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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (8 page)

BOOK: Lennox
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Ella regresó con una gran jarra de té y me sirvió una generosa taza. Justo en ese momento volvió Elspeth, su hija, con una bolsa de hule. Fiona White sacó un poco de hielo y lo envolvió en un trapo, lo apretó suavemente contra mi nuca y luego me indicó que lo sostuviera en ese lugar. El dolor causado por las dos palizas empezó a disminuir. Disolvió dos cucharadas de polvo para el dolor de cabeza en un vaso de agua y lo depositó junto a mi taza de té, luego se sentó lo más lejos posible de mí, en una gran silla club de cuero blando.

—Gracias. —Mis ojos volvieron a posarse en las fotografías—. Debe de ser difícil —dije, y me arrepentí inmediatamente.

—¿Qué? —Sus verdes ojos brillaron como el pedernal.

—Criar a las niñas usted sola, quería decir.

Estaba cavándome un agujero cada vez más profundo y a toda velocidad.

—Me las arreglo perfectamente, señor Lennox.

—Ya lo sé. No he querido decir nada de eso… Quiero decir, creo que usted lo hace de maravilla. Es sólo que imagino que no debe de ser fácil, hacerlo todo usted sola.

El pedernal siguió brillando en sus ojos. La muerte del marido de Fiona White se había perdido en un océano de estadísticas. La pérdida de un sargento sólo tenía importancia en combinación con los otros miles de marinos muertos. La finalización de su vida, en sí misma, no había significado nada para la contienda. Pero para Fiona White y sus dos hijas había sido como si el sol se apagara. El centro mismo de todo su universo había sido aniquilado. Y con esa muerte, la persona liona White también había muerto. De una manera muy similar, el niño que jugaba en las orillas del río Kennebecasis murió en alguna parte cuando la primera división del ejército canadiense arrasó y dejó muerte y destrucción, ciudades y aldeas italianas con nombres que figuraban en las guías turísticas. Los dos éramos víctimas de guerra.

—Lo siento —dije—. No debería haber…

—No, no debería —me interrumpió bruscamente—. La forma en que educo a mis hijas es asunto exclusivamente mío. —Hubo un silencio embarazoso, luego dijo—: ¿A qué se dedica usted, señor Lennox? Parece que su oficio atrae toda clase de problemas. Yo no me creo ni por un momento que ese moratón en la cabeza sea pura coincidencia.

—Se lo dije cuando solicité el apartamento. Soy agente de investigaciones. Eso significa que me pagan por averiguar cosas. Por desgracia hay personas que no quieren que ciertas cosas se averigüen.

—Entonces, ¿por qué la policía lo trató así aquella noche?

—Algunas de las personas para las que trabajo acuden a mí porque no quieren o en algunos casos no pueden recurrir a la policía, cosa que a ésta no le gusta. Soy víctima de la envidia profesional. —Sonreí, pero o bien ella no entendió la broma o prefirió no hacerlo. Decidí cambiar de tema—. Esta noche debo irme y no regresaré hasta mañana, señora White. Iré al condado de Perth. Por negocios. Sólo una noche, tal vez dos.

Cogí el vaso con el polvo disuelto y bebí el resto de la taza de té. La señora White levantó mi taza vacía pero no para volver a llenarla.

—Muy bien, señor Lennox.

Capítulo siete

El viaje a Perth fue como retroceder en el tiempo. La antigua ciudad no era uno de los lugares más cosmopolitas del mundo y daba la impresión de que la habían dejado intacta tanto la guerra como los cambios que se habían producido posteriormente en la estructura social británica. Los años cuarenta y los cincuenta se habían perdido en el correo.

Había sólo un taxi fuera de la estación de ferrocarriles de Perth, uno de esos coches cuadrados de principios de la década de 1930. También el chófer era sorprendentemente anciano. Le pedí que me llevara al hotel más cercano que fuera más o menos decente. A esas alturas no tenía sentido ir al sanatorio. Ya faltaba poco para que terminara el horario de visitas de la tarde y el establecimiento estaba ubicado a cierta distancia en las afueras de la ciudad, subiendo las colinas, más allá de Perth. Aunque tenía algunos resquemores respecto de la antigüedad tanto del chófer como del vehículo, le pregunté al anciano taxista si podría recogerme a las diez de la mañana del día siguiente.

El hotel al que me llevó estaba junto al río Tay, y cogí una habitación con vistas al río. La cama era bastante cómoda y la calle bastante silenciosa, pero aun así me costó dormirme. Cada vez que cerraba los párpados unas imágenes y pensamientos muy dispares rebotaban contra ellos. Volví a ver a Lillian Andrews semidesnuda, sensualmente cubierta por la niebla; vi el comportamiento desesperadamente brusco y nada convincente de su incompatible marido; la profesionalidad con que ella había usado el sexo como carnaza para su emboscada bajo el
smog
, sin saber la razón por la que yo la seguía, pero sabiendo que lo hacía.

¿Por qué era tan complicado todo? ¿Por qué yo mismo lo volvía todo tan complicado? Sabía que no abandonaría el caso de los Andrews. No sacaría nada de él —yo era el único que quería seguir investigando—, pero lo haría, hasta que alguien cediera y me ofreciera alguna explicación que tuviera sentido para mí. Tal vez mi incapacidad de abandonarlo no se debía a otra cosa que a mi orgullo herido porque me habían tendido una emboscada por detrás. Traté de quitármelo de la cabeza por el momento. Tenía cosas más importantes que resolver, y una de ellas me haría ganar dinero. Pero me dolía la cabeza por el golpe y por los pensamientos que seguían acosándola. Tardé una eternidad en quedarme dormido.

Mi anciano taxista apareció exactamente a la hora indicada. Cuando le di la dirección del sanatorio, lejos, en las colinas que daban a la ciudad, me observó con sospecha.

—Es un viaje muy largo para hacer en taxi.

—Supongo que sí.

—Va a costarle mucho. —Era obvio que le preocupaba no cobrar el recorrido. Le entregué tres medias coronas.

—Le pagaré el resto después. Necesito que espere hasta que yo termine lo que tengo que hacer en el sanatorio.

Mientras subíamos por las colinas el sol salió como si quisiera exhibir la belleza del campo para los visitantes. El sanatorio mismo estaba en medio de un amplio terreno empinado que terminaba en una meseta donde se ubicaba el gran edificio de estilo Victoriano. Las franjas de césped cuidado se convertían en amplios lechos de rododendros. Parecía que todas las ventanas del edificio habían sido abiertas y había filas de tumbonas flanqueando las paredes y también esparcidas en la zona llana del terreno. Me di cuenta del motivo; después de Glasgow, yo mismo podía sentir la diferencia en el aire: respirar es un acto inconsciente y uno jamás piensa en el aire que se mete en los pulmones, pero aquí cada aspiración era como un sorbo de agua de montaña, fría y transparente.

La enfermera titulada de la recepción me observó con un típico gesto altanero mientras yo le explicaba que sí, que sabía que no era horario de visitas pero no, no podía volver en otro momento porque mi jefe había insistido en que estuviera de regreso en el trabajo esa misma tarde, que lo que quería era ver a mi prima. Ella volvió a verificar el nombre y me indicó que lomara asiento en el jardín, donde ellos la llevarían.

Esperaba encontrarme con una frágil mujercita abandonada de piel pálida, tosiendo como la Dama de las Camelias en un pañuelo. Específicamente, un pañuelo celeste de encaje. Pero Wilma Marshall tenía un aspecto mucho más robusto. Era mayor de lo que me habían dicho: veintidós o veintitrés años. Era morena, mediría un metro cincuenta y cinco, y a juzgar por lo que veía, su vestido, que la cubría totalmente, lo tenían todo muy bien puesto. Su rostro estaba desprovisto de maquillaje o pintalabios y era bonito, nada sobresaliente, pero me di cuenta de lo que Bobby había querido decir cuando había mencionado que ella tenía «clase». Aun así, supuse que había sido poco más que una distracción para Tam McGahern, una de las muchas que podía permitirse gracias a su posición.

Me puse de pie y le sonreí cuando la enfermera la escoltó a través del césped.

—Wilma —dije cuando se acercaron—. Tienes mucho mejor aspecto.

Ella parecía confundida, lo que era natural teniendo en cuenta que la persona que tenía delante no era el primo que ella esperaba ver. Pero lo dejó pasar y no le dijo nada a la enfermera.

—Gracias, enfermera —dije, y esperé hasta que no pudiera oírme antes de pedirle a Wilma que se sentara.

—¿Qué quiere? —preguntó Wilma con un fuerte acento de los Gorbals, y su «clase» se evaporó. Frunció el ceño y se mordió su carnoso labio inferior—. Creía que ustedes me habían dicho que me dejarían en paz.

En ese momento comprendí por qué no me había delatado; claramente creía que yo era otra persona.

—Lo haremos —dije para mantener el engaño todo lo que fuera posible—. Pero debemos ser cuidadosos.

—Les he dicho todo lo que sé. Y he prometido que no hablaría de esto con ninguna otra persona. —Su arruga en el ceño se hizo más profunda—. ¿A qué ha venido?

—Ya sé que nos lo ha contado todo, Wilma. Y sé lo difícil que es para usted volver a pasar por esto. —Hablaba como un policía; el instinto me decía que eso era lo que ella creía que yo era—. Lo que ocurre es que cada vez que volvamos sobre ello, es posible que usted recuerde algo más.

—¿A qué se refiere? ¿De qué habla?

Su pálido ceño se arrugó todavía más. Yo estaba formulando las preguntas equivocadas; quien fuera que ella creía que yo era o representaba, no se trataba de la policía. Sus ojos se entornaron en un gesto de sospecha y en ese momento miró por encima de su hombro para ver dónde estaba la enfermera.

—Escuche, Wilma —dije, con toda la calma y autoridad que pude—. Mi trabajo consiste en averiguar quién mató a Tam McGahern. Y en asegurarme que usted esté a salvo y protegida.

Noté que todas las alarmas de su cabeza comenzaban a sonar.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Es policía?

—Soy un amigo, Wilma. Quiero ayudarla. Como he dicho, mi trabajo es averiguar quién mató a Tam. Sólo quiero hacerle unas preguntas sobre aquella noche.

—¿Cómo me ha encontrado? —La expresión de Wilma pasó de la sospecha a la incertidumbre y luego al temor—. Se suponía que no me encontraría nadie.

—Hallé su pañuelo en el apartamento encima del Highlander. Estaba manchado de sangre. En ese momento no me di cuenta de nada, pero más tarde supuse que podría tener algo que ver con la tuberculosis.

—No puedo hablar con usted. Debe irse. —Estaba poniéndose cada vez más nerviosa.

Puse mi mano sobre la suya.

—No hay nada que temer, Wilma. Nadie más sabe que usted está aquí. No voy a hablar con nadie sobre usted. Sólo tengo que saber quién mató a Tam.

—Quiero que se vaya. —Wilma se puso de pie—. No vi nada ni a nadie aquella noche. Me escondí hasta que se fueron.

—Eso no es lo que me contó Bobby, el monito de Tam McGahern. Dijo que usted los vio desde la ventana. ¿Qué ocurre, Wilma? ¿Los reconoció? ¿Eran personas que ya conocía del Imperial?

Ella miró a su alrededor, como si estuviera buscando espías en los arbustos.

—No puedo seguir con esto. Ahora no. Necesito pensar. Vuelva más tarde.

—Escúcheme, Wilma. Sé que está asustada, pero tengo que averiguar lo que sabe. Y no puedo dejarla en paz hasta que me diga quién la metió aquí y qué fue lo que vio u oyó y que ellos quieren mantener oculto. Dígamelo y desapareceré, se lo prometo. Pero si no…

Wilma volvió a fruncir el entrecejo y a morderse el labio inferior.

—No era Tam.

—¿Qué?

—No creo que fuera Tam el que estaba conmigo aquella noche. Era Frankie. Fue a Frankie a quien dispararon desde la puerta.

—Wilma… No pudo haber sido Frankie al que dispararon. Yo tuve un encontronazo con Frankie McGahern cinco semanas después.

—Pensaban que era una broma muy graciosa. —Los ojos de Wilma brillaron por las lágrimas—. Me lo habían hecho antes. Se intercambiaban, fingían ser el otro. Empezó un par de meses antes de aquella noche. Tam me decía que me encontrara con él en el apartamento que estaba en la planta superior del Highlander, pero a veces aparecía él y otras aparecía Frankie. Y Frankie siempre fingía que era Tam.

—¿Y está segura de que fue Frankie quien se presentó aquella noche?

Wilma asintió con la cabeza.

—Una buena broma, ¿eh? Veamos si la estúpida zorra puede notar la diferencia entre dos mellizos idénticos.

—Pero sí que pudo.

—Frankie era… era diferente de Tam. —Se sonrojó y una lágrima le surcó la mejilla.

—Wilma… ¿está absolutamente segura de esto?

—Segura como sólo puede estarlo una mujer. Pero nunca lo dije. Encontraron cosas en su ropa que probaban que era Tam, y eso es lo que no pude entender. Pensé que tal vez me había equivocado, así que decidí seguirles el juego.

Contemplé los terrenos del sanatorio. Las cosas habían empezado a tener sentido para luego perderlo de inmediato. Frankie muerto en el apartamento encima del Highlander; Tam el que había buscado pelea conmigo y que había terminado muerto más tarde aquella misma noche en el garaje de Rutherglen. Tam era un tipo duro de roer, con un historial de combate militar que superaba el mío. Si él había sido el de aquella noche, entonces se había dejado dar una paliza adrede para convencer al mundo de que era Frankie. Pero ¿por qué? Frankie era un don nadie. Sólo el nombre de Tam McGahern tenía el peso suficiente para construir un imperio criminal. Se me ocurrió otra cosa: Jimmy Wallace, el segundón del que Bobby me había hablado, debía de estar al tanto de todo. No desapareció hasta después del segundo asesinato porque sabía. Sabía que había sido Frankie, no Tam, el que había muerto la primera vez. El segundo homicidio sí había sido el de Tam, y había sido la señal para Wallace de que había llegado el momento de perderse.

—¿Quién la trajo aquí, Wilma?

Pasó una enfermera, nos miró, luego dirigió la mirada a su reloj de pulsera y frunció el ceño deliberadamente. Wilma empezó a ponerse nerviosa de nuevo.

—No sé quiénes son, pero me pagaron. Me dijeron que mantuviera la boca cerrada. Me vigilan. Es mejor que se vaya.

—Cuénteme exactamente lo que ocurrió aquella noche.

—Ahora no. Vuelva en otro momento.

—¿Cuándo?

—El horario de visita es de tres a cuatro y media, mañana. Vuelva entonces. Pero no le prometo nada. Sólo quiero salir de este enredo.

—¿Qué enredo, Wilma?

Negó con la cabeza, evidentemente asustada. No insistí.

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