Read Lennox Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (7 page)

BOOK: Lennox
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Ella se dio cuenta de que estaba mirándola cuando pasé a su lado por la calle y sus carnosos labios dibujaron una sonrisita. No era una invitación, sino la aceptación de la única reacción natural que un macho de sangre caliente podía tener ante ella. No me reconoció, desde luego; no tenía la menor idea de que yo era el hombre que su marido había contratado y luego descontratado para encontrarla. Pero evité sus ojos. No supe por qué: yo estaba fuera del caso y no había duda de que ella no seguía desaparecida, pero por alguna razón no quise llamar su atención.

Lillian estaba con una amiga, una mujer más baja, de pelo dorado y semiondulado. La acompañante de Lillian Andrews era casi tan atractiva como ella, pero su atuendo no era tan caro. Me volví a mirar un escaparate, todavía bastante vacío a pesar de que el racionamiento ya casi había terminado; la austeridad era un estado mental que al parecer se aferraba con una oscura comodidad a la psique escocesa. Esperé hasta que estuvieran a unos veinte metros de distancia y a que un número razonable de viandantes me ocultaran antes de empezar a seguirlas.

Logré no perder de vista a las dos mujeres, sin que ellas advirtieran mi presencia, durante un par de horas de compras. En las tiendas más grandes, como Copland y Lye, pude seguirlas de cerca, pero la mayor parte del tiempo permanecí fuera, al otro lado de la calle y fumando, vigilando y esperando que salieran por la puerta principal. Estaba dedicando mi tiempo a esto y empezaba a aburrirme, pero hay cosas que suenan falsas y entonces te molestan como un sordo dolor de muelas; que John Andrews me hubiese pagado para sacarme del caso era una de ellas. La otra era el hecho de que John y Lillian Andrews formaban la pareja más extraña que había visto. Sabía que era frecuente que las mujeres se casaran por dinero, pero Lillian Andrews podría haberse fijado miras mucho más elevadas, incluso en Glasgow.

Las dos mujeres desaparecieron en la peletería Coupar's Furs una eternidad y cuando salieron la rubia agarraba alegremente un abultado paquete envuelto con cintas. Era difícil descifrar su expresión desde el otro lado de la calle, pero parecía denotar más que la satisfacción por haber hecho una compra: me dio la sensación de que se lo habían regalado.

Empezaba a oscurecer, de modo que ya no tenía que buscar que otros compradores me cubrieran. Las calles acechaban tras un denso telón de niebla. La industria de Glasgow, un millón o más de hogueras de carbón y su clima húmedo y pegajoso la ponían en segundo lugar después de Londres respecto de la densidad y la peligrosidad de su
smog
. Muchos niños habían sido concebidos tras el húmedo telón de la contaminación, mezcla de humo y niebla, de Glasgow, pero muchos más se habían asfixiado en esa mortaja. El año anterior había sido el peor del que se tuviera memoria en cuanto a la cantidad de muertes por
smog
en ciudades industriales a todo lo largo y ancho de Gran Bretaña, y el Gran Smog de Londres se había cobrado miles de vidas. Se hablaba de una Ley de Aire Puro, pero hasta el momento no se había hecho nada. Esa noche, como todas, el
smog
descendió sobre la ciudad: más de un alma dejaría este mundo por falta de aire decente para respirar.

Yo había desarrollado un sexto sentido respecto al
smog
: siempre podía percibir su apretón en mis pulmones una buena media hora antes de que llegara realmente. Se encendieron las farolas de la calle, pero apenas emitían unos pálidos resplandores cubiertos de gris. Me levanté el cuello del abrigo y tiré hacia abajo el ala de mi sombrero. Era posible que el
smog
me ocultara, pero también podía ocultar a las personas que estaba siguiendo. Necesitaría acercarme.

Lillian Andrews se despidió de su amiga con un beso y se subió a un tranvía. Subí yo también, pero me senté lo más lejos posible en el vagón, manteniendo el ala de mi sombrero cubriéndome la parte de la cabeza que ella podía ver. Se bajó en Trongate. Esperé unos momentos y unos setenta metros antes de saltar del tranvía en marcha, con la revisora gritándome algo en un gaélico ininteligible. El
smog
se había puesto tan denso que no podía ver más allá de unos metros. Tenía que moverme rápido si quería localizar el ruido de sus tacones sobre el empedrado, que parecían avanzar en la dirección de Merchant City.

La perdí.

Me detuve y volví a tratar de captar el taconeo, pero eso también desapareció. Avancé unos metros, manteniendo el bordillo de la acera a la vista; con esa niebla era fácil pasar por error a la calzada y desorientarse completamente. Ella me había llevado hasta la zona de Merchant City, y yo ya no estaba seguro de en qué calle me encontraba. Me detuve y volví a escuchar: nada. Maldije, incapaz de decidir si debía seguir adelante o si sería mejor tratar de desandar mis pasos a través de la gris penumbra. Avancé unos metros. Cuando pasé por la entrada de un angosto callejón, alguien me agarró fuerte y rápidamente.

—Te vi antes —dijo Lillian Andrews mientras tiraba de mí hacia el callejón. El
smog
nos cubrió de inmediato—. Vigilándome. Estabas siguiéndome, ¿no?

No me dio ninguna oportunidad de responder, sino que clavó su boca en la mía. Su lengua se abrió paso entre mis dientes. Me dio un empujón, se apoyó contra la pared del callejón y se desabotonó la chaqueta y la blusa, dejando al descubierto sus grandes pechos blancos como la leche bajo la luz mortecina.

—¿Esto es lo que quieres? ¿Por esto me seguías?

Miré los pechos. Su mano ya estaba en el bulto de mi pantalón y la naturaleza le había dado algo que agarrar. Podía oler el perfume que me había pasado con su beso. Pensé en el hombre pequeño y asustado que había tratado de pagarme para que saliera del caso.

—Escuche… —Retrocedí—. Yo…

—¿No? —dijo ella con una sonrisa fría—. Ya me parecía.

Algo que sentí como un martillo de acero se clavó en la parte de atrás de mi cabeza y de pronto el
smog
penetró en mi cráneo. Se volvió incluso más grueso. Más oscuro.

Como muchos de los habitantes de Glasgow los fines de semana, el sábado por la mañana me desperté en un pabellón del hospital Western General. Había una bonita enfermera sentada al lado de mi cama leyendo el
Glasgow Herald
. Traté de sentarme pero algo explotó en mi cráneo. Se encendieron unas luces fuertes y un dolor agudo atravesó mi cabeza sin piedad. Me exploré delicadamente la parte de atrás de la cabeza con las puntas de los dedos, sentí el pelo pegajoso bajo mi roce y me estremecí cuando me topé con un feo relieve en el cuero cabelludo puntuado por los duros nudos de una sutura quirúrgica.

—Bueno, bueno… —dijo la enfermera—. No conviene que hagamos eso, ¿verdad?

Gemí y contuve una oleada de náuseas.

—Tenemos que tranquilizarnos.

La enfermera mantenía su tono solícito y poco convincente. A través del dolor me pregunté si existiría alguna convención, alguna reglamentación, que obligaba a todos los profesionales de la salud a hablar en primera persona del plural.

La enfermera —pequeña, como la mayoría de los oriundos de Glasgow— arrugó su bonito y perplejo ceño.

—Creo que deberíamos llamar al doctor…

Miré su cara en forma de corazón, coronada por un pelo rojizo y una gorra de enfermera.

—¿Por qué no hacemos precisamente eso, enfermera? —dije.

Vi cómo desaparecía su figura pequeñita y esbelta e hice una nota mental, en mi muy dolorida cabeza, de intentar insinuarme más tarde. Fue en ese punto cuando los acontecimientos de la noche previa volvieron a mi memoria: la piel lechosa de Lillian Andrews; su lengua caliente y penetrante; el golpeen la cabeza de su cómplice, escondido en los remolinos de
smog
.

La enfermera regresó junto a un doctor joven y flacucho con mala piel y una artificial actitud autoritaria.

—Ah, señor Lennox… Parece que se dio un porrazo en el cráneo anoche. ¿Tal vez bebimos un poco de más? —Ahí estaba de nuevo la primera persona del plural.

—Dejemos una cosa clara —dije—. En primer lugar, soy el capitán Lennox. Segundo, si usted hubiera hecho el más básico de los análisis sanguíneos, sabría que no había absolutamente nada de alcohol en mí. Entonces, antes de empezar a usar ese tonito condescendiente, hijito, asegúrese de que tiene el nivel social o intelectual para hacerlo. Ahora, dígame… ¿Tengo el cráneo fracturado?

—No.

Las mejillas del interno enrojecieron de golpe. Los británicos eran muy fáciles de manipular, tan acosados por cuestiones de clase y autoridad. En algunas ocasiones después de mi baja había hecho uso de mi rango militar. El hecho de que mi acento fuera difícil de localizar también los desconcertaba. A mí me resultaba gracioso; muchos británicos me habían hablado de la «saludable falta de respeto por la autoridad» que gastaban sus compatriotas. Pero después de los alemanes, eran los más predispuestos a seguir, sin preguntas, las instrucciones de sus «superiores». Y los alemanes habían aprendido la lección.

—¿Hay algún edema serio como resultado del golpe en la cabeza?

—Nada visible, señor… Capitán Lennox.

—¿Estoy lo bastante bien como para darme el alta?

—En realidad, creo que sería buena idea si se quedara con nosotros un tiempo.

—¿Y eso por qué, exactamente? Según lo que acaba de decir, la herida de la cabeza no es tan grave.

—Es lo bastante grave para que pensemos que debemos vigilarlo. —Trató de recuperar parte de la autoridad perdida—. Y si la herida se la produjo alguien, tal vez deberíamos avisar a la policía. No obstante, su cabeza no es nuestra principal preocupación en este momento. Como sabe, la tuberculosis es endémica en Glasgow, y el Servicio Nacional de Salud tiene el objetivo de erradicarla de la ciudad; de todas partes, para el caso. A usted lo trajeron en ambulancia. Lo encontraron en, bueno… inconsciente, en un callejón. Así que podrá entender por qué pensamos que estaba relacionado con el consumo de alcohol.

—¿Y eso qué tiene que ver con la tuberculosis?

—Bueno, como parte del programa, hacemos por rutina un estudio, quiero decir, una radiografía, de los pulmones de cualquiera que haya ingresado en esas circunstancias. En realidad, hay planes de incorporar un sistema móvil de radiografías. En cualquier caso, le hemos hecho una del pecho, y me temo que hemos encontrado lo que parece ser una pequeña sombra en el pulmón izquierdo. Sin embargo, creemos que podría deberse a un error en la película. Nos gustaría hacerle otra.

—¿Tuberculosis? —Pensé en los ataques de tos matinales que tenían lugar cada vez que encendía mi primer cigarrillo; en la forma en que siempre podía predecir la aparición de un
smog
fuerte.

—Yo no me alarmaría demasiado, si fuera usted. Es muy posible que se trate de una mancha en la película. ¿Usted tiene tendencia a sufrir ataques de tos?

—¿Acaso no le pasa a todos en esta ciudad? A veces, por la mañana.

—¿Es una tos productiva? Quiero decir, ¿expectora algo? ¿Sangre, especialmente?

Negué con la cabeza.

—Entonces yo no me preocuparía. Si es tuberculosis, la hemos detectado temprano y podremos resolverlo. Hay un lugar al que podríamos mandarlo. Un sanatorio, en el norte. Aire limpio. Haría maravillas con usted.

—¿Uno de esos lugares donde te hacen dormir a la intemperie? Prefiero arriesgarme con el
smog
.

—Es mejor asegurarse.

Pasé el resto del día en el pabellón mientras la resplandeciente maquinaria del flamante Servicio Nacional de Salud de Gran Bretaña rodaba con la eficiencia de un antiquísimo buque de vapor. Durante mi espera usé el teléfono público del vestíbulo para llamar a la señora White. Le expliqué que me habían ingresado en un hospital para una observación y le conté que estaban preocupados por mi pecho. Omití el hecho de que por segunda vez en rápida sucesión me habían usado como a un saco de arena de boxeo. Le dije que le avisaría si tuviera que internarme o no en un sanatorio. En cualquier caso, la tranquilicé, seguiría pagando el alquiler para conservar la habitación.

—Avíseme tan pronto sepa algo, señor Lennox.

Me gustó el sonido de su voz por teléfono. Sonaba más joven. Me ayudó a imaginarla antes de que la guerra y la pena la cambiaran.

Me hicieron una nueva radiografía a media tarde y una hora después el joven doctor volvió para confirmar que había salido limpia. Me volvió a examinar la cabeza.

—Usted mencionó un sanatorio… ¿Dónde queda? —pregunté.

Pareció confundido un momento.

—¿Ha entendido que le hemos dicho que está fuera de peligro?

—Sí —respondí con irritación. No estaba pensando en mí; lo que tenía en mente era un pañuelo de encaje barato manchado de sangre—. Sólo quería saber dónde mandarían a alguien que presentara síntomas de tuberculosis o de enfermedades bronquiales. ¿Dónde se encuentran esos sanatorios?

Me explicó que la mayoría de los casos de tuberculosis de Glasgow se trataban en el hospital Hairmyers, de donde se los mandaba a sanatorios en el campo. Me dio tres direcciones: dos en el condado de Inverness, la otra en el condado de Perth.

—La mayoría de los pacientes de Glasgow son ubicados en el sanatorio del condado de Perth —aclaró—. Es más fácil llegar para los parientes que quieren visitarlos. Pero las demandas superan las instalaciones. A veces los mandan más lejos, hacia el norte.

Capítulo seis

Tenía que hacer una visita a domicilio antes de coger el tren hacia Perth. Después de salir del hospital fui directo a mi casa, y la señora White me interceptó en la puerta. Me gustó el tono de preocupación de su voz y le dije que ya estaba fuera de peligro. Pero toda su calidez se disipó cuando vio mi mueca de dolor al quitarme el sombrero.

—¿Con quién se ha peleado esta vez?

Su mirada era dura. Éste podría ser un momento decisivo.

—Escúcheme, señora White. Me atacaron por la espalda anoche, en medio del
smog
. Me pegaron en la cabeza. En el hospital quisieron analizarme por si tenía tuberculosis. Esa es la verdad; esto no está relacionado de ninguna manera con la visita de la policía de la otra vez.

—A mí me parece que usted es un imán para los problemas. —Me cogió del codo, me hizo girar bruscamente y me examinó la parte de atrás de la cabeza—. Elspeth… —llamó a su hija de doce años—, quiero que vayas a la pescadería del señor Wilson y le pidas una bolsa de hielo.

La señora White me hizo pasar a la sala y sentarme en el sillón Chesterfield de cuero mientras ella se quedaba en la cocina preparando té. Hasta entonces yo sólo había visto la sala desde la puerta, y aproveché la oportunidad para estudiarla. El difunto señor White había sido sargento naval durante la guerra y provenía de una familia razonablemente pudiente. La habitación estaba bien decorada y tenía muebles caros. Había una gran radio de nogal contra la pared pero el nuevo medio, la televisión, que había comenzado a aparecer en los hogares de poder adquisitivo más elevado, aún no había hecho sentir su presencia en esta sala. Sospeché que en un pasado reciente hubo cierta prosperidad en esa casa. Un armario de puertas de cristal albergaba algunas copas y vajilla de porcelana fina, así como una botella, medio llena, de jerez Williams and Humbert Walnut Brown. Un reloj de mármol y bronce ocupaba un lugar central sobre la repisa y estaba flanqueada por fotografías con marcos plateados estilo art-déco; la foto de una boda en pose formal, cada una de las niñas de bebés, una pareja mayor de aspecto adusto con una bonita niña a quien reconocí instantáneamente como Fiona White, en pie con gesto de incomodidad al lado de ellos.

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