Las vírgenes suicidas (7 page)

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Authors: Jeffrey Eugenides

BOOK: Las vírgenes suicidas
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—Nada.

Sin embargo, cuando veía pasar a las hermanas Lisbon se agachaba detrás de un árbol, cerraba los ojos y se dedicaba a mover los labios.

Pero no sólo pensábamos en las chicas. Ya antes del funeral de Cecilia muchos no sabían hablar de otra cosa que de lo peligrosa que era aquella verja sobre la que ella había saltado.

—Era un accidente que cabía esperar —dijo el señor Frank, que trabajaba en una compañía de seguros—. No hay póliza que cubra ese riesgo.

—Hasta a nuestros hijos les habría podido ocurrir —no paraba de insistir la señora Zaretti a la hora del café después de la misa del domingo.

Algunos padres no tardaron en eximir de culpas a la verja. Resultaba que la verja en cuestión estaba en la propiedad de los Bates, por lo que el señor Buck, abogado, habló con el señor Bates sobre la posibilidad de quitarla, aunque quiso mencionar el asunto al señor Lisbon. Por supuesto que todos daban por sentado que los Lisbon estarían contentos con la decisión.

Rara vez habíamos visto a nuestros padres con botas de trabajo, peleándose con la tierra, armados con azadones flamantes. Luchaban con la verja, encorvados como los marines cuando izaron la bandera de Iwo Jima. Fue la demostración más importante de esfuerzo colectivo que se recordaba en el vecindario: todos aquellos abogados, médicos y banqueros hombro con hombro en la trinchera, mientras las madres les levantaban el ánimo ofreciéndoles Kool-Aid de naranja. Por un momento nuestro siglo volvía a ser noble. Hasta los gorriones en los hilos del teléfono parecían contemplar la escena. No pasaban coches. La niebla industrial de la ciudad hacía que los hombres parecieran figurillas de peltre, pero llegó la noche y aún no habían conseguido sacar la verja. Al señor Hutch se le ocurrió la idea de serrar los barrotes tal como lo habían hecho los sanitarios y los hombres pasaron un buen rato haciendo turnos en la labor de serrar, pero aquellos brazos, que sólo estaban acostumbrados a manejar papeles, no tardaron en rendirse. Por fin decidieron atar la verja a la parte trasera del Bronco todoterreno propiedad del tío Tucker. A nadie le importaba que el tío Tucker no tuviera carnet de conducir (los examinadores siempre detectaban el aliento a alcohol y aun cuando dejó de beber tres días antes del examen, seguramente seguía saliéndole por los poros). Nuestros padres se limitaron a gritarle:

—¡Dale fuerte!

El tío Tucker apretó a fondo el acelerador, pero la verja ni siquiera se movió. A media tarde acabaron por rendirse e hicieron una colecta para contratar a un equipo de gente del oficio. Una hora más tarde llegaba un hombre en un camión remolcador, sujetaba un barrote con un gancho, apretaba un botón para hacer girar el enorme manubrio y, con un potente fragor de tierra removida, arrancaba la verja asesina.

—Hay sangre —dijo Anthony Turkis.

La examinamos para averiguar si aquella sangre que nadie había visto cuando ocurrió el suicidio era posterior al mismo. Algunos aseguraban que estaba en la tercera púa, otros que en la cuarta, pero fue algo tan imposible como encontrar la pala ensangrentada en la parte de atrás de
Abbey Road,
donde todos los indicios proclamaban que Paul estaba muerto.

Ningún miembro de la familia Lisbon contribuyó en nada a la eliminación de la verja. Pese a todo, de vez en cuando veíamos aparecer fugazmente un rostro en una de las ventanas de la casa. En cuanto el camión hubo derribado la verja, salió el señor Lisbon en persona por una puerta lateral y enrolló una manguera de jardín. Ni por un instante se acercó a la trinchera. Agitó la mano como hacen los vecinos cuando se saludan y volvió a meterse dentro. El hombre ató al camión con una soga los trozos de la verja y, tras recibir el pago correspondiente, dejó al señor Bates el jardín más destrozado que habíamos visto en la vida. Nos sorprendió que nuestros padres lo permitieran cuando un jardín destrozado era razón suficiente para avisar a la policía. Pero el señor Bates no gritó ni anotó siquiera la matrícula del camión, como tampoco la señora Bates, a la que una vez habíamos visto llorar porque lanzamos petardos contra sus magníficos tulipanes. Ni ellos ni nuestros padres dijeron nada, lo que hizo que nos diésemos cuenta de lo viejos que eran, de lo acostumbrados que estaban a los sufrimientos, a las depresiones, a las guerras. Comprendimos que la versión del mundo que nos daban no era en la que ellos creían, y que por mucho que refunfuñasen y se quejasen cuando les estropeaban las plantas, en realidad sus jardines les importaban un rábano.

Apenas el camión hubo arrancado, nuestros padres volvieron a congregarse alrededor del agujero y observaron con detenimiento los gusanos que serpenteaban en él, las cucharas de cocina y la piedra que según juraba y perjuraba Paul Little era una flecha india. Ahora se inclinaban sobre palas y escobas, a pesar de que no habían hecho nada hasta aquel momento. Todos se sentían mejor, como cuando se ha limpiado un lago o el aire o el campo vecino destruido por las bombas. Era poco lo que podía hacerse para salvarnos, pero por lo menos la verja había desaparecido. Aun cuando su jardín había quedado devastado el señor Bates intentó recomponer un poco la tierra, y el viejo matrimonio alemán aparecía en su cenador con emparrado y se tomaba el vino dulce de los postres. Como de costumbre, llevaban puestos los sombreros alpinos, el señor Hessen con la plumita verde, y su perro
schnauzer
, sujeto con la correa, olisqueaba el ambiente. Sobre la cabeza del matrimonio colgaban racimos de uva. La espalda encorvada de la señora Hessen aparecía y desaparecía entre sus esplendorosos rosales, que había empezado a rociar.

En un momento determinado, levantamos los ojos al cielo y vimos que todas las moscas del pescado habían muerto. El aire ya no era pardo sino azul. Con la escoba de la cocina libramos palos, ventanas e hilos eléctricos de todos los bichos que se habían quedado prendidos y los metimos en bolsas. Los insectos muertos se contaban por millares. Tenían alas de seda, y Tim Winer, el cerebro, nos indicó que las colas de las moscas del pescado se parecían muchísimo a las de las langostas.

—Son más pequeñas —explicó—, pero tienen básicamente el mismo dibujo. Las langostas pertenecen al tipo de los artrópodos, igual que los insectos. De hecho, son insectos, y éstos no son más que langostas que han aprendido a volar.

Nadie habría podido explicar qué nos ocurrió aquel año ni el motivo por el que odiábamos tan intensamente aquellos insectos muertos posados sobre nuestra vida. De pronto aquellas moscas del pescado que cubrían como una alfombra las piscinas de nuestras casas, llenaban nuestros buzones y manchaban las estrellas de nuestras banderas, nos resultaban insoportables. El acto colectivo de derribar la verja condujo al barrido colectivo, al transporte colectivo de bolsas y al riego colectivo de los patios. Examinamos sus minúsculos rostros de bruja y las aplastamos entre los dedos hasta notar el olor a carpa que despedían. Intentamos quemarlas pero no ardieron (lo que hizo que nos parecieran más muertas que cualquier cosa que pudiésemos imaginar). Sacudimos los arbustos y las alfombras e hicimos funcionar a toda marcha los limpiaparabrisas. Las moscas del pescado taponaron las rejas de los albañales y tuvimos que desatrancarlas con ayuda de palos. Agachados sobre los albañales, oíamos el río que corría por debajo del pueblo y tirábamos piedras para escuchar el chapoteo que hacían al caer.

Pero no nos limitamos a nuestras casas. Una vez que las paredes estuvieron limpias, el señor Buell dijo a Chase que sacara los bichos de casa de los Lisbon. Debido a sus creencias religiosas, el señor Buell siempre se excedía en sus deberes, rastrillaba tres metros del terreno correspondiente a los Hessen, les limpiaba con la pala el camino de entrada de su casa e incluso se lo espolvoreaba con sal gema. No era extraño, pues, que dijera a Chase que barriera el patio de los Lisbon, a pesar de que vivían al otro lado de la calle y no en la puerta contigua. Como el señor Lisbon no tenía hijos sino hijas, los chicos y hombres del pueblo lo habían ayudado otras veces a retirar del jardín las ramas abatidas por el rayo, por lo que nadie dijo una palabra al ver acercarse a Chase enarbolando la escoba como si se tratase del estandarte de un regimiento. Pero entonces el señor Grieger ordenó a Kyle que fuera también a barrer un poco y el señor Hutch envió a Ralph y al poco rato estábamos todos en casa de los Lisbon restregando las paredes y sacando restos de mosca. Tenían más que en nuestras casas, las paredes estaban cubiertas de una capa de dos centímetros de espesor y Paul Baldino nos planteó esta adivinanza:

—¿Qué es eso que huele como el pescado, se come en broma pero no es pescado?

Al llegar a las ventanas de los Lisbon, los inexplicables sentimientos que abrigábamos por las muchachas empezaron a destacar. Mientras estábamos retirando las moscas, vimos a Mary Lisbon en la cocina con una caja de macarrones Kraft en la mano. Daba la impresión de que dudaba si abrirla o no. Leyó las instrucciones, volvió la caja del otro lado para estudiar la imagen realista de la pasta y volvió a dejar la caja en el mostrador de la cocina. Anthony Turkis, pegando la cara contra la ventana, dijo:

—Algo tiene que comer.

La chica volvió a coger la caja. La miramos esperanzados, pero dio media vuelta y desapareció.

Estaba oscureciendo. En las casas más cercanas ya habían encendido las luces, pero no en la de los Lisbon. Apenas si veíamos el interior de la casa, de hecho los cristales habían empezado a reflejar nuestras caras boquiabiertas. No eran más de las nueve, pero todo confirmaba lo que decía la gente: que desde el suicidio de Cecilia, los Lisbon sólo aguardaban a que llegara la noche para olvidarse de todo con el sueño. En la ventana de uno de los dormitorios de arriba, tres lamparillas votivas de Bonnie resplandecían en medio de una neblina rojiza, pero el resto de la casa había absorbido las sombras de la noche. Justo en el momento en que volvíamos la espalda los insectos empezaban a vibrar en sus escondrijos. Los llamábamos grillos, pero nunca habíamos encontrado ninguno en los arbustos rociados ni en los jardines ventilados, e ignorábamos por completo la apariencia que tendrían. No eran más que ruido. Nuestros padres habían tenido mayor intimidad con los grillos. Era evidente que para ellos aquel zumbido no era una cosa meramente mecánica. Venía de todas las direcciones, siempre desde un lugar situado por encima de nuestra cabeza o justo debajo, sugiriéndonos que el mundo de los insectos era más sensible que el nuestro. Mientras estábamos allí, fascinados por aquella paz oyendo el canto de los grillos, el señor Lisbon salió por una puerta lateral y nos dio las gracias. Tenía el cabello más gris que antes, pero ni siquiera la pesadumbre había podido alterar el tono agudo de su voz. Iba vestido con un mono y llevaba una de las rodillas manchada de serrín.

—Podéis serviros de la manguera —dijo, mientras se fijaba en la camioneta del Buen Humor que pasaba en aquel momento por allí delante y, como si el tintineo de la campana le trajese recuerdos, sonrió o dio un respingo (no estaba demasiado claro), y volvió a meterse dentro.

Sólo más adelante entramos con él, invisibles, con los fantasmas de nuestros interrogantes. Parece que, al entrar, el señor Lisbon se encontró con Therese, que salía en aquel momento del comedor. Estaba llenándose la boca de caramelos —por el color eran M&M—, pero dejó de hacerlo al ver al señor Lisbon y se los tragó sin masticarlos. La ancha frente le resplandecía con la luz de la calle y tenía aquellos labios de cupido más rojos, más pequeños y mejor dibujados que como él los recordaba, sobre todo comparados con las mejillas y la barbilla, ahora más prominentes. Sus pestañas eran costrosas, como si acabaran de despegársele al abrir los ojos. En aquel momento el señor Lisbon tuvo la impresión de que no la conocía, como si los hijos fueran personas extrañas con las que uno acepta vivir, y se acercó a ella como si la viera por primera vez en su vida. Le puso las manos en los hombros y después las dejó caer a los costados. Therese se apartó los cabellos de la cara, sonrió y comenzó a subir lentamente las escaleras.

El señor Lisbon procedió a hacer su ronda nocturna habitual destinada a comprobar si la puerta principal estaba cerrada con llave (no lo estaba), si la luz del garaje estaba apagada (sí lo estaba) y si había quedado encendido alguno de los quemadores de la cocina (no había quedado ninguno). Apagó la luz del cuarto de baño de la planta baja, donde encontró en el lavabo los hierros de los dientes de Kyle Krieger, que se los había sacado durante la fiesta para comer el pastel. El señor Lisbon aclaró debajo del grifo los hierros de Kyle, examinó aquella forma rosada que encajaba con el paladar del chico, las ondulaciones del plástico que bordeaban la torreta de los dientes, el alambre frontal retorcido en los puntos clave (se distinguían las marcas de las tenacillas) para ejercer una presión progresiva. El señor Lisbon sabía que sus deberes de vecino y de padre le obligaban a guardar el hierro aquel en una bolsa Ziploc, llamar a los Krieger y comunicarles que aquel carísimo aparato de ortodoncia de su hijo estaba a buen recaudo. Este tipo de acciones —sencillas, humanas, conscientes, clementes— sirven para que la vida siga adelante. Unos días antes seguro que habría hecho todo aquello. Ahora, sin embargo, cogió el artilugio y lo tiró en el retrete. Después apretó la manija del agua. La oleada zarandeó el aparato, que desapareció por la garganta de porcelana, pero apenas las aguas se aquietaron volvió a emerger flotando en la superficie con aire burlón. El señor Lisbon aguardó a que volviera a llenarse el depósito y accionó nuevamente el dispositivo del agua. Ocurrió lo mismo. En esta ocasión la réplica de la boca del muchacho quedó en la blanca pendiente de porcelana.

En este punto el señor Lisbon vio un centelleo con el rabillo del ojo.

—Me pareció ver a alguien pero al mirar no vi nada.

Tampoco vio nada cuando volvió al recibidor de atrás, entró en el vestíbulo y subió las escaleras. En la planta inferior se detuvo delante de la puerta de las chicas, pero sólo oyó a Mary que tosía en sueños, a Lux que tenía puesta la radio muy baja y cantaba. Se metió en el cuarto de baño de sus hijas. Por la ventana entraba un rayo de luna que iluminó una parte del espejo. Entre las huellas de dedos que lo cubrían había una zona circular limpia en la que las chicas se miraban y sobre el espejo Bonnie había pegado una paloma recortada con papel de dibujo. El señor Lisbon entreabrió los labios en una mueca y observó en el círculo limpio del espejo su colmillo postizo de la parte izquierda de la boca, que ya empezaba a volverse verde. Las puertas de los dormitorios que compartían las chicas no estaban cerradas del todo y de dentro salían suspiros y murmullos. Prestó atención a los sonidos, como si pudieran revelarle los sentimientos de sus hijas y la manera de aquietarlos. Lux apagó la radio y todo quedó en silencio.

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