Teresa fue a buscar la manguera. Lala se quedó esperándola. Hacía años que Teresa le mantenía el jardín y sabía muy bien dónde estaban todos los elementos de jardinería. Los Urovich fueron unos de sus primeros clientes apenas terminó el curso de paisajismo de tres años, en un vivero en San Isidro. Hasta que ella y otras mujeres empezaron a estudiar y a dedicarse un poco al tema de las plantas, no se conseguía por la zona otra cosa que algún hombre desocupado de Santa María de los Tigrecitos que de experto en changas se dijera jardinero, o parquista. Los «cortapastos», como los llaman en La Cascada, venían en bicicleta, arrastrando una cortadora, en el mejor de los casos eléctrica, una bordeadora, una tijera de podar, y cloro para mantener la pileta transparente todo el año si no querían quedarse sin trabajo. Lo que ella hacía era otra cosa. Cambiar las flores en cada estación; lograr que los colores combinaran, que los tamaños se compensaran, que las espesuras fueran las adecuadas; controlar que no hubiera nada marchito, nada apestado; elegir las plantas con mejor aroma para rincones cerca de la casa, las más sucias alejadas de la pileta. «Tenes que tener una vena artística para dedicarte a esto», le gustaba decir de sí misma. Y todo por un precio levemente superior al que cobraba un cortapastos. «Cuando todos los parques estén impecables, con ese verde espectacular del ryegrass te vas a querer matar, ¿o no? Vas a venir con el auto… verde… verde… verde… amarillo, ¡uy, llegamos a lo de los Urovich! No, un horror.»
Teresa dejó la manguera a un costado y trató de acomodar un papiro que se inclinaba demasiado hacia el lado del sol y descompensaba la simetría del border. Lala se agachó a ayudarla. «Que ojo, gorda, yo sé que el flaco está sin laburo, y toda la pálida, pero eso es coyuntural. No te dejes arrasar por el bajón de él.» Teresa largó el papiro y se incorporó. «Esto va a haber que atarlo porque si no no se va a quedar. Está como rebelde. ¿Para qué tiene uno los ahorros, si no? Para estas emergencias.» Teresa sacó un carretel de piolín color ocre de su bolsillo y con la ayuda de Lala ató la planta. «Hilo sisal reciclado, no dejes que te metan en el jardín un material que no sea degradable.» Lala la ayudó a atar la amarra del papiro. «Te imaginas, pasan los siglos, pasamos nosotros, y el plástico sigue ahí. Hablando de plástico, ¿vos no te ibas a hacer las tetas este año?» «Sí, pero voy a esperar un poco que a Martín se le pase esta fiebre de la guita para no ponerlo nervioso.» «Con las siliconas espera, pero con el pasto no. En un par de meses él va a tener laburo de nuevo y vos vas a tener el parque a la miseria.» Teresa desenrolló la manguera del carrito automático, puso el pico adecuado en el extremo, el que permite una lluvia persistente pero suave, le hizo un gesto a su peón para que fuera a abrir el grifo y, cuando salió agua, regó. «Yo sé que uno dice “gastarme esta guita todos los años, para que en noviembre el ryegrass se muera”, y sí, es así, pero bueno… son elecciones… nos pasamos la vida eligiendo.» «Vos me conoces, yo lo voy a hacer, pero tengo que manejar qué le digo a Martín.» «¿Y por qué le tenes que decir?» «Desde que le pasó eso con el trabajo se puso muy obsesivo. No le digas a nadie, please, pero lleva una planilla de gastos en la computadora y me vuelve loca.» «¿Por qué no lo mandas a terapia?» «¿Martín a terapia? ¿Con lo que cobra un analista? Ni loco va, está hecho un miserable, te juro. Me prohibió hasta el té Twinings, ¿podes creer?» «Con tipos así te queda una sola opción, mentirle. Y sin culpa, porque es por su bien. ¿O a él no le va a gustar ver el parque verde cuando mire por la ventana?» Teresa le pasó la manguera a Lala. «Tene, regá un poquito, voy a la camioneta a buscar un poco de hierro para ese jazmín que lo veo medio mustio, ¿no?» Teresa se fue y Lala se quedó regando. Mientras la lluvia caía pareja sobre las hojas verdes, Lala se convenció de que el pasto amarillo, definitivamente, no iba a ayudar a mejorar el humor de su marido.
Romina y Juani llegan a la plaza una noche. Ya no son chicos, pero siguen yendo a la plaza. Allí se conocieron. Se sacan los
rollers
. De la mochila sacan la cerveza. Dos botellas de medio litro cada uno. O tres. A veces la de litro. Lo que consigan. Toman. Se ríen. Pasa un guardia. Lo saludan. Esperan que pase. Toman más cerveza. Se ríen. «¿Empezamos?», dice ella. «Dale», dice Juani. Romina busca una rama, gruesa, que sirva de lápiz. Dibuja en la arena una línea con curvas y contracurvas. «Una víbora», dice Juani. «No soy tan obvia.» «Un fideo tirabuzón», dice él. Ella se ríe. «No, boludo.» «La rama de un sauce llorón eléctrico.» «No.» «Un resorte.» «No, dale, pone un poco de onda.» Juani piensa, la mira. Se queda mirándola. «Tu pelo, no, tu pelo es lacio», se lo toca. Deja su mano sobre el pelo de ella. «Me rindo», dice él. «¿Qué es?» «Lo que tengo dentro del estómago; no sé cómo se llama, pero es así», dice Romina y vuelve a trazar la línea serpenteante sobre la arena. Se miran. Toman cerveza. Se miran mientras toman cerveza. Juani se acerca y la besa. La boca de Romina tiene todavía el sabor de la bebida. Ella le acaricia la cara. «Nosotros somos amigos», dice ella. «Amigos», dice él. «No quiero ser como ellos», dice Romina. «No sos como ellos.» «Tengo miedo de que si dejamos de ser amigos…, ¿entendés?» «Sí», dice él. «Ahora te toca a vos», dice ella y le da la rama. Él dibuja un círculo y dentro del círculo dos puntos. «Un botón.» «No.» «La nariz de un chancho», grita ella segura de que acertó. «Ni ahí.» Romina observa el dibujo desde distintos ángulos. «¿Un enchufe?» «Perdiste.» Ella espera una explicación. «Somos nosotros dos», dice Juani señalando los dos puntos, «detrás de la pared». «¿Detrás o frente a la pared?», dice ella. «Es lo mismo.» «No, no es lo mismo, ¿viste ese dibujo que te muestran y tenés que decir si ves una mujer vieja o una mujer joven?» «Sí, yo vi la joven», dice él. «La pared de La Cascada es lo mismo», dice Romina y recorre el círculo con la rama. «Uno puede mirar lo que la circunferencia deja adentro o puede mirar lo que deja afuera, ¿entendés?» «No.» «¿Cuál es el adentro y el afuera?» Juani la escucha, pero no dice nada. «¿Nos encerramos nosotros, o encerramos a los de afuera para que no puedan entrar? Como lo cóncavo y lo convexo.» «¿De qué hablas, borracha?», Juani la empuja con su botella casi vacía. Romina se ríe. Toma cerveza. «Sos muy bestia, Juano. Una cuchara, ¿no viste una cuchara?», pregunta y muestra su mano imitando la forma de la cuchara en el aire, «¿una cuchara es cóncava o convexa?» Juani se ríe, se le cae la cerveza de la boca. «No tengo la más puta idea…» «Depende de qué lugar la mires», aclara ella, y señalando palma y dorso de la mano dice: «cóncavo… convexo». Juani dice: «Ah…», y se ríe porque no entendió. Ella también se ríe, vacía una botella en su boca y la tira a un costado. Borra la circunferencia con la palma de la mano, se para y va a hamacarse. Juani la sigue y se hamaca junto a ella. Cada vez más alto. Se ríen. Sus pies descalzos se elevan sobre sus cabezas. Se miran cada vez que llegan arriba. Miden quién llega más alto. Un poco más alto todavía. Juani dice: «Ahí voy», y se tira. Cae y se levanta. La espera sobre la arena. Romina se hamaca una vez más. Se tira también. Cae en la arena de rodillas junto a él. Cae sobre una botella de cerveza vacía. La botella se parte. Romina grita. La sangre empieza a salir y se mezcla con la arena. La arena se mezcla con la sangre. Juani no sabe qué hacer. Los dos tienen miedo. El la levanta sobre su hombro. Abraza sus muslos con fuerza y siente la sangre de Romina sobre su pecho. Romina grita y llora. Se abraza al cuello de Juani, la cabeza colgando sobre su espalda, su pelo negro bamboleándose mientras él corre cargándola. Corre descalzo. Busca ayuda tan rápido como puede. Siente su camisa tibia y húmeda pegada al pecho. Sigue corriendo. Empieza a quedarse sin aire. Se agita. Aminora la marcha y se da cuenta de que no sabe hacia dónde está yendo.
Fueron en dos autos. Lala había propuesto ir juntas, charlando, pero Carla prefirió ir por su lado. Estaba apurada, tenía que ir al súper, un trámite que cada día la deprimía más, pero la heladera estaba vacía y Gustavo se iba a volver a quejar. No le gustaba cuando se quejaba, tenía miedo de que no pudiera parar. Y ella lo conocía cuando no podía parar. Cada vez que no pudo parar terminaron mudándose. Además, necesitaba mantener el humor de Gustavo de los últimos tiempos, porque ella tenía que decirle cosas importantes, cosas que a él no le iban a gustar. Tenía que decirle que había decidido volver a trabajar, en lo que fuera, salir de la casa. Ya había empezado a hacer llamados, mandar mails, pero no se lo había dicho. Pronto se lo diría. Por eso no era bueno que se enojara por algo que nada tenía que ver con ella. Y sospechaba que el trámite con Lala le llevaría más tiempo que el que ella podía perder. De camino a la veterinaria Carla escuchó en la radio que el vicepresidente de la Nación acababa de renunciar. Sintió pena, a ella le gustaba, pero no lo decía porque sabía que a muchos en Altos de la Cascada no. Le daba ternura que tuviera dificultad para pronunciar la erre. Había renunciado porque no se investigaban los sobornos en el Senado de la Nación. O eso parecía. No es tan fácil atribuir un solo motivo a quien renuncia a algo, pensó.
Llegaron al estacionamiento de la veterinaria casi juntas. Lala había ido con Ariel, su hijo mayor, de diecisiete años. El chico parecía fastidiado. Tal vez no le gustara que su madre pidiera prestada una tarjeta de crédito para comprarse un perro en cuotas, pensó Carla. A ella le fastidiaría. Pero ella no tenía madre desde hacía tanto tiempo que con tal de tenerla se lo hubiese perdonado. Como le hubiese perdonado el abandono a su suerte con ese padre que descargaba en ella lo que no podía descargar sobre la mujer que lo había dejado. O haberse casado con Gustavo siendo tan chica, casi sin conocerlo, sólo para escapar de quien había escapado ella.
Todavía no entendía cómo había dicho que sí tan rápidamente cuando Lala la llamó. «¡No sabes lo que es! A Ariana le encantó y se lo quiero dar por su cumple», le había dicho Lala antes de pedirle la tarjeta. «Yo le dije a Martín todo junto no podemos, pero en seis cuotas ni lo vamos a sentir. Y estuvo de acuerdo pero me dijo que justo había habido no sé qué error con la tarjeta y el banco y la tenemos suspendida. Según Martín lo arreglan de un momento a otro, pero se pasan los días y nada. Los del banco son así. Claro, ellos no tienen apuro, a ellos qué les importa.» A Carla tampoco le importaba, pero ahí estaba. Cuando se lo dijo a Gustavo casi la mata. «Si fuera para remedios o comida, pero para un perro… Carla, ¿tanto te cuesta decir que no?» Y él sabía que sí. Porque él la había escuchado decir muchas veces no, y basta, y no sigo más, pero seguía. «¿No sabes que Martín está quebrado?», le había dicho Gustavo, y ella no sabía, y estaba segura de que Lala tampoco sabía. «No puede no saber, es la mujer», dijo Gustavo. Y eso qué tiene que ver, pensó ella, pero no se lo dijo. Gustavo le contó que desde hacía unos meses los Urovich sólo pagaban lo imprescindible, las compras del día a día, los servicios que te pueden cortar por falta de pago, luz, gas, teléfono. Que la obra social se la pagaba el Tano Scaglia desde que tuvo el garrón de bancar la operación de apéndice de Ariana, «pagarle todos los meses la cuota le sale más barato». Las expensas del club hacía rato que no las pagaban. El colegio de los chicos sí, aunque el Tano le había aconsejado que no lo pagara, «porque no te pueden echar a los chicos en la mitad del año, lo prohíbe no sé qué ley del Ministerio de Educación, vos pagas la inscripción, el primer mes si te parece, y después los mandas todo el año tranquilo que no puede pasar nada, eso es lo que hizo Pérez Ayerra un año que anduvo mal de guita y después terminó arreglando por la mitad». Pero Martín no quiso. «Para que Lala no se enterara», dijo Carla. «No se entera porque no quiere.» «Ella debe tener previsto de dónde va a sacar la plata, no me va a cagar.» «No intencionalmente, de pelotuda nomás, las minas cuando quieren hacerse las pelotudas…» Y Carla no lo escuchó más, ella ya había dicho que sí y en ese punto era mucho más fácil sacar la tarjeta y pagar que volverse atrás.
La veterinaria era un local muy amplio en la entrada de un shopping. Parecía un autoservicio, con góndolas donde uno podía servirse desde alimento balanceado hasta pelotitas con cascabeles, huesitos de cuero, correas de distintos materiales y colores, mantitas escocesas o placas de bronce para mandar a grabar el nombre de la mascota.
Carla y Ariel esperaron a un costado. Lala fue directo al canil donde estaban los cachorros de labrador y de golden retriever. Uno negro y uno dorado. «La mía es la dorada, ¿no es soñada?» Dijo Lala, entusiasmada, haciendo gestos para que se acercaran. «¡Ariana va a estar tan contenta!» «Mira, mira la cara que me pone éste», dijo refiriéndose a Ariel, que se mantenía inexpresivo, «es lo más insensible que hay, no es bichero como yo…». Alzó en brazos el animal que le alcanzaba el veterinario. «¿Sabes lo que me llegó a decir?», le dijo delante de él. «Que por qué no usábamos esta plata para que él se fuera a esquiar. ¿A vos te parece?« «¿Y qué?», dijo el chico y se alejó a mirar una iguana encerrada en una pecera. «Es un chico. ..», dijo Carla. «Sí, pero cuando tienen tan trastocados los valores, te da bronca, porque eso de la casa no es.» «Yo a su edad te habría dicho lo mismo.» «Vos tampoco sos muy bichera. Sabes lo bien que te haría a vos tener un gatito aunque sea, son una compañía. Y no te lo digo por el tema tuyo con los embarazos, ojo, los bichos les hacen bien a todos.»
Las mujeres fueron para la caja. Ariel se les acercó. Lala tenía en brazos al cachorro como si fuera un bebé. «Bueno, le tengo que hacer la libreta sanitaria. Los padres son perros de raza pura, pero el cachorro sale sin papeles, ¿sabía, no?» «Sí, más bien, yo no soy de las que pagan novecientos dólares por el árbol genealógico de un perro», se rió. «Eso déjalo para la gente que puede tirar la plata, ¿no?», dijo y miró a Carla buscando su complicidad. El veterinario empezó a completar la libreta sanitaria y a darle instrucciones sobre la vacunación. «¿Te molesta si hacemos primero la tarjeta que estoy un poco apurada?», logró interrumpir Carla. «No, para nada. Haceme la tarjetita, por favor.» «¿En cuántas cuotas lo hago? ¿En tres?», preguntó el veterinario. «En seis habíamos quedado el otro día», contestó Lala. El veterinario estaba por completar el cupón de la tarjeta, Lala lo interrumpió. «No, a ver, espera un poquito, ¿qué comida tengo que llevar para esta cachorrita?» El veterinario salió de detrás del mostrador, se acercó a una de las góndolas y le señaló la comida indicada para la raza y el tamaño. Lala lo siguió, Carla se quedó en el mostrador, atenta. «¿Y cuánto me dura una bolsa de éstas?» «Y, unos veinte días.» «Bueno, agrégame dos bolsas en la tarjeta.» Se acercó a Carla: «No sabes lo que comen estos bichitos». «No, no sé», contestó, mientras pensaba que Gustavo no tenía que enterarse por nada de que también había financiado el alimento del animal. Ariel volvió a internarse por entre las góndolas y ancló en la pecera de peces tropicales. «Bueno, ahora sí», le dijo Lala al veterinario. El veterinario sumó en una calculadora de mano. «Entonces son quinientos ochenta, una firmita acá por favor.» El hombre le acercó el cupón y ella a su vez se lo pasó a Carla. Carla firmó. «¡Me imagino la cara de Ariana cuando llegue hoy del colé!» Carla sonrió, y guardó su tarjeta. El veterinario continuó: «Bueno, entonces por cuarenta y cinco días, nada de pasto, por el moquillo…». Lala escuchaba atenta, Carla interrumpió: «Me puedo ir entonces, ¿no?». «Sí, ¿ya firmaste, no?» Carla asintió. «Anda tranquila, Carli. Nos vemos.» Cuando estaba por salir del local Lala le gritó desde el mostrador: «Y gracias, eh». Carla, con esfuerzo, sonrió otra vez. Buscó a Ariel con la mirada para saludarlo. Pero el chico no la vio, con las manos en los bolsillos miraba en un rincón cómo un hámster caminaba sin fin en una rueda.