Estaba mejorando, pero eso no quería decir que estuviese bien, que fuera a ser nunca la persona que había sido. En el fondo, él sabía que nunca podría volver a la vida que había llevado antes del accidente. Había tratado de explicármelo durante la conversación que tuvimos en agosto, pero yo no lo había entendido. Había pensado que hablaba de trabajo —de escribir o no escribir, de abandonar su carrera o no abandonarla—, pero resultó que hablaba de todo: no sólo de sí mismo, sino de su vida con Fanny también. Al cabo de un mes de volver del hospital, ya estaba buscando la forma de romper su matrimonio. Fue una decisión unilateral, producto de su necesidad de hacer borrón y cuenta nueva, y Fanny no fue más que la víctima inocente de la purga. Pasaron los meses, sin embargo, y él no se sintió capaz de decírselo. Probablemente esto explica las muchas contradicciones desconcertantes de su comportamiento durante esa época. No quería herir a Fanny, pero sabía que iba a herirla. Y este conocimiento aumentaba su desesperación, le hacía odiarse más a sí mismo. De ahí el largo periodo de vagancia e inacción, de recuperación y decadencia simultáneas. Aunque sólo fuera eso, creo que esto indica la bondad esencial de Sachs. Se había convencido a sí mismo de que su supervivencia dependía de un acto de crueldad, y durante varios meses prefirió no cometerlo, revolcándose en las profundidades de un tormento privado para ahorrarle a su mujer la brutalidad de su decisión. Estuvo a punto de destruirse a sí mismo por bondad. Ya tenía el equipaje hecho, pero se quedaba porque los sentimientos de Fanny significaban tanto para él como los suyos propios.
Cuando la verdad salió a relucir finalmente, ya apenas era reconocible. Sachs nunca consiguió decirle francamente a Fanny que quería dejarla. Le faltó valor para ello; su vergüenza era demasiado profunda para que fuese capaz de expresar tal sentimiento. De una forma mucho más oblicua y sinuosa, empezó a hacerle saber a Fanny que ya no era digno de ella, que ya no merecía estar casado con ella. Le estaba destrozando la vida, le dijo, y antes de que la arrastrara consigo a un sufrimiento desesperado, ella debía reducir sus pérdidas y salir corriendo. Creo que no hay duda de que Sachs lo creía así. Intencionadamente o no, había fabricado una situación en la cual estas palabras podían decirse de buena fe. Después de meses de conflicto e indecisión, había encontrado el modo de no herir los sentimientos de Fanny. No tendría que hacerle daño anunciándole su intención de marcharse. Invirtiendo los términos del dilema, la convencería de que le abandonase, ella iniciaría su propia salvación; él la ayudaría a defenderse y a salvar su vida.
Aunque las motivaciones de Sachs quedaran ocultas para él, al fin se estaba poniendo en una situación que le permitiría conseguir lo que deseaba. No pretendo parecer cínico, pero me parece que sometió a Fanny a muchos de los complicados autoengaños y tramposas inversiones que utilizó con Maria Turner en la escalera de incendios el verano anterior. Una conciencia excesivamente refinada, una predisposición al sentimiento de culpa frente a sus propios deseos, llevaron a un hombre bueno a actuar de una forma curiosamente solapada, una forma que comprometía su propia bondad. Esta es la esencia de la catástrofe. Aceptaba las debilidades de todo el mundo, pero cuando se trataba de él mismo exigía la perfección, un rigor casi sobrehumano hasta en los actos más nimios. El resultado era la decepción, una atónita conciencia de sus propios defectos, lo cual le empujaba a demandas cada vez mayores respecto a su conducta, lo cual a su vez le llevaba a decepciones cada vez más asfixiantes. Si hubiese aprendido a quererse un poco más, no habría tenido la capacidad de causar tanta infelicidad a su alrededor. Pero Sachs se veía impulsado a hacer penitencia, a asumir su culpa como la culpa del mundo y a llevar sus huellas en la propia carne. No le culpo por lo que hizo. No le culpo por decirle a Fanny que le dejara o por desear cambiar su vida. Simplemente le compadezco, le compadezco indeciblemente por las cosas terribles que hizo caer sobre su cabeza.
Pasó algún tiempo antes de que su estrategia surtiera efecto, pero ¿qué puede pensar una mujer cuando su marido le dice que se enamore de otro, que se libre de él, que huya de él para no volver jamás? En el caso de Fanny, ella desechó estas palabras como tonterías, como una nueva evidencia de la creciente inestabilidad de Ben. No tenía la menor intención de hacer ninguna de estas cosas, y a menos que él le dijese claramente que todo había terminado, que ya no quería estar casado con ella, Fanny estaba decidida a quedarse donde estaba. El empate duró cuatro o cinco meses. Un periodo insoportablemente largo, me parece a mí, pero Fanny se negaba a retroceder, creía que él la estaba poniendo a prueba, tratando de hacerla salir de su vida a empujones para ver con cuánta tenacidad se resistía ella, y si ella se daba por vencida entonces, los peores temores de Ben respecto a sí mismo se verían confirmados. Tal era la lógica circular de su lucha por salvar su matrimonio. Cada vez que Ben le hablaba, ella interpretaba que sus palabras significaban lo contrario de lo que había dicho. Márchate quería decir no te marches; ama a otro quería decir ámame; renuncia quería decir no renuncies. A la luz de lo que sucedió después, no estoy tan seguro de que ella estuviese equivocada. Sachs parecía saber lo que quería, pero una vez que lo consiguió, ya no tuvo ningún valor para él. Para entonces era demasiado tarde. Lo que había perdido, lo había perdido para siempre.
De acuerdo con lo que Fanny me dijo, nunca hubo una ruptura decisiva entre ellos. Sachs la sometió a una guerra de desgaste, agotándola con su persistencia, debilitándola lentamente hasta que ya no tuvo fuerzas para luchar. Al principio hubo unas cuantas escenas de histeria, me dijo ella, unos cuantos estallidos de lágrimas y gritos, pero todo eso acabó finalmente. Poco a poco, ella se quedó sin argumentos y cuando Sachs finalmente pronunció las palabras mágicas, diciéndole un día de principios de marzo que una separación a prueba podría ser una buena idea, ella se limitó a asentir con la cabeza y a seguirle la corriente. En esa época yo no sabía nada de esto. Ninguno de los dos me había confiado sus problemas, y dado que mi vida era particularmente frenética por entonces, no podía verlos tan a menudo como hubiera deseado. Iris estaba embarazada; estábamos buscando una casa nueva; yo viajaba en tren a Princeton dos veces a la semana para dar clases y trabajaba intensamente en mi siguiente libro. Sin embargo, parece que desempeñé un papel inconsciente en sus negociaciones matrimoniales. Lo que hice fue proporcionarle a Sachs una excusa, un modo de marcharse sin que pareciese que daba un portazo. Todo se remonta a aquel día de febrero en que le seguí por la calle. Yo acababa de pasar dos horas y media con mi editora, Ann Howard, y en el curso de nuestra conversación se había mencionado el nombre de Sachs más de una vez. Ann sabía que éramos amigos íntimos. Ella también había estado en la fiesta del 4 de julio y, puesto que sabía lo del accidente y las dificultades que él había tenido desde entonces, era normal que me preguntase cómo estaba. Le dije que aún estaba preocupado por él, ya no tanto por su estado de ánimo como por el hecho de que no daba ni golpe.
—Hace ya siete meses —dije—, y eso son unas vacaciones demasiado largas, sobre todo para alguien como Ben.
Así que hablamos de trabajo durante unos minutos, preguntándonos qué haría falta para que volviera a ponerse en marcha, y justo cuando estábamos empezando el postre, a Ann se le ocurrió una idea que me pareció interesante.
—Debería reunir sus viejos artículos y publicarlos como libro —dijo—. No sería difícil. Lo único que tendría que hacer sería elegir los mejores, quizá retocar un par de frases aquí y allá. Pero una vez que se siente a trabajar, ¿quién sabe lo que puede ocurrir? Tal vez eso le haga empezar a escribir otra vez.
—¿Estás diciendo que te interesaría publicar ese libro? —pregunté.
—No sé —dijo—. ¿Es eso lo que estoy diciendo? —Ann hizo una pausa y luego se rió—. Supongo que es lo que acabo de decir, ¿no? —Se calló de nuevo, como para frenarse antes de ir demasiado lejos—. Pero qué demonios, ¿por qué no? No será que no conozca el trabajo de Ben. Lo leo desde que estaba en el instituto. Puede que ya sea hora de que alguien le retuerza el brazo y le obligue a hacerlo.
Media hora después, cuando vi a Sachs en la Octava Avenida, estaba aún pensando en esta conversación con Ann. La idea del libro se había instalado cómodamente dentro de mí y por una vez me sentía animado, más esperanzado de lo que había estado en mucho tiempo. Tal vez eso explique por qué me deprimí tanto luego. Encontré a un hombre que vivía en lo que parecía un estado de absoluta abyección y no estaba dispuesto a aceptar lo que había visto. Mi amigo, que había sido tan brillante, vagando durante horas, casi en trance, apenas distinguible de los hombres y mujeres destrozados que le mendigaban unas monedas. Aquella noche llegué a casa angustiado. La situación estaba fuera de control, me dije, y a menos que actuara deprisa, no había plegaria que lograra salvarle.
Le invité a almorzar la semana siguiente, y no bien se sentó en su silla, me lancé a hablarle del libro. Esta idea había sido barajada en unas cuantas ocasiones anteriores, pero Sachs siempre se había resistido a comprometerse. Le parecía que los artículos publicados en revistas eran cosas del momento, escritas por razones específicas en momentos específicos, y un libro sería un lugar demasiado permanente para ellos. Me había dicho una vez que se les debía dejar morir de muerte natural. Que la gente los leyera y los olvidara; no había necesidad de erigirles una tumba. Como ya conocía esta defensa, no le presenté la idea en términos literarios. Hablé de ella estrictamente como proposición económica, un trato de dinero en efectivo. Le dije que había estado viviendo a costa de Fanny durante los últimos cuatro meses, y ya era hora de que empezase a contribuir. Si no estaba dispuesto a buscar un trabajo, lo menos que podía hacer era publicar ese libro. Olvídate de ti mismo por una vez, le dije. Hazlo por ella.
Creo que nunca le había hablado con tanto énfasis. Estaba tan excitado, tan lleno de apasionado sentido común, que Sachs empezó a sonreír antes de que yo llegara a la mitad de mi arenga. Supongo que había algo cómico en mi comportamiento de aquella tarde, pero era porque yo no había esperado ganar tan fácilmente. Resultó que no hizo falta mucho para convencer a Sachs. Decidió hacer el libro en cuanto se enteró de mi conversación con Ann, y todo lo que dije después de eso fue innecesario. Trató de hacerme callar, pero como yo pensaba que eso significaba que no quería hablar del asunto, continué argumentando con él, lo cual era un poco como decirle a alguien que se coma un plato que ya tiene en el estómago. Estoy seguro de que me encontró risible, pero eso no cuenta ahora. Lo que importa es que Sachs aceptó hacer el libro, y en ese momento aquello me pareció una gran victoria, un paso gigantesco en la dirección adecuada. Yo no sabía nada respecto a Fanny, por supuesto, y por lo tanto no tenía ni idea de que el proyecto era simplemente una maniobra, un movimiento estratégico que le ayudaría a poner fin a su matrimonio. Eso no quiere decir que Sachs no pensase publicar el libro, pero sus motivos eran completamente diferentes de los que yo imaginaba. Yo veía el libro como un camino de regreso al mundo, mientras que él lo veía como una huida, como un último gesto de humildad antes de escabullirse en la oscuridad y desaparecer.
Así fue como encontró el valor para hablarle a Fanny de una separación a prueba. Él se iría a Vermont para trabajar en el libro, ella se quedaría en la ciudad, y mientras tanto ambos tendrían oportunidad de reflexionar acerca de lo que deseaban hacer. El libro hizo posible que él se marchara con la bendición de Fanny, que ambos fingiesen ignorar el verdadero propósito de su partida. Durante los siguientes dos meses, Fanny organizó el viaje de Ben a Vermont como si aún fuese uno de sus deberes de esposa, desmantelando activamente su matrimonio como si creyese que se mantendrían casados para siempre. El hábito de cuidar de él era tan automático a aquellas alturas, estaba tan profundamente arraigado en ella, que probablemente no se paró a pensar qué estaba haciendo. Esa fue la paradoja del final. Yo había vivido algo muy parecido con Delia: esa extraña posdata en que una pareja no está ni unida ni separada, en que lo último que les mantiene unidos es el hecho de que están separados. Fanny y Ben actuaron de la misma manera. Ella le ayudó a salir de su vida y él aceptó esa ayuda como la cosa más natural del mundo. Ella bajó al sótano y subió montones de artículos viejos; hizo fotocopias de los originales amarillentos y casi desintegrados; visitó la biblioteca y buscó en los rollos de microfilms artículos perdidos; puso en orden cronológico toda la masa de recortes, hojas arrancadas y páginas deterioradas. El último día incluso salió a comprar archivadores de cartón para guardar los papeles, y a la mañana siguiente, cuando llegó el momento de que Sachs se fuera, le ayudó a bajar los archivadores y a meterlos en el maletero del coche. Nada de romper limpiamente. Nada de emitir señales inequívocas. En ese momento, creo que ninguno de los dos hubiese sido capaz de hacerlo.
Eso fue a finales de marzo. Inocentemente, acepté lo que Sachs me dijo, creí que se marchaba a Vermont para trabajar. Se había ido allí solo otras veces, y el hecho de que Fanny se quedase en Nueva York no me pareció raro. Después de todo, ella tenía su trabajo y, puesto que nadie había mencionado cuánto tiempo estaría fuera Sachs, supuse que seria una estancia relativamente corta. Un mes tal vez, seis semanas como máximo. Organizar el libro no seria una tarea difícil y yo no veía que pudiera llevarle más de eso. Y aunque así fuera, no había nada que le impidiera a Fanny visitarlo. Así que no puse ninguna objeción a sus planes. Todo me parecía razonable, y cuando Sachs vino a despedirse la última noche, le dije que me alegraba mucho de que se fuera. Buena suerte, le deseé, te veré pronto. Y eso fue todo. Planease lo que planease entonces, no dijo una palabra que me hiciera pensar que no volvería.
Cuando Sachs se marchó a Vermont, dirigí mis pensamientos a otro lado. Estaba atareado con mi trabajo, con el embarazo de Iris, con los problemas de David en el colegio, con la muerte de algunos parientes por ambos lados de la familia, y la primavera pasó muy rápidamente. Tal vez me sentí aliviado cuando se fue, no lo sé, pero no hay duda de que la vida en el campo había mejorado su estado de ánimo. Hablábamos por teléfono más o menos una vez a la semana y deduje por esas conversaciones que las cosas le iban bien. Había empezado a trabajar en algo nuevo, me dijo, y yo interpreté esto como un suceso tan trascendental, un cambio de actitud tan importante, que de repente me permití dejar de preocuparme por él. Aunque iba retrasando su regreso a Nueva York, prolongando su ausencia a lo largo del mes de abril, luego mayo y luego junio, yo no me alarmé. Sachs está escribiendo de nuevo, me dije, Sachs vuelve a estar sano, y por lo que a mí se refería, eso significaba que todo estaba en orden en el mundo.