A aquella primera invitación siguieron muchas, de todo tipo y costo, todas las imaginables. Torneo de Copa Davis en el palco oficial, salir a volar en el ultraliviano de los Llambías, recital de algún cantante extranjero, el que fuera, fin de semana en Punta del Este. Martín no estaba de acuerdo en aceptar tantos programas que ellos nunca podrían retribuir, pero Lala insistía, «hay que dejarse querer», decía, y esas salidas la ponían de tan buen humor que él terminó aceptándolas casi sin cuestionar. Así fue como los Urovich experimentaron por un tiempo la fantasía no sólo de que nada había cambiado sino de que su situación estaba mejor que nunca. A los pocos meses los dos matrimonios, más que amigos, parecían parte de una misma familia. Los Llambías ya no tenían hijos pequeños que vivieran con ellos, pero nunca tuvieron problema en integrar a los hijos de los Urovich cuando el programa lo aceptaba. Siempre les sobraba alguna empleada que se podía ocupar de ellos. Hasta les habían armado en su casa un cuarto con televisión y video para que los chicos no molestaran.
Durante tres o cuatro meses los dos matrimonios cenaron juntos todos los martes, iban al cine todos los viernes, y los sábados a la noche se juntaban en casa de los Llambías a ver una película en su
home theatre
. Sólo seguían respetando la noche del jueves, que Martín tenía comprometida en la casa del Tano, y Lala salía con las «viudas de los jueves» al cine.
Uno de esos sábados, Lala llegó con la película que Beto le había pedido que consiguiera, Ultimo tango en París, a ella le sonaba, pero no la había visto. Le costó conseguirla; en Blockbuster no la tenían y no había muchos otros videos por la zona. Había tenido que ir hasta San Isidro. No sabía ni quién la dirigía ni quién actuaba, sólo el nombre. Y por la caja en el estante le pareció vieja y pasada de moda. Pero se lo había pedido Beto. La había llamado al celular. «Salvame, Lala, hoy necesito ver eso.» Y los Llambías eran siempre tan atentos con ellos que no se atrevió a fallarles. Dorita entró cuando Beto estaba a punto de poner la película. Fue a buscarlo y lo besó. Lo besó más efusivamente de lo que Lala estaba acostumbrada a verlos, y eso la puso incómoda. Ella y Martín no se besaban en público, y eran diez años más jóvenes y hacía mucho menos tiempo que estaban casados. Ninguno de sus amigos se besaba así en público. Vieron la película sentados en el sillón grande. Lala en una punta y Beto a su lado, demasiado pegado a ella, dejando un espacio a continuación que nadie ocupó. Martín dormitaba en un sillón reclinable, detrás de ellos. Dorita iba y venía trayendo cosas de la cocina. Café, masas, más café, licor. Era evidente que la película no le interesaba o la sabía de memoria. Mientras tanto Brando le daba placer a su compañera en la pantalla. Y ella a él. No se había equivocado cuando pensó que se trataba de una película vieja, la imagen era poco nítida, incómoda de ver. Beto se fue hundiendo en el sillón, cada vez más recostado. Cuando le hacía comentarios sobre la película, se incorporaba apenas del respaldo apoyándose sobre su pierna, y la miraba. Y ella no sabía qué le decía, pero sentía que se apoyaba. En una de esas oportunidades Beto dejó su mano en el muslo de Lala y no la sacó más. Lala no se movió, y esperó, el calor de la mano de Beto calentaba su pierna. Hasta que empezó a acariciarla, ella se puso tensa y la corrió, él se detuvo y la miró. Lala le sostuvo la mirada, simplemente porque no sabía qué decir. No quería hacer un escándalo delante de su marido, y le pareció que su mirada podía ser lo suficientemente clara. Pero no debe haber sido así, porque Beto la siguió mirando, sonrió, y sin dejar de mirarla buscó otra vez su pierna y empezó a subir por su muslo. Dorita, que todo el tiempo había parecido ausente, trajo una silla y se sentó frente a ellos, tapando la pantalla. Les sonrió, se acercó un poco más, y acompañó la mano de su marido con la suya. Lala se paró como un resorte y fue a la ventana. No se atrevía a mirarlos, ni a gritar, ni a salir corriendo. Sólo podía hacer eso, mirar por la ventana. Cuando pudo, giró apenas y los miró de reojo. Dorita y Beto se besaban exageradamente en el sillón que antes ocupaba ella. Martín seguía durmiendo en el sillón reclinable.
Romina no sabe de qué trabaja Ernesto. Le pidieron en el colegio un
essay
sobre la actividad o profesión paterna. Pero ella no sabe. Sabe lo que le dicen, pero eso no es cierto. Lo llama a Juani. Él tampoco sabe. Se ríe, si tuviera que escribir sobre el trabajo de su padre sería muy sencillo para él. Sólo cuatro palabras.
My father doesn't work
. Pero no le pidieron ese
essay
. Se lo pidieron a Romina, y él trata de averiguar. Pero su madre, que sabe todo de todos, le contesta con evasivas. «Dale, mamá, ¿no lo tenes anotado en tu libreta roja?» Le dice que no, pero Juani no le cree. «Vos tenes anotado todo lo que pasa en La Cascada.» «Sabes la cantidad de cosas que no tengo anotadas y pasan. De la droga, por ejemplo, no tengo ni un renglón escrito.» Juani se enoja. «Qué jodida sos.» Da un portazo y se va a lo de Romina. Le va a fallar. Había prometido que lo averiguaría, pero no pudo. Ella le pregunta a Antonia. «Tu papá trabaja mucho, ¿no viste que se va muy temprano y vuelve muy tarde?», le dice. Pero no le dice de qué trabaja. «Tu papá trabaja mucho», repite, y se va. La respuesta de Mariana ya la conoce: «Papá es abogado». Por eso no intenta preguntarle. Todos en Altos de la Cascada creen que es abogado, pero ella sabe que no. Mariana también tiene que saberlo. Es su mujer. Pero Mariana miente. En un
essay
no se miente. Por lo menos no se miente con mentiras de otros, para eso inventa las propias. Su padre se hace llamar «doctor». Y no es doctor, como tampoco es su padre. Si alguien le hace una consulta jurídica le tira una o dos generalidades, dice que él en ese tema específico no está, pero que se lo va a averiguar. Y se lo averigua. Nadie sospecha. Doctor Ernesto J. Andrade, dicen sus tarjetas. Pensar que apenas si terminó el secundario. Eso sí lo sabe, porque una vez se le escapó a su abuela, a la mamá de Ernesto. «Le va tan bien, tiene tan buen pasar, y pensar que no pudo terminar el secundario.» Romina sabe que tiene una oficina en el centro, alguna vez fue. Con chapa de bronce en la puerta. Y una secretaria y dos abogados que trabajan para él, aunque tampoco está segura de que sean abogados. La chapa dice «Estudio Andrade y Asociados», y lo mismo dice la secretaria cuando atiende. El teléfono de Ernesto suena todo el día. Celular, la línea general de la casa, la línea reservada que tiene para «asuntos de trabajo». Un día Romina atiende la línea privada, y del otro lado le dicen: «Decile al hijo de puta de Andrade que se cuide el orto, que atrás de las barreras también se lo vamos a romper». No se lo dice, para hacerlo tendría que blanquear que atendió el teléfono que no debía. Y no cree que el orto de Ernesto esté en real peligro, por más que quieran no van a poder pasar por las barreras. Nadie puede, piensa Romina. Por un tiempo no atendió ese teléfono. Después se le pasó, o no hubo más llamados. No se acuerda.
Romina está frente a la hoja en blanco. Juani le sugiere que mienta. Ella duda. Pinta culitos color flúo. A algunos les dibuja una florcita como saliendo de la raya, y a otros corazoncitos en los cachetes. A Juani le causa gracia. Le pide que le regale el dibujo. Romina se lo regala. «¿Querés que mienta por vos?», le pregunta Juani. Romina dice que sí. Miente la mentira que todos quieren oír para que Romina no tenga problemas en el colegio. Escribe en idioma inglés: Mi padre es un prestigioso abogado, se dedica al derecho penal, civil y comercial. Tiene un estudio que lleva casos muy renombrados. Y sigue. Uno, dos, tres párrafos más. No importa mucho qué dice, a quién nombra, qué títulos usa, ni qué palabras. Total es todo mentira. Excepto esos culitos que Romina le regaló y él ya guardó en su bolsillo.
El tema de los perros cimarrones empezó a sonar a principios del 2001. En marzo de ese año apareció la primera advertencia, en el boletín semanal del barrio que se entrega todos los fines de semana en la barrera de acceso. La nota la firmaba la Comisión de Medio Ambiente. «Ante la presencia de indeseables jaurías de perros cimarrones rogamos a los vecinos de Altos de la Cascada extremen los recaudos relacionados con el depósito de basura, utilizando a tales efectos recipientes cerrados con tapas que impidan la depredación.»
Para esa altura ya casi todos en La Cascada sabíamos de perros. Y mucho. Pero perros de raza. No cimarrones. Tuvimos que aprender. Algunos ni siquiera sabían con precisión qué quería decir la palabra «cimarrón». «Me suena a Martín Fierro», dijo Lala Urovich en la clase de pintura de los martes. Tampoco está hoy claro si la palabra usada era la correcta: se trataba de perros sin dueño, criados a la deriva, que entraban al barrio a buscar comida. Perros salvajes. No nuestros perros, los golden retriever, labradores de pelo corto, beagles, border collies, chow-chow, schnauzer, bichon frise, basset hound, weimaranen, las razas más vistas paseando por la vecindad con collar y chapa identificatoria con nombre y teléfono para casos de extravío. Algún dálmata comprado a fuerza de insistencia de un chico que vio la película de Disney. Pero pocos. Se sabe que los dálmatas quedan eternamente cachorros y rompen cuanto encuentran a su paso. Que los beagles machos lloran toda la noche como si le estuvieran ladrando a la luna en la campiña inglesa, y si uno no quiere problemas con los vecinos no tiene otra alternativa que cortarles las cuerdas vocales. No duele nada, dicen, un cortecito, y quedan afónicos. Que el chow chow te llena la casa de pelos. Que al bichon frise hay que cepillarle los dientes cada tanto porque te mata con el aliento. Que el schnauzer tiene mal temperamento. Y el weimaranen, ojos celestes pero un tamaño que dificulta la convivencia. Hay otras razas, pero no en La Cascada. Las que tuvimos en la infancia y olvidamos, las que pasaron de moda. Es difícil ver por la zona caniches, bull dogs, boxers. Tampoco collies como el de la serie Lassie, ni perros policías. Mucho menos salchichas, chihuahuas o pequineses. La mujer de Aliberti tenía un chihuahua que llevaba a todos lados adentro de su bolso Fendi. Probablemente no un Fendi auténtico sino esas imitaciones perfectas que trae Mariana Andrade por catálogo. Tés, torneos de burako, partidos de tenis. Un día hasta lo llevó a misa. «Pinscher enano», te corregía, «mirale los ojos, ¿no te das cuenta de que es mucho más lindo que el chihuahua?», se enojaba frente al perro asomando por el cierre abierto de su cartera.
De todos esos perros sabíamos. Y de cómo cuidarlos. Siempre alimento balanceado y de la mejor calidad. Eso garantizaba defecaciones duras como piedras, chicas, redondas, mucho más fáciles de levantar con la palita que cualquier otra. Libreta sanitaria con las vacunas al día. Garrapaticida y antipulgas. Un falso hueso de cuero para que muerdan. Un baño en la veterinaria cada quince días. Corte de uñas para que no rompan puertas o tapizados. Un entrenador por lo menos al principio, que le enseñe las reglas básicas de comportamiento.
Sit
, cuando tiene que sentarse.
Stop
, cuando tiene que detenerse. «No se sienta porque lo pronuncias mal, abuela», le dijo un día la nieta a Rita Mansilla. «No digas
siiiiit
, es
sit
, ¿entendés?,
sit
, cortito,
sit
.» Y Dorita quedó asombrada de «lo bien que aprenden inglés los chicos en estos colegios». Paseo dos o tres veces por día, para mantenerlo en línea y cansado. Es raro ver en Altos de la Cascada paseadores de perros como en las plazas de Buenos Aires. Los perros acá los paseamos los dueños, o nuestras mucamas. Pero generalmente los dueños. Igual que cuando hace muchos años la gente iba a la plaza los domingos con su mejor ropa a mirar y que la vean, las tardes de Altos de la Cascada se pueblan de vecinos paseando perros en ropa de entrenamiento, con zapatillas con colchón de aire para
running
o línea
sport brand
. O hasta en
rollers
si están bien entrenados, los perros.
Años atrás, cuando en Altos de la Cascada casi nadie vivía en forma permanente, quienes tenían perros y los traían los fines de semana se manejaban como si los hubiesen llevado al campo. Los soltaban a pastar. Los perros corrían libres sin que nadie se quejara. Eran familias acostumbradas a los animales, gente que mal que mal había pasado temporadas en el campo propio o de amigos. Que sabían qué hacer si un animal se les acercaba. Y éramos menos. Con la afluencia masiva en los años 90, las reglas cambiaron. Hubo que empezar a pensar en los demás. Porque los demás ya no eran los mismos de antes. El lema pasó a ser: mi perro puede molestar a mi vecino y yo tengo que hacerme cargo. Y la moraleja: porque si no me hago cargo mi vecino me denuncia y me multan. Hoy, si un perro camina sin dueño por La Cascada, quien se sienta agredido o inseguro, o simplemente fastidiado, hace la denuncia y la gente de Seguridad manda a un hombre de su personal para que se ocupe de capturar el animal y llevarlo a los caniles. Cuando puede; ningún agente de seguridad ha sido entrenado para capturar perros y casi todos los perros saben por instinto cómo deshacerse de quien quiere capturarlos. Pero si lo logra, si ese señor en bicicleta que se acerca al animal sin más herramienta que una soga atada a un palo con la que trata de enlazarlo, lo atrapa, el perro es llevado a los caniles del barrio. Allí pasa todo el tiempo necesario hasta que su dueño lo reclame. Los caniles son unas enormes jaulas cerca de la zona hípica del club donde los animales reciben el mismo alimento que el que recibirían en sus casas. Antes de retirarlo el dueño debe pagar una multa de ochenta pesos, y otros cincuenta pesos por día adicionales en concepto de guardería y alimento. Ante tamaño argumento, nadie desea que su perro se escape. Pero uno no se viene a vivir a cincuenta kilómetros de Buenos Aires para que su mascota termine encerrado como en un departamento o aferrado a una cadena por muy larga que sea. Como en Altos de la Cascada no está permitido cercar las propiedades si no es con plantas, y las plantas no detienen la marcha canina, aparecieron entonces los cercos invisibles, un sistema parecido al utilizado en el campo para que no se escape la hacienda. Se entierra un cable alrededor de toda la propiedad. Ese cable genera una descarga de 6 voltios a un elemento que se coloca en el collar del perro. Durante un tiempo se entrena al animal con banderines de colores, generalmente blancos o naranjas, clavados siguiendo el perímetro. Cada vez que el animal llega cerca de los banderines con el collar de descarga, el sistema primero emite un sonido y luego, si el perro a pesar del sonido avanza, le da una patada eléctrica en el cuello. El banderín no tiene función específica más que crearle al animal el reflejo condicionado de hasta dónde puede llegar. Luego, aunque se saquen por una cuestión estética ya que a nadie le gusta tener su parque bordeado de banderines, el animal ha hecho carne la advertencia y es muy raro que intente salir a precio de otra descarga. Un sistema ingenioso que vino a solucionarnos la vida a cambio de setecientos dólares.