Lennox (17 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Lennox
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Lo primero que hice fue recorrer la casa, correr todas las cortinas y encender las luces de cada habitación. Había traído una linterna, pero no hay nada más seguro para atraer la atención de la policía que la denuncia de la luz de una linterna en una casa con las luces apagadas.

El sitio me sorprendió. Estaba claro que no era una propiedad adquirida como inversión: había objetos personales de Tam McGahern por todas partes. La policía no sabía de la existencia de esa casa; nadie se había enterado de que Tam se había construido un pequeño nido lejos del piso que compartía con su hermano. Bueno, prácticamente nadie: el que me había mandado la llave sí que lo sabía.

Los muebles eran modestos y de buen gusto, no lo que uno habría esperado de un matón criado en los Gorbals, y durante un momento empecé a dudar de que se tratara realmente de la casa de McGahern. Pero sí lo era. En el dormitorio principal había un gran armario de nogal lleno de esa clase de trajes a medida exclusivos que sólo usan las estrellas de cine y los criminales. Uno de los cajones del escritorio estaba lleno de billetes; ingresos escamoteados a banqueros o recaudadores de impuestos.

También había una fila de fotografías en la repisa de la sala. Tam con su madre, Tam con Frankie y su madre. En todas las fotografías aparecía el próspero Tam de la posguerra salvo en una; en ella había un Tam más joven y bronceado con el uniforme de las Ratas del Desierto y galones de sargento en sus mangas color caqui, sonriendo de pie junto a otros hombres bajo un sol radiante que definitivamente no era escocés. En el fondo se veía un vehículo militar sucio de arena. Había cinco hombres en el grupo. Tres parecían extranjeros, de piel más oscura. Saqué una navaja de bolsillo, abrí la parte de atrás del marco, extraje la foto de la época de la guerra y me la guardé. Antes de hacerlo, eché un vistazo a la parte de atrás. Había una sola palabra allí escrita:
Gideon
.

También liberé el cajón del escritorio de su carga y conté por encima los fajos de billetes sujetados con bandas elásticas mientras me los guardaba en los bolsillos de la chaqueta. Calculé que habría más de seiscientas libras. Quien me había mandado la llave podía saber del dinero, o no. Si lo sabía y tenía algún derecho previo sobre él, entonces yo lo mantendría a buen recaudo para entregárselo, como un objeto perdido y recuperado, podría decirse. Pero todos estaban dividiéndose la tarta del diminuto imperio de Tam McGahern, y éste podría ser mi pedacito.

Mientras recorría el resto de la casa de Tam McGahern percibí varias anomalías. Algunas cosas eran típicas de alguien como él, otras no. Como los libros, varias docenas, y nada de libros de bolsillo de literatura barata. Al parecer, a McGahern le interesaba la historia; un par de los volúmenes que podían verse en la estantería eran pesadísimos tomos académicos. Otros eran ediciones de clubes de libros. Había un atlas mundial, y otro exclusivamente de Oriente Medio.

Recordé lo que había oído sobre los comentarios del psicólogo del ejército respecto de la inteligencia de Tam. Todas las evidencias estaban a mi alrededor. Tendría que haber bastado para mantenerlo con vida, pero el matasanos de la cárcel también había detectado la furia psicótica de Tam. En él, el impulso siempre triunfaba sobre la razón. Su propia furia lo había matado. Más aún, lo había matado alguien que había calculado que podía contar con que esa furia sería más fuerte que su raciocinio.

Me dio la impresión de que ése era un espacio privado, un lugar en el que McGahern pasaba el tiempo a solas. Era la única razón que podía explicar por qué cuando follaba lo hacía en aquel sórdido hotel encima del bar Highlander. Si había algún secreto escondido, estaría en esa casa. Volví a recorrerla y apagué todas las luces excepto la de la cocina. Pensaba examinarla habitación por habitación y no convenía anunciar mi presencia más de lo necesario. Saqué un cuchillo de mango grueso del cajón de la cocina y atravesé el suelo apoyándome sobre las manos y las rodillas, dándole golpecitos al linóleo con el mango. Era sólido. Revisé cada armario y cada cajón y examiné las paredes en busca de algún recoveco oculto. Nada.

Tardé toda una hora en encontrarlo, en el cuarto de baño. La bañera era nueva, adosada, y una de las paredes había sido alicatada recientemente por una persona experimentada. Ésa fue la razón por la que me llamó la atención un reborde irregular de cemento a lo largo de la parte inferior de dos de los azulejos. Utilicé el cuchillo de cortar pan para separarlos y metí la mano en el espacio vacío debajo de la bañera. Después de tantear y raspar un poco, mis dedos se cerraron en torno a una bolsa de tela sujeta con un cordón. La saqué y la abrí. Bingo.

La bolsa medía unos sesenta centímetros cuadrados y estaba muy abultada. Volqué su contenido en el suelo de linóleo del baño: era el equivalente criminal de una balsa salvavidas; la vía de escape de cualquier emergencia. Muy impresionante, demasiado para un pillo de poca monta de Glasgow. Si a Tam le salían mal las cosas todo lo que necesitaba para desaparecer de manera limpia y total estaba guardado en esa bolsa de lona. Pero se hundió más rápido que el
Titanio
y no tuvo la oportunidad de utilizar ese equipo de escape tan cuidadosamente organizado. Había dinero, una libreta y tres pasaportes: uno británico y dos americanos. Si no fuera porque en todos estaba la fotografía de Tam McGahern encima de nombres falsos, me habría sido imposible saber que no eran verdaderos. En todos los otros aspectos parecían perfectamente genuinos.

Para obtener esa clase de falsificaciones hacía falta un montón de dinero, tiempo y la clase de contactos que no podía imaginar que Tam tuviera. Conté los dólares estadounidenses: dos mil en total, en rollos apretados y atados con bandas elásticas. Recordé que McNab me había preguntado si sabía qué había ocurrido con el dinero que había desaparecido cuando asesinaron a Tam. No podía ser éste. Era una buena cantidad, pero no tan grande como para que McNab me torturara físicamente para averiguarlo. De todas maneras, era más que suficiente para llegar al otro lado del mundo. O, dada la presencia de un pasaporte falso de Estados Unidos, más probablemente al otro lado del Atlántico.

Con mucho cuidado volví a armar los rollos de dinero y los sujeté con las gomas elásticas. Me los guardé en el bolsillo de la chaqueta, para hacerles compañía a las seiscientas libras. Después de todo, yo también podría necesitar una balsa salvavidas en el futuro. Parecía que tendría que ahuecar otro volumen de la obra de H. G. Wells.

Después de tomar nota de los nombres falsos, limpié los pasaportes con un pañuelo antes de volver a guardarlos en la bolsa, que metí de nuevo debajo de la bañera; me pareció que lo mejor sería dejar algo para que lo encontrara algún posible visitante posterior. La libreta la conservé. Tenía una lista de iniciales y números cuyo significado no descubrí en un primer análisis, y por ello quise guardarla para revisarla más tarde con tiempo. Volví a poner los azulejos en su sitio, apagué todas las luces y bajé al piso de abajo a oscuras. Justo había introducido la llave Chubb en la cerradura cuando lo oí. El chirrido de protesta de la verja, al final del jardín de Tam McGahern.

Capítulo dieciséis

Eché el cierre con el menor ruido pero a la vez lo más rápidamente posible. Avancé a través de la casa a oscuras hacia la cocina, donde encendí la linterna para encontrar la puerta trasera. Había una pesada llave metida en la cerradura embutida. Mi plan era salir al patio trasero, llevarme la llave y cerrar la puerta desde el exterior, con la esperanza de que quienquiera que fuera el visitante no sintiera la necesidad de salir a tomar un poco de aire.

Al tiempo que guardaba la linterna en el bolsillo lleno de billetes giré la llave. La puerta no se abrió; la llave giró por la mitad y luego, al parecer, se trabó. Supuse que a esas alturas el o los visitantes ya habían atravesado el sendero y estaban en la puerta principal de la casa. Volví a probar la cerradura, girando la llave hacia un lado y hacia el otro, y haciendo más ruido del que hubiera debido. Nada. Oí el sonido de la cerradura de la puerta delantera y luego la puerta que se abría. Apoyé todo mi peso contra la puerta, para encajarla más en el marco, y volví a intentarlo con la llave, que giró en la cerradura con un fuerte golpe metálico. Pasé al patio trasero y cerré la puerta. No con llave, como había sido mi intención original; habría hecho demasiado ruido y era bastante probable que quien estaba allí me hubiera oído antes al abrirla. Me aparté de la puerta. No había luna y el patio estaba cercado por atrás; por lo que podía ver, me encontraba agazapado en un pequeño patio de losas de hormigón. Me moví como un ciego, temiendo golpearme contra algo y delatar mi presencia. La luz de la cocina se encendió, permitiéndome ver un poco de lo que me rodeaba, aunque también significaba que quien estuviera en la cocina probablemente podría verme. Revisé el patio desesperadamente en busca de algún escondite, pero era pequeño y estaba rodeado de un césped llano rodeado de arbustos bajos, lo que no me dejaba ningún lugar para ocultarme.

Había tres hombres en la cocina, iluminados por la luz blanquecina y amarillenta que venía del techo. A uno lo reconocí de inmediato. Corrí hacia delante y me agaché bajo el antepecho de la ventana, apretándome contra la pared. Saqué la maza del bolsillo, listo para utilizarla si la puerta trasera se abría. Había una especie de brecha entre el borde de la pared que estaba más lejos de mí y el seto, lo que me hizo pensar que tal vez podría rodear la casa por ese lado. Empecé a deslizarme en esa dirección, manteniéndome agachado y haciendo el menor ruido posible.

Estaba cruzando delante de la puerta de la cocina cuando oí el movimiento del pomo.

Me lancé de frente hacia una esquina de la casa. La puerta de la cocina se abrió y una franja de luz amarilla atravesó la pequeña extensión de césped, enmarcando la sombra proyectada de un hombre enorme. Me oculté al otro lado de la esquina, esperando que mi movimiento sobre las losas de hormigón no hubiera atraído la atención de la silueta del umbral.

Me encontré en un estrecho espacio entre el seto y la pared de la casa. Apreté los pies con fuerza, como si estuvieran pegados al suelo; habían llenado ese espacio con piedrecillas y el mínimo movimiento generaría crujidos que llamarían la atención del matón de la puerta. Las sombras eran suficientes para ocultarme y me permitían echar un vistazo al otro lado de la esquina. Apareció un segundo hombre en el umbral con una linterna con la que iluminó el patio. Aparté la cabeza. Los dos hombres cruzaron algunas palabras en un idioma que no reconocí y luego volvieron a cerrar la puerta. La luz de la cocina se apagó y la oscuridad cayó nuevamente sobre el patio.

Avancé a tientas por ese lado de la casa, que no tenía ventanas, tratando de reducir al mínimo el crujido de las piedrecillas que surgían a cada paso, y examiné la parte delantera. Las cortinas seguían corridas pero vi que la luz interior se filtraba por los bordes. Hice un rápido cálculo de lo disminuí desde la esquina de la casa donde yo me encontraba agazapado en las sombras hasta la verja. Había un Wolseley aparcado delante que no estaba allí cuando yo llegué. Supuse que podría moverme en silencio sobre el césped, pero sería más rápido coger el toro por los cuernos y usar la verja que chirriaba, en lugar de arriesgarme a quedarme enredado mientras trepaba por el ligustro, que me llegaba a la altura del pecho. Estaba a punto de lanzarme a la carrera cuando vi un resplandor rojizo y ambarino que de pronto crecía y luego disminuía de tamaño en el cavernoso interior del Wolseley aparcado. Alguien que daba una calada a un cigarrillo. Era evidente que habían dejado un centinela ahí fuera.

Me eché hacia atrás y murmuré unas palabras que mi madre no creería que yo supiera. Me apoyé contra la pared y analicé la situación en la que me encontraba. Era típica de Lennox: estaba agachado en la oscuridad con casi dos mil dólares americanos y seiscientas libras inglesas en los bolsillos, había cuatro matones a los que tenía que enfrentarme, uno justo en el medio de mi vía de escape y otro en el interior, del cual sabía que era un verdadero profesional. Al principio había creído que sería lo bastante afortunado como para salir de allí con el dinero. Ahora pensaba que tendría suerte si lograba salir entero.

No había nada más que hacer que quedarme quietecito y esperar hasta que los tipos que estaban en la casa terminaran de hacer lo que fuera que tenían que hacer o encontraran lo que fuese que tenían que encontrar. Ese último pensamiento me intranquilizó: ¿y si habían venido a recoger el dinero? Tal vez atarían cabos y deducirían que los billetes habían salido por la puerta trasera que no estaba cerrada con llave. Entonces empezarían a buscar. Tanteé el seto que tenía delante de mí. Con un poco de esfuerzo podría atravesarlo y pasar al jardín de la casa contigua. Pero haría mucho ruido.

No podía ver mi reloj pero suponía que llevaba en la casa alrededor de un par de horas y otros veinte minutos fuera. Eso significaba que serían más o menos las doce y media de la noche. No pasaban muchas cosas en Milngavie a las doce y media de la noche y ni siquiera se oían coches a lo lejos. Decidí esperar.

No tuve que aguardar mucho tiempo. Oí que se abría la puerta delantera y que los tres matones salían. Ninguno de ellos daba la impresión de estar buscando a un intruso. Caminaron en silencio hacia al Wolseley y montaron en el vehículo. El último de ellos se volvió al cerrar la verja, tratando de reducir los chirridos. El ala del sombrero le cubrió el rostro con una sombra bajo la luz de la farola pero me dio la impresión de que estaba mirándome directamente y sentí una fuerte opresión en el pecho. Se dio la vuelta y entró en el coche. El vehículo se deslizó con el motor apagado por la cuesta unos cien metros, antes de arrancar.

En la estéril calma de Milngavie pude oír el coche hasta que su sonido se desvaneció a lo lejos. De todas maneras esperé unos diez minutos más para asegurarme de que no hubieran dejado a un quinto matón dentro de la casa de McGahern y entonces avancé con el menor ruido posible por el césped. Atravesé la verja y regresé al sitio donde había aparcado mi vehículo.

Antes, durante la espera, había pensado en la silueta que había visto recortada contra la luz de la cocina de Tam McGahern y el extraño idioma con que se había dirigido a los otros dos. Tenían aspecto de extranjeros, de piel oscura. Pero, fuera cual fuese la lengua en la que hablaban, no había servido para modificar la impresión que había tenido la primera vez que lo había visto: seguía recordándome al actor Fred MacMurray.

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