Desde la terraza que da al hoyo 9 llamó al hotel. Dijo que era la secretaria del señor Alfredo Insúa. «El señor Insúa dice que el importe que le debitaron de trescientos dólares no es correcto y que quiere un detalle de los gastos», mintió. Le dijeron que le iban a mandar una copia de la factura por fax. Carmen dio el teléfono de su casa, cortó y se sentó otra vez junto a Teresa. «¿Todo bien?», le preguntó su amiga. «Sí, todo bárbaro», contestó ella.
Una mujer que jugaba en la mesa frente a la ventana que da al jardín de invierno se quejó de que las contrarias se hacían señas. Las otras se enojaron. Discutieron. El resto miró, pero nadie intervino. Carmen llamó otra vez al celular de Alfredo. Una de las mujeres se paró y se fue. El celular esta vez sí sonaba. La compañera de la mujer enojada trató de detenerla. Alfredo dijo «hola», Carmen no supo qué decir y cortó. Se terminaron yendo las dos, la enojada y su compañera. Alfredo iba a saber que era ella la que lo había llamado. Las participantes abandonadas se acercaron a la mesa. Carmen estaba sola, Teresa había pasado del lado del té a organizar la entrega de premios. «Increíble la desfachatez de estas mujeres, ¿vos las viste?; anota que ganamos por
walk over
. En esto hay
walk over
como en el tenis, ¿no?» Sonó el celular de Carmen y ella atendió sin llegar a contestarle a la mujer. Era Alfredo. «Sí, se cortó, se ve que acá no hay buena señal.» Alfredo le dijo que llegaba tarde, que no lo esperara despierta. Carmen tachó a la pareja que se fue de la planilla. «Sí, bueno, igual yo acá tengo para un rato, y después tenemos que organizar la recaudación… Sí, nos fue bárbaro…»
La pareja ganadora se llevó dos collares de plata y circones que había donado la joyería Toledo. Las demás aplaudieron. Teresa y Carmen las ayudaron a abrochárselos en el cuello. Las mujeres posaron para la foto, una vez solas y otra vez con ellas. El té se le hizo interminable. Carmen llamó a su casa y habló con la empleada; hacía varios meses que trabajaba para ella, pero después de que Alfredo hizo echar a Gabina, su empleada de toda la vida, no encontró otra que le resultara confiable y por distintos motivos todas le duraban poco. «¿No te llamaron para pedir señal de fax?… Okey… si te llaman y te piden señal, te quedas parada al lado del teléfono y cuando termina de pasar el papel, lo cortas, lo doblas y lo pones en el cajón de mi mesita de luz. ¿Entendiste? A ver, repetímelo, por favor…» La empleada repitió. Carmen no pudo escuchar una parte porque se acercó una participante a pedirle el vuelto que le debía. Cortó. Buscó el vuelto. Le faltaban dos pesos. «Deja, déjalo para el comedor.»
Un rato después, el salón quedó vacío y con olor a cigarrillo. Dos mujeres de la limpieza barrían y acomodaban las mesas. Teresa y Carmen contaban la plata. Sonó el celular de Carmen. Era su empleada, había llegado el fax, se había quedado parada al lado mientras salía el papel, no… los chicos no estaban, lo había cortado, doblado y guardado en el cajón de su mesita de luz. Carmen se apuró a guardar lo recaudado en la cajita de metal y cerrarla con llave. Era más de lo que esperaban. Un poco más de lo que había gastado su marido aquella noche. «Ver que hay tanta gente generosa te levanta el ánimo, ¿no?», dijo Teresa. «Sí», contestó ella, «hay mucha gente generosa».
Apagaron las luces y salieron. Estaba por meterse en el auto y dudó. Se acercó al de Teresa. «¿Querés ir a comer algo? Hoy Alfredo llega tarde.»
El año 98 fue el año de los suicidios sospechos. El del que había pagado las coimas del Banco Nación, el del capitán de navío que había intermediado en las ventas de armas al Ecuador y el del empresario de correo privado que había retratado el fotógrafo asesinado. Pero ninguno de estos hechos tuvo alguna incidencia ni en nuestras vidas ni en la de Los Altos, más que impresionar por un rato a quien leía el diario a mañana o miraba el noticiero.
Nosotros seguíamos hablando de nuestras cosas. De Ronie Guevara, por ejemplo. Para esa época todos nos habíamos dado cuenta, pero a Virginia le llevó más tiempo, como el marido engañado que siempre es el último en enterarse: Ronie ya no volvería aportar a la economía familiar más que algunas ilusiones cargadas de gastos. El sostén familiar era ella y mantener su inmobiliaria en la clandestinidad no hacía más que perjudicarla. Algunos confundían ; trabajo con «favores», y en más de una oportunidad hubo quien se mostró asombrado y hasta ofendido cuando ella intentaba cobrarle una comisión. «Si y al dueño de la casa también lo conozco, ¿por qué te tengo que pagar una comisión?» O aquel que en lugar de pagarle se le apareció con una cartera de su propia fábrica, que no alcanzaba ni a cubrir los gastos de Virginia, «y para colmo fea», como dijo Teresa Scaglia. «Ese día, en que hay que poner sobre la mesa los billetes, el “amigo” ingresa directo a otra categoría a la que todavía no le encuentro nombre adecuado», escribió después en su libreta roja. El precio de los terrenos subía con la euforia de bienestar de los 90, y Virginia no quería perderse la euforia. Nadie se la quería perder. Todos especulábamos con cuánto aumentaba día a día el precio de nuestras casas y hasta dónde podía llegar. Cuando multiplicábamos la superficie de nuestros inmuebles por el valor de los metros cuadrados sentíamos un placer que pocas otras cosas producían. El placer provocado por un algoritmo. Porque no pensábamos venderle nuestras casas a nadie. El cálculo, esa simple multiplicación, era la que producía el efecto.
Había llegado el momento de que Virginia pusiera una inmobiliaria en serio. El reglamento de Altos de la Cascada no nos permite a los socios desarrollar actividades comerciales dentro del predio, y aunque muchos las desarrollan, es un acuerdo tácito hacerlo de forma no evidente. En estos lugares la envidia termina en denuncia, y la denuncia en multa. Poner en su casa un cartel que dijera «Mavi Guevara, Inmobiliaria» hubiera ido contra las normas en forma evidente. Pero la etapa de la clandestinidad ya no la conformaba. Tenía que poner ese cartel fuera del alambrado perimetral, lo suficientemente cerca como para que lo vieran quienes venían a buscar su lugar en Altos de la Cascada y eso ayudara a hacer crecer el negocio.
Ronie estuvo de acuerdo, y por ese entonces se lo oía hablar entusiasmado en rueda de amigos del futuro del negocio inmobiliario de la zona y de las perspectivas de crecimiento de su mujer. Pero su compromiso llegaba hasta ahí, y no la acompañó en la búsqueda del local que la ayudara «a dar el salto». Ella se subió al auto y recorrió las manzanas cercanas a Los Altos en busca de lo más parecido a un local comercial que pudiera encontrar. Todos vamos y venimos por esas calles, a veces más de una vez por día, pero no las miramos de verdad hasta que necesitamos sacar algo de ellas. Por primera vez Virginia las observó detenidamente. La periferia de Altos de la Cascada, en las manzanas más cercanas al barrio, es bastante diferente de un barrio comercial. Terrenos baldíos. Algunos con el pasto crecido. Otros con construcciones interrumpidas antes de completar la altura de las paredes, y de las que, tiempo y abandono mediante, la gente se fue llevando lo que servía. Tres quintas, en hilera una al lado de la otra, abandonadas a fuerza de robos y gastos de mantenimiento que superaban las expectativas de uso. En diagonal a la entrada de La Cascada, un chalet discreto, de un matrimonio joven que no tenía presupuesto como para vivir del otro lado de las barreras, construido especulando con un crecimiento alrededor de Altos de la Cascada que hasta ese entonces no se había producido, y a la sombra de una casilla de seguridad que aunque miraba para otro lado, los tranquilizaba.
Un poco más lejos, por el camino que lleva a la ruta, empieza Santa María de los Tigrecitos, un barrio de casas sencillas de distinta calidad de construcción, casi todas viviendas levantadas por sus propios dueños, o sus parientes o amigos. Quienes viven allí dependen del trabajo que les proveemos en Altos de la Cascada. «Barriada satélite» la llaman en los informes de la Comisión de Seguridad, donde aconsejan apoyarla, ya que sus oportunidades de trabajo fluctúan de acuerdo con la tasa de crecimiento de nuestro barrio, y eso influye directamente, según el informe, sobre nuestra propia seguridad.
Las casas en Santa María de los Tigrecitos crecen tan desparejas como los arbustos de Altos de la Cascada, pero no por una oculta intención estética, como sucede con nuestros jardines. En Los Tigrecitos hacen lo que pueden, las levantan sin ninguna relación la una con la otra, y en algunos casos ni siquiera hay relación entre un ambiente y otro. A las casas se les notan las etapas, la ventana que se abrió después de construir un cuarto y que no respeta la medianera, el segundo piso que se levantó sobre una losa que parecía definitiva, el baño que finalmente se pudo hacer pero sin ventilación adecuada. Una reja puede estar pintada de violeta y la pared lindera de rojo, o azul rabioso. Y al lado otra casa de ladrillo sin revocar. Las casas más importantes tienen una entrada para los autos, y las menos, piso de tierra en todos los ambientes mientras esperan que llegue el trabajo que pague el cemento.
Un pequeño mercado, una carnicería, una panadería, el pool-bar-metegol. Santa María de los Tigrecitos no son más de seis cuadras construidas antes de llegar a la ruta, sobre una calle asfaltada que pagamos nosotros con una cuota extraordinaria en las expensas, casas que van esfumándose en densidad y confort hacia ambos lados del asfalto, en calles laterales de tierra que se inundan cuando desborda el arroyo que viene entubado hasta la salida de La Cascada.
En la calle principal, la que lleva a la ruta, hay veredas. En algunas casas sí y en otras no, porque no las pagó la Municipalidad sino cada vecino, algunas rotas, otras reparadas con baldosas de distinto color. Delante de la carnicería, junto al pizarrón negro donde se anuncian las ofertas de cortes vacunos que los que vivimos en Altos de la Cascada no consumimos, los vecinos se juntan a tomar mate sentados en banquitos de madera. Una cuadra más allá, otros vecinos, también sentados, esperando algo. O nada. Y en la mano de enfrente otros. Miran pasar los autos. Algunos saben a la perfección quién viene por el modelo y la chapa. «Usted es el del BM azul 367, ¿no?», le dijo una vez el ayudante del carpintero a Ernesto Andrade, quien llevó el tema al Consejo de Administración para que analizaran el asunto en la Comisión de Seguridad de Altos de la Cascada.
En el medio del barrio, funcionando como un centro cívico, la cancha de fútbol, la escuela, una capilla que depende de la misma parroquia que la capilla que está adentro de Altos de la Cascada y donde da misa el mismo cura. Un poco más allá, el centro sanitario, con dispensario de vacunas y guardia pediátrica. Y en medio de todo, desordenadas, como hongos que salen después de la lluvia, otra vez las casas. Más casas. Muchas casas para tan poca cuadra. Casas de familias numerosas en las que al menos un integrante, todos los días, recorre las diez cuadras que lo separan de las barreras para hacer su trabajo de jardinero, caddie, personal doméstico, albañil, pintor, cocinera.
En la cuadra siguiente al dispensario había un local chiquito, que alguna vez fue video club, con cartel de entrecasa que decía «Dueño alquila» sobre un viejo póster de una película de Stallone al que le pintaron bigotes de tinta azul. Por las características de superficie y estado del lugar, Virginia podría haber instalado su inmobiliaria ahí. Dicen que lo pensó, hasta casi da una seña. Pero Teresa Scaglia la hizo recapacitar. «¿Vos pensás que alguien con los autos que tenemos se va a parar ahí y se va a animar a bajar?» Cualquiera de nosotros le habría aconsejado algo parecido. Tal vez con un lenguaje menos directo, tal vez con eufemismos, o en voz baja, sin la impunidad con que dice esas cosas Teresa. Pero era cierto que ese lugar no iba a funcionar. Es raro que los de Los Altos nos detengamos en Santa María de los Tigrecitos. Pasamos tan rápido como nos lo permiten los lomos de burro. No hacemos las compras allí, los negocios abastecen a la misma gente que los rodea. Las calles de tierra, la falta de lugar adecuado para estacionar, pero sobre todo la distancia que los separa de la casilla de seguridad de entrada a Altos de la Cascada nos hace mantenernos alejados. Dicen que en Los Tigrecitos hay robos todos los días. Algunos dicen que se roban entre ellos, ellos dicen que vienen de otros barrios. Difícil saberlo.
Finalmente, un golpe de suerte resolvió la situación. El marido de la mujer que vivía en el chalet en diagonal a la entrada, de espaldas a la casilla, la abandonó. La mujer, con tres hijos chiquitos, prefirió mudarse con su mamá, y Virginia le alquiló el chalet casi por los gastos, con la promesa de que en cuanto apareciera un comprador se lo dejaba. Un comprador que ella misma le buscaría, en cuanto encontrara otro lugar mejor donde poner su inmobiliaria. El chalet estaba habitable, una cocina digna, dos cuartos que anularía por el momento, y el living comedor donde instaló la oficina. Un escritorio, tres sillas un sillón y una mesa ratona que Teresa Scaglia tenía en desuso y le regaló, un ropero con cajones que convirtió en archivero. Con una alfombra que ya no usaba y un par de jarrones étnicos le dio un «toque La Cascada». Antes de mudarse cambió bombitas quemadas, le hizo dar una mano de pintura blanca a la oficina y cambió la vieja cocina por un anafe eléctrico. Lo único que no pudo arreglar antes de la inauguración fue la puerta de entrada, una puerta pesada de madera, hinchada de humedad, que no lograba cerrar sino a fuerza de golpes.
Finalmente, un día, cuando ya nadie lo creía posible, apareció el buen rival para el Tano Scaglia. Gustavo Masotta. Estacionó frente a mi local recién estrenado en diagonal a la entrada de La Cascada, fuera de horario, en el preciso momento en que, a puro golpe, me esforzaba por que cerrara la puerta principal hinchada de humedad. Un procedimiento que repetía todas las tardes, dar un golpe seco al picaporte y una patada a la base, casi simultáneamente, y luego vuelta a la llave que entonces giraba suave como si la dificultad nunca hubiera existido. Lo hacía automáticamente, como un ritual, y de repetido ya casi no me importaba que el carpintero nunca hubiera aparecido para cepillar la madera sobrante. De alguna manera me terminó gustando. Como cuando uno conoce un defecto de sí mismo y le produce cierta fascinación mantener el secreto con los demás, engañarlos. Hasta esa tarde el engaño había funcionado, y me había cuidado muy bien de no patear la puerta delante de un cliente. Por eso me llené de malhumor cuando me di cuenta de que Gustavo Masotta estaba ahí. Lo vi en el momento en que se acercó a ayudarme a juntar las cosas que había depositado en el piso para dedicarme con comodidad al ritual de la puerta. Mi libreta roja, una pila de carpetas, el celular, papeles sueltos, llaves de casas en alquiler o a la venta, sobres de servicios por pagar de clientes y míos, una crema de manos, no soporto tener las manos resecas, el yogur que no había tenido tiempo de comer. Una muestra despareja pero inequívoca de mi natural desorden. «Está hinchada», dije señalando la puerta y sin saludar. Él tampoco saludó. «Necesito alquilar una casa por un año o dos», dijo mientras levantaba mis cosas del piso.