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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (44 page)

BOOK: Latidos mortales
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—Por eso utilizaron gas —dijo Ramírez en voz baja, retomando la historia donde las voces de Morgan y Luccio se habían apagado. Su voz era grave. Su sonrisa había desaparecido—. Un gas nervioso, probablemente sarín. Lo inyectaron por todo el hospital, por las zonas en las que estábamos los que protegíamos el lugar y por las seis manzanas de la ciudad que lo rodeaban. —Bajó la botella y añadió—: No sobrevivió nadie.

—Dios mío… —susurré.

Hubo un silencio sepulcral.

—¿Ebenezar? —pregunté en un suspiro—. Dijeron que estaba herido. ¿Él…?

Ramírez sacudió la cabeza.

—Ese cabrón testarudo se negó a ir al hospital —dijo el joven centinela—. Se fue con uno de los equipos para emprender una contraofensiva con la Hermandad de San Giles.

—Miles de personas inocentes murieron —dijo Luccio y de su voz surgió un lento y bajo gruñido. Lo hizo muy controladamente pero lo escuché. Lo reconocí y sabía lo que era sentir cómo impregnaba mi voz—. Mujeres, niños. Cientos. Y hoy he enterrado ciento cuarenta y tres centinelas.

Estaba conmocionado.

En un único y despiadado ataque, la Corte Roja había prácticamente destruido al Consejo Blanco.

—Han sobrepasado todos los límites —dijo Luccio. Su voz era tranquila y precisa—. Han violado cada principio de guerra de nuestro mundo y del mundo de los mortales. Es una locura. Han perdido el juicio.

—Se han suicidado —dije en voz baja—. No tienen ninguna oportunidad de ganar enfrentándose al Consejo ni a la Corte de las Hadas.

—Tomaron el
sidhe
por sorpresa —murmuró Morgan—. No estaban preparados para luchar. Y nosotros estábamos en las últimas. Teníamos menos de cincuenta centinelas capaces de combatir. Nuestras líneas de comunicación no funcionaban y de esta manera los miembros del Consejo estaban siendo atacados de uno en uno y por sorpresa. No sabemos cuántos magos más pueden haber muerto.

—Y la cosa aún mejora —dijo Ramírez—. Los agentes de la Corte Roja están cazando en los caminos del reino de las hadas. Cuando veníamos hacia aquí fuimos atacados dos veces.

—Nuestra prioridad —dijo Lucio con voz enérgica— es consolidar nuestras fuerzas e incorporar todos los recursos disponibles para recuperar la fuerza de los centinelas como guerreros. Debemos juntar a los miembros del Consejo y asegurar­ nos de que están protegidos. Estamos reorganizando nuestra seguridad. —Sacudió la cabeza—. Y, francamente, tenemos que proteger las vidas del Consejo de Veteranos. Mientras puedan esconderse del enemigo y tomar parte en la batalla, son una fuerza peligrosa. Juntos tienen más poder que cien miembros cualesquiera del Consejo, y ese poder puede concentrarse con efectos letales, tal y como mostró el Merlín en el Más Allá. Siempre que estén preparados para atacar, el enemigo jamás será consciente de su entera capacidad.

—Y lo que es más importante —gruñó Morgan—. Los magos mortales que nos hayan traicionado, quienesquiera que sean, temen al Consejo de Veteranos. Por eso, su primer movimiento estaba destinado a acabar con ellos.

Luccio asintió.

—Si podemos esperar hasta que la Corte de las Hadas se recobre de este asalto, podremos recuperarnos de este ataque. Lo que nos trae hasta hoy —dijo Luccio. Me estudió. Estaba cansada y parecía sincera—. Uno de cada dos centinelas capaces de pelear y preparados para atacar al enemigo está protegiendo al Consejo de Veteranos. Nuestras líneas de ayuda y comunicación son endebles. —Hizo un gesto señalando a las personas que estaban sentadas a la mesa—. Estos son todos los recursos de los que dispone el Consejo Blanco.

Miré a la agotada capitana de los centinelas, al magullado Morgan y a Ramírez, que había recuperado su sonrisita chulesca. Me fijé en Yoshimo y en Kowalski, sin estrenar, callados y asustados.

—Centinela Luccio —le dije—. ¿Podría hablar con usted en privado?

Morgan puso mala cara y dijo con voz ronca:

—Cualquier cosa que le quieras decir a ella, nos la puedes decir a todos…

Luccio puso su mano en el hombro de Morgan, fue un gesto suave, pero cortó su discurso.

—Morgan, ¿sería tan amable de traerme otra botella? Estoy segura de que McAnally estará encantado de servirnos la cena a todos.

Morgan la miró durante un segundo y luego me miró a mí. Después se levantó, emborronó el círculo de tiza con la bota y lo rompió, liberando el tenso aire que se había concentrado en el interior.

—Venga, chicos —dijo Ramírez a los dos centinelas más jóvenes, poniéndose de pie—. Vamos a sentarnos con el tío Morgan mientras los otros adultos tienen una conversación seria. —Cuando pasó por mi lado apoyó su mano en mi hombro y me lo apretó—. Oye, tabernero, ¿son aros de cebolla eso que huele tan bien?

Esperé hasta que se situaron en la otra punta del bar y Mac les llevó algo de comer. Después me giré hacia Luccio y le dije:

—No puedo ser un centinela.

Me estudió durante unos instantes y, después, en un tono muy comedido y con una voz muy educada, me preguntó:

—¿Por qué no?

—Porque los centinelas han estado amenazando con matarme, acusándome de algo que no es cierto, desde que tengo dieciséis años —le dije—. Todos creen que soy una especie de amenaza encubierta y cada vez que han tenido la oportunidad, han intentado destrozarme la vida.

Luccio escuchó muy atenta y luego dijo:

—Sí, ¿y?

—¿Y? —dije—. Toda mi vida adulta la he pasado con los centinelas rozándome los talones y preparándose para acusarme de cosas que jamás hice e intentando tenderme trampas cuando la realidad es que nunca me han visto hacer nada malo.

Luccio levantó las cejas.

—¿Qué?

—¡Venga ya! —le dije—. Sabe perfectamente que Morgan me provocó para que lo atacase justo antes de que tuviera lugar el tratado de Invierno, para que él y el Merlín tuvieran una excusa para lanzarme a los vampiros.

Los ojos de Luccio se abrieron y su voz se volvió más dura.

—¿Qué? —Se giró de golpe para mirar a Morgan y luego volvió a mirarme—. ¿Me está diciendo la verdad?

La cadencia de su pregunta hizo que sus palabras no sonasen como normalmente lo hacían, y por puro instinto lo descubrí con mis sentidos. Sentí tensión, el aire zumbaba como el espacio que hay entre los dientes y el cuerpo de un diapasón.

—Sí —le dije. El zumbido de la campanada continuaba sin disminuir—. Le estoy diciendo la verdad.

Se quedó mirándome durante un largo segundo y luego se echó hacia atrás en su silla. La tensión desapareció. Entrelazó los dedos de las manos encima de la mesa y frunció el ceño.

—Bueno… había rumores, de cómo Morgan se había comportado con usted. Pero siempre pensé que no eran más que eso.

—No lo eran —le dije—. Morgan me ha amenazado y perseguido cada vez que ha tenido la oportunidad. —Envolví mi mano derecha en un puño—. Y nunca he hecho nada. No formaré parte de esto, centinela Luccio. Quédese con la capa. No quiero manchar mi coche con ella.

Seguía mirándose las manos con los ojos entrecerrados.

—Dresden —dijo en voz baja—. El Consejo Blanco está en guerra. ¿Va a abandonar a su gente a
su
suerte frente a la Corte Roja? ¿Se va a quedar a un lado y va a dejar que los discípulos de Kemmler sigan su camino?

—Claro que no —le dije—. Nunca dije que no fuese a pelear. Pero no me pondré esto. —Le tiré la capa por encima de la mesa—. Quédesela.

La empujó de vuelta por encima de la mesa.

—Póngasela.

—Gracias, pero no.

—Dresden —dijo Luccio con voz ronca y firme—. No se lo estoy pidiendo.

—No respondo bien a las amenazas —le dije.

—Entonces responda a la realidad —me espetó—. Dresden, los centinelas estamos diezmados. Necesitamos reclutar, llamar a filas o entrenar a todo mago que sea capaz de pelear.

—Hay muchos magos que pueden pelear —gruñí.

—Pero no son Harry Dresden —dijo ella—. Idiota, ¿no sabe lo que le estoy ofreciendo?

—Sí, la oportunidad de reclutar a chicos adolescentes a los que jamás se les habla de las leyes de la magia y luego se les ejecuta por romperlas. La oportunidad de fastidiar, intimidar e interrogar a cualquiera que no me agrade. No quiero tener nada que ver con eso.

—Ebenezar dijo que era un cabezota, pero no mencionó que fuera tonto. Han traicionado al Consejo, Dresden. Y usted es el mago más infame que hay en él. Hay muchas personas que han hablado mal de usted. Muchos dicen que ha empezado la guerra con la Corte Roja intencionadamente para provocar la caída del Consejo.

Solté una carcajada algo amarga.

—¿Yo? Es de locos, ¡por el amor de Dios! ¡Si ni siquiera soy capaz de llevar mis cuentas del banco!

La mirada de Luccio se suavizó un poco y luego suspiró.

—Lo creo. —Sacudió la cabeza—. Pero tiene una reputación y a los miembros del Consejo no les va a sentar nada bien este rechazo. Sus miedos pueden volverse contra usted y por eso se va a unir a los centinelas.

Fruncí el ceño.

—No comprendo.

—Ha llegado el momento de dejar nuestras diferencias a un lado. Si se pone la capa de centinela y lucha codo a codo con el Consejo, en un momento de necesidad como este, nuestra gente lo verá con otros ojos.

Respiré profundamente.

—Ah, el síndrome de Darth Vader.

—¿Perdone?

—El síndrome de Darth Vader —le dije—. No hay al lado más admirable, esperanzador y querido que el enemigo que te hacía temblar como un niño hasta hace unos minutos.

—No es solo eso —dijo Luccio—. Creo que no es consciente de su reputación. Se ha enfrentado y ha luchado con más malhechores que la mayoría de magos cuya edad supera en un siglo a la suya. Y los tiempos están cambiando. Ahora hay más magos jóvenes que quieren formar parte del Consejo, como Ramírez y sus compañeros. Para ellos usted simboliza la resistencia a los elementos más conservadores del Consejo, es un héroe que arriesga su vida cuando sus principios lo requieren.

—¿Lo soy?

—Sí —dijo Luccio—. No digo que yo lo apruebe. Pero en estos momentos el Consejo necesita cada pedacito de valor y fe que se pueda reunir. Su presencia y su apoyo frente a un gran peligro aplacarán a sus detractores; la comparecencia de un mago que ha participado en tantas batallas animará a los miembros más jóvenes del Consejo. —Hizo una mueca—. Resumiendo, Dresden, lo necesitamos. Y usted a nosotros también.

Me froté los ojos un momento y luego dije:

—Digamos que firmo. Que estoy dispuesto a ponerme la capa, estaría preparado para luchar mientras dure la guerra, pero no me marcharé de Chicago. Hay gente aquí que depende de mí. —Fruncí el ceño—. Y no bajaré la cabeza ante Morgan. Quiero que se mantenga alejado de mi ciudad.

Luccio se frotó la barbilla y luego asintió despacio, con ojos pensativos.

—Reasignaré a Morgan a otro lugar. —Asintió de nuevo, esta vez con más contundencia—. Y entonces le nombraré a usted comandante regional de los centinelas.

Parpadeé.

—Estará a cargo de la seguridad y las operaciones de esta región, en coordinación con los otros tres comandantes regionales americanos.

—Y eso —le dije—, ¿qué significa?

—Que será su trabajo proteger a los mortales de esta zona. Estará alerta ante las posibles amenazas sobrenaturales de su región y representará al Consejo en el terreno diplomático. Para ayudar y socorrer a otros magos que se acerquen a usted buscando protección o apoyo, y cuando sea necesario, se enfrentará a los enemigos del Consejo, como la Corte Roja y sus aliados.

Fruncí el ceño.

—Bueno, es más o menos lo que hago ahora.

En la cara de Luccio se dibujó por fin una sonrisa verdadera; era la primera vez que la veía. Las líneas suaves desaparecieron y las patas de gallo de sus ojos entraron en escena.

—Pues ahora lo hará con una capa gris puesta. —Su expresión se recompuso—. Es un guerrero, Dresden. Si el Consejo Blanco logra sobrevivir, necesitaremos más como usted.

Se levantó de la mesa y se dirigió a la barra, llevándose consigo las botellas vacías.

Cuando volvió, acababa de colocarme el broche de la capa y ya cargaba la suave y pesada tela sobre mis hombros. Se quedó de pie frente a mí y me miró de arriba abajo durante un momento. Ramírez me observó y su sonrisa se hizo más amplia. Morgan miró también y por su expresión podría parecer que acababan de ponerle un cuchillo en los testículos. La frente de Mac se llenó de arrugas y me estudió de arriba abajo, con los labios apretados.

—Gracias —dijo Luccio en voz baja, ofreciéndome otra cerveza.

La acepté asintiendo. Brindamos y dimos un trago.

—Muy bien entonces, comandante —dijo Luccio. El tono de su voz se había vuelto serio y formal—. Este es su territorio y usted tiene la información más actualizada sobre los discípulos de Kemmler. ¿Cuál es nuestro siguiente paso?

Me separé el pelo de la cara y dije.

—Bien, centinela Luccio… Oh, quiero decir, líder Luccio. Sentémonos y pongámonos manos a la obra. Va a anochecer y no tenemos mucho tiempo.

32

Cuando entré por la puerta de la casa de Murphy, llovía y todavía llevaba puesta la capa. Llegué hasta la cocina y allí sentados estaban Thomas, Butters y Bob. Permanecían alrededor de la mesa, tenían unas cuantas velas encendidas, papeles, lápices y latas vacías de Coors.

La mandíbula de Thomas se abrió de par en par.

—¡Me cago en la leche! —dijo.

Butters miró primero a Thomas y luego a mí.

—¿Eh? ¿Qué?

—¡Harry! —dijo Bob. Sus ojos naranjas y brillantes resplandecían—. ¿Has robado una capa de centinela?

Fruncí el ceño mirándolos a los tres y me quité la capa. Cayó extendida en el suelo de la cocina.

—No la he robado.

Ratón apareció en la habitación, moviendo el rabo, y le rasqué brevemente las orejas.

—Ah —dijo Bob—. ¿Entonces la has cogido de algún cuerpo?

—No —contesté molesto y me dejé caer en una de las sillas—. Me han reclutado.

—¡Me cago en la leche! —volvió a decir Thomas.

—No lo pillo —dijo Butters.

—¡Harry se ha unido a la policía secreta de los magos! —dijo Bob atropelladamente—. ¡Podrá declarar culpables bajo sospecha y dictará justicia con sus propias manos! ¿Puede haber algo mejor?

Thomas se quedó mirándome fijamente y luego dirigió la vista a la puerta que había a mis espaldas. Finalmente volvió a mirarme.

—Estoy solo —le dije en voz baja—. Tranquilo.

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