El miércoles siguiente era el té mensual «de las chicas de pintura». Tocaba esta vez en lo de Carmen Insúa, y no faltó nadie. La clase terminó cinco minutos antes para dejar todo listo y limpio antes de ir. Carla fue en el auto de Mariana, y se les sumó Dorita, que tenía la camioneta haciendo el service de los siete mil kilómetros. Hicieron las seis cuadras casi calladas. Carla sólo recuerda que una de las mujeres dijo: «Espero que el té sea té». Y la otra no le contestó, aunque hizo un gesto condenatorio.
Estacionaron detrás del auto de Liliana, y detrás de ellas las otras. Seis autos y nueve mujeres que estacionaron lo más cerca de la banquina posible para evitar que el personal de seguridad las interrumpiera en medio del té porque alguna impedía el paso.
La mesa estaba lista, impecable. Vajilla Villeroy Bosch sobre mantel de hilo blanco. Sandwiches, bocaditos, a un costado una mesa auxiliar con un lemon pie, y un cheese cake. Y un poco más allá una bandeja con copas y dos botellas de champán en hieleras de plata con el hielo picado, que Mariana se encargó de señalarle a Carla, con un gesto parecido al suspiro del auto, como si ella supiera. «¿No prefieren tomar algo fresco en vez de té?», dijo Carmen mientras se servía una copa de champán. Dorita y Liliana cruzaron miradas. «Che, me encanta el cuadro. Muy sobrio», dijo Mariana señalando el Labaké. Y Liliana, por lo bajo, le dijo a Dorita: «¿Dijo “sobrio”, la boluda, no te puedo creer?». «¿Y a vos qué te parece, Lili?», preguntó Carmen, ansiosa. Liliana se tomó un tiempo y después dijo: «Es una obra que está bien. Está bien». Carmen pareció aliviada y dijo: «¿Sabes que me dijo el marcharía que ya vale un veinte por ciento más que cuando lo compré?«. »Sí, puede ser, hay gente que no te explicas por qué les va tan bien con tan poco. Será que su virtud es ver la veta, ¿no?«, dijo Liliana mientras se metía un bocadito en la boca. »¿Pero Labaké no ganó el último Salón Nacional de Pintura?«, aclaró Carmen, algo preocupada, »eso me dijeron cuando lo compré.» «¿Y te crees que eso no está arreglado? ¿Me pasas el té?», dijo Liliana.
Carmen parecía confusa. Como si quisiera decir algo más y el champán no la dejara terminar de procesarlo. Optó por no decir nada y servirse otra copa. Carla se paró y fue hasta el cuadro. Predominaba el color ocre, un ocre idéntico al de los sillones de Carmen, con una textura muy especial, trabajada con arpillera y otros relieves. A Carla le gustó, mucho, parecían tres árboles sin hojas, pero no secos, que hundían sus raíces en la arena, donde se encontraban con espigas cerradas, y una canoa muy pequeña, y dentro de la canoa una mujer, inmóvil, pero viva. Una mujer inmóvil. Y sobre la arena dos espigas abiertas, a punto de madurar. La mujer de la canoa le pareció mucho más difícil de dibujar que una manzana y, ante la certeza de que hay cosas que nunca podría hacer, le dieron ganas de llorar.
«Muchas gracias por el té. La próxima vez lo hacemos en la mía. Y el cuadro me encantó», le dijo Carla al despedirse. Mientras el auto de Mariana se ponía en marcha, Carla vio a través de la ventana cómo Carmen juntaba los restos de las copas en la suya y bebía. «Cada día está peor», dijo Dorita. Y Mariana suspiró. «¿Sabes que el cuadro lo compró vendiendo todas las joyas que le regaló Alfredo?», agregó Dorita. «No… ¿en serio?», dijo Mariana. «¿Qué le agarró?» «Qué sé yo, me dijeron que Alfredo casi la mata.» «No es para menos.» «A mí el cuadro me gustó», se atrevió a decir Carla. «No sé, yo de cuadros no entiendo. Pero de joyas sí. ¿Te conté que en casa vendo joyas? Tenes que venir», dijo alguna de las dos.
La siguiente clase Carmen no fue. Liliana preguntó si alguien sabía de ella. Nadie contestó, pero todas se cruzaron miradas. Hasta Carla, para no quedar afuera. Liliana dio por terminado su cuadro de rayas. Carla había empezado a ir al curso en auto. Al terminar la clase cargó el cuadro y manejó las cinco cuadras que la separaban de su casa, tensa, como con una preocupación que no terminaba de entender. Gustavo no había llegado. Llevó el cuadro al depósito de su casa y lo subió a una silla que hizo de caballete. Lo miró. El cumpleaños de Gustavo era en un par de días y Carla no estaba segura de que ese dibujo fuera lo que él querría recibir de ella. Y no quería que Gustavo se enojara. Ya no. Intentó dos o tres rayas más, pensó en darle un toque de color, pero nada la convencía. Lloró. Entró en la casa y buscó en su agenda el teléfono de Liliana. Le pidió una cita para la mañana siguiente. «Bueno, venite a casa a eso de las nueve, después de que dejes a los chicos en el colegio.» «No tengo chicos.» «Ah, ¿no?»
Carla fue en su auto hasta la casa de Liliana. Tocó el timbre y la empleada de los Richards la hizo pasar. La llevó al living y le sirvió un café. Unos minutos después apareció Liliana. «Mi marido cumple años. No tengo ganas de regalarle lo mismo de siempre, ropa que después no usa, libros que no lee, este año quiero regalarle un cuadro. Tuyo.»
Liliana se mostró sorprendida, nunca nadie le había comprado un cuadro en su vida. Ni siquiera un pariente. «Él me apoyó mucho con todo esto del taller, y me pareció una forma de agradecérselo.» «No sé si podré pagar lo que vale.» Liliana hizo un gesto de aprobación que le permitió disimular cierta vanidad. «Déjame que te muestre mi obra, después vemos cuánto me podes pagar.» Liliana la llevó a un cuarto exterior, vidriado, un antiguo jardín de invierno convertido en el atelier de Liliana. Cortinas pesadas protegían los cuadros del sol e impedían el desarrollo de las pocas plantas que quedaban. Le mostró unos veinte cuadros. La mayoría hechos en épocas lejanas. Algunos tenían retocada la firma en forma evidente. Carla se quedó mirando uno de esos retoques. Liliana se adelantó a la pregunta que Carla nunca habría hecho. «Antes de casarme era Liliana Sícari. Ahora soy Liliana Richards. La LS se convirtió en una LR. ¿Richards suena mejor para artista plástica, no?»
Sobre la pared del fondo había un caballete con un cuadro a medio hacer. Carla se acercó, corrió la tela que lo cubría y se encontró con un cuadro ocre, con arena, y una canoa larga y angosta, con tres mujeres dentro, unas espigas que crecían de la canoa y subían al cielo también ocre, dos árboles, pequeños, pero con raíces largas, que se hundían en la arena ocre. Y trozos de arpillera, en distintos lugares, empastada con el óleo. Firmaba LR, sin enmiendas, el cuadro era reciente. «Me gusta este», dijo. Liliana se apuró a taparlo otra vez con la tela. «Ese no está terminado», dijo. Carla mentía, ella no lo hubiera elegido, era como comprarse el mismo vestido o el mismo traje de baño que Carmen, pero de segunda selección, y no haría eso. Revisó otra vez los otros y eligió un bodegón, que tampoco era exclusivo, pero sí validado por tanta copia: estaban los bodegones de Liliana, los de Mariana, los de Lascano, los del afiche que copiaba Mariana, y seguramente muchos más que ella no conocía, copiados infinitamente por mujeres que ella tampoco conocía. Además, estaba convencida de que Gustavo coincidiría con ellas en que un bodegón queda bien en cualquier pared. «No sé, si es para Gustavo, dame unos trescientos dólares y todo bien, ¿te parece?» Pagó, lo cargó en el auto y salió.
Carla llevó el cuadro al depósito, bajó su cuadro de rayas de la silla y puso el de Liliana. Tomó los pinceles, y con mucho cuidado y pintura negra, trasformó la LR en un CL, de Carla Lamas. Pero después se arrepintió y lo cambió por CM, de Carla Masotta, no quería que su apellido de soltera trajera una discusión con Gustavo. Se sintió orgullosa de la enmienda, fue un trabajo prolijo. Ella siempre fue prolija.
La noche del cumpleaños de Gustavo lo esperó con la cena servida en el comedor que sólo usaban para recibir gente cuando Gustavo insistía y Carla no podía más que aceptar a sus invitados. Cenaron con candelabros, música, y el cuadro colgado en la pared del fondo. «¡Me encanta!», le dijo él, y la besó. «¿Y cómo va ese taller?» «Ahí lo podes ver.» «Me refiero a la gente, ¿qué tal? ¿Se puede hacer relaciones?» «Sí, creo que ya soy parte del grupo.» Gustavo levantó su copa por un brindis. Ella levantó la suya, las chocaron y brindaron por el cumpleaños de Gustavo, y por la amistad.
El 8 de diciembre de cualquier año, día de María Inmaculada, todas las casas de Altos de la Cascada se visten de Navidad. Las luces blancas envuelven árboles, pérgolas y puertas de entrada. Los pinos se encienden y apagan a través de las ventanas de cortinas abiertas. Hay pinos de distintos tipos, pero todos grandes. Los colores de las bolas navideñas no se mezclan, o son todas amarillas, o todas rojas, o plateadas, o azules. Algunos cambian las bolas por moños rojos. O por manzanas. La administración se encarga de armar un pesebre en el bosque, con figuras de tamaño casi real. Y todos los años algún jardinero, caddie del golf o peón de La Cascada resigna la cena familiar por unos billetes que juntan entre los vecinos, se viste de Papá Noel y en el trailer de mantenimiento recorre las casas del barrio privado repartiendo regalos. De verdad, sólo falta la nieve.
Ese año, a pesar de ser la última Navidad del siglo, no se notó demasiado cambio en los decorados. Es que cuando uno hace tanta cosa siempre, hacer un poco más es casi imposible. El fin de año se notaba, más que en los pinos y pesebres, en algunas preocupaciones que flotaban en las conversaciones de Los Altos. Se hablaba de catástrofes informáticas de todo tipo y había desde el que hacía
back up
y copia de todas sus tarjetas, códigos y cuentas bancarias, hasta quien se traía todo el efectivo del banco para que pasara las fiestas en familia, temeroso de que su saldo del 1° de enero del 2000 apareciera en blanco.
La mañana del 24 Teresa se encargó de que, como todos los años, llegaran a la administración del barrio los fuegos artificiales que lanzarían después de las doce en el hoyo 9. El Tano donaba cada año cantidades de fuegos artificiales para compartir con sus amigos de Altos de la Cascada. No es que fuera fanático de los espectáculos pirotécnicos, ni que lo hiciera por el placer del espectáculo en sí mismo, pero su afán de perfección lo había convertido en un experto. Un año se le ocurrió hacerle ese regalo a sus amigos de Los Altos, llenar el cielo de Navidad de fuegos artificiales, y a partir de ahí cada año subía la apuesta. Investigó cuáles había que comprar y cuáles no, las normas de seguridad que debían cumplir, dónde se veían los mejores fuegos artificiales del mundo. Los de Sidney y Tokio estaban entre sus preferidos. Y trataba de imitarlos. Con lo mejor que se consiguiera acá, y hasta un año hizo una importación de Miami que hubo que sacar de la Aduana adornando a un funcionario que conocía Fernández Luengo, porque «la gente está descorchando y seguimos sin despacho».
Teresa volvió a su casa. La carpa estaba lista desde el día anterior. Los Scaglia siempre armaban carpa para eventos de más de treinta personas desde la comunión de su hija menor que, diluvio mediante, terminó siendo un enchastre de barro en los pisos de pinotea y en la moquete del primer piso. Alquilaron vajilla, mesas y sillas vestidas de blanco, cada una con su centro floral de jazmines, y piso falso de madera para proteger el césped. La comida la contrató a un servicio de catering que Teresa tenía probado de cumpleaños y fiestas anteriores. A la empleada le había dado franco a partir de las cinco de la tarde. Hubiera querido que antes de irse repasara el baño en suite de su cuarto. Todavía no se había duchado, y recién lo haría después de envolver los regalos. Pero no tenía ganas de escucharla, seguía quejándose de que en las fiestas después de cierta hora los colectivos pasan más salteado y que la última Navidad había llegado a su casa cuando todos estaban brindando. La empresa del catering traía su propio personal de servicio. Y la vajilla se devolvía sucia como quedara. De verdad, y más allá del baño que sólo ella vería, a esa altura del día, no tenía mucho de qué preocuparse.
La empleada subió ya cambiada para irse. Teresa estaba en su cuarto envolviendo paquetes. «Señora, ¿necesita algo más?» «De camino, pasa por lo de Paula Limorgui y decile a Sofi que venga a más tardar a las siete para cambiarse.» «Sí, señora…, y feliz Navidad. ..» «Gracias, Marta, no te olvides la autorización que te dejé sobre la mesa para que en la guardia te dejen sacar el pan dulce.»
Ni bien terminó de envolver los regalos Teresa se apuró a llamar a la administración para que vinieran a buscar los paquetes. Sofía acababa de cumplir siete y seguía creyendo en Papá Noel. Matías, el de quince, decía que lo hacía por temor a perderse los regalos, pero Teresa aseguraba que no, que ella también era así de inocente a esa edad y hasta más grande. Al rato tocaron el timbre, era Luisito, el chico que regaba las canchas de tenis, el «canchero». A él le había tocado ser Papá Noel ese año. No estaba muy convencido, pero la mujer insistió, la plata la necesitaban, y si no brindaban a las doce brindarían en otro momento. Teresa le dijo que subiera a ayudarla a bajar la casa de las Barbies para Sofía. Luisito le pidió permiso para dejar los zapatos con polvo de ladrillo al pie de la escalera. A Matías le había comprado una
sand board
, pero la tabla no hacía falta que se la entregara Papá Noel en mano. Es más, Matías la mataría si así lo hacía, con el humor que tenía últimamente, pensó.
Los invitados llegaron puntualmente a las nueve. El Tano no, él llegó nueve y veinte, se demoró en el golf verificando que los fuegos estuvieran distribuidos adecuadamente y listos para las doce. Estaban el padre del Tano con su nueva mujer y la hermana de Teresa con su marido e hijos, los únicos de la familia. El resto, gente de Altos de la Cascada, vecinos que como ellos preferían pasar las fiestas entre amigos. Gustavo Masotta y su mujer, los Insúa y algunos más. Los Guevara habían sido invitados pero prefirieron pasarla con los padres de Ronie. Y los Urovich festejaban Navidad con la parte católica de la familia. Los mozos iban y venían con bandejas de saladitos, fiambre y champán. En cada mesa había un pequeño menú que indicaba cada plato. Entrada: vittel tone. Plato principal: pato a la naranja. Postre: helado con salsa de arándanos. Y más abajo: mesa de frutos secos, confituras y pan dulce.
Cuando ya habían terminado de servir la entrada, Teresa se dio cuenta de que Matías no había bajado. Miró la ventana de su cuarto, la luz estaba encendida. Le pidió a Sofía que fuera a llamarlo. Sofía salió corriendo a cumplir con el encargo. Manoteó la puerta del cuarto de su hermano, estaba cerrada. Golpeó. «¡Dice mamá que bajes ya!» Matías no contestó. Golpeó otra vez. «Dijo mamá que bajes o…» Matías abrió la puerta. «¡Para, loca!» «¿Qué es ese olor?», preguntó ella. «¿Qué olor?», dijo él y fue a abrir la ventana. Salió del cuarto empujándola. «Dale nena, camina.»