Read Las vírgenes suicidas Online
Authors: Jeffrey Eugenides
Nosotros también habíamos llegado con nuestras parejas y bailábamos como quien sostiene un maniquí, mirando por encima de los hombros cubiertos de gasa de nuestra chica, en busca de las hermanas Lisbon. Las vimos entrar, vacilantes sobre sus tacones altos. Con ojos muy abiertos echaron una mirada al gimnasio, después de lo cual hablaron entre ellas y dejaron a sus parejas para llevar a cabo la primera de las siete excursiones al cuarto de baño que harían a lo largo de aquella noche. Hopie Riggs estaba delante del lavabo cuando entraron las hermanas.
—Me di cuenta de que se sentían incómodas con aquellos vestidos —nos explicó—. No dijeron nada, pero resultaba evidente. Esa noche yo llevaba un vestido con el cuerpo de terciopelo y la falda de tafetán. Todavía me va bien.
Sólo Mary y Bonnie tenían necesidad de ir al servicio. Lux se miró al espejo el tiempo necesario para corroborar su belleza, Therese evitó mirarse.
—No hay papel —dijo Mary desde el retrete—. Dadme un poco.
Lux arrancó unas cuantas servilletas de papel del dispensador del lavabo y se las echó por encima de la puerta.
—Está nevando —dijo Mary.
—Armaban mucho ruido, como si estuvieran en su casa —explicó Hopie Riggs—. Yo tenía algo en la parte de atrás del vestido y Therese me lo sacó.
Al preguntarle si las niñas Lisbon habían dicho algo sobre sus parejas en el ámbito íntimo del cuarto de baño, Hopie respondió:
—Mary dijo que estaba contenta de que el chico que le había tocado no fuera un asco total, aunque la verdad es que lo era. Me parece que les importaban menos los chicos que iban con ellas que estar en el baile. A mí me ocurría lo mismo. A mí me acompañaba Tim Carter, que era un auténtico renacuajo.
Cuando las hermanas salieron del cuarto de baño, en la pista había mucha más gente y varias parejas paseaban lentamente por el gimnasio. Kevin Head preguntó a Therese si quería bailar con él y no tardaron en perderse en el tumulto.
—¡Dios mío, yo era tan joven! —nos diría Kevin años más tarde—. ¡Y tenía tanto miedo! También ella tenía miedo. La cogí de la mano y no sabíamos qué hacer, no sabíamos si enlazar los dedos o no. Por fin los enlazamos. Eso fue lo que se me quedó más grabado, lo de los dedos.
Parkie Denton aún se acuerda de los movimientos estudiados de Mary, de su pose.
—Era ella la que llevaba la batuta —dijo—. Tenía en una mano un Klennex hecho una bola.
Mientras bailaba mantenía una conversación muy comedida, del tipo de las que sostienen las muchachas con los duques en las películas antiguas mientras bailan un vals. Se mantenía muy erguida, como Audrey Hepburn, esa actriz a la que idolatran todas las mujeres y en la que los hombres jamás piensan. Daba la impresión de que tenía dibujada en la mente la pauta que debían seguir sus pies en el suelo, el aspecto que debían tener los dos juntos, y estaba fuertemente concentrada en ese tipo de cosas.
—Su expresión era tranquila —declaró Parkie Denton—, pero por dentro estaba tensa. Tenía los músculos de la espalda como las cuerdas de un piano.
En las piezas rápidas, Mary no lo hacía tan bien.
—Como los viejos cuando se empeñan en bailar en las bodas.
Lux y Trip no bailaron hasta más tarde y lo primero que hicieron fue buscar un sitio en el gimnasio donde pudieran estar a solas. Pero Bonnie los siguió.
—Y yo la seguí a ella —explicó Joe Hill Conley—. Hacía como que quería pasear, pero miraba de reojo a Lux y no la perdía de vista ni un instante.
Iban de un lado a otro del grupo de los que bailaban. Siguieron la pared más alejada del gimnasio, pasaron por debajo de la red de baloncesto, ahora cubierta de adornos, y acabaron en las gradas. Entre dos bailes, el señor Durid, jefe de estudios, declaró abierta la votación para elegir el rey y la reina del baile y, mientras todos tenían la vista clavada en la urna de cristal donde había que depositar las papeletas, colocada sobre la mesa de la sidra, Trip Fontaine y Lux Lisbon se colaron debajo de las gradas.
Bonnie fue tras ellos.
—Como si temiera quedarse sola —dijo Joe Hill Conley.
Pese a que ella no se lo había pedido, él la siguió. Abajo, gracias a las franjas de luz que se filtraban a través de las tablas, vio que Trip Fontaine acercaba una botella a la cara de Lux para que leyera la etiqueta.
—¿Ha visto alguien que te metías aquí debajo? —preguntó Lux a su hermana.
—No.
—¿Y a ti?
—No —respondió Joe Hill Conley.
Después ya nadie dijo nada más y la atención de todos se centró en la botella que sostenía Trip Fontaine en la mano. Los reflejos de la bola de luces brillaban en la botella e iluminaron la encendida fruta de la etiqueta.
—
Schnapps
de melocotón —explicaría Trip Fontaine años más tarde en el desierto, en la época que estaba abandonando eso y todo lo demás—. A las chavalas les encanta.
Había comprado el licor aquella tarde con un carné de identidad falso y había llevado la botella escondida en el forro de la chaqueta. Ahora, mientras los otros tres lo observaban, desenroscó el tapón y tomó un sorbo de aquella especie de néctar de miel.
—Hay que probarlo con un beso —dijo. Acercó la botella a los labios de Lux y agregó—: No te lo tragues. Después él tomo otro sorbo, acercó la boca a la de Lux y le dio un beso que sabía a melocotón. Lux se atragantó debido a la intensidad del placer. Se echó a reír y por la barbilla le bajó un reguero de
schnapps
que ella recogió con la mano en la que llevaba el anillo, pero en seguida los dos se pusieron solemnes y, juntando las caras, siguieron bebiendo y besándose. Durante una pausa, Lux dijo:
—Este mejunje es una verdadera delicia.
Trip pasó la botella a Joe Hill Conley, quien la acercó a la boca de Bonnie, pero ésta la rechazó.
—No, no quiero —dijo.
—¡Vamos, sólo un poquito! —insistió Trip.
—¡Anda, no te hagas la estrecha! —dijo Lux.
Lo único visible eran las rendijas de los ojos de Bonnie, que la luz plateada mostró llenos de lágrimas. Joe Hill Conley acercó la botella a la mancha oscura que ocultaba su boca. Los ojos húmedos de Bonnie se agrandaron y sus mejillas se hincharon.
—No te lo tragues —le ordenó Lux.
Entonces Joe Hill Conley derramó el contenido de su boca en la de Bonnie. Dijo que ella había mantenido apretados los dientes durante el beso, haciéndolos rechinar. El
schnapps
de melocotón fue pasando de una a otra boca hasta que por fin ella acabó tragándoselo y ya se quedó tranquila. Bastantes años después, Joe Hill Conley alardeaba de saber detectar el estado emocional de una mujer por el sabor de su boca, e insistía en afirmar que había adquirido ese don aquella noche estando con Bonnie debajo de las gradas. Dijo que a través del beso podía sentir toda su persona, como si se le escapara el alma a través de los labios, tal como creía la gente del Renacimiento. Lo que cató primero fue la grasa del lápiz de labios Chap Stick, a continuación el triste sabor a coles de Bruselas de su última comida y después ya vino aquel sabor a polvo de muchas tardes perdidas y de la sal de los conductos lacrimales. El
schnapps
de melocotón iba desvaneciéndose al diferenciar los jugos de sus órganos internos, todos con la leve acidez del infortunio. A veces sus labios se volvían extrañamente fríos y, al mirarla, se dio cuenta de que besaba con ojos asustados y enormemente abiertos. Después el
schnapps
volvió a circular de mano en mano, de boca en boca. Preguntamos a los chicos si habían hablado de cosas íntimas con ellas o si les habían hecho alguna pregunta sobre Cecilia, pero dijeron que no.
—No quería estropear un momento tan bueno como aquél —dijo Trip Fontaine.
Y Joe Hill Conley añadió:
—Hay momentos para hablar y momentos para callar.
Aunque en la boca de Bonnie cató misteriosas profundidades, no intentó sondearlas porque no quería que ella dejara de besarlo.
Vimos a las chicas cuando salían de debajo de las gradas, arrastrando los vestidos y secándose la boca. Lux se movía con aire insolente al son de la música. Fue entonces cuando Trip Fontaine bailó por fin con ella y años después nos diría que aquel saco informe que llevaba por vestido no hizo sino acrecentar su deseo.
—Te dabas cuenta de la esbeltez de su cuerpo debajo de todas aquellas ropas. Me mataba.
A medida que fue avanzando la noche las hermanas Lisbon se fueron acostumbrando a sus vestidos y a moverse con ellos. Lux descubrió una manera de arquear la espalda que hacía que la ropa se le ciñera por delante. Nos acercábamos a ellas siempre que podíamos, fuimos veinte veces al cuarto de baño y nos tomamos veinte vasos de sidra, intentamos hablar con sus chicos con intención de suplantarlos, pero ellos no dejaban solas a las chicas ni un minuto. Terminada la votación para elegir al rey y a la reina, el señor Durid subió al improvisado escenario y anunció los nombres de los vencedores. Todo el mundo sabía que el rey y la reina no podían ser otros que Trip Fontaine y Lux Lisbon, y hasta las chicas que llevaban vestidos de cien dólares aplaudieron como locas al verlos aparecer. Después bailaron los dos y bailamos todos, y finalmente abordamos a Head, a Conley y a Denton para ver si nos dejaban bailar con las chicas Lisbon. Cuando por fin nos tocó el turno, estaban rojas como pimientos, tenían las axilas mojadas e irradiaban calor por los cuatro costados debido a lo cerrados que eran sus vestidos. Estrechamos sus manos sudorosas entre las nuestras, hicimos girar sus cuerpos bajo la bola de mil reflejos, las perdimos bajo la inmensidad de sus ropas y volvimos a encontrarlas, estrujamos la pulpa de sus carnes e inhalamos el perfume de sus movimientos. Alguno de nosotros tuvo la valentía de introducir una pierna entre las suyas y de oponer nuestra angustia a la de ellas. Las hermanas Lisbon volvían a parecer idénticas con aquellos vestidos mientras iban circulando de mano en mano, sonrientes y dando incesantemente las gracias. Un hilo suelto del vestido se enganchó en el reloj de David Stark y, mientras Mary se dedicaba a desenredarlo, él le preguntó:
—¿Lo pasas bien?
—No lo había pasado tan bien en toda mi vida —respondió ella.
Y decía la verdad. Nunca nadie había visto a las hermanas Lisbon tan contentas como aquel día, tan sociables, tan parlanchinas. Después de un baile, mientras Therese y Kevin Head tomaban el fresco en la puerta, ella le preguntó:
—¿Cómo es que se os ocurrió invitarnos?
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a que si lo hicisteis por lástima.
—¡Ni hablar!
—¡Embustero!
—Creo que eres guapísima. Ahí tienes la razón.
—¿Te parecemos tan locas como todo el mundo se figura que somos?
—¿Quién se lo figura?
Therese no respondió, se limitó a extender la mano fuera de la puerta para ver si llovía.
—Cecilia era rara, nosotras no. —Guardó silencio un instante y luego añadió—: Lo que queremos es vivir... si nos dejan.
Más tarde, cuando ya se dirigían al coche, Bonnie se paró con Joe Hill Conley a contemplar de nuevo las estrellas. El cielo estaba totalmente cubierto de nubes. Mientras observaban el cielo encapotado, ella le preguntó:
—¿Crees que Dios existe?
—Sí.
—Yo también.
Eran las diez y media y las hermanas Lisbon debían estar de regreso al cabo de media hora. Ya se estaba terminando el baile y el coche del señor Lisbon salía de la zona de aparcamiento destinada a los profesores en dirección a su casa. Kevin Head y Therese, Joe Hill Conley y Bonnie, Parkie Denton y Mary se encaminaron hacia el Cadillac, pero Lux y Trip no los siguieron. Bonnie volvió corriendo al gimnasio para ver si estaban allí, pero no los vio por ninguna parte.
—A lo mejor han vuelto a casa con tu padre —apuntó Parkie Denton.
—Lo dudo —dijo Mary escrutando la oscuridad y alisándose la parte de arriba del vestido, bastante arrugada.
Las chicas se sacaron los zapatos de tacón alto para caminar más cómodamente e inspeccionaron entre los coches aparcados y la zona del mástil donde la bandera había ondeado a media asta el día de la muerte de Cecilia, pese a que había sido en verano y nadie, salvo los que estaban en el prado, se habían percatado del detalle. Las hermanas Lisbon, hasta hacía unos instantes tan alegres, se habían puesto ahora muy serias y se habían olvidado de sus compañeros. Se movían en pelotón y, si se dispersaban un momento, volvían a replegarse al instante. Inspeccionaron en los alrededores del teatro, detrás del ala de ciencias, e incluso en el patio donde había una pequeña estatua de una chica, regalada en recuerdo de Laura White y cuya falda de bronce ya estaba empezando a oxidarse. Las soldaduras de las muñecas estaban atravesadas por simbólicas cicatrices, pero las hermanas Lisbon ni la miraron ni dijeron nada al volver al coche a las once menos diez. Las llevaron a su casa.
El trayecto de regreso se desarrolló en un silencio casi total. Joe Hill Conley y Bonnie estaban sentados detrás, junto a Kevin Head y Therese. Parkie Denton conducía; más tarde se quejaría de que esto le impedía cualquier movimiento en dirección a Mary. De todos modos, Mary estuvo todo el tiempo arreglándose el peinado con ayuda del espejo de la visera. Therese le comentó:
—Déjalo ya. La que nos espera...
—En todo caso a Luxie, no a nosotras.
—¿Tiene alguien un caramelo de menta o un chicle? —preguntó Bonnie.
Nadie tenía ninguno, por lo que se volvió hacia Joe Hill Conley. Lo miró fijamente un momento y después, sirviéndose de los dedos, le marcó una raya en los cabellos, en el lado izquierdo de la cabeza.
—Así está mejor —dijo Bonnie.
Casi veinte años después, Conley sigue peinándose el poco pelo que le queda con la raya marcada por la invisible mano de Bonnie.
Fuera de la casa de los Lisbon, Joe Hill Conley besó a Bonnie por última vez y ella se dejó. Therese ofreció la mejilla a Kevin Head. A través de los cristales velados por el vapor, los chicos miraron la casa. El señor Lisbon ya había regresado y la luz del dormitorio principal estaba encendida.
—Os acompañaremos hasta la puerta —dijo Parkie Denton.
—No, no —dijo Mary.
—¿Por qué?
—Porque no —replicó, y salió del coche casi sin darle la mano.
—De veras que lo hemos pasado muy bien —dijo Therese desde el asiento de atrás.
—¿Me llamarás? —musitó Bonnie al oído de Joe Hill Conley.