—Creo que sí, pero no es muy comunicativa respecto a su vida privada.
—Más vale así, supongo.
—No sé qué decirte. Tal y como están las cosas ahora, parece que está bastante contenta de que me haya ido a vivir a su barrio.
—Dios santo. No estarás animándola ,¿verdad?
—No estoy seguro. Seria diferente si estuviese pensando en casarme con otra.
—David no es motivo suficiente, Peter. Si ahora volvieses con Delia, empezarías a odiarte por ello. Te convertirías en un viejo amargado.
—Puede que ya lo sea.
—No digas tonterías.
—Trato de no serlo, pero cada vez me resulta más difícil mirar el desastre que he provocado sin sentirme estúpido.
—Te sientes responsable, eso es todo. Están tirando de ti en direcciones opuestas.
—Siempre que me marcho, me digo que debería haberme quedado. Siempre que me quedo, me digo que debería haberme marchado.
—Eso se llama ambivalencia.
—Entre otras cosas. Si ése es el término que quieres usar, no me opongo.
—O como mi abuela le dijo una vez a mi madre: “Tu padre sería un hombre maravilloso si fuese diferente.”
—Ja.
—Sí, ja. Toda una epopeya de dolor y sufrimiento reducida a una sola frase.
—El matrimonio como pantano, como ejercicio de autoengaño que dura toda una vida.
—Simplemente todavía no has conocido a la persona adecuada, Peter, tienes que darte más tiempo.
—Me estás diciendo que no sé lo que es el verdadero amor. Y cuando lo sepa mis sentimientos cambiarán. Es muy amable por tu parte pensar eso, pero ¿y si no me sucede nunca? ¿Y si no está en mis cartas?
—Lo está, te lo garantizo.
—¿Por qué estás tan segura?
Fanny hizo una pausa, dejó el cuchillo y el tenedor sobre el plato y alargó la mano para coger la mía.
—Tú me quieres, ¿verdad?
—Claro que te quiero —dije.
—Siempre me has querido ,¿no es cierto? Desde el primer momento en que me viste. Esa es la verdad, ¿no? Me has querido todos estos años y aún me quieres.
Retiré la mano y bajé los ojos, agobiado por la vergüenza.
—¿Qué es esto? —dije—. ¿Una confesión forzada?
—No, sólo trato de demostrar que te casaste con la mujer inadecuada.
—Tú estás casada con otro, ¿recuerdas? Siempre creí que eso te dejaba fuera de la lista de las candidatas.
—No estoy diciendo que deberías haberte casado conmigo, pero no deberías haberte casado con la mujer con la que te casaste.
—Estás hablando en círculos, Fanny.
—Está clarísimo. Lo que pasa es que no quieres entender lo que te estoy diciendo.
—No, hay un fallo en tu argumentación. Reconozco que casarme con Delia fue una equivocación. Pero que te quiera a ti no demuestra que pueda querer a otra. ¿Qué pasaría si tú fueras la única mujer a la que puedo querer? Planteo esta pregunta hipotéticamente, por supuesto, pero es una cuestión crucial. Si es verdad, entonces tu argumentación no tiene sentido.
—Las cosas no son así, Peter.
—Así es como son para Ben y para ti. ¿Por qué hacer una excepción para ti?
—Yo no la hago.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No tendré que explicártelo todo, ¿verdad?
—Tendrás que perdonarme, pero empiezo a sentirme un poco confuso. Si no supiera que estoy hablando contigo, juraría que estás insinuándote.
—¿Me estás diciendo que tendrías algún inconveniente?
—Dios, Fanny, estás casada con mi mejor amigo.
—Ben no tiene nada que ver con esto. Esto es estrictamente entre nosotros.
—No, no lo es. Tiene todo que ver con él.
—¿Y qué crees que está haciendo Ben en California?
—Está escribiendo un guión.
—Sí, está escribiendo un guión. Y también se está tirando a una chica que se llama Cynthia.
—No te creo.
—¿Por qué no le llamas y lo averiguas tú mismo? Pregúntaselo, simplemente. El te dirá la verdad. Dile: Fanny me ha dicho que te estás tirando a una chica que se llama Cynthia. ¿Es cierto, tío? Él te dará una respuesta sincera, lo sé.
—Creo que no deberíamos estar manteniendo esta conversación.
—Y luego pregúntale por las otras, las anteriores a Cynthia. Grace, por ejemplo. Y Nora, y Martine, y Val. Ésos son los primeros nombres que me vienen a la cabeza, pero si me das un minuto me acordaré de algunos más. Tu amigo es un pichabrava, Peter. No lo sabías, ¿verdad?
—No hables así. Es repugnante.
—Sólo te estoy diciendo la verdad. No es como si Ben me lo ocultase. Cuenta con mi permiso, ¿comprendes? Puede hacer lo que le dé la gana. Y yo también puedo hacer lo que me dé la gana.
—Entonces ¿por qué molestarse en seguir casados? Si todo eso es verdad, no hay razón para que continuéis juntos.
—Nos queremos, ésa es la razón.
—Ciertamente no lo parece.
—Pues es así. Eso es lo que hemos acordado. Si no le diese a Ben esta libertad, no podría conservarle.
—Así que él se va por ahí de correrías mientras tú te quedas en casa esperando a que el marido pródigo vuelva al hogar. No me parece un acuerdo justo.
—Es justo. Lo es porque yo lo acepto, porque me siento feliz así. Aunque apenas he utilizado mi propia libertad, sigue siendo mía, sigue perteneciéndome, es un derecho que puedo ejercer cuando quiera.
—Por ejemplo ahora.
—Eso es, Peter. Finalmente vas a tener lo que siempre has deseado. No tienes por qué sentir que estás traicionando a Ben. Lo que suceda esta noche es algo estrictamente entre tú y yo.
—Eso ya lo has dicho antes.
—Puede que ahora lo entiendas un poco mejor. No tienes por qué quedarte paralizado. Si me deseas puedes poseerme.
—Así, sin más.
—Sí, sin más.
Su crudeza me acobardaba, me parecía incomprensible. Si no hubiera estado tan desconcertado, probablemente me habría levantado de la mesa y me habría ido, pero me quedé sentado en mi silla sin decir nada. Por supuesto, yo deseaba acostarme con ella. Ella lo había comprendido desde el principio, y ahora que me había descubierto, ahora que había convertido mi deseo en una brutal y vulgar proposición, yo apenas sabía quién era ella. Fanny se había convertido en otra. Ben se había convertido en otro. En el espacio de una breve conversación, todas mis certezas acerca del mundo se habían derrumbado.
Fanny me cogió la mano de nuevo y, en lugar de intentar disuadiría, respondí con una débil y azorada sonrisa. Ella debió de interpretarlo como una capitulación, porque un momento después se levantó de su silla y dio la vuelta a la mesa para acercarse a mi. Le abrí los brazos y sin decir una palabra ella se acurrucó en mi regazo, plantó sus caderas firmemente sobre mis muslos y me cogió la cara entre las manos. Empezamos a besarnos, las bocas abiertas, las lenguas agitándose, babeándonos las barbillas, empezamos a besarnos como un par de adolescentes en el asiento trasero de un coche.
Continuamos así durante las tres semanas siguientes. Casi enseguida, Fanny se me hizo reconocible de nuevo, un punto de quietud familiar y enigmático. Ya no era la misma, por supuesto, pero no en ninguno de los sentidos que me habían aturdido aquella primera noche, y la crudeza que había mostrado entonces no se repitió. Empecé a olvidarlo, a acostumbrarme a nuestra nueva relación, a la continua acometida del deseo. Ben seguía fuera de la ciudad y, excepto cuando David estaba conmigo, yo pasaba todas las noches en su casa, durmiendo en su cama y haciendo el amor con su mujer. Di por sentado que me casaría con Fanny. Aunque eso significase destruir mi amistad con Sachs, estaba plenamente dispuesto a llevarlo a cabo. Por el momento, sin embargo, me callaba. Todavía estaba demasiado impresionado por la fuerza de mis sentimientos y no quería abrumaría hablando demasiado pronto. Así es como justificaba mi silencio, por lo menos, pero la verdad era que Fanny mostraba poca inclinación a hablar de nada que no fuera el día a día, la logística del próximo encuentro. Nuestras escenas de amor eran mudas e intensas, un desvanecimiento a las profundidades de la inmovilidad. Fanny era toda languidez y sumisión, y yo me enamoré de la suavidad de su piel, de la forma en que cerraba los ojos siempre que yo me acercaba a ella silenciosamente por detrás y la besaba en la nuca. Durante las dos primeras semanas no deseé nada más. Tocarla era suficiente, y yo vivía para el ronroneo casi inaudible que salía de su garganta, para sentir que su espalda se arqueaba lentamente contra las palmas de mis manos.
Imaginaba a Fanny como la madrastra de David. Imaginaba que los dos pondríamos casa en un barrio diferente y viviríamos allí el resto de nuestras vidas. Imaginaba tormentas, escenas dramáticas y combates de gritos con Sachs antes de que nada de esto fuera posible. Tal vez acabemos llegando a las manos, pensaba. Me encontraba dispuesto a todoy ni siquiera la idea de pelearme con mi amigo me escandalizaba. Insistí para que Fanny me hablase de él, ávido de escuchar sus agravios para justificarme ante mis propios ojos. Si podía probar que él había sido un mal marido, entonces mi plan de quitársela tendría el peso y la santidad de un propósito moral. No estaría quitándosela, estaría rescatándola, y mi conciencia quedaría limpia. Era demasiado ingenuo para comprender que la enemistad también puede ser una dimensión del amor. Fanny sufría por la conducta sexual de Ben; sus extravíos y pecadillos eran una fuente constante de dolor para ella, pero una vez que empezó a hacerme confidencias, la amargura que yo esperaba oír nunca fue más allá de un suave reproche. Abrirse a mí parecía aliviar cierta presión en su interior, y ahora que ella también había cometido un pecado, quizá podría perdonarle los pecados que él había cometido contra ella. Ésta era la economía de la justicia, por así decirlo, el
quid pro quo
que convierte a la víctima en victimario, el acto que equilibra la balanza. Acabé por aprender muchas cosas acerca de Sachs a través de Fanny, pero no me proporcionaban la munición que buscaba. Más bien, sus revelaciones tenían el efecto opuesto. Una noche, por ejemplo, cuando empezamos a hablar de la época que él pasó en prisión, descubrí que aquellos diecisiete meses habían sido mucho más terribles para él de lo que nunca me había permitido saber. No creo que Fanny estuviera tratando de defenderle expresamente, pero cuando me enteré de las cosas que había soportado (palizas caprichosas, continuos vejámenes y amenazas, un posible incidente de violación homosexual), me resultó difícil experimentar ningún resentimiento contra él. Sachs, visto a través de los ojos de Fanny, era una persona más complicada y angustiada que la que yo creía conocer. No era únicamente el exuberante y agotador extrovertido que llegó a ser mi amigo, era también un hombre que se escondía de los demás, un hombre cargado de secretos que nunca había compartido con nadie. Yo quería una excusa para volverme contra él, pero durante esas semanas que pasé con Fanny, me sentí tan unido a él como siempre. Extrañamente, nada de esto interfería en mis sentimientos hacia ella. Amarla era sencillo, aunque todo lo que rodeaba a ese amor estuviese cargado de ambigüedad. Era ella quien se había arrojado en mis brazos, después de todo, y sin embargo cuanto más la estrechaba, menos seguro me sentía de qué era lo que abrazaba.
La historia coincidió exactamente con la ausencia de Ben. Un par de días antes de su regreso, finalmente planteé el asunto de qué íbamos a hacer cuando él volviese a Nueva York. Fanny me propuso que siguiésemos cómo hasta entonces, viéndonos cuando lo deseáramos. Le dije que eso no era posible, que ella tendría que romper con Ben y venirse conmigo si queríamos continuar. No había lugar para la duplicidad. Debíamos contarle lo que había sucedido, resolver las cosas lo más rápidamente posible y luego hacer planes para casarnos. Nunca se me había ocurrido que no fuera eso lo que Fanny deseaba, pero esto sólo demuestra lo ignorante que era, lo mal que había interpretado sus intenciones desde el principio. No dejaría a Ben, me dijo. Ni siquiera había considerado esa posibilidad. Por mucho que me quisiera, eso no era algo que estuviese dispuesta a hacer.
Aquello se convirtió en una conversación angustiosa que duró varias horas, una vorágine de argumentos circulares que nunca nos llevaban a ninguna parte. Ambos lloramos mucho, implorando al otro que fuese razonable, que cediese, que mirase la situación desde otra perspectiva, pero no dio resultado. Tal vez era imposible que saliera bien, pero tal y como se desarrolló me pareció la peor conversación de mi vida, un momento de ruina absoluta. Fanny se negaba a dejar a Ben y yo me negaba a quedarme con ella a menos que lo hiciera, tiene que ser todo o nada, le repetía yo. La amaba demasiado para conformarme con una parte de ella. En lo que a mi se refería, cualquier cosa que fuera menos que todo, sería nada, una miseria con la cual no podría vivir. Así que me quedé con mi miseria y mi nada, y el asunto terminó con nuestra conversación de aquella noche. A lo largo de los meses que siguieron, apenas hubo un momento en que no lo lamentara, en que no me doliera mi terquedad, pero no había la menor posibilidad de revocar el carácter concluyente de mis palabras.
Todavía ahora no logro comprender el comportamiento de Fanny, supongo que uno podría desechar todo el asunto y decir que simplemente se divertía con una aventurilla mientras su marido estaba fuera de la ciudad. Pero si la relación sexual era lo único que buscaba, no tiene sentido que me eligiese a mí. Dada mi amistad con Ben, yo era la última persona a la que habría recurrido. Tal vez lo hacía para vengarse, por supuesto, aprovechándose de mí para saldar sus cuentas con Ben, pero a la larga no creo que esa explicación profundice lo suficiente. Presupone una especie de cinismo que Fanny nunca tuvo realmente, y quedan sin respuesta demasiadas preguntas. También es posible que pensara que sabía lo que se hacía y luego empezara a amilanarse. Un caso clásico de enfriamiento, por así decirlo, pero entonces ¿cómo interpretar el hecho de que nunca vacilase, de que nunca mostrara el menor asomo de arrepentimiento o indecisión? Hasta el último momento nunca se me pasó por la cabeza que ella tuviese ninguna duda respecto a mí. Si la relación terminó tan bruscamente, tenía que ser porque ella lo esperaba, porque desde el principio había sabido que sucedería así. Esto parece perfectamente verosímil. El único problema es que contradice todo lo que dijo e hizo durante las tres semanas que pasamos juntos. Lo que parece un pensamiento clarificador finalmente no es más que otro tropiezo. En el momento en que uno lo acepta, comienza de nuevo el acertijo.