Las vírgenes suicidas (18 page)

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Authors: Jeffrey Eugenides

BOOK: Las vírgenes suicidas
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—Las dejaba resbalar escaleras abajo pero, antes de soltarlas, las retenía un momento.

La señora Lisbon tenía encendida la chimenea de la sala de estar, y Lux, que lloraba en silencio, comenzó a arrojar los discos al fuego. No supimos qué álbumes fueron condenados al auto de fe, pero parece que Lux imploraba misericordia a la señora Lisbon mientras iba cogiendo en sus manos los discos uno tras otro. Pronto el olor lo invadió todo y el plástico se fundió sobre los morillos, por lo que la señora Lisbon pidió a Lux que no echara más discos en el fuego. (El resto de los álbumes fueron a parar a la basura de la semana.) Pero Will Timber, que estaba tomando un vaso de mosto, dijo que durante todo el camino hasta Mr. Z's, la tienda de Kercheval donde vendían artículos para fiestas, tuvo metido en la nariz aquel hedor a plástico quemado.

Durante las semanas siguientes apenas vimos a las chicas. Lux no volvió a hablar nunca más con Trip Fontaine, ni Joe Hill Conley llamó a Bonnie pese a habérselo prometido. La señora Lisbon llevó a sus hijas a casa de su abuela a fin de escuchar el consejo de una anciana que había vivido todo tipo de penalidades. Cuando la llamamos por teléfono a Roswell, Nuevo México, población a la que se había trasladado después de vivir cuarenta y tres años en la misma casa de una sola planta, la vieja (de nombre Lema Crawford) se negó a responder a las preguntas sobre su participación en el castigo, ya fuera por testarudez o para no oír su voz a través del audífono diciendo aquellas cosas por teléfono. Habló, sin embargo, de los sinsabores que a ella misma le había deparado el amor sesenta años atrás.

—Son cosas que jamás se superan —dijo—, aunque puedes acabar encontrándote en una situación en la que ya no te importen tanto. —Después, antes de colgar, añadió—: El tiempo aquí es espléndido. Lo mejor que hice en mi vida fue liar los bártulos y marcharme de aquella ciudad.

El sonido desvaído de su voz hizo que la escena cobrase vida: la vieja, ante la mesa de la cocina, con los escasos cabellos metidos en un turbante de tejido elástico, la señora Lisbon con los labios apretados y expresión ceñuda sentada delante de ella y las cuatro penitentes, las cabezas bajas y manoseando chucherías y figurillas de porcelana. No se habla ni un momento de lo que ellas sienten ni de lo que esperan de la vida, no hay más que una orden que emana de arriba —abuela, madre, hijas— mientras fuera, en el patio trasero, va cayendo la lluvia sobre las marchitas hortalizas del huerto.

El señor Lisbon siguió yendo a su trabajo todas las mañanas y la familia a la iglesia los domingos, pero aquí se acabó todo. La casa se iba viendo ahogada por nieblas de juventud, y hasta nuestros padres comenzaron a decir que tenía un aire lúgubre y malsano. Los vapores que emanaban las miasmas atraían por las noches a los mapaches y no era raro encontrar alguno muerto, aplastado por un coche al alejarse de la basura de los Lisbon. Una semana, en el porche delantero, se vio a la señora Lisbon con bombas humeantes que despedían un hedor sulfuroso. Nadie había visto nunca aquellos artilugios, pero decían que eran útiles para ahuyentar a los mapaches. Tiempo después, antes de que arreciaran los primeros fríos aproximadamente, la gente empezó a ver a Lux copulando en el tejado con hombres y muchachos sin rostro.

Al principio habría sido imposible decir qué ocurría. Un cuerpo de celofán movía los brazos contra las tejas de pizarra como un niño que arrastrara un ángel por la nieve. Después ya se distinguía otro cuerpo más oscuro, a veces con uniforme de un restaurante de comidas rápidas, a veces con todo un surtido de cadenas de oro, una vez con el atuendo gris pardusco de los contables. Apostados en la buhardilla de los Pitzenberger, y a través de las ramas más pequeñas de los olmos, ahora desnudas de hojas, acabamos por descubrir el rostro de Lux, sentada y envuelta en una manta Hudson Bay, fumando un cigarrillo, tan inasequiblemente cercana allí metida en el círculo de los prismáticos, moviendo lentamente los labios sin emitir sonido alguno.

Nos sorprendía que pudiera hacerlo en su propia casa, mientras sus padres dormían. En realidad era imposible que el señor y la señora Lisbon vieran lo que ocurría en el tejado de su casa y, una vez instalados en él, Lux y sus amiguetes disfrutaban de una cierta seguridad. Pese a todo, debía de producirse el inevitable ruido de los muchachos y los hombres al colarse dentro de la casa, los crujidos de las escaleras en medio de una oscuridad cargada de ansiosas vibraciones, los ruidos nocturnos zumbando en sus oídos, hombres sudorosos, conscientes de que corrían el riesgo de ser acusados de violación, de perder su trabajo, de afrontar un divorcio, pero que eran conducidos escaleras arriba y tenían que saltar por una ventana para subir al tejado, donde la pasión les machacaba las rodillas y los hacía revolcarse en charcos empantanados. Nunca supimos de dónde los sacaba Lux. No nos constaba que abandonase la casa en ningún momento, ya que si hubiera salido de noche habría podido hacer lo mismo en cualquier solar a orillas del lago. El hecho es que prefería hacer el amor en el mismo lugar donde estaba confinada. En lo que a nosotros respecta, aprendimos mucho acerca de las técnicas del amor y, puesto que no conocíamos las palabras para designar lo que veíamos, tuvimos que inventárnoslas. Así fue como empezamos a hablar de «trinar en el cañón», de «atar el tubo», de «gimotear en el pozo», de «deslizar la cabeza de la tortuga» o de «masticar zumaque». Años más tarde, cuando también nosotros perdimos la virginidad, el pánico nos hizo imitar aquellos lejanos revolcones de Lux en el tejado, e incluso ahora, de ser sinceros con nosotros mismos, tendríamos que admitir que seguimos haciendo el amor con aquel pálido espectro, sus pies afianzados en el canalón, su mano florida apoyada siempre en la chimenea, prescindiendo de lo que hagan los pies y las manos de nuestras actuales amantes. Y también tendríamos que admitir que, en nuestros momentos más íntimos, solos en la noche con los latidos de nuestro corazón, mientras pedimos a Dios que nos salve, la aparición más frecuente es Lux, súcubo de aquellas noches binoculares.

Tuvimos informes de sus aventuras eróticas a través de las fuentes más insospechadas, como muchachos de clase obrera con extraños cortes de pelo que juraban y perjuraban que habían estado con Lux en el tejado de su casa y, pese a que tratábamos de ponerlos en un brete buscando contradicciones en sus historias, nunca lo conseguimos. Decían siempre que la casa estaba muy oscura, que no habían visto nada y que lo único vivo que había en ella era la mano de Lux, conminatoria y reticente a un tiempo, que los llevaba agarrados por la hebilla del cinturón. El suelo era una carrera de obstáculos. En una ocasión Dan Tyco pisó una cosa blanda en el rellano y la recogió. Sólo cuando Lux lo llevó al tejado a través de la ventana, la luz de la luna le permitió ver qué llevaba en la mano: aquel medio bocadillo que el padre Moody había encontrado cinco meses antes. Otros encontraron cuencos de espaguetis congelados y latas vacías, como si la señora Lisbon hubiera dejado de cocinar para sus hijas, y éstas vivieran de forraje.

A decir de los chicos, Lux había perdido peso, aunque no habríamos podido asegurarlo viéndola a través de los prismáticos. Los dieciséis hicieron algún comentario sobre la prominencia de sus costillas, sus escuálidos muslos, y uno que había subido al tejado con Lux durante una cálida tormenta de invierno nos dijo que los huecos de las clavículas de la chica recogían el agua de la lluvia. Unos pocos hicieron referencia al sabor ácido de su saliva —el de los jugos gástricos cuando no se emplean en nada—, si bien ninguno de estos signos de desnutrición, de enfermedad o de pesadumbre (las pupas de las comisuras de los labios, la calva sobre la oreja izquierda) impedían que Lux produjese la apabullante impresión de ser un ángel hecho carne. Hablaban de haber subido a la chimenea como llevados por dos grandes y batientes alas, y de aquella leve pelusilla que Lux tenía en el labio superior, que se le caía igual que plumón. Sus ojos brillaban, ardían, estaban abocados a su misión como sólo podían hacerlo los de una criatura que no dudara de la gloria de la creación o de su falta de sentido. Las palabras empleadas por aquellos muchachos, los evasivos movimientos de las cejas, su espanto, su desconcierto, dejaban claro que eran perfectamente conscientes de no ser más que insignificantes asideros en la ascensión de Lux y, al final, pese a que ellos llegaban al pináculo, tampoco habrían podido decir qué había más allá de todo aquello. Unos pocos hicieron alguna observación sobre la avasalladora sensación que les producía la inconmensurable caridad de Lux.

Aun cuando apenas si sostuvo conversaciones largas, nos hicimos una ligera idea de su estado mental a través de lo poco que nos llegó de lo poco que dijo. En una ocasión le comentó a Bob McBrearley que le era imposible vivir sin «hacerlo regularmente», si bien pronunció la frase con acento de Brooklyn, como si hiciera una imitación cinematográfica. En su manera de proceder había mucho de actuación. Willie Tate llegó a afirmar incluso que, pese a su avidez, «no parecía gustarle mucho», y otros chicos señalaron una desatención similar. Al levantar la cabeza del dulce apoyo que era el cuello de Lux, encontraban sus ojos abiertos, la veían perdida en la maraña de sus pensamientos o, en el punto culminante de la pasión, sentían que les arrancaba la costra de un grano que tenían en la espalda. Sin embargo parece que Lux decía cosas como:

—Todavía no la saques, déjala un minuto. Así nos sentiremos más unidos.

Otras veces afrontaba el acto como un deber, colocaba a los chicos en su sitio, les desabrochaba el cinturón y les bajaba la cremallera con la actitud mecánica de una cajera de supermercado. Las precauciones que tomaba para no quedar embarazada eran de lo más contradictorio. Algunos afirmaban que se servía de procedimientos complicados, que se introducía tres o cuatro gelatinas o cremas a la vez, rematadas con un espermicida blanco al que se refería con el nombre de «la crema de queso». En ocasiones se limitaba a usar el «método australiano», consistente en agitar una botella de Coca-Cola y regar con ella sus interioridades. Cuando le daba por ser más estricta, pronunciaba aquella consigna suya que sonaba a ultimátum.

—Nada de erección sin protección.

A menudo usaba productos farmacéuticos; otras veces, sin embargo, seguramente cortada por los impedimentos de la señora Lisbon, recurría a los ingeniosos métodos concebidos por las comadronas de otros tiempos. El vinagre demostró sus propiedades, al igual que el jugo de tomate: diminutas naves del amor naufragando en mares ácidos. Lux conservaba todo un surtido de botellas, así como un complejo arsenal que tenía escondido detrás de la chimenea. Nueve meses después, cuando los techadores contratados por la joven pareja que acababa de mudarse encontraron las botellas, comentaron a la esposa:

—Parece que aquí arriba había alguien que preparaba ensaladas.

Si ya era una locura hacer el amor en el tejado en cualquier época del año, hacerlo en invierno indicaba enajenación, desesperación, autodestrucción muy por encima del placer que pueda conseguirse debajo de árboles que gotean. Si algunos veíamos a Lux como una fuerza de la naturaleza, inasequible al frío, una diosa de hielo concebida por la propia estación, la mayoría sabíamos que no era más que una chica que corría peligro de morir de frío o que perseguía ese final. En consecuencia, no nos sorprendió que, después de tres semanas de exhibiciones al aire libre, volviera a presentarse la ambulancia. Aquella vez, la tercera, la ambulancia ya se había hecho tan habitual como las histéricas voces de la señora Buell llamando a Chase a casa. Cuando apareció como un bólido por la calle, su imagen familiar impidió que reparásemos en los neumáticos para la nieve recién colocados y en los anillos de sal incrustados en los guardabarros. Vimos al sheriff —el tipo delgado y con bigote— saltar del asiento del conductor antes de que tuviera tiempo de saltar realmente y, a partir de aquel momento, cada imagen ya estuvo marcada con la impronta del
déjá vu.
Estábamos preparados para ver a las chicas pasando por delante de las ventanas con las batas puestas, encenderse las luces que iluminarían el derrotero de los sanitarios hasta la víctima, primero la luz del vestíbulo, después la del salón, después la del pasillo de arriba, después la del dormitorio de la derecha, hasta que toda la casa, como una máquina tragaperras, quedase totalmente iluminada por sectores. Eran más de las nueve de la noche y no había luna. Los pájaros habían anidado en las farolas, por eso la luz se filtraba a través de las briznas de paja y de las plumas de la muda. Hacía tiempo que los pájaros habían emprendido el camino del sur, pero de nuevo el sheriff y el gordo aparecieron en la puerta de la casa de los Lisbon. Llevaban la camilla, tal como esperábamos, pero al iluminarse el porche no estábamos preparados para ver lo que vimos: Lux Lisbon sentada, totalmente viva.

Parecía acongojada, pero al sacarla en andas de la casa tuvo la presencia de ánimo suficiente para coger el
Reader's Digest,
que después, en el hospital, se leería de cabo a rabo. De hecho, pese a las convulsiones (se cogía el vientre con las manos), Lux había tenido la osadía de darse en los labios una capa de carmín rosado que, al decir de los que estuvieron en el tejado con ella, sabía a fresa. La hermana de Woody Clabault tenía una barra de la misma marca y una vez que nos metimos en el cuarto donde sus padres guardaban los licores, pedimos a Woody que se pintara los labios y nos besara a todos por turno para que supiésemos cómo sabía. Por encima del sabor de las bebidas que improvisamos aquella noche —una parte de ginger ale, una parte de bourbon, una parte de zumo de lima y una parte de whisky escocés—, pudimos apreciar el gusto a cera de fresas en los labios de Woody Clabault, transformados delante de la chimenea de su casa en los labios de Lux. En la grabadora sonaba una estruendosa música de rock, mientras nosotros nos agitábamos en las butacas, flotando incorpóreos de vez en cuando hasta el sofá para hundir la cabeza en el frasco de fresas, pese a lo cual al día siguiente nos negamos a recordar lo ocurrido y de hecho ésta es la primera vez que hablamos del incidente. En cualquier caso, el recuerdo de aquella noche fue sustituido por el de Lux transportada a la ambulancia porque, pese a las discrepancias de tiempo y espacio, fueron los labios de Lux los que catamos, no los de Clabault.

Era evidente que Lux necesitaba un lavado de cabello. George Pappas, que se acercó a la ambulancia antes de que el sheriff cerrara la puerta, dijo que Lux tenía sangre pegada en las mejillas.

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