Todo eso cambió de repente en el otoño de 1978. Una tarde, cuando estábamos sentados en el cuarto de estar con David, Delia me pidió que fuese a buscarle las gafas, que estaban en un estante en su estudio del piso de arriba, y cuando entré en la habitación vi su diario abierto sobre la mesa. Delia llevaba un diario desde que tenía trece o catorce años, y a aquellas alturas constaba de docenas de volúmenes, cuadernos y cuadernos llenos de la saga progresiva de su vida interior. Ella me había leído a veces trozos del mismo, pero hasta esa noche yo nunca me había atrevido a mirarlo sin su permiso. En aquel momento, sin embargo, un tremendo impulso de leer aquellas páginas me dominó. Retrospectivamente, comprendo que esto significaba que nuestra vida juntos ya había terminado, que mi voluntad de defraudar su confianza demostraba que había renunciado a toda esperanza de salvar nuestro matrimonio, pero entonces no fui consciente de ello. En aquel momento, lo único que sentí fue curiosidad. Las páginas estaban abiertas sobre la mesa y Delia acababa de pedirme que entrase en el cuarto. Podía haber imaginado que me fijaría en ellas. Dando por sentado que eso fuese verdad, era casi como si me hubiese invitado a leer lo que había escrito. En cualquier caso, ésa fue la excusa que me di aquella tarde, y ni siquiera ahora estoy seguro de haberme equivocado. Era típico de ella actuar de forma indirecta, provocar una crisis de la cual nunca tuviese que responsabilizarse. Ese era su talento especial: hacer las cosas con sus propias manos mientras se convencía a sí misma de que tenía las manos limpias.
En cuanto miré el diario abierto, y una vez que crucé ese umbral, no pude volver atrás. Vi que el tema de la anotación de aquel día era yo. Y lo que encontré allí era un catálogo exhaustivo de quejas y agravios, un pequeño documento redactado en el lenguaje de un informe de laboratorio. Delia lo había cubierto todo, desde la forma de vestir hasta lo que comía y mi incorregible falta de comprensión humana. Yo era morboso y egocéntrico, frívolo y dominante, vengativo, perezoso, distraído. Aunque todas esas cosas hubiesen sido ciertas, el retrato que hacía de mí era tan poco generoso, tan mezquino en su tono que ni siquiera conseguí enfadarme. Me sentí triste, vacío, aturdido. Cuando llegué al último párrafo, su conclusión era ya evidente, algo que no era necesario expresar. “Nunca he querido a Peter”, escribía. “Fue un error creer que podría. Nuestra vida juntos es un fraude, y cuanto más tiempo continuemos así, más próximos estaremos a la destrucción mutua. No deberíamos habernos casado nunca, dejé que Peter me convenciera y lo estoy pagando desde entonces. No le quería entonces y no le quiero ahora. Por mucho tiempo que me quede con Peter, nunca le querré.”
Fue todo tan repentino, tan definitivo, que casi me sentí aliviado. Comprender que te desprecian de esa manera elimina cualquier excusa para la autocompasión. Ya no podía dudar de cual era la situación y, por muy alterado que estuviese en aquellos primeros momentos, sabía que era yo quien había hecho caer aquel desastre sobre mí. Había tirado por la ventana once años de mi vida en busca de una ficción. Toda mi juventud había sido sacrificada a una ilusión y, sin embargo, en lugar de derrumbarme y llorar lo que había perdido, me sentí extrañamente fortalecido, liberado por la franqueza y la brutalidad de las palabras de Delia. Ahora todo esto me parece inexplicable, pero la realidad es que no vacilé. Bajé con las gafas de Delia, le dije que había leído su diario y a la mañana siguiente me marché de casa. Ella se quedó pasmada por mi capacidad de decisión, creo, pero dado lo mal que nos habíamos interpretado siempre, probablemente era de esperar. En lo que a mí se refería, no había nada más que decir. Estaba hecho y no había lugar para pensarlo dos veces.
Fanny me ayudó a encontrar una habitación realquilada en el bajo Manhattan, y en Navidades ya estaba viviendo en Nueva York otra vez. Un pintor amigo suyo estaba a punto de marcharse a Italia durante un año y ella le convenció de que me alquilase su cuarto libre por sólo cincuenta dólares al mes; el límite absoluto que yo podía permitirme. Estaba situado a la entrada de su
loft
(que estaba ocupado por otros inquilinos) y hasta el momento en que yo me trasladé allí había servido como una especie de enorme armario trastero. Allí había acumulada toda clase de basura y desechos: bicicletas rotas, cuadros sin acabar, una lavadora vieja, latas de aguarrás vacías, periódicos, revistas e innumerables fragmentos de alambre de cobre. Amontoné estas cosas a un lado de la habitación, lo cual me dejó sólo la mitad del espacio para vivir, pero después de un breve período de ajuste resultó ser suficientemente grande. Mis únicas posesiones domésticas entonces eran un colchón, una mesa pequeña, dos sillas, un hornillo eléctrico, unos cuantos utensilios de cocina y una caja de cartón llena de libros. Era supervivencia básica, sólo lo imprescindible, pero la verdad es que fui feliz en aquella habitación. Como dijo Sachs la primera vez que vino a visitarme, era un santuario de introspección, un cuarto en el que la única actividad posible era el pensamiento. Había una pila y un retrete, pero no había baño, y la madera del suelo estaba en tan malas condiciones que me clavaba astillas cada vez que andaba descalzo. Pero en aquella habitación empecé a trabajar de nuevo en mi novela, y poco a poco mi suerte cambió. Un mes después de que me trasladase, me concedieron una subvención de diez mil dólares. Había enviado la solicitud hacía tanto tiempo que había olvidado por completo que era candidato a ella. Justo dos semanas después de eso obtuve una segunda subvención de siete mil dólares que había solicitado en el mismo ataque de actividad desesperada que la primera. De repente, los milagros se habían convertido en un suceso corriente en mi vida. Le entregué la mitad del dinero a Delia y aún me quedó lo suficiente para mantenerme en un estado de relativo desahogo. Todas las semanas iba en tren al campo para pasar un día o dos con David y dormía en casa de un vecino que vivía cerca. Este arreglo duró aproximadamente nueve meses, y cuando Delia y yo finalmente vendimos la casa en septiembre, ella se mudó a un apartamento en South Brooklyn y yo pude ver a David más tiempo cada vez. Por entonces los dos teníamos abogados y nuestro divorcio ya estaba en marcha.
Fanny y Ben se tomaron un interés activo en mi nueva carrera de soltero. Si tenía que hablarle a alguien de lo que hacía, eran ellos mis confidentes, los únicos a quienes tenía al corriente de mis idas y venidas. Ambos se habían disgustado por mi ruptura con Delia, pero Fanny menos que Ben, creo, aunque ella fue la que más se preocupó por David, centrándose en ese aspecto del problema una vez que comprendió que no existía la menor posibilidad de que Delia y yo volviéramos a vivir juntos. Sachs, por otra parte, hizo todo lo que pudo por persuadirme de que lo intentase de nuevo. Eso continuó durante varios meses, pero una vez que me trasladé a la ciudad y me instalé en mi nueva vida, dejó de insistir en ese punto. Delia y yo nunca habíamos dejado traslucir nuestras diferencias, por lo que nuestra separación fue una desagradable sorpresa para la gente que conocíamos, en especial para unos amigos íntimos como los Sachs. Fanny, sin embargo, al parecer había tenido ciertas sospechas desde el principio. Cuando les di la noticia en su piso la primera noche que pasé separado de Delia, ella calló durante un momento cuando yo acabé de hablar y luego dijo:
—Es algo duro de tragar, Peter, pero en cierto modo probablemente sea lo mejor. Con el paso del tiempo, creo que vas a ser mucho más feliz así.
Ese año dieron muchas cenas y me invitaron a casi todas. Fanny y Ben conocían a muchísima gente, y parecía que medio Nueva York había acabado sentado a la larga mesa oval de su comedor en una ocasión u otra. Artistas, escritores, catedráticos, críticos, editores, galeristas, todos iban hasta Brooklyn, se atiborraban con la comida de Fanny y bebían y charlaban hasta bien entrada la noche. Sachs era siempre el maestro de ceremonias, un maníaco efusivo que contribuía a que las conversaciones se mantuvieran animadas con chistes oportunos y comentarios provocativos, y yo llegué a depender de aquellas cenas como mi única fuente de entretenimiento. Mis amigos velaban por mí y hacían todo lo que estaba en su mano para mostrar al mundo que estaba de nuevo en circulación. Nunca hablaron explícitamente de emparejarme, pero aquellas noches se presentaron en su casa suficientes mujeres libres como para hacerme comprender que se preocupaban de verdad por mis intereses.
A principios de 1979, unos tres o cuatro meses después de mi regreso a Nueva York, conocí a alguien que desempeñaría un papel fundamental en la muerte de Sachs. Maria Turner tenía entonces veintisiete o veintiocho años y era una mujer alta, dueña de sí misma, con el pelo rubio muy corto y una cara huesuda y angulosa. Estaba lejos de ser bella, pero había una intensidad en sus ojos grises que me atraía, y me gustaba la forma en que se movía dentro de su ropa, con una especie de gracia sensual decorosa, una reserva que se desenmascaraba en pequeños destellos de descuido erótico: dejar que su falda resbalara hacia arriba sobre sus muslos cuando cruzaba o descruzaba las piernas, por ejemplo, o la forma en que me tocaba la mano siempre que le encendía un cigarrillo. No es que fuese una provocadora o intentase explícitamente excitar. Me pareció una buena chica burguesa que dominaba las reglas del comportamiento social, pero al mismo tiempo era como si ya no creyese en ellas, como si fuese por la vida con un secreto que tal vez estaría dispuesta a compartir o tal vez no, dependiendo de cómo se sintiera en ese momento.
Vivía en una buhardilla en Duane Street, no lejos de mi habitación de Varick, y cuando la fiesta terminó aquella noche compartimos un taxi hasta Manhattan. Ese fue el principio de lo que llegó a ser una alianza sexual que duró cerca de dos años. Utilizo esa frase como una descripción clínica precisa, pero eso no significa que nuestras relaciones fuesen únicamente físicas, que no tuviésemos ningún interés por el otro más allá de los placeres que encontrábamos en la cama. Sin embargo, lo que ocurría entre nosotros carecía de aderezos románticos o ilusiones sentimentales, y la naturaleza de nuestro entendimiento no cambió significativamente después de aquella primera noche. Maria no estaba ávida del tipo de vínculos que la mayoría de la gente parece desear, y el amor en el sentido tradicional era algo ajeno a ella, una pasión que quedaba fuera de la esfera de sus capacidades. Dado mi propio estado interior en aquella época, yo estaba perfectamente dispuesto a aceptar las condiciones que ella me impuso. No nos exigíamos nada, nos veíamos sólo intermitentemente, llevábamos vidas estrictamente independientes. Y, sin embargo, había un sólido afecto entre nosotros, una intimidad que nunca he podido conseguir con nadie más. Me costó algún tiempo adaptarme, no obstante. Al principio la encontraba un poco aterradora, quizá incluso perversa (lo cual añadía cierta excitación a nuestros contactos iniciales), pero con el paso del tiempo comprendí que era solamente una excéntrica, una persona heterodoxa que vivía su vida de acuerdo con una complicada serie de extraños rituales privados. Para ella cada experiencia estaba sistematizada, era una aventura autónoma que generaba sus propios riesgos y limitaciones, y cada uno de sus proyectos correspondía a una categoría diferente, separada de todas las otras. En mi caso, pertenecía a la categoría del sexo. Ella me nombró su compañero de cama aquella primera noche y ésa fue la función que seguí cumpliendo hasta el final. En el universo de las compulsiones de Maria, yo era únicamente un ritual entre muchos, pero me gustaba el papel que había elegido para mí y nunca encontré ningún motivo de queja.
Maria era artista, pero el trabajo que hacía no tenía nada que ver con la creación de objetos comúnmente definidos como arte. Algunas personas decían que era fotógrafa, otros se referían a ella llamándola conceptualista, otros la consideraban escritora, pero ninguna de estas descripciones era exacta, y en última instancia creo que no se la podía clasificar de ninguna manera. Su trabajo era demasiado disparatado, demasiado idiosincrásico, demasiado personal para ser considerado perteneciente a ningún medio o disciplina específica. Las ideas se apoderaban de ella, trabajaba en proyectos, había resultados concretos que podía exhibir en galerías, pero esta actividad no nacía tanto de un deseo de hacer arte como de la necesidad de entregarse a sus obsesiones, de vivir su vida exactamente corno deseaba vivirla. Vivir era siempre lo primero, y buen número de los proyectos a los que dedicaba más tiempo los hacía exclusivamente para sí misma y nunca los mostraba a nadie.
Desde los catorce años había guardado todos los regalos de cumpleaños que le habían hecho: aún envueltos, pulcramente ordenados cronológicamente en estantes. De adulta, celebraba cada año una cena de cumpleaños en su honor, a la cual invitaba siempre a tantas personas como años cumplía. Algunas semanas se permitía hacer lo que ella llamaba “la dieta cromática”, limitándose a alimentos de un solo color cada día. Lunes, naranja: zanahorias, melones cantalupo, camarones cocidos. Martes, rojo: tomates, caquis,
steak tartare
. Miércoles, blanco: lenguado, patatas, requesón. Jueves, verde: pepinos, brécol, espinacas. Y así sucesivamente hasta llegar a la última comida del domingo. Otras veces hacía divisiones semejantes basadas en las letras del alfabeto. Pasaba días enteros bajo el hechizo de la
b
o la
c
o la
w
, y luego, tan repentinamente como había empezado, abandonaba el juego y pasaba a otra cosa. Éstos no eran más que caprichos, supongo, mínimos experimentos con la idea de la clasificación y el hábito, pero otros juegos similares podían durar muchos años. Estaba el proyecto a largo plazo de vestir a Mr. L., por ejemplo, un desconocido al que había visto una vez en una fiesta. A Maria le pareció uno de los hombres más guapos que había visto, pero su ropa era una desgracia, pensó, y, sin comunicarle sus intenciones a nadie, se empeñó en mejorar su guardarropa. Todos los años por Navidad le mandaba un regalo anónimo —una corbata, un jersey, una camisa elegante—, y como Mr. L. se movía más o menos en los mismos círculos sociales que ella, se lo encontraba de vez en cuando y se fijaba con placer en los espectaculares cambios producidos en su vestuario. Porque el hecho era que Mr. L. siempre se ponía la ropa que Maria le enviaba. Incluso se acercaba a él en estas reuniones y le alababa lo que llevaba, pero eso era lo más lejos que iba, y él nunca llegó a enterarse de que Maria era la responsable de aquellos paquetes de Navidad.