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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (20 page)

BOOK: Legado
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—No está en un frasco. Está vivo. Vivo y lejos de su tierra, y muy solo —canturreó la mujer.

—Como nosotros —respondieron varias voces, entre risas nerviosas.

—Es extraño mirar sus ojos, si son tales, y preguntarse si piensa. ¿Echa de menos su hogar, a miles de kilómetros? ¿Echa de menos a su reina, a quien nadie ha visto? ¿Fui cruel al traerlo aquí...? ¿Buscaba vengar a mi esposo?

—Sé cruel, sé cruel —gritó un hombre ebrio que no era de nuestro barco.

Éste es el sueño, el sueño de Lenk, pensé. Alejar a su gente de Thistledown, de esas personas que ya no parecen personas, de la blasfema Vía...

El ron creaba turbias distorsiones, y ya no era agradable. Dejé el vaso y no bebí más.

Dos hombres morenos con delantal llevaron una caja de embalaje al escenario.

Brotaba líquido entre los tablones, empapando el suelo negro y alquitranado, alcanzando el borde, pensé que como oporto añejo derramado llegando al borde la mesa de un barco. Dentro de la caja, un suspiro, un tamborileo de ramas o varillas.

—¿De qué utilidad puede resultar para su zona, para su reina? —preguntó soñadoramente la mujer—. Semejante monstruo, tal vez sea totalmente inútil. Una diversión, un sueño desquiciado, una pesadilla. La silva sueña y se retuerce en su sueño. Oímos cómo exhala su negro aliento sobre la tierra, sobre nuestras cabezas, en nuestra piel y nuestro pelo. Talamos sus árboles, cosechamos sus hojas, cercamos a sus asistentes... ¿No sabrá un día lo que somos, y nos odiará? ¿Qué hará luego? Tal vez esto sea una prueba. Algo que al fin crecerá y atacará... Echemos un vistazo, y tal vez veamos nuestro futuro.

—Bah —se burló un hombre desde el fondo de la sala.

Se levantó y se fue. La mujer del escenario lo miró con ojos tristes y cansados. El aire fresco se aquietó de nuevo. La mujer se aproximó a la caja, retando al público con una mirada penetrante.

Manipuló un corroído cerrojo de bronce, abrió la parte delantera de la caja con un crujido.

Uno de los hombres corpulentos se plantó junto a una candileja y dejó caer una gelatina de color sobre la bombilla. El escenario se volvió verde, oscuro y frío.

—Desde el norte —gimió la mujer, como si llorase—. Tal vez mató a mi esposo. Quiere matarme a mí, y regresar a casa. Un monstruo, la pesadilla de la reina. Miradla.

La puerta se abrió. Dentro de la caja, detrás de unos barrotes de hierro, en una jaula, se veían patas largas, flacas y negras, docenas de ellas, con articulaciones rojas.

La mujer de cara redonda se inclinó hacia delante. El público calló. La pata de una silla raspó el suelo. La gente movió los pies.

—Por el Hado y el Pneuma —dijo una voz .

—Tal vez ansíe matarnos a todos —sugirió soñadoramente la mujer.

Las luces se encendieron arriba, bañando la jaula con un resplandor verde y amarillo. La criatura de la caja movió las patas. La mujer sacó de los pliegues del vestido una argolla de bronce con una gran llave, insertó la llave en la cerradura de la jaula, la hizo girar y abrió la puerta con un chirrido estremecedor. Los marineros de la primera fila del teatro retrocedieron con las sillas, hasta que la gente de detrás los contuvo con brazos y piernas.

—¿Qué haríamos si circularan libremente entre nosotros? —preguntó la mujer, continuando con su historia, convirtiéndose en víctima potencial mientras las patas se deslizaban hacia ella por el escenario, los pies con ventosas chapoteando en el líquido marrón. Un joven marinero que no era del Vigilante echó a correr. Shankara lo siguió con los ojos y me dedicó una sonrisa cómplice.

La criatura salió lentamente de la jaula y se detuvo bajo la luz pálida; una desmañada mole de tres metros de altura. Traté de distinguir su forma en el resplandor: un grueso tronco o abdomen que se arrastraba con la parte superior delgada, discos que giraban en los hombros. De los bordes de los discos nacían las patas largas y blandas. No tenía cabeza, sino un pedúnculo largo que surgía del tronco y se arqueaba sobre el cuerpo. De él colgaban dos globos transparentes, tal vez ojos, que dieron vueltas despacio con las pupilas negras escrutando al público. Suspiró, expandiendo el torso de forma alarmante, movió todas las patas juntas. El público gritó al unísono y retrocedió, tumbando mesas y sillas.

El vástago y la mujer parecían mirarse con igual distanciamiento.

—¿Qué deseas, monstruo? —preguntó fríamente la mujer.

La criatura alzó las patas como si la llamara.

—¿A mí? —preguntó la mujer con cierta jovialidad—. ¿A mí, además de a mi esposo?

—¡Basta! —protestó el hombre que estaba sentado frente a mí—. Por el amor de Dios, es sólo un vástago. Déjalo en paz.

La mujer lo ignoró. El público había ido en busca de un espectáculo crudo, y ella estaba dispuesta a ofrecérselo. Los largos pliegues de su vestido contenían muchas cosas. Bajó una mano con elegancia y sacó un machete.

—¿Qué le daremos? —nos preguntó—. ¿Venganza o perdón? ¿Respeto o cólera?

De repente, yo también me encolericé y me costó contenerme. El rostro de la mujer estaba radiante de entusiasmo. Parecía dispuesta a trocear a la criatura. Entre las brumas del ron pensé: Esto no es una actuación. Pero los hombres corpulentos salieron de ambos lados y la contuvieron. Uno le aferró el brazo del machete, y ambos la alzaron. La mujer estaba tiesa como una tabla. La lenta y arácnida criatura suspiró, sola en el escenario, arqueó las patas, regresó a la jaula.

Los asistentes regresaron sin la mujer, cerraron la puerta de la caja y bajaron el telón. El público quedó aturdido un instante. ¿Eso era todo? ¿No había música de cierre, ningún anuncio?

Gruñendo desilusionados, todos se dirigieron hacia las puertas de vidrio que conducían al bar. Me quedé detrás, obnubilado y asqueado, desplomado en la silla. En cierto modo aquello me parecía tan atroz y perverso como la matanza de Claro de Luna.

La mujer de cara redonda, Shirl o Shirla, dejó su tazón de melaza y se plantó ante el escenario y el telón. En la cabeza llevaba un pañuelo y encima un sombrero negro. Su rostro parecía aniñado en la penumbra. Se volvió hacia Shankara.

—¿Qué es? —preguntó.

—Sólo un vástago del oeste de Tasman —rezongó Shankara—. No es del este. Y no es de Baker. Tal vez sea de la Zona de Kandinski. Pero es sólo una conjetura.

—¿Veremos más como ése? —preguntó la mujer.

Shankara soltó una risotada y me miró con sus ojos oscuros.

—Estremecedor, ¿verdad? Nosotros vivimos en la zona más aburrida de Lamarckia. Tenemos que importar nuestros monstruos.

—Ha sido maravilloso —dijo la mujer de cara redonda, con total sinceridad—. Pobre criatura. ¿Qué hace?

—Es un desbrozador, supongo. Algo que limpia raíces de arbóridos y prepara el suelo. Es tan peligroso como un grillo. He navegado en buques mercantes que iban a Tasman y he visto cosas mucho más extrañas.

Caminamos hacia la puerta, dejando atrás las mesas y sillas volcadas.

—Tu nombre es Olmy, ¿verdad? —preguntó Shankara.

—Sí —dije, mirando a la mujer de cara redonda, que clavó en mí sus inquietos ojos de pájaro.

—Ella es Shirla —dijo Shankara.

—Shirla Ap Nam, marinera —añadió la mujer. Se limpió los dientes con un dedo y sacudió la cabeza mientras atravesábamos las gruesas puertas—. Si tuviéramos un zoológico o algo así...

—El capitán tiene un zoológico —dijo Shankara—. Uno pequeño, en frascos.

—No me refería a eso. Si pudiéramos verlo todo en conjunto, todos los vástagos, no actuaríamos de una forma tan necia.

A medianoche, bajo un cielo sin nubes constelado con un doble arco de estrellas y una luna pequeña, los tripulantes regresaron al puerto y a sus naves, ni ebrios ni satisfechos del todo. Yo iba a varios metros de Shankara, Shirla y los demás tripulantes del Vigilante. Shirla me miraba por encima del hombro como si yo la acechara. Con su última mirada, se estremeció y frunció el ceño con aparente reprobación. Aquello contribuyó a entristecerme todavía más.

Cuando doblaron una esquina, un hombre salió de las sombras y alzó un brazo. Traté de esquivarlo por instinto, pero pronunció mi nombre. Era Thomas, el disciplinario. Llevaba un chaquetón verde y una gorra pequeña de tela con una coleta que le caía sobre el cuello.

—Esperaba que te quedaras el tiempo suficiente para responder a mis preguntas. Ahora te harás a la mar... y en una nave de investigación.

—¿Eso es sospechoso? —pregunté, hundiendo las manos en los bolsillos—. Me interesan las zonas, siempre me han interesado.

Thomas me miró con expresión indulgente.

—He tenido tiempo para verificar ciertos datos. No hay acta de nacimiento de un Olmy de los Datchetong. Ni certificados de escuela Lenk, ni consta tampoco ningún domicilio. A menos que vengas de Hsia, o de una comunidad no registrada, tú no existes.

Me sentí incómodo, y decidí arriesgarme.

—Ser Thomas, ya nadie tiene registros completos.

El silencio se prolongó vanos segundos. Al fin él miró los adoquines de piedra.

—No creo que seas brionista. No tendría sentido, a juzgar por tu comportamiento, y por el modo en que nos conocimos. Te habrías internado en la silva y luego habrías subido a un bote de pasajeros, o habrías fabricado uno. He pensado mucho en ti. Creo que te dejaré en paz y te permitiré ir a donde quieras.

—Gracias.

—Hace años existía un pequeño grupo de gente que mantenía una vigilancia secreta. Se hacían llamar adventistas. Esperaban la llegada de alguien del Hexamon.

—Parecen cristianos.

—«Advenimiento» significa la llegada de algo grande, importante. No tiene nada que ver con los cristianos. No todos expresaban su punto de vista. Uno de ellos robó algo y desapareció. Nadie conoce los detalles, salvo Lenk. Oí decir que había un adventista en Claro de Luna. ¿Lo había?

—No sé.

—¿Es una idea descabellada?

—¿Por qué no vinieron hace años? —pregunté.

Thomas sonrió.

—Pues yo tampoco lo sé. Algunos dicen que borramos el camino que conduce a Lamarckia y que estamos atrapados aquí para siempre.

—A mí no me molesta —dije.

Thomas recobró su expresión paciente.

—Si vinieran, tratarían de llevarnos de regreso a la Vía. Es la opinión general. Yo no estoy tan seguro, ahora que hemos pasado tanto tiempo aquí y nuestro número ha crecido. Somos dueños de este mundo, en la medida en que un humano es dueño de algo.

—No somos dueños de las zonas —dije, tratando de restablecer en parte mi papel.

—No —dijo Thomas reflexivamente—. Prométeme esto, por favor. Algún día, si hay tiempo, y si puedes aclararme ciertos misterios...

Sacudí la cabeza, como diciendo: Ideas descabelladas.

Thomas alzó las manos, las entrelazó y se frotó las palmas.

—La junta de ciudadanos ha tomado una decisión esta tarde. Los brionistas o sus renegados mataron a los ciudadanos de Claro de Luna. Naderville alegará que eran renegados. La junta de Athenai deberá decidir qué hacer. No tienes que volver a testificar. Eres libre de ir a donde te plazca.

Con un cabeceo, Thomas dio media vuelta y echó a andar calle arriba hasta perderse en las sombras.

Calcuta era una ciudad tediosa, pensé mientras subía la pasarela del Vigilante, al menos en lo concerniente a sus vicios. Los divaricatos no tenían talento para el libertinaje.

Ansiaba hacerme a la mar.

Permanecí insomne en el coronamiento, mirando las negras y frías aguas y la noche. El vacío que separaba las nubes oscuras estaba constelado de estrellas. Pensé en el sol de Lamarckia y en sus cinco planetas hermanos, sobre los cuales hallé muy poco en Redhill, salvo aquello que habían consignado los primeros topógrafos. Una notable laguna parparte de los inmigrantes, pensé, o un descuido de Redhill.

Lo que podía percibir a simple vista entre las nubes era tentador. Pocos grados al este del árbol mayor brillaba un punto azulado y brillante con pequeñas motas rodeando el borde de su luz concentrada. Era Pacífica, un gigante gaseoso con muchas lunas que parecía moverse con el transcurso de los minutos. Por encima del horizonte del oeste relucía un punto amarillento que sin duda debía ser otro planeta, tal vez Aurum. Alrededor titilaban miríadas de estrellas, entre ellas el doble arco, parte de la inmensa galaxia, similar a la Vía Láctea vista desde la Tierra. En los pocos libros que Randall tenía sobre astronomía se usaban varios nombres para designar aquel borroso bucle gemelo: los Cerros, el Kraken, los Tetons. Ninguna autoridad astronómica había aprobado un nombre definitivo. Yo prefería los Tetons. Esperaba averiguar más al examinar los mapas que había en la caseta de derrota.

Dejé a mis camaradas en sus literas del castillo de proa cuando todos parecían dormidos. El navegante William French roncaba en su camarote del castillo de pup. Los libros y mapas de la caseta de derrota, iluminados por una luz tenue, añadieron mucho a lo que necesitaba saber sobre los actuales conocimientos de los inmigrantes.

No existían mapas completos ni precisos de Lamarckia. Nadie había visto el planeta desde el espacio. No se habían puesto satélites en órbita, y aún quedaba mucho por explorar, incluido todo el hemisferio opuesto a Tierra de Elizabeth, que algunos cartógrafos llamaban el Oeste Profundo y otros el Lejano Oriente.

Las cartas celestes eran bastante exhaustivas, y los inmigrantes habían realizado algunas mejoras sobre los originales de los topógrafos. Los datos sobre efemérides se guardaban en gruesos volúmenes en la caseta de derrota, muy corregidos por French, y tal vez también en la pizarra del capitán. (Nkwanno no disponía de esos datos.) Los marineros de Lamarckia sabían cómo orientarse, y cómo calcular la latitud y la longitud. Trabajar con el campo magnético del planeta era relativamente sencillo; había pocas desviaciones de la brújula en aquel hemisferio, y eran bien comprendidas.

Aun así, cualquier marino terrícola de la época del lanzamiento de Thistledown —o incluso al final del siglo XX— habría temblado ante la perspectiva de usar medios tan limitados e imprecisos. Los pocos lugares de Lamarckia que figuraban detalladamente en los mapas habían sido explorados por hombres y mujeres dotados de gran valentía.

El primer capitán de viajes de Lenk, Alphonse Jiddermeyer, había partido con dos naves de la recién fundada Calcuta cinco años después de la llegada de los inmigrantes. Su viaje de dos años lo llevó por la costa de Sumner, nombrada así por su piloto, a la punta noreste de Tierra de Elizabeth; luego al sur, donde descubrió las volcánicas islas Agni, a cuatrocientas millas de la costa este del continente. (Esas islas no figuraban en mapas posteriores. Algunas crónicas mencionaban enormes explosiones que se habían oído quince años atrás, y nubes de ceniza posándose en el sureste de Tierra de Elizabeth, el Mar de Darwin e incluso Hsia. Grandes olas habían barrido la costa de Cheng Ho y Jakarta, con graves daños para la colonia humana, y las naves mercantes y los exploradores posteriores no volvieron a ver las islas. En los mapas del Vigilante había signos de interrogación en esa región.

BOOK: Legado
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