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Authors: Claudia Piñeiro

Tags: #Drama, Misterio

Las viudas de los jueves (18 page)

BOOK: Las viudas de los jueves
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Alfredo empezó a moverse. Lo primero que hizo fue dejar de pasarle dinero y de pagarle las cuentas. A los chicos no les contó, porque para esa época los dos estaban de viaje en los Estados Unidos y «una noticia así los derrumbaría». Se los diría cuando el problema estuviera solucionado. Le pidió al presidente del Consejo de Administración que fuera personalmente a hablar con Carmen, con la amenaza de que sería declarada «persona no grata» en el barrio. «Piense en nuestros chicos.» Ella lo mandó al carajo.

La mujeres ya no salieron a la calle. Estuvieron un mes ahí adentro. Dos meses. Tres. Todos los que pasábamos por su casa mirábamos hacia adentro tratando de entender. Al principio siguieron recibiendo pedidos del supermercado o de la farmacia. «Ya se les va a acabar la plata», dijo alguno de nosotros. «Pero si Alfredo le cerró todas las cuentas, ¿cómo todavía pueden seguir comprando en el súper?» «Pagarán con la Paraguan Card.» «Ay, salí.»

Hasta que una mañana alguien se dio cuenta de que el auto de Carmen no estaba. Ni estuvo al día siguiente. Ni al otro. Las mujeres se habían ido una madrugada, juntas, por la barrera automática del country. «Usted me dio instrucción de que la señora Gabina Vera Cristaldo no podía entrar a Altos de la Cascada, pero nunca que no podía salir», le dijo a su superior quien estaba encargado de la barrera la noche en que se fueron. No alcanzó para que conservara su trabajo. Alfredo vino el fin de semana a abrir la casa. En los días entre el descubrimiento de la partida de las mujeres y la llegada de Alfredo fue aumentando nuestro temor acerca de qué encontraría adentro. Mugre cuanto menos, evidencia de lo que esas mujeres hacían allí tanto tiempo solas, destrozos en lo que fue alguna vez su casa. Así que varios se ofrecieron a acompañarlo. Rompieron la puerta de entrada, Alfredo tenía llave pero no abría, Carmen había hecho cambiar la cerradura, «en la guardia tienen registrado el ingreso de un cerrajero hace un par de semanas», confirmó el jefe de seguridad. «Ni siquiera pensó en los chicos», dijo alguien. La luz que entraba no alcanzaba a dejar ver el interior de la casa. Alfredo apretó inútilmente la tecla de la luz que él mismo había dejado que cortaran por falta de pago. Alguien se acercó a correr las cortinas, y a medida que plegaba los paños la luz iba entrando y el grupo se congelaba en su avance, detenido por lo que veían. El cuadro de la mujer inmóvil en la canoa ya no estaba. En su lugar todas las paredes de la casa habían sido forradas de fotos. La más grande la de Alfredo, una ampliación de una foto del casamiento. Otras más pequeñas, la de Paco Pérez Ayerra, una de Teresa Scaglia arrancada de la revista Mujer Country, los Andrade en una foto chiquita de la última fiesta del club, el presidente de Altos de la Cascada, varias mujeres en una foto del último torneo de burako que había organizado Carmen, sus compañeras del grupo de pintura menos Carla Masotta, que había sido expresamente recortada del retrato, y algunos otros vecinos. Todas las fotos atravesadas con alfileres a la altura de los ojos. Alguna también en el corazón, como la de Alfredo. Y debajo de cada una, un altar. «Son trabajos», dijo uno de los guardias, y Nane Pérez Ayerra se agarró fuerte la cruz de oro que llevaba sobre el pecho. Trapitos atados, estampitas, ajos, plumas, piedras, semillas. Alfredo se acercó al suyo. Su altar era un plato Villeroy Boch cubierto de mierda seca, sobre la que se había derretido una vela roja.

29

«No soy drogón, ¿qué decís, mamá?», dice Juani. «No lo digo yo, lo dicen las listas de la Comisión de Seguridad.» «Esos pelotudos se creen que fumar un porro es ser drogadicto.» «¿Vos fumas marihuana?», pregunta Virgina llorando. Juani no contesta. «¿Fumaste marihuana, la puta que te parió?» «Sí… alguna vez.» «No te das cuenta de que de eso vas a pasar a la cocaína y de la cocaína a la heroína y de la heroína…» «Para, Virginia», la frena Ronie. «¿Qué hicimos mal?», se lamenta ella. «Ay, mamá…» «No queremos que fumes, Juani», le dice el padre. «Fumé alguna vez, nada más.» «No lo vuelvas a hacer.» «Todos fuman, papá.» «¡Pero en la lista no están todos, estás vos!», grita la madre. «Para, Virginia.» Virginia llora, golpea con el puño cerrado la mesa. «Mañana mismo empieza una terapia, y si hace falta lo internamos.» «Qué terapia, mamá, me fumé un porro nada más.» «¿Nada más?, nada más, la puta que te parió, y estás en una lista de drogadictos?» «¿Pero a vos qué es lo que te preocupa, que me fumé un porro o que estoy en esa lista?» Le da vuelta la cara de un cachetazo. Ronie la aparta. «Cálmate, que así no vas a arreglar nada, Virginia.» «¿Y cómo mierda lo pensás arreglar vos?» «Todos los chicos fuman, mamá.» «No te creo.» «¿Por qué te crees que nos dicen los fumancheros?» «¿Que te dicen qué?» «A mí no, a todos.» «No te creo.» «¿Quién te la vendió?», pregunta Ronie. Juani no contesta. «¿Quién te la vendió, carajo, que quiero ir a cagarlo a trompadas?» «Nadie, papá.» «¿Y de dónde la sacaste?» «Me convidaron.» «¿Quién?» «Cualquiera, alguien, uno sale, compra, trae, y fumamos todos.» «A mí no me importa si fuman todos, pero yo no quiero que vos fumes.» «Papá, fumé dos, tres veces, cuatro a lo sumo.» «No fumes más.» «¿Por qué?» «¡Porque vas a terminar internado por sobredosis!», grita su madre. «Porque no quiero», dice Ronie. Juan no dice nada, mira sus zapatillas, se mete las manos en los bolsillos. «Ya probaste, ya sabes qué es, ¿necesitas seguir fumando?» «No, si hace mil que no fumo.» «No fumes más.» «Okey.» «No fumes más, ¿así arreglas las cosas vos?», dice Virginia. «¿Y vos cómo las querés arreglar, gritando como una loca?» «¡Ahora lo único que falta es que la culpa de que se drogue la tenga yo por gritar!» «Yo no me drogo, mamá.» «Fumar marihuana es drogarse.» «Tomar Trapax también.» Virginia tira otro cachetazo que Juani esquiva en el aire y sube llorando las escaleras. Ronie se sirve un whisky. Juani agarra los
rollers
, se los pone. «¿Adonde vas?», le pregunta el padre. «A lo de Romina.» Se miran. «¿Puedo?» Ronie no contesta. Se va. Ronie sube a hablar con Virginia. La encuentra revisando. Revisa cada cajón del cuarto de su hijo, cada bolsillo, cada mochila, debajo de la cama, dentro de revistas, libros, en cajas de CD, detrás de la computadora. Ronie la mira, la deja hacer. Revisa ese día, y el que sigue, y el otro. «¿Hasta cuándo vas a seguir revisando?», le pregunta. «Siempre», contesta su mujer.

30

El Tano consultó su correo electrónico. Un aviso invitándolo a un curso de «Gestión empresarial en el nuevo milenio», un mail de un ex compañero de facultad que le adjuntaba el curriculum «en caso de que te enteres de algo», una cadena que no se podía romper y que rompió borrándola, un boletín de un servicio económico que explicaba cómo
Standard & Poor's
calculaba el índice de riesgo país, y dos o tres basuras más. Ninguna respuesta a las búsquedas en las que lo habían presentado los
head hunters
. En realidad una, «la búsqueda ha sido momentáneamente suspendida, nos mantenemos en contacto, gracias». Tenía algo de tiempo y leyó los titulares de los principales diarios. Una noticia, cualquiera, por emoción más que por razón, le hizo sentir que, a lo mejor, la cosa empezaba a cambiar. Y si cambiaba, si otra vez se generaba confianza, los holandeses confiarían, y volverían. Y si eso pasaba, probablemente lo volverían a contratar, porque en realidad no había nada en contra suya, él no había sido despedido por mal desempeño. Todo lo contrario, los holandeses estaban más que satisfechos con su performance en la empresa. Él no tenía la culpa. Nadie tiene la culpa de no ser necesario. Y si la cosa cambiaba, y si volvían a confiar, y si volvían, y si él volvía a ser necesario, y le ofrecían hacerse cargo nuevamente de Troost en la Argentina, y si todo podía ser como antes, no había motivos para decir que no. Y no es que no tuviera orgullo. Todo lo contrario. El orgullo se lo daba tener ese trabajo, no cualquiera, ése. U otro mejor. No uno igual, porque nadie cambia un trabajo por otro igual, como le había enseñado su padre. Uno cambia para mejorar, para progresar, para seguir avanzando. Así había sido siempre. Y así tenía que ser. Para su padre, y para él.

A las ocho menos diez apagó la computadora y fue a desayunar. Teresa, en bata, le servía el café con leche a los chicos. Del desayuno se ocupaba siempre ella, mientras la empleada daba vueltas alrededor por si faltaba algo. «¿Alguien quiere una tostada más…?» Nadie respondió, pero Teresa puso igual dos rodajas más en la tostadora. Se acercó a la mesada y tomó un folleto. Una promoción para viajar a Maui, hotel cinco estrellas, all inclusive, opcional una noche en Honolulú. El Tano miró el folleto. No leyó, sólo vio. Celeste y verde. «Pedile a tu secretaria que nos averigüe un poco.» «Okey.» Guardó el folleto en su portafolio. «Estaría bueno… ¿no? La otra es que vayamos otra vez a Bal Harbour o Sarasota, pero me da ganas de conocer algo nuevo. ¿Cuántas veces fuimos a Miami ya?»

Los chicos subieron al Land Rover. El Tano los dejó de pasada en el colegio y siguió para la oficina. Como todas las mañanas. Un camión había volcado sobre la mano contraria, la que va hacia provincia. Ambulancia, grúa de la autopista, dos coches estrellados contra el camión, la policía, alguien que se agarraba la cabeza. La curiosidad de los que compartían con él la mano hacia Capital lo obligó a disminuir la velocidad y le llevó veinte minutos más que lo habitual llegar a la oficina. Dejó el auto en la calle. Ya no lo subía a la cochera, demasiado trámite por un par de horas que estaba en la empresa. Además le habían cambiado su cochera por una lateral, junto a la caldera. El auto entraba demasiado justo en ese espacio, la pared mostraba los raspones de quienes lo habían intentado. El Tano no. Y estaba el custodio de Troost, el que levantaba la barrera para que los autos entraran o salieran, que lo seguía mirando raro, como no lo miraba antes, pero no se atrevía a ponerle nombre a esa mirada. Prefería el estacionamiento de cortesía, sobre la vereda. Aunque fuera para visitas. Cerró el auto y entró. Caminó los cincuenta y ocho pasos que le tomaba recorrer el camino que se abría frente a él, desde que empujaba la puerta de entrada, hasta que llegaba a su nueva oficina. Esa más chica, pero digna. La que le habían asignado después de su retiro. Cincuenta y ocho y unos dedos. Los había empezado a contar poco después del día que dejó de ser el Gerente General de Troost. Nunca antes en su vida de adulto había contado sus propios pasos. Cuando era chico sí, sabía exactamente los pasos que separaban su cuarto de cada lugar de la casa. Pero de grande no, nunca. Antes tenía demasiado en qué pensar mientras caminaba, las finanzas de la empresa, los
due diligence
con la casa matriz, las regalías que les iba a girar a los holandeses, los bonos con que los holandeses le agradecerían las regalías. Sin contar que siempre se le cruzaba alguien en el pasillo con papeles para firmar, alguna consulta impostergable o un llamado en espera. Pero después de su retiro todo cambió. No fue el primer día, ni el segundo, algunas cosas cambian sutil y paulatinamente. Pero hubo un cierto día en que el Tano abrió esa puerta, miró, empezó a caminar esos pasos que todavía no había contado, y fue distinto. Buscó casi con desesperación en su cabeza, como si fuera un fichero, algo, un tema pendiente, un reproche, una reunión que debía cancelar, una reunión a la que no podía faltar, una preocupación concreta. Las fichas estaban en blanco, la gente a su alrededor hacía lo suyo, algún saludo al paso, una sonrisa, una mirada. Bajó la suya y se encontró con sus zapatos. Cincuenta y ocho pasos y cuatro dedos exactos, incluida la escalera. En esos últimos meses, sentado en su nuevo escritorio, mientras esperaba que el teléfono sonara, que alguien entrara e interrumpiera su paciente espera, o que un mail le dijera que otra vez era necesario para alguien, quien fuera, se preguntó muchas veces cuántos pasos habrán sido los que dio cada día de los últimos años desde que entraba en la empresa hasta el escritorio de su otra oficina, la que ya no era suya, la de Gerente General. Especuló que deberían ser más de sesenta y cinco y no más de setenta y uno. Sobre un papel, unos días atrás, había dibujado en escala la oficina completa y calculado los pasos aproximados. Pero no los había caminado. Porque ahora su camino, el que estaba andando esa mañana, llevaba a otro lugar. En el paso cuarenta y seis estaba el escritorio de Andrea, su ex secretaria, que hablaba por teléfono con alguien evidentemente muy insistente. El Tano la saludó, y en su afán de no interrumpirla ni interrumpirse, clavó la mirada en sus zapatos, cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, y no se dio cuenta de que Andrea, sin dejar de hablar al tubo, trataba de detenerlo con gestos que se perdían en el aire. Cincuenta y siete, cincuenta y ocho. Frente a la puerta de su nueva oficina, el Tano abrió su portafolio y buscó la llave. Revolvió entre sus papeles, era una de esas llaves chiquitas que no están pensadas para dar seguridad sino intimidad, y de la que Andrea tenía una copia. Tocó algo de metal, tal vez la llave pero no llegó a sacarla. La puerta se abrió desde adentro y le dio en la frente. El portafolio cayó al piso y se desparramaron los papeles. «
Oh, sorry
!», dijo alguien en un inglés aprendido. La puerta quedó abierta y el Tano pudo ver adentro a otros tres hombres instalados en su escritorio. El escritorio estaba lleno de papeles desplegados. Pocillos de café. Calculadoras. Una
note-book
. Los hombres trabajaban. Alguno dijo algo en holandés, y los otros rieron. No hablaban de él. Ni siquiera lo habían visto. Sólo el que lo había golpeado. «
I'm so sorry.
» El Tano se agachó a juntar los papeles y se chocó con Andrea, que ya los estaba juntando detrás de él. «No tuve tiempo de avisarte.» El holandés también se agachó a ayudarlos. Los tres quedaron en cuclillas. «Son los nuevos auditores de Troost en Holanda, y me pidieron de Casa Central que los ubique en una oficina.» «
Niceplace
», dijo el que lo había golpeado mientras levantaba del piso el folleto de Maui y se lo alcanzaba al Tano. «Yo les dije que no había ninguna libre, pero insistieron, y llamó el abogado, dijo que te diga que habían arreglado por unos meses y pasó más de un año… tengo tus papeles en una caja… Si tenes que hacer llamados te dejo un rato mi escritorio. En serio, mira que no hay problema.»

«
Niceplace
», volvió a insistir el holandés con el folleto de Maui todavía en la mano.

31

La primera invitación formal de los Llambías a los Urovich fue poco después de que Beto Llambías se enterara de que Martín estaba desempleado y con graves problemas económicos. Los invitaron a comer un chivito que él mismo había hecho traer del campo para la ocasión. Y los Urovich fueron puntuales: nueve y media estaban tocando el timbre de una de las casas más grandes y llamativas de Altos de la Cascada, con dos grandes columnas en la entrada, escalera de mármol que se ve a través de la puerta vidriada, y balaustrada en todas las ventanas. El chivito lo hizo un asador, y durante toda la noche dos empleadas acercaron y retiraron cosas de la mesa con la naturalidad de un actor que repite la misma obra durante varias temporadas. «Mario es un fenómeno», le dijo Beto aquella vez señalando al señor que trabajaba en la parrilla, «por cincuenta pesos te hace el mejor asado que hayas comido en tu vida, y vos no te tenés que preocupar ni por prender el carbón, ¿no es cierto, Marito?». Y Llambías levantó la copa hacia la parrilla pidiendo un brindis. «Que cada uno haga lo que sepa hacer, ¿no te parece?», y esta vez brindó con Martín.

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