Las uvas de la ira (73 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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—Tú, Ruthie —llamó distraída—. Subíos encima del montón. Vais a coger frío —les ayudó a subir y los dejó sentados y sintiéndose violentos al lado de Rose of Sharon.

Madre dijo repentinamente:

—Tenemos que irnos.

—No podemos —dijo Padre—. Como dice Al, todo lo que tenemos está aquí. Quitaremos la puerta del furgón y haremos más sitio para sentarse.

La familia se acurrucó en las plataformas, silenciosa y preocupada. El agua llegó hasta los trece centímetros antes de que la riada superara el terraplén de la carretera y se extendiera regularmente por el campo de algodón al otro lado. Durante ese día y esa noche los hombres durmieron empapados, uno junto al otro, en la puerta del furgón. Y Madre estaba acostada cerca de Rose of Sharon. A veces Madre le susurraba algo y a veces se sentaba silenciosamente, con expresión pensativa. Bajo la manta escondió lo que quedaba del pan de la tienda.

La lluvia caía ahora de forma intermitente: pequeños chubascos y luego la calma. En la mañana del segundo día, Padre chapoteó por el campamento y regresó con diez patatas en los bolsillos. Madre le contempló torvamente mientras él cortaba parte de la pared interior del furgón, encendía el fuego y llenaba una cazuela de agua. Todos comieron las patatas cocidas y humeantes con los dedos. Y cuando la comida se acabó miraron fijamente el agua gris, y por la noche tardaron largo rato en acostarse.

Cuando llegó la mañana despertaron nerviosos. Rose of Sharon le susurró algo a Madre.

Madre asintió.

—Sí —dijo—. Ya es hora —y entonces se volvió hacia la puerta del furgón, donde yacían los hombres—. Nos vamos de aquí —dijo con fiereza—, vamos a un lugar más alto. Y vosotros podréis venir o no, pero yo me llevo a los pequeños y a Rosasharn fuera de aquí.

—¡No podemos! —dijo Padre débilmente.

—Muy bien. Quizá puedas ayudar a llevar a Rosasharn hasta la carretera y luego te vuelves. Ahora no llueve y nos vamos.

—De acuerdo, vamos —dijo Padre.

Al intervino:

—Madre, yo no voy.

—¿Por qué no?

—Bueno… Aggie, ella y yo…

Madre sonrió.

—Desde luego —dijo—. Tú quédate aquí, Al. Cuida las cosas. Cuando el agua baje, volveremos. Vamos deprisa antes de que llueva otra vez —le dijo a Padre—. Venga, Rosasharn. Nos vamos a un sitio seco.

—Puedo andar.

—Quizá un poco, en la carretera. Dobla la espalda, Padre.

Padre bajó al agua y se quedó esperando. Madre ayudó a Rose of Sharon a bajar de la plataforma y a cruzar el furgón. Padre la cogió en brazos y la sostuvo tan alto como le fue posible y caminó con cuidado sobre la profunda agua, alrededor del furgón y hacia la carretera. La dejó en el suelo y la sujetó. El tío John le siguió con Ruthie cogida. Madre bajó al agua y durante un momento sus faldas se hincharon a su alrededor.

—Winfield, siéntate en mis hombros. Al… volveremos en cuanto baje el agua. Al… —hizo una pausa—. Si… si Tom viene, dile que volveremos. Dile que tenga cuidado. ¡Winfield!, sube a mis hombros. Así. No muevas los pies —ella caminó tambaleándose por el agua, que le llegaba al pecho. En el terraplén de la carretera la ayudaron y le quitaron a Winfield de los hombros.

Pararon un momento en la carretera a mirar atrás, la manta de agua, los bloques rojo oscuro de los furgones, los camiones y coches bajo el agua lenta. Mientras miraban empezó a caer una lluvia ligera.

—Tenemos que movernos —dijo Madre—. Rosasharn, ¿crees que puedes andar?

—Estoy un poco mareada —dijo la joven—. Me encuentro como si me hubieran dado una paliza.

Padre protestó:

—Ahora nos vamos, pero ¿a dónde vamos?

—No lo sé. Venga, dale la mano a Rosasharn —Madre la cogió por el brazo derecho y Padre por el izquierdo—. Vamos a algún sitio que esté seco. Tenemos que encontrar alguno. Hace dos días que vosotros tenéis la ropa mojada.

Avanzaron lentamente por la carretera. Podían oír el murmullo del agua en el arroyo que corría paralelo a la carretera. Ruthie y Winfield marchaban juntos chapoteando. Caminaron lentamente. El cielo se oscureció más y la lluvia creció en intensidad. No había ningún tráfico por la carretera.

—Tenemos que apresurarnos —dijo Madre—. Si esta muchacha se cala… No sé lo que le va a pasar.

—No has dicho hacia dónde tenemos que apresurarnos —le recordó Padre con sarcasmo.

La carretera torcía junto con el arroyo. Madre escudriñó los campos inundados. Lejos de la carretera, a la izquierda, en una colina ondulada y baja, había un granero ennegrecido por la lluvia.

—¡Mira! —dijo Madre—. ¡Mira allí! Apuesto a que a ese granero no pasa el agua. Vamos allí hasta que pare de llover.

Padre suspiró.

—Probablemente el dueño nos echará a patadas.

Delante, al lado de la carretera, Ruthie vio un punto rojo. Corrió hacia él: un esmirriado geranio silvestre, que tenía una flor azotada por la lluvia. Cogió la flor. Le quitó un pétalo con cuidado y se lo pegó en la nariz. Winfield se acercó corriendo.

—¿Me das uno? —preguntó.

—No señor. Es todo mío. Lo he encontrado yo —se pegó otro pétalo en la frente, un pequeño corazón brillante.

—Venga, Ruthie. Dame uno. Venga ya —lanzó una mano para quitárselo, pero falló, y Ruthie le dio una bofetada con la mano abierta en la cara. Se paró un momento, sorprendido, y luego sus labios temblaron y sus ojos se anegaron.

Los otros les alcanzaron.

—¿Qué habéis hecho ahora? —preguntó Madre—. ¿Qué habéis hecho ahora?

—Intentó quitarme la flor.

Winfield sollozó.

—Yo… solo quería uno para pegármelo en la nariz.

—Dale uno, Ruthie.

—Que se encuentre él una. Ésta es mía.

—¡Ruthie! Dale uno.

Ruthie percibió la nota de amenaza en el tono de voz de Madre y cambió su táctica.

—Toma —dijo con amabilidad exagerada—. Te voy a pegar un pétalo —los mayores siguieron adelante. Winfield puso la nariz cerca de ella. Ella mojó un pétalo con la lengua y se lo clavó cruelmente en la nariz—. Hijo de puta —dijo quedamente. Winfield se llevó los dedos al pétalo y lo apretó en la nariz. Caminaron con premura siguiendo a los demás. Ruthie sintió que la diversión se había acabado.

—Toma —dijo—. Aquí tienes más. Pégate alguno en la frente.

De la derecha de la carretera llegó un agudo sonido silbante. Madre gritó:

—Deprisa. Viene una lluvia fuerte. Pasemos por la cerca. Es más corto. Venga, vamos. Sigue aguantando, Rosasharn —llevaron a la joven medio a rastras a la cuneta y le ayudaron a pasar la cerca. Y entonces se desató la tormenta. Mantas de agua cayeron sobre ellos. Siguieron por el barro y subieron la pequeña inclinación. El granero negro estaba casi oscurecido por completo por la lluvia, que silbaba y salpicaba y avanzaba empujada por el viento. Rose of Sharon resbaló y se quedó colgando de sus padres.

—¡Padre! ¿Puedes llevarla en brazos?

Él se inclinó y la cogió.

—Estamos calados hasta los huesos de todas formas —dijo—. Deprisa, Winfield, Ruthie, adelantaos corriendo.

Llegaron jadeantes al granero y entraron tambaleándose por el extremo abierto, que no tenía puerta. Algunos aperos de granja oxidados yacían aquí y allá, un arado de discos y un cultivador roto, una rueda de hierro. La lluvia martilleaba en el tejado y ponía una cortina a la entrada. Padre dejó cuidadosamente a Rose of Sharon sentada en una caja grasienta.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó.

Madre dijo:

—Puede que haya heno en el interior. Mira, aquí hay una puerta —abrió la puerta de goznes oxidados—. Hay heno —gritó—. Entrad.

Dentro estaba oscuro. Un poco de luz entraba a través de las grietas entre los tablones.

—Échate, Rosasharn —dijo Madre—. Échate y descansa. Intentaré pensar alguna forma para que te seques.

Winfield dijo:

—¡Madre! —y la lluvia, rugiendo en el tejado, ahogó su voz—. ¡Madre!

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que quieres?

—¡Mira! En el rincón.

Madre miró. Había dos figuras en la penumbra; un hombre tumbado de espaldas y un niño sentado junto a él, con los ojos muy abiertos, mirando con fijeza a los recién llegados. Mientras miraba, el niño se puso lentamente de pie y se acercó a ellos. Su voz se rompió.

—¿Son los propietarios de esto?

—No —dijo Madre—. Sólo hemos venido a refugiarnos de la lluvia. Tenemos una muchacha enferma. ¿Tienes una manta que pudiéramos usar para quitarle la ropa mojada?

El niño volvió al rincón y trajo un sucio edredón que tendió a Madre.

—Gracias —dijo ella—. ¿Qué le pasa a ese hombre?

El niño hablaba con un graznido monótono.

—Primero estuvo enfermo, pero ahora se está muriendo de hambre.

—¿Qué?

—Muriéndose de hambre. Se puso enfermo en el algodón. Lleva seis días sin comer.

Madre fue al rincón y miró al hombre. Tenía alrededor de cincuenta años, su rostro estaba chupado y los ojos eran vagos y de expresión fija. El niño se llegó a su lado.

—¿Es tu padre? —preguntó Madre.

—¡Sí! Dice que no tiene hambre o que acaba de comer y me da la comida. Ahora está demasiado débil. Apenas se puede mover.

El golpeteo de la lluvia decreció hasta no ser más que un silbido tranquilizador en el tejado. El hombre consumido movió los labios. Madre se arrodilló a su lado y acercó la oreja. Sus labios se volvieron a mover.

—Claro —dijo Madre—. Estése tranquilo. Él está bien. Espere que le quite la ropa mojada a mi hija.

Madre se volvió hacia Rose of Sharon.

—Quítate la ropa —dijo. Utilizó el edredón como una pantalla para que no la vieran. Y cuando estuvo desnuda, Madre la tapó con el edredón. El niño estaba otra vez a su lado explicándole:

—Yo no lo sabía. Decía que había comido o que no tenía hambre. Anoche fui y rompí una ventana y robé un poco de pan. Le hice tragárselo. Pero lo vomitó todo y se quedó más débil todavía. Tiene que comer sopa o leche. ¿Tienen ustedes dinero para comprar leche?

Madre dijo:

—Calla. No te preocupes. Ya pensaremos algo.

De pronto el niño gritó:

—¡Se está muriendo, se lo digo yo! Se está muriendo de hambre, se lo digo yo.

—Calla —dijo Madre. Miró a Padre y al tío John que miraban al hombre enfermo sin saber qué hacer. Miró a Rose of Sharon envuelta en el edredón. Los ojos de Madre fueron más allá de los de Rose of Sharon y luego volvieron a ellos. Y las dos mujeres se miraron profundamente la una a la otra. La respiración de la muchacha era entrecortada.

Ella dijo:

—Sí.

Madre sonrió.

—Sabía que lo harías. ¡Lo sabía! —miró sus manos, entrelazadas en su regazo.

Rose of Sharon susurró:

—¿Podéis… podéis saliros todos? —la lluvia caía lentamente en el tejado.

Madre se inclinó hacia adelante y con la palma de la mano retiró de la frente de su hija el pelo en desorden y la besó en la frente. Madre se enderezó con presteza.

—Venga, vamos todos —llamó—. Vamos a salir al cobertizo de las herramientas.

Ruthie abrió la boca para hablar.

—Calla —dijo Madre—. Calla y ve —los hizo salir y llevó al niño consigo; cerró la puerta chirriante tras de sí.

Durante un minuto Rose of Sharon se quedó sentada inmóvil en el granero susurrante.

Luego levantó su cuerpo y se ciñó el edredón. Caminó despacio hacia el rincón y contempló el rostro gastado y los ojos, abiertos y asustados. Entonces, lentamente, se acostó a su lado. Él meneó la cabeza con lentitud a un lado y a otro. Rose of Sharon aflojó un lado de la manta y descubrió el pecho.

—Tienes que hacerlo —dijo. Se acercó más a él y atrajo la cabeza hacia sí—. Toma —dijo—. Así —su mano le sujetó la cabeza por detrás. Sus dedos se movieron con delicadeza entre el pelo del hombre. Ella levantó la vista y miró a través del granero, y sus labios se juntaron y dibujaron una sonrisa misteriosa.

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