Las vírgenes suicidas (3 page)

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Authors: Jeffrey Eugenides

BOOK: Las vírgenes suicidas
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Encontramos al señor Buell abajo, en el dormitorio que no compartía con su mujer y que había decorado con motivos deportivos. Tenía en un estante una fotografía de su primera esposa, a la que amaba desde que se habían divorciado, y cuando se levantó de su escritorio para saludarnos todavía iba encorvado a causa de aquella herida en el hombro que la fe no había conseguido curar del todo.

—Fue una consecuencia más de esta lamentable sociedad en la que vivimos —nos dijo—. No estaban en afinidad con Dios.

Cuando le recordamos lo de la estampa de la Virgen María, dijo:

—La única estampa que debería haber llevado era la de Jesús.

A través de las arrugas y de las indóciles cejas blancas todavía descubrimos el rostro afable del hombre que hacía muchos años nos había enseñado a pasar la pelota de fútbol. El señor Buell había sido piloto durante la Segunda Guerra Mundial y, tras ser derribado en Birmania, salvó a sus hombres recorriendo cien millas a través de la jungla. Después de aquello ya no volvió a tomar ningún medicamento, ni siquiera una aspirina. Un invierno se rompió el hombro esquiando y lo máximo que se consiguió de él fue que se dejara hacer una radiografía, nada más. Desde entonces daba un respingo cada vez que tratábamos de hacerle un placaje, rastrillaba las hojas secas con una sola mano y ya no preparaba las malditas tortitas los domingos por la mañana. Por lo demás, seguía perseverando y siempre nos corregía amablemente cuando tomábamos el nombre de Dios en vano. Metido allí en su dormitorio, aquel hombro se había transformado en una simpática joroba.

—¡Qué triste lo de esas chicas! —dijo—. ¡Qué desperdicio de vida!

La teoría más extendida era que la culpa de todo la tenía Dominic Palazzolo. Dominic era hijo de inmigrantes y vivía con unos parientes hasta que su familia se instaló en Nuevo México. Fue el primer chico del vecindario que llevó gafas de sol y, a la semana de llegar, ya se enamoró. El objeto de sus deseos no era Cecilia sino Diana Porter, una jovencita de cabellos castaños y cara caballuna, aunque guapa, que vivía en una casa con las paredes cubiertas de hiedra, junto al lago. Por desgracia, no advirtió a Dominic atisbando por la cerca mientras ella jugaba entusiasmada a tenis en la pista de cemento de su casa, ni tampoco cuando se echaba en la tumbona, sudando néctar, junto a la piscina.

Para los del grupo, Dominic Palazzolo no contaba porque no se sumaba a nuestras conversaciones sobre béisbol o coches, ya que apenas sabía unas pocas palabras de inglés, lo que no impedía que de vez en cuando echara la cabeza hacia atrás y, con el cielo reflejado en las gafas de sol, dijese:

—La amo.

Y cada vez que lo decía parecía desprenderse de una cosa tan profunda que lo llenaba de estupor, como si acabara de soltar una perla. A principios de junio, cuando Diana Porter se marchó de vacaciones a Suiza, Dominic se sintió destrozado.

—Me cago en la Virgen María —dijo con furia—. Me cago en Dios.

Y como para demostrar su desesperación y la sinceridad de su amor, se subió al tejado de la casa de sus parientes y saltó.

Lo vimos. Vimos que Cecilia Lisbon lo vio desde el jardín de su casa. Dominic Palazzolo, con los pantalones ceñidos, las botas Dingo y el tupé, entró en la casa, lo vimos pasar junto a las ventanas panorámicas de la planta baja, apareció después en la ventana de la planta superior, el pañuelo de seda atado al cuello. Trepó por el saliente y se subió al tejado plano. Allá arriba parecía frágil, perturbado, temperamental, tal como nos imaginábamos a los europeos. Se colocó en el extremo del tejado como un nadador a punto de saltar de la palanca y dijo en un murmullo:

—La amo.

Después pasó por encima de las ventanas y de un salto bien calculado cayó en el jardín.

No se hizo nada. Se puso de pie después de demostrar su amor y algunos decían que en ese instante, calle abajo, Cecilia Lisbon se había enamorado de él. Amy Schraff, una amiga de Cecilia de la escuela, aseguraba que durante la última semana del curso ésta no sabía hablar de otra cosa. En lugar de dedicarse a preparar los exámenes, empleaba las horas de estudio en buscar ITALIA en la enciclopedia, comenzó a decir
ciao
y a acudir a la iglesia católica de San Pablo, a orillas del lago, y a mojarse la frente con agua bendita. En la cafetería, incluso los días calurosos en que el lugar se llenaba con los vahos de la comida típica de la institución, Cecilia escogía siempre espaguetis y albóndigas, como si comiendo lo mismo que Dominic Palazzolo pudiera estar más cerca de él. Ya en el punto culminante de la pasión amorosa, compró el crucifijo que Peter Sissen había visto decorado con el sostén. Los que apoyaban esta teoría decían siempre lo mismo: la semana anterior a que Cecilia intentara suicidarse, la familia de Dominic Palazzolo lo llamó a Nuevo México. Se marchó cagándose más que nunca en Dios porque Nuevo México todavía estaba más lejos de Suiza, donde, en aquel mismo instante, Diana Porter se estaba paseando bajo los árboles del verano, apartándose inexorablemente del mundo que Dominic heredaría en calidad de propietario de una empresa dedicada a la limpieza de alfombras. Si Cecilia había derramado su sangre en la bañera era porque, según decía Amy Schraff, también lo hacían los romanos cuando la vida les resultaba insoportable, y porque pensaba que cuando Dominic se enterara, allí en la carretera, entre los cactos, comprendería que lo había hecho porque lo amaba.

El informe del psiquiatra recoge gran parte del expediente del hospital. Después de hablar con Cecilia, el doctor Hornicker diagnosticó que el suicidio había sido un acto de agresión inspirado por la regresión de impulsos de la libido propios de la adolescencia. Ante tres manchas de tinta absolutamente diferentes, la chica había respondido: «Un plátano». También había visto «barrotes de una cárcel», «un pantano», «un africano» y «la tierra después de una bomba atómica». Al preguntarle por qué había intentado suicidarse sólo respondió:

—Fue un error.

Se negó a añadir nada más a pesar de la insistencia del médico.

«Pese a la gravedad de las heridas», anotó el doctor Hornicker, «no creo que la paciente quisiera realmente quitarse la vida. El acto era una demanda de ayuda.»

Al reunirse con el señor y la señora Lisbon les recomendó que suavizaran las normas. Opinaba que sería bueno para Cecilia el que tuviera alguna «válvula de escape de tipo social al margen de la codificación escolar, que le permita frecuentar la compañía de chicos de su edad. Debe permitirse que Cecilia, a sus trece años, se pinte de manera parecida a como lo hacen las chicas de su edad a fin de que pueda conectar con ellas. La imitación de hábitos comunes es un paso indispensable en el proceso de la individualización».

A partir de aquel momento, la casa de los Lisbon experimentó un cambio. Casi a diario, incluso cuando no tenía necesidad de echar una ojeada a Cecilia, Lux se tumbaba en la toalla y se bronceaba al sol en traje de baño, circunstancia que incitaba al afilador de cuchillos ambulante a hacer una demostración de quince minutos absolutamente innecesaria. La puerta principal de la casa permanecía siempre abierta, debido a que constantemente entraba o salía alguna de las niñas. Una vez que estábamos en el jardín de Jeff Maldrum jugando a pelota, vimos un grupo de niñas bailando rock and roll en la sala de estar. Parecían muy serias, concentradas en aprender los movimientos correctos, y nos sorprendió que estuvieran bailando juntas para divertirse mientras Jeff Maldrum daba unos golpecitos en la ventana y les dedicaba unos besos ruidosos, hasta que bajaron la persiana. Antes de que las chicas desaparecieran de la vista, todavía tuvimos tiempo de ver a Mary Lisbon al fondo, cerca de la librería, con pantalones vaqueros acampanados y un corazón bordado en las posaderas.

Hubo otros cambios milagrosos. Se permitió que Butch, quien cortaba la hierba de casa de los Lisbon, entrase en la casa a tomar un vaso de agua para que no se viese obligado a beber directamente del grifo de fuera. Sudado, con el tatuado torso desnudo, se metía directamente en la cocina donde las hermanas Lisbon vivían y respiraban, pero nunca le preguntamos qué había visto debido a que sus músculos y su pobreza nos imponían mucho respeto.

Dimos por sentado que el señor y la señora Lisbon estaban de acuerdo en actuar con indulgencia, pero cuando años más tarde hablamos con el señor Lisbon nos dijo que su mujer jamás había aceptado la recomendación del psiquiatra.

—Lo único que hizo fue ceder durante un tiempo —agregó.

Para entonces ya se había divorciado y vivía solo en un apartamento de una sola habitación cuyo suelo estaba cubierto de virutas debido a que ocupaba el tiempo tallando madera. Los estantes estaban repletos de esculturas de pájaros y ranas. Según palabras del señor Lisbon, siempre había albergado dudas con respecto a la severidad de su esposa, pues estaba convencido de que cuando se prohibe bailar a las chicas lo único que se consigue es atraer maridos de mal color y pecho hundido. Además, el olor de todas aquellas chicas enjauladas había empezado a atacarle los nervios. A veces tenía la impresión de vivir en una pajarera del zoo. Encontraba en todas partes horquillas para el pelo y peines con pelos enredados en las púas y como era una casa en la que sólo había hembras, llegaban a olvidarse de que él era macho y hablaban abiertamente de la menstruación como si él no estuviera delante. A Cecilia acababa de venirle el periodo, precisamente el mismo día en que lo estaban pasando las demás, todas sincronizadas en sus ritmos lunares. Aquellos cinco días de cada mes eran los peores del año para el señor Lisbon, que se veía obligado a distribuir aspirinas como quien da de comer a los patos, así como a apaciguar los accesos de llanto que se desataban por el simple hecho de que en la película de la tele habían matado a un perro. Según contó, cuando las chicas tenían «el mes» desplegaban su feminidad de manera dramática. Se ponían más lánguidas, bajaban las escaleras del modo en que lo hacen las actrices y hasta les daba por guiñar el ojo al decir cosas tan sencillas como: «La prima Herbie ha venido de visita».

En alguna ocasión lo habían enviado de noche a comprar Tampax, pero no una caja sino cuatro o cinco, ante lo cual los jóvenes dependientes de la tienda, con su bigotito fino, esbozaban una sonrisa irónica. Quería a sus hijas, eran su tesoro, pero anhelaba la presencia de algunos chicos. Ésta fue la razón de que, dos semanas después de que Cecilia volviera a casa, el señor Lisbon convenciese a su mujer de que dejara a las chicas celebrar la primera y única fiesta de sus cortas vidas. Todos recibimos las invitaciones, escritas a mano en papel de dibujo, con unos globos en los que aparecían escritos nuestros nombres con rotulador Magic Marker. La sorpresa que tuvimos al ser invitados a una casa que sólo habíamos visitado en nuestras fantasías de cuarto de baño fue tan grande que tuvimos que comparar nuestras respectivas invitaciones antes de dar crédito a nuestros ojos. Era turbador pensar que las chicas Lisbon sabían nuestros nombres, que sus delicadas cuerdas vocales habían pronunciado las sílabas que los componían, que aquello había significado algo en sus vidas. Habían tenido que hacer el esfuerzo de escribirlos con la ortografía correcta, de comprobar nuestras direcciones en el listín telefónico o en los números metálicos clavados en los árboles.

A medida que se acercaba la noche de la fiesta, vigilábamos la casa tratando de descubrir señales de algún tipo de ajetreo u otros preparativos, pero no vimos nada. Los ladrillos amarillentos conservaban su aspecto de orfanato dirigido por religiosos y el silencio del jardín era absoluto. Las cortinas no se movían, tampoco vimos ninguna furgoneta descargando bocadillos gigantes ni bolsas de patatas fritas.

Por fin llegó la noche. Con chaqueta azul, pantalones caqui y corbatas sujetas con aguja, caminamos por la acera de la casa de los Lisbon como en tantas ocasiones, sólo que esta vez giramos y recorrimos el sendero de entrada, subimos los peldaños de la escalera bordeada de macetas de geranios rojos y tocamos el timbre. Peter Sissen nos hacía de guía, pero parecía un poco inquieto y no dejaba de repetir:

—Esperad y veréis.

Se abrió la puerta. En la penumbra, sobre nosotros, cobró forma el rostro de la señora Lisbon. Nos dijo que entrásemos, al cruzar la puerta topamos unos con otros y, apenas pusimos los pies en la estera de pelo largo del zaguán, nos dimos cuenta de que las descripciones que Peter Sissen nos había hecho de la casa eran totalmente erróneas. En lugar del ambiente embriagador de caos femenino que esperábamos encontrar, la casa era un lugar ordenado, estricto, en el que flotaba un vago olor a palomitas de maíz rancias. Sobre el arco de entrada, un cuadro enmarcado ostentaba una leyenda bordada («Bendice esta casa») y a la derecha, en un estante sobre el radiador, había cinco pares de amarillentos zapatitos de bebé perpetuando para siempre el insulso estadio que había sido la primera infancia de las hermanas Lisbon. El comedor estaba amueblado con severos muebles coloniales. Colgado de una pared había un cuadro de los primeros colonizadores desplumando un pavo. La sala de estar reveló un alfombrado anaranjado y un sofá marrón de vinilo. La butaca del señor Lisbon estaba junto a una mesilla con una maqueta de un velero a medio terminar, sin las jarcias y con la pechugona sirena de la proa ya pintada.

Se nos indicó las escaleras que llevaban a la sala de juegos, situada en el sótano. Los peldaños tenían un reborde metálico y eran muy altos. A medida que descendíamos, la luz de abajo iba haciéndose más intensa, como si nos acercáramos al centro ígneo de la tierra. Al llegar al último peldaño quedamos cegados. En el techo zumbaban los fluorescentes y en todas las superficies había lámparas de sobremesa encendidas. Debajo de nuestros zapatos con hebillas flameaba el linóleo a cuadros verdes y rojos. En una mesilla de juego bullía la lava en el cuenco del ponche. Resplandecían los paneles en las paredes y durante los primeros segundos las hermanas Lisbon no fueron sino una mancha fulgurante como una congregación de ángeles. Pero cuando nuestros ojos comenzaron a acostumbrarse a la luz, nos revelaron una cosa en la que nunca habíamos reparado: las niñas Lisbon eran personas distintas, no ya cinco réplicas con idéntico cabello rubio y mejillas mofletudas, sino cinco seres diferentes cuya personalidad comenzaba a transformar sus caras y a diferenciar sus expresiones. Nos dimos cuenta inmediatamente de que Bonnie, que se presentó como Bonaventure, tenía la piel cetrina y la nariz afilada de una monja. Tenía la mirada vidriosa y era un palmo y medio más alta que sus hermanas, sobre todo debido a la largura del cuello, que acabaría colgado un día del extremo de una cuerda. Therese Lisbon tenía una cara más seria, las mejillas y los ojos de una vaca, y se acercó a saludarnos tímidamente. Mary Lisbon tenía el cabello más oscuro y sobre el labio superior lucía una especie de pelusilla que parecía indicar que su madre había descubierto dónde escondía la cera de depilar. Lux Lisbon era la única que encajaba con la imagen que nos hacíamos de las hermanas Lisbon. Irradiaba salud y maldad. Llevaba un vestido muy ceñido y, cuando se adelantó a darnos la mano, nos hizo secretamente cosquillas con un dedo en la palma al tiempo que emitía una extraña risa ronca. Cecilia, como de costumbre, llevaba el vestido de novia con el dobladillo recortado. Era un vestido de los años veinte con lentejuelas en la parte del pecho, que ella no llenaba, y cuyo bajo alguien, Cecilia o el propietario de la tienda de ropa usada, había cortado en zigzag para que le llegara por encima de las excoriadas rodillas. Estaba sentada en un taburete, mirando fijamente el vaso de ponche, con el informe vestido sobre el cuerpo. Llevaba los labios pintados de rojo rabioso, lo que le daba aspecto de una puta desquiciada, pero se comportaba como si allí no hubiera nadie más que ella.

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