Su libreta roja fue ganando valor con los años y la experiencia. De alguna manera se convirtió en leyenda en el barrio. Formaba parte del mito de Mavi Guevara. Todos sabíamos que existía pero, aunque algunos aseguraban que sí, nadie la había leído. Temíamos haber sido incluidos, pero también haber sido ignorados. Y sospechábamos, equivocadamente, que entre todos podíamos armar oralmente un rompecabezas parecido al que en ella se escondía, juntando frases aisladas que le fuimos escuchando a lo largo de los años e inventando adecuadamente otras. Repitiendo sentencias tal como nos las acordábamos, fuimos armando entre todos una libreta roja imaginaria y oral que dábamos como cierta. Y Virginia no nos contradecía. «Pórtate bien que te anoto en mi libreta roja», amenazaba, y se reía. Ella decía que apuntaba todo, aunque no estuviera segura acerca de la utilidad de algunas de sus anotaciones. Hacia dónde desagotan las zanjas. Qué parque se inunda. Cuál es el mejor electricista de la zona. Y el mejor cerrajero. Qué vecino es intratable. Quién no se ocupa como corresponde de su mascota. Quién no se ocupa de sus hijos. Algunos dicen que anota hasta quién engaña a su mujer o quién no le paga a su empleada. Pero deben ser todas habladurías, porque eso qué importa a la hora de comprar o vender una casa. Y además de la libreta roja llevaba un fichero alfabético de fichas rayadas blancas. Los Insúa. Los Masotta. Los Scaglia. Los Urovich. Tenía todas las casas fichadas, las que estaban a la venta y las que no. Agregó las que no estaban a la venta poco después de enterarse de que en algunos diarios ya tienen escritos los obituarios de ciertos personajes famosos antes de que mueran. «Trabajo adelantado», decía, «menos macabro el mío que el de ellos». Y a pesar de que algunos se quejaron de estar incluidos en su fichero premortem, el paso de los años le fue dando la razón. Distintas crisis de distinto tipo hicieron que casas que habían sido pensadas para toda la vida dejaran de serlo. El dinero que puede pagar la vida en un lugar así cambia de manos con las épocas. Y Mavi no lo hacía ni de agorera ni de envidiosa, como le gritó un día en la cara Leticia Hurtado, poco después de que le remataron la casa. Lo hacía porque se había dado cuenta antes que todos de qué se trataba la cosa, tanto, que hasta tenía fichada su propia casa.
En casi todos los inmuebles que se vendieron o alquilaron en Altos de la Cascada los últimos años hubo un cartel de «Mavi Guevara. Inmobiliaria». Nadie pudo nunca competir con ella en servicio al cliente. Virginia no aceptaba terminar una cita de trabajo sin haber tomado un café con los clientes, sin haber charlado de cualquier otra cosa con ellos, o sin tener al menos una vaga idea de quién era ese que firmaba los papeles detrás de su escritorio. «Sería incapaz de venderle la casa de un amigo a cualquiera. En Altos de la Cascada todas las casas son o fueron de un amigo. Y todos los nuevos que llegan son potenciales amigos», dicen que tenía anotado en las primeras hojas de su libreta. Se lo mostró una tarde a Carmen Insúa, dicen, cuando Carmen ya no era quien había sido. «Cada punto de la transacción inmobiliaria, se concrete o no, tiene que ser muy claro. Nadie se puede dar el lujo de quedar mal con nadie, porque, tarde o temprano, los caminos de La Cascada los van a cruzar.» Y después de una pelea con Carlos Rodríguez Alonso, que se negó a pagarle la comisión estipulada por la venta de su casa, alegando que ellos eran amigos y que él pensó que le pasaba el dato «de onda», dicen que agregó a un costado de la nota anterior: «¿Se puede llegar a ser verdaderamente amigo de alguien a quien uno conoce a través de su bolsillo?». Y respondió ella misma a pie de página: «Por el bolsillo pasan todas las miserias».
Romina ya había salido para el colegio. La llevaba un remís. A Mariana la ponía de mal humor levantarse tan temprano, y si lo hacía, se aseguraba una mañana cruzada. Tampoco Romina amanecía de mejor talante. Cuando tuviera que llevar a Pedro sí que se levantaría, pero hasta para la nena, ahora su hija, Romina, era más agradable viajar en remís con Antonia que aguantar su fastidio matutino, pensaba. Mariana entró en la ducha y se quedó bajo el chorro de agua hasta que la modorra empezó a ceder. Cuando salió del baño, envuelta en una toalla, Antonia ya había regresado del colegio, había hecho su cuarto, dejado una bandeja con su desayuno sobre la mesa de luz, y estaba juntando la ropa abollada al pie de la cama. Evidentemente estas mujeres tienen otro biorritmo, pensó Mariana, son mulas de carga. Y se tiró otros cinco minutos sobre la cama. Antonia se agachó a levantar del piso la remera de spandex y piedritas brillantes que Mariana había usado la noche anterior y notó que tenía un pequeño agujero. «Señora, ¿usted vio esto?» Mariana se acercó e inspeccionó la remera. «Parece una chispa», dijo Antonia. «Esto fue el cigarrillo de algún pelotudo. Cien dólares chamuscados en una postura…» Mariana devolvió la remera al bollo de ropa sucia que llevaba Antonia y se empezó a desenredar el pelo. Antonia inspeccionó el pequeño agujero debajo de la axila. «¿Quiere que trate de zurcirla?», dijo con timidez. Mariana la miró. «¿Alguna vez me viste usar algo zurcido?»
Antonia salió y fue al lavadero. Estaba contenta. Cuando Mariana dejaba de usar alguna ropa se la regalaba, y esa remera era mucho más de lo que hubiera soñado regalarle a su hija el próximo cumpleaños. La revisó antes de lavarla a mano. Sobre la tela negra, las piedras brillantes formaban círculos concéntricos que casi la mareaban. Estaban todas las piedritas, intactas, y con dos puntadas el agujero desaparecería.
Cuando la remera cumplió su ciclo de lavado y planchado, Antonia la subió al vestidor de Mariana, la dobló, y la dejó en el casillero de las remeras negras. Sabía que pronto sería suya, ojalá antes de que Paulita cumpla años, pensó, pero no podía tomarse el atrevimiento de quedársela sin que su patrona se lo dijera.
Unos días después Mariana recibió a tres vecinas a tomar el té. Las mujeres manejaban, entre otras cosas, el comedor infantil que estaba a unas cuadras de la entrada de Altos de la Cascada. «Las Damas de los Altos», se hacían llamar, y estaban armando una fundación. Teresa Scaglia, Carmen Insúa y Nane Pérez Ayerra. Trataban de interesar a Mariana para que se sumara a su cruzada. «Lo que más necesitamos son zapatillas, si no, cuando llueve, la mitad de los chicos no viene a comer porque no pueden pasar por el barro descalzos, ¿vos podes creer?», dijo la que había elegido té de mango y frutilla. «Qué increíble…», dijo Mariana, mientras Antonia le alcanzaba una tetera con más agua caliente. «Tenes que venir un día, Mariana, y tenés que traer a tus chicos, para que vean lo que es la realidad, porque si no los criamos como en una burbuja.» Y Mariana asintió y se quedó pensando qué le pasaría a Romina cuando los viera, porque Romina había sido como ellos, o peor que ellos, pensó, había sido Ramona, seguía siéndolo en el fondo de esos ojos oscuros que le daban miedo. En cambio Pedro siempre fue de ella, desde el primer momento. «Gracias, Antonia, por ahí está bien», le indicó a la empleada parada junto a ella con el agua de recambio para la tetera.
Pasaron unos días y una mañana, cuando Antonia entró en el cuarto de Mariana, encontró sobre el baúl, al pie de la cama, una pila de ropa doblada. La segunda prenda empezando de abajo hacia arriba era la remera negra con piedras brillantes. El resto era ropa de Mariana y de los chicos en desuso, y dos remeras de golf de Ernesto, descoloridas por el sol. «Poneme esa ropa en una bolsa que la va a pasar a buscar Nane Ayerra.» Antonia no entendió, no era lo que Mariana solía hacer con su ropa en desuso, si siempre le daba todo a ella para que lo llevara a Misiones y lo repartiera con la familia. «¿Sabes quién es Nane, no? Esa rubia mona que estuvo tomando el té el otro día.» Antonia asintió aunque no sabía, ni escuchaba, ni entendía por qué esa remera que era casi suya iba a terminar en manos de una mona rubia. Si una señora así tampoco usaría ropa zurcida. No se atrevió a preguntar, buscó una bolsa y metió todo adentro. Cuando estaba por salir del cuarto, Mariana la detuvo. «Ah, y si querés, el viernes al medio día en la casa de Nane hacemos una feria americana para juntar fondos para el comedor infantil. Es exclusiva para empleadas domésticas, así que quédate tranquila que van a ser precios reconvenientes. Todos, con mucho o con poco, tenemos que ser más solidarios, ¿no te parece?» Antonia asintió, pero no sabía si le parecía porque mucho no había entendido. O no había escuchado, sólo pensaba en la remera negra de brillitos. A lo mejor se la podía comprar. Precios convenientes, había dicho la señora. Ella no sabía qué era precios convenientes para su patrona. Hasta diez, ella podía. O hasta quince, porque la remera era muy fina, la señora la había comprado en Miami, y con dos puntadas el agujerito ni se vería.
El viernes Antonia fue a la feria, a la hora de la siesta, cuando terminó de trapear la cocina. Adentro había dos o tres chicas que conocía de tomar el colectivo los sábados al mediodía. Las saludó, pero no se pusieron a charlar. Estaba la rubia mona, la dueña del garaje donde habían puesto la ropa, y tres mujeres más que conocía de haberlas visto en la casa de su patrona. Charlaban, se reían y tomaban café. Cada tanto se acercaban para contestar cuánto valía alguna prenda. Una de las chicas del colectivo eligió un vestido de seda rojo coral. Era lindo, pero tenía dos manchitas en el ruedo, parecía lavandina. Si fuera azul ella lo arreglaba, una vez se le mancharon de lavandina los pantalones de gimnasia de Romina, les pasó birome, y Mariana nunca se dio cuenta. A Romina se le había ocurrido cuando la vio preocupada por la mancha. Romina siempre la ayudaba, era arisca pero inteligente la chica, no como ella, pensó. Ese rojo era muy difícil. Le cobraron cinco pesos a la chica del colectivo. A Antonia le pareció que si esos eran los precios, la iba a poder comprar. Pero no vio la remera de brillos de su patrona por ninguna parte. Revisó todas las pilas y no la encontró. Se atrevió a preguntar, eran demasiadas las ganas. «Remera negra, creo que no hay ninguna. ¿Vos viste alguna remera negra como para ella, Nane?», le preguntó otra de las señoras. «No, negra no hay. ¿Pero por qué querés negra? Ese color no te va a lucir, te va a apagar. Llévate algo que te levante un poco, que te dé brillo en la cara. Fijate en aquella pila», intervino Teresa. «No es para mí, es para mi nena», dijo Antonia, pero no la escucharon porque ya estaban otra vez charlando entre ellas.
Antonia siguió recorriendo las pilas, pero sin buscar. Si no era la remera negra de la señora, no iba a ser nada. Ella quería esa, la que le iba a regalar a Paulita. «Gracias», dijo y salió con las manos vacías. Durante los días siguientes Antonia pensó varias veces en la remera que no fue suya. Se preguntaba quién se la habría llevado. Ese fin de semana preguntó en el colectivo, pero nadie la había visto. Después se olvidó, «al fin y al cabo una remera no le cambia la vida a nadie», pensó.
Hasta que llegó Halloween. Mariana había comprado caramelos para darles a los chicos que golpearan la puerta esa noche. A Romina le había comprado un disfraz de bruja para que saliera a decir «
Sweet or trick
»por las puertas vecinas, pero desde que había llegado del colegio se había encerrado en su cuarto y Mariana no estaba dispuesta a rogarle. Pedro todavía era muy chico para salir a pedir y lloraba cuando veía gente disfrazada. A la puerta de los Andrade golpearon varias veces. Hijos de amigos, compañeros del colegio de Romina, «chicos con ganas de divertirse sanamente», le dijo Mariana a su hija a modo de reproche. Los caramelos los compraba en el súper unos días antes, y los guardaba en el mueble del living, donde se escondía todo lo que Mariana no quería que se consumiera. Para las nueve de la noche ya habían pasado tres grupos de chicos. A las nueve y cuarto tocaron el timbre otra vez. Antonia fue a atender con la orden de repartir los caramelos que quedaban y despacharlos. A Mariana no le gustaba que interrumpieran a la hora de la cena. Del otro lado se encontró con un grupo de nenas que bajaban del baúl de una cuatro por cuatro que manejaba Nane Pérez Ayerra. Ella también se bajó y le dijo a Antonia que llamara a la señora. Se lo tuvo que decir dos veces porque Antonia, inmóvil, no podía hacer otra cosa que mirar a su hija, una nena de unos ocho años, disfrazada de bruja, con uñas plateadas y colmillos filosos, un hilo de pintura roja corriendo desde su boca, que llevaba puesta una pollera negra larga hasta el piso, y la remera de las piedritas brillantes que había sido de su patrona. «Te quería mostrar esto», le dijo Nane a Mariana cuando ésta se asomó. «¡No te creo que es mi remera!» Antonia dijo: «Sí, es», pero nadie la escuchó. «Viste cómo son las chicas a esta edad, la vio cuando acomodaba las cosas para la feria y se encaprichó que la quería para la Noche de Brujas, así que la saqué de la venta. Pero ella sabe que después de Halloween me la tiene que devolver, ¿no?» La nena no contestó, seguía cargando su canastita con los caramelos de la bolsa que Antonia sostenía. «La dejo sacarse el gusto y en la próxima feria la pongo a la venta.» «Ay, si le gusta tanto dejala que se la quede. Es un regalo de la tía Mariana», le dijo y se agachó a darle un beso. «Bueno, pero si es así, vas ; tener que elegir una de tus remeras y dármela a cambio, porque todos tenemos que aprender a ser solidarios desde chiquitos si queremos que este mundo cambie, ¿o no?», le dijo su madre, pero la chica no pudo contestar porque tenía la boca ocupada por un caramelo de dulce de leche gigante que no podía terminar de masticar. Antonia estuvo todo el tiempo parada allí, mirando la remera. Contó cinco piedritas brillantes que faltaban en los círculos concéntricos Pero por suerte no era en lugares muy destacados dos en un costado, casi llegando a la costura, dos cerca del dobladillo, y una debajo del busto. Le dio pena, antes no le faltaba ninguna. Aunque así, con menos piedritas, en la próxima feria iba a estar más conveniente, como decía su patrona. La mercadería fallada siempre vale menos, pensó.
Un verano, la plaza de juegos de Altos de la Cascada apareció totalmente renovada. Eligieron hacer los cambios esa época del año porque es cuando hay menos gente en el barrio, y muchos de los que están son personas de paso que alquilan una de nuestras casas para sus vacaciones mientras nosotros veraneamos en alguna otra parte. Los que peor negocio hicieron ese año fueron los que viajaron a Pinamar, que ese verano estuvo alterado por el asesinato del fotógrafo que había retratado al empresario de correos privados paseando por la playa. La Comisión Infantil presentó al Consejo de Administración un informe detallado de cada juego que sería reemplazado. El club crecía en distintos sectores y no podía ser que la plaza se hubiera quedado detenida en el tiempo, argumentaban como punto destacado de su presentación. Y cerraban la nota con la frase: «No seamos ciegos, los niños son nuestro futuro». Se contrataron dos arquitectos especialistas en plazas infantiles, los mismos que habían diseñado las plazas de varios countries de la zona y de dos shopping centers; dibujaron un proyecto, se pidieron tres presupuestos y se aprobó el más conveniente. Finalmente los juegos de hierro y madera que estaban desde los primeros tiempos del barrio se cambiaron por juegos de plástico estilo
Fisher Price
. Daba pena cuando la gente de mantenimiento bajaba el tobogán más grande que alguna vez haya visto ningún chico de La Cascada. Pero en el informe quedaba claro que los elegidos para reemplazarlos eran más modernos, más seguros, que necesitaban menos mantenimiento. Y los cambiaron. Pusieron nuevas plantas bordeando todo el camino de la plaza, y reemplazaron los bebederos de chorrito, con los que a pesar del enchastre tanto se divertían los chicos en verano, por
dispensers
de agua mineral. Eso no estaba en el proyecto original, pero se incorporó a partir de un programa de televisión donde denunciaron que las napas de la zona podían estar contaminadas con alguna sustancia que nunca apareció en los análisis.