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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Lázaro (46 page)

BOOK: Lázaro
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Después, comenzaron a moverse lentamente y en silencio, en la dirección de las agujas del reloj, alrededor del perímetro. A medida que uno llegaba a la esquina siguiente, todos se detenían. No hablaban, y mediante señas se comunicaban sus observaciones. Uno señaló las vacas en el prado lejano. Otro llamó la atención sobre las masas oscuras de los vehículos estacionados cerca de los árboles. Un tercero mostró el patio cerrado.

Finalmente, convencidos de que el perímetro externo no encerraba peligros, entraron en el patio, y dos avanzaron hacia la puerta del fondo de la casita, y los dos restantes hacia la entrada de la cocina de la casa grande. Antes de que sus manos tocaran el maderamen, las luces sobre las dos puertas se encendieron. Hubo una súbita llamarada y los cubos de nafta se incendiaron, y los cuatro fueron abatidos por el fuego de enfilada procedente del granero y del establo.

Neylan entró en la casa para telefonear al agente Macmanus. Llegó diez minutos después, pero se necesitó una hora y media para obtener la presencia de la Garda y una ambulancia que llegaron de Cork, y otra hora para realizar las declaraciones apropiadas y desembarazarse de todos. Murtagh fue con el Land Rover hasta el cobertizo para recoger a las mujeres. Cuando al fin regresaron a la casa, Britte temblaba de fiebre. Telefonearon al médico local, que recetó aspirinas y bolsas de hielo, y prometió ir a las nueve de la mañana. Alrededor de las cinco Britte deliraba y gritaba de dolor. La pusieron en un coche, y mientras Tove la cuidaba en el asiento trasero, Neylan condujo a la mayor velocidad posible, en dirección al Hospital de la Piedad de Cork. Cuando llegaron, Britte estaba en coma. Un especialista, convocado de prisa, pronunció el veredicto.

—Fiebre cerebroespinal fulminante. Aparece con más frecuencia en los adolescentes y los adultos. Los dipléjicos como su hija son víctimas fáciles. Esta forma es maligna. El único alivio es que sigue un curso rápido. Ya se encuentra en estado terminal.

—¿Cuánto durará? —preguntó Matt Neylan.

El médico consultó su reloj.

—Dudo que llegue al mediodía. —Y a Tove, que estaba de pie, afligida pero sin lágrimas, junto a la cama, ofreció su pequeña migaja de consuelo—. En su caso, quizá podamos afirmar que el destino se muestra compasivo. Se le ahorrará mucho sufrimiento.

Pareció que Tove no le había oído. Se volvió hacia Matt Neylan y dijo, en una actitud de extraño distanciamiento:

—El nonno Drexel se afligirá terriblemente.

Y entonces, gracias a Dios, llegaron las lágrimas, y Matt Neylan la abrazó fuertemente, la acunó y la arrulló.

—¡Vamos! ¡Vamos! Llora. La pequeña está bien. No ha sufrido demasiado. No ha tenido que pasar por lo peor.

Incluso mientras decía estas palabras le conmovió la ironía del caso. Antes, habría encontrado una docena de palabras usuales de confortamiento religioso, el caudal acumulado por muchos seres doloridos a lo largo de los tiempos. Ahora todo eso había desaparecido, y el amor que deseaba volcar sobre Tove Lundberg parecía empobrecido. Comprobaba que era mucho más difícil de lo que había pensado reconciliarse cofit un universo indiferente.

En la Sala de Consistorios, el Pontífice León se puso de pie para hablar a la asamblea. Ahora que había llegado el momento, se sentía extrañamente sereno. Sus príncipes habían acudido para rendirle uno tras otro su homenaje ritual. Habían rezado juntos pidiendo luz para ver y valor para recorrer unidos el camino de la luz de los peregrinos. Él les había leído la admonición de San Pablo a los corintios: «Sólo a través del Espíritu Santo podemos decir que Jesús es el Señor. La revelación del Espíritu se ofrece a cada uno de un modo particular, con una buena finalidad…». Después había anunciado las designaciones con palabras simples y directas.

Esta era la antigua personalidad de León, el hombre que despachaba directamente los asuntos embarazosos y a las personas problemáticas. Mientras depositaba frente a él, sobre el atril, el texto de la alocución, se preguntó de qué modo los presentes aceptarían al nuevo León, y durante unos instantes, atemorizado, si después de todo el nuevo León no era una ilusión, el invento de una imaginación desequilibrada. Rechazó el pensamiento; elevó una plegaria silenciosa y comenzó a hablar.

—Hermanos, hoy les hablaré en la lengua de la tierra en que nací. Más aún, a veces percibirán en mi lenguaje el acento rural de mi pueblo natal.

»Deseo explicarles la naturaleza del hombre que fui antes, la naturaleza de Ludovico Gadda, a quien los mayores entre ustedes eligieron para gobernar la Iglesia. Necesito desesperadamente explicar el hombre que soy ahora y en qué se distingue del viejo Ludovico Gadda. No es fácil explicarlo, y por eso ruego que sean pacientes conmigo.

»Cierta vez rogué a un distinguido biólogo que me explicase la impronta genética, la famosa espiral doble que distingue a un ser de otro. Él la llamó la impronta de Dios, porque es imposible borrarla. Todas las restantes improntas (la memoria, el ambiente, la experiencia) son, en su opinión, improntas humanas. Intentaré descifrar para ustedes los rasgos de mi persona.

»Nací en el seno de una familia pobre y en una tierra difícil. Fui hijo único, y apenas pude empuñar una pala y una azada, trabajé con mis padres. Mi vida fue un ciclo de trabajo: la escuela, el campo, el estudio a la luz de una lámpara, con mi madre. Mi padre cayó muerto detrás de su arado. Mi madre fue a servir a un terrateniente para completar mi educación y prepararme para hacer carrera en la Iglesia. Entiéndanme bien: no me quejo. Fui amado y se me dispensó protección. Me educaron y endurecieron para hacer una vida sin concesiones. Pero nunca experimenté la ternura, la dulzura de una relación sin apremio. La ambición, que no es más que otro nombre del instinto de supervivencia, siempre me estimuló, induciéndome a avanzar sin descanso.

»Para mí, la vida en el seminario y en la Iglesia fue una experiencia llevadera. Estaba acostumbrado a estudiar y a soportar las duras disciplinas de la vida campesina. Incluso mis pasiones de adolescente estuvieron amortiguadas por la fatiga y el aislamiento, y las relaciones poco efusivas entre mis padres. Como ustedes ven, para mí fue fácil aceptar sin discusión (y lo digo francamente, sin un examen crítico) las interpretaciones maximalistas y rigoristas de la ley, la moral y la exégesis bíblica, que eran usuales en la educación clerical de la época.

»Y así me ven, queridos hermanos, convertido en el paradigma del clérigo perfecto, ante mí el camino abierto para llegar al obispado, a una designación en la Curia, a un lugar en el Sacro Colegio. Nadie pudo jamás sugerir siquiera el más mínimo escándalo en mi vida privada. Mi enseñanza fue tan ortodoxa como la de Tomás de Aquino, de cuyas obras fui el copista más diligente. Paso a paso fui iniciado en la vida política de la Iglesia, en los ejercicios que preparan a un hombre para el poder y la autoridad. Algunos de ustedes me protegieron a lo largo de esa iniciación, y finalmente me eligieron para el cargo que ahora ocupo.

»Pero estaba sucediéndome algo más, y no tuve la inteligencia necesaria para percibirlo. Estaban secándose los pequeños resortes de la compasión en mi carácter. La capacidad de afecto y de ternura estaban marchitándose como las últimas hojas del otoño. Lo que era todavía peor, la atmósfera desértica de mi propia vida espiritual se reflejaba en la condición de la Iglesia. No necesito explicarles lo que ha sucedido, lo que continúa sucediendo. Ustedes lo leen día tras día en los informes que llegan a sus despachos.

»Les diré cómo juzgo mi propio papel en el fracaso. Creí ser un buen pastor. Impuse disciplina al clero. Me negué a hacer concesiones al espíritu libertino de los tiempos. No acepté el cuestionamiento de los eruditos o los teólogos a las doctrinas tradicionales de la Iglesia… Fui elegido para gobernar. Un gobernante debe ser el amo en su propia casa. Eso creía yo. Y actué en consecuencia, como todos saben. Y ahí estuvo mi gran error. Había olvidado las palabras de Nuestro Señor: “Os he revelado todo lo que mi Padre me dijo, y por eso os llamo mis amigos…”. Había invertido el orden de las cosas establecido por Jesús. Me había asignado el papel de amo, y no el de servidor. Había tratado de hacer de la Iglesia, no un refugio para el pueblo de Dios, sino un imperio de los elegidos, y como tantos otros constructores de imperios, había convertido la tierra fértil en un desierto de polvo, del que yo mismo no podía escapar.

»Todos saben lo que sucedió después. Me interné en un hospital para someterme a una intervención quirúrgica. Se ha comprobado que esta intervención, que ahora es muy usual y arroja un índice muy elevado de éxitos, determina un profundo efecto psicológico en el paciente. Esta es la experiencia que ahora deseo y necesito compartir con ustedes. Es una experiencia que revierte sobre mi niñez y está relacionada con la narración de San Juan, cuando explica cómo Jesús resucitó a Lázaro de entre los muertos. Todos conocen de memoria la narración. Imaginen, si pueden, el efecto de ese relato sobre un niño pequeño, alimentado con los relatos fantásticos de los campesinos reunidos alrededor del fuego.

»A medida que crecí, esa historia suscitó más y más interrogantes en mi mente, todos acuñados en los términos de la tecnología escolástica en la cual se me había educado. Me pregunté si Lázaro había sido juzgado, como todos seremos juzgados por Dios en el momento de la muerte. ¿Había tenido que afrontar otra vida y otro juicio? ¿Había visto a Dios? ¿Cómo soportaba la experiencia de verse arrancado de esa visión beatífica? ¿De qué modo esa experiencia de la muerte teñía el resto de su vida?

«¿Comprenden, hermanos, dónde llegamos? Salvo el hecho de morir, yo afronté la experiencia de Lázaro. Quiero explicarla a ustedes. Ruego a todos que me acompañen. Si nuestras mentes y nuestros corazones no pueden confluir en un asunto que se refiere a la vida y la muerte, en verdad estaremos perdidos y sin rumbo.

»No es mi intención fatigarlos con reminiscencias del cuarto de un enfermo. Quiero decirles sencillamente que llega un momento en que uno comprende que se dispone a salir de la luz para hundirse en la oscuridad, a salir del conocimiento para entrar en la ignorancia, sin la garantía del retorno. Es un momento de claridad y quietud, en que uno sabe, con extraña certidumbre, que lo que le aguarda es bueno, benéfico y cálido. Toma conciencia de que ha sido preparado para ese momento, no por nada que uno mismo haya hecho, sino por el don mismo de la vida, por la naturaleza de la vida misma.

«Algunos de los que están en la sala recordarán el prolongado proceso contra el distinguido jesuíta, el padre Teilhard de Chardin, sospechoso de herejía y durante mucho tiempo silenciado en el seno de la Iglesia. En mi celo de clérigo joven, aprobé lo que se le hacía. Pero, y esto es lo extraño, en ese momento de inmóvil claridad antes de entrar en las sombras, recordé una frase escrita por Chardin: “Dios hace que las cosas se forjen ellas mismas”.

«Cuando, a semejanza de Lázaro, fui arrancado de la oscuridad, cuando permanecí cegado por la luz de un nuevo día, comprendí que mi vida jamás volvería a ser la misma.

«Queridos hermanos, os ruego que entendáis que no estoy hablando de milagros o revelaciones privadas o experiencias místicas. Estoy hablando de la
metanoia
, de ese cambio del yo que sobreviene, no contrariando la impronta genética, sino precisamente a causa de ella, a causa de la impronta de Dios.

Nacemos para morir; por consiguiente, de un modo misterioso, se nos prepara para la muerte. Del mismo modo, avanzamos hacia cierta armonía con los más grandes misterios de nuestra existencia. Sea cual fuere mi naturaleza, sé que no soy una envoltura de carne con un alma en su interior. No soy el junco pensante de Pascal con un viento espectral que me traspasa.

«Después del cambio que he descrito, era todavía yo mismo, entero y completo, pero con un yo renovado y cambiado, del mismo modo que la irrigación cambia el desierto, del mismo modo que una simiente se transforma en una planta verde en la tierra oscura. Había olvidado lo que era llorar. Había olvidado lo que era entregarse al cuidado de manos afectuosas, regocijarse ante la visión de un niño, agradecer la experiencia compartida de la edad, la voz reconfortante de una mujer en las horas sombrías y dolorosas.

»Y entonces —¡tan tardíamente en la vida!— comencé a comprender lo que el pueblo necesita de nosotros, de sus pastores, y lo que yo, que soy el Supremo Pastor, tan rígidamente les había negado. No necesitan más leyes, más prohibiciones, más advertencias. Actúan del modo más normal y más moral por obra del corazón. Ya exhiben la impronta de Dios. Necesitan una atmósfera de amor y comprensión en la cual puedan crecer hasta cumplir toda su promesa, lo cual, mis queridos hermanos, es el verdadero sentido de la salvación.

«Permítanme hacerles, sin rencor, el doloroso reproche que me hizo un sacerdote que está librando una batalla solitaria para continuar en el ministerio: “Usted es el Supremo Pastor, pero no ve a las ovejas, ¡sólo ve una ancha alfombra de lomos lanudos que se extiende hasta el horizonte!”.

»Me reí, como ustedes ríen ahora. Él era y es un hombre muy divertido; pero estaba diciéndome una amarga verdad. Yo no era un pastor. Era un supervisor, un cuidador, un juez que dictamina sobre la carne o la lana, todo menos lo que estaba llamado a hacer. Una noche, antes de dormirme, leí de nuevo la primera epístola de San Pedro, cuyos zapatos ahora calzo:

«”Sed pastores del rebaño que Dios os dio. Proceded como Dios desea que se haga; no por imposición, sino con buena voluntad, no por sórdida ventaja, sino generosamente, no como un tirano, sino dando el ejemplo al rebaño”,

»La lección fue clara, pero no estaba tan claro cómo debía aplicarla. ¡Mírenme! Estoy aquí, prisionero en una milla cuadrada de territorio, aherrojado por la historia, estorbado por el protocolo, limitado por consejeros que dicen palabras prudentes, rodeado por toda la crujiente maquinaria del gobierno, la que hemos construido en el curso de los siglos. No puedo escapar de todo esto. Por lo tanto, debo trabajar desde el interior de mi propia cárcel.

«Después de rezar mucho y de examinar mi conciencia, he decidido aplicar un programa de reformas de la propia Curia. Deseo convertirla en un instrumento que sea verdaderamente útil al pueblo de Dios. Las designaciones que he anunciado hoy son el primer paso de ese programa. El siguiente es fijar las normas que guiarán nuestra acción. Ahora las formularé para ustedes. La Iglesia es la familia de los creyentes. En un simbolismo más profundo, es un cuerpo al que todos pertenecemos y que está encabezado por nuestro Señor Jesucristo. Debemos cuidar unos de otros en el Señor. Lo que no contribuya a ese cuidado, lo que lo estorbe, debe ser y será abolido.

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