En total hay ciento treinta réplicas a escala de la Estatua de la Libertad en lugares públicos por todos los Estados Unidos. Se pueden encontrar en los parques, delante de los ayuntamientos, en lo alto de los edificios. Al contrario de lo que ocurre con la bandera, que tiende a dividir a la gente tanto como a unirla, la estatua es un símbolo que no causa ninguna controversia. Si hay muchos americanos que están orgullosos de su bandera, hay otros tantos que se sienten avergonzados de ella, y por cada persona que la considera un objeto sagrado, hay otra que querría escupirle, o quemarla, o arrastrarla por el fango. La Estatua de la Libertad es inmune a estos conflictos. Durante los últimos cien años ha trascendido la política y la ideología, alzándose en el umbral de nuestro país como un emblema de todo lo que hay de bueno en todos nosotros. Representa la esperanza más que la realidad, la fe más que los hechos, y sería difícil encontrar una sola persona dispuesta a denunciar las cosas que representa: democracia, libertad, igualdad ante la ley. Es lo mejor que los Estados Unidos pueden ofrecer al mundo y, por mucho que a uno le apene el que los Estados Unidos no hayan logrado estar a la altura de estos ideales, los ideales mismos no se ponen en cuestión. Han dado consuelo a millones de personas, nos han infundido a todos la esperanza de que algún día podremos vivir en un mundo mejor.
Once días después del incidente de Pennsylvania, otra estatua fue destruida en un parque de la región central de Massachusetts. Esta vez hubo un mensaje, una declaración preparada que fue transmitida por teléfono a las oficinas del
Springfield Republican
a la mañana siguiente. “Despierta, América”, decía el comunicante. “Es hora de que empieces a poner en práctica lo que predicas. Si no quieres que vuelen más estatuas, demuéstrame que no eres una hipócrita. Haz algo por tu pueblo además de construir bombas. De lo contrario, mis bombas seguirán estallando. Firmado: El Fantasma de la Libertad.”
Durante los dieciocho meses siguientes nueve estatuas más fueron destruidas en distintos lugares del país. Todo el mundo recordará esto y no hace falta que haga un relato exhaustivo de las actividades del Fantasma. En algunas ciudades se montaron guardias de veinticuatro horas realizadas por grupos de voluntarios de la Legión Americana, el Elks Club, el equipo de fútbol del instituto y otras organizaciones locales. Pero no todas las comunidades estaban tan vigilantes y el Fantasma seguía sin ser descubierto. Cada vez que atacaba, hacia una pausa antes de la siguiente explosión, un periodo lo suficientemente largo como para que la gente pensara si aquélla había sido la última. Luego, de repente, aparecía en algún lugar a mil quinientos kilómetros de distancia y hacia estallar otra bomba. Mucha gente estaba indignada, por supuesto, pero había otros que simpatizaban con los objetivos del Fantasma. Estaban en minoría, pero los Estados Unidos es un país grande y su número no era pequeño, ciertamente. Para ellos el Fantasma llegó a convertirse en una especie de héroe popular clandestino. Creo que los mensajes tenían mucho que ver con ello, aquellos comunicados que transmitía por teléfono a los periódicos y las emisoras de radio la mañana siguiente a cada explosión. Eran necesariamente cortos, pero parecían mejorar con el paso del tiempo: eran más concisos, más poéticos, más originales en la forma en que expresaban su decepción respecto al país. “Toda persona está sola”, empezaba uno de ellos, “y por tanto no tenemos a quien recurrir salvo los unos a los otros.” O: “La democracia no se da. Hay que luchar por ella todos los días. De lo contrario corremos el riesgo de perderla. La única arma que tenemos a nuestra disposición es la ley.” O: “Descuidad a los niños y nos destruiremos a nosotros mismos. Existimos en el presente sólo en la medida en que ponemos nuestra fe en el futuro.” Contrariamente a lo que ocurre con el típico pronunciamiento terrorista, con su inflada retórica y sus demandas beligerantes, los comunicados del Fantasma no pedían lo imposible, sencillamente querían que América mirase hacia dentro y se enmendase. En ese sentido había algo casi bíblico en sus exhortaciones, y al cabo de algún tiempo empezó a hablar menos como un revolucionario político que como un profeta angustiado de voz dulce. En el fondo, únicamente estaba manifestando lo que ya pensaba mucha gente y, en algunos círculos por lo menos, había quienes llegaron a expresar su apoyo a lo que estaba haciendo. Sus bombas no habían herido a nadie, y si esas insignificantes explosiones obligaban a la gente a replantearse su postura ante la vida, entonces tal vez no fueran una mala idea después de todo.
Para ser absolutamente sincero, no seguí esta historia con mucha atención. En el mundo estaban sucediendo cosas más importantes por entonces y cada vez que el Fantasma de la Libertad atraía mi atención, lo ignoraba considerándolo un chiflado, otra figura pasajera en los anales de la locura americana. De todos modos, aunque me hubiese interesado más, no creo que hubiese adivinado nunca que él y Sachs eran la misma persona. Era algo demasiado alejado de lo que era capaz de imaginar, demasiado ajeno a nada que pareciera posible, y no veo cómo hubiese podido ocurrírseme establecer una relación. Por otra parte (y sé que esto sonará raro), si el Fantasma me hacia pensar en alguien, era en Sachs. Hacía cuatro meses que Ben había desaparecido cuando se dio la noticia de las primeras bombas, y la mención de la Estatua de la Libertad inmediatamente me lo trajo a la cabeza. Eso era natural, supongo —teniendo en cuenta la novela que había escrito, teniendo en cuenta las circunstancias de su caída dos años antes—, y a partir de entonces la asociación se mantuvo. Cada vez que leía algo acerca del Fantasma pensaba en Ben. Los recuerdos de nuestra amistad volvían a mí precipitadamente, y de pronto empezaba a sentir dolor, a temblar al pensar en cuánto le echaba de menos.
Pero eso era todo. El Fantasma era una señal de la ausencia de mi amigo, un catalizador del dolor personal, pero pasó más de un año hasta que me fijé en el propio Fantasma. Eso fue en 1989 y sucedió cuando encendí el televisor y vi a los estudiantes del movimiento democrático chino descubrir su torpe imitación de la Estatua de la Libertad en la Plaza de Tiananmen. Me di cuenta de que había subestimado el poder del símbolo. Representaba una idea que pertenecía a todos, al mundo entero, y el Fantasma había desempeñado un papel crucial en la resurrección de su significado. Me había equivocado al ignorarlo. Había conmovido las profundidades de la tierra y las ondas estaban empezando a subir a la superficie, afectando a todas las zonas al mismo tiempo. Algo había sucedido, algo nuevo flotaba en el aire, y hubo días esa primavera en que al andar por la ciudad casi imaginaba que las aceras vibraban bajo mis pies.
Yo había empezado una novela a principios de año, y cuando Iris y yo salimos de Nueva York camino de Vermont el verano pasado, estaba sumergido en mi historia, casi incapaz de pensar en ninguna otra cosa. Me instalé en el antiguo estudio de Sachs el 25 de junio y ni siquiera esa situación potencialmente espectral pudo interrumpir mi ritmo. Hay un momento en el cual un libro empieza a apoderarse de tu vida, cuando el mundo que has imaginado se vuelve más importante para ti que el mundo real, y apenas se me pasó por la cabeza que estaba sentado en la misma silla en la que Sachs solía sentarse, que estaba escribiendo en la misma mesa en la que él escribía, que estaba respirando el mismo aire que él había respirado. Más bien era una fuente de placer para mí. Disfrutaba teniendo cerca a mi amigo nuevamente y tenía la sensación de que si él hubiera sabido que yo estaba ocupando su espacio, se habría alegrado. Sachs era un fantasma acogedor y no habría dejado detrás de sí ni amenazas ni malos espíritus en su cabaña. Yo sentía que él deseaba que yo estuviera allí, y aunque gradualmente había ido aceptando la opinión de Iris (que Sachs había muerto, que nunca volvería), era como si todavía nos entendiésemos, como si nada hubiese cambiado entre nosotros.
A principios de agosto Iris se fue a Minnesota para asistir a la boda de una amiga de infancia. Se llevó a Sonia con ella y puesto que David estaba en el campamento de verano hasta fin de mes, me instalé aquí solo y seguí adelante con mi libro. Al cabo de un par de días, me encontré cayendo en las mismas pautas que se establecen siempre que Iris y yo estamos separados: demasiado trabajo; poca comida; noches insomnes y desasosegadas. Cuando Iris está en la cama conmigo siempre duermo, pero en el mismo instante en que se va temo cerrar los ojos. Cada noche se hace un poco más dura que la anterior y en muy poco tiempo estoy levantado y con la luz encendida hasta la una, las dos o las tres de la mañana. Nada de esto es importante, pero debido a que tenía estos problemas durante la ausencia de Iris el verano pasado, me encontraba despierto cuando Sachs hizo su súbita e inesperada aparición en Vermont. Eran casi las dos y yo estaba tumbado en la cama del piso de arriba leyendo una mala novela policiaca, una historia de misterio que algún invitado se había dejado años antes, cuando oí el ruido de un coche que subía por el camino de tierra. Levanté los ojos del libro, esperando que el coche pasara de largo, pero entonces, inconfundiblemente, el motor se ralentizó, la luz de los faros barrió mi ventana y el coche giró, rozando contra los arbustos de espino al detenerse en el patio. Me metí unos pantalones, bajé las escaleras corriendo y llegué a la cocina justo unos segundos después de que el motor se hubiese apagado. No tenía tiempo de pensar. Me fui derecho a los utensilios que había sobre la encimera, agarré el cuchillo más largo que pude encontrar y me quedé allí en la oscuridad, esperando a la persona que entraba. Me figuré que seria un ladrón o un maníaco, y durante los siguientes diez o veinte segundos estuve más asustado de lo que lo había estado en mi vida.
La luz se encendió antes de que pudiese atacarle. Fue un gesto automático —entrar en la cocina y encender la luz— y un instante después de que mi emboscada hubiese fracasado, me di cuenta de que era Sachs quien lo había hecho. Hubo un mínimo intervalo entre estas dos percepciones, sin embargo, y en ese tiempo me di por muerto. Dio tres o cuatro pasos dentro de la habitación y luego se quedó paralizado. Fue cuando me vio de pie en el rincón, el cuchillo aún levantado en el aire, mi cuerpo aún listo para saltar.
—Dios santo —dijo—. Eres tú.
Traté de decir algo, pero las palabras no me salieron.
—He visto la luz —dijo Sachs, todavía mirándome con incredulidad—. Pensé que probablemente era Fanny.
—No —dije—. No es Fanny.
—No, no parece que lo sea.
—Pero tú tampoco eres tú. No puedes ser tú, ¿verdad? Tú estás muerto. Todo el mundo lo sabe ya. Estás tirado en una cuneta en alguna parte al borde de la carretera, pudriéndote bajo una capa de hojas.
Tardé algún tiempo en recuperarme del susto, pero no mucho, no tanto como habría pensado. Me pareció que tenía buen aspecto, la mirada tan penetrante y el cuerpo tan en forma como antes y, exceptuando las canas que se hablan extendido por su pelo, era esencialmente la misma persona de siempre. Eso debió de tranquilizarme. No era un espectro el que había vuelto, era el viejo Sachs, tan vibrante y locuaz corno siempre. Quince minutos después de que entrase en la casa, yo ya estaba acostumbrado a él nuevamente, ya estaba dispuesto a aceptar que estaba vivo.
No esperaba encontrarte aquí, dijo, y antes de que nos sentásemos y nos pusiésemos a hablar, se disculpó varias veces por haberse quedado tan aturdido. Dadas las circunstancias, dudé de que las disculpas fuesen necesarias.
—Ha sido el cuchillo —dije—. Si yo hubiese entrado aquí y me hubiese encontrado a alguien a punto de acuchillarme, creo que también me habría quedado aturdido.
—No es que no me alegre de verte. Es sólo que no contaba con ello.
—No tienes por qué alegrarte. Después de todo este tiempo, no hay razón para ello.
—No te culpo por estar furioso.
—No lo estoy. Por lo menos ya no. Reconozco que al principio estuve muy enfadado, pero se me fue pasando al cabo de unos meses.
—¿Y luego?
—Luego empecé a sentir miedo por ti. Supongo que he estado asustado desde entonces.
—¿Y Fanny? ¿También ella ha estado asustada?
—Fanny es más valiente que yo. Nunca ha dejado de creer que estabas vivo.
Sachs sonrió, visiblemente complacido por lo que le había dicho. Hasta ese momento, yo no estaba seguro de si pensaba quedarse o marcharse, pero entonces, de repente, apartó una silla de la mesa de la cocina y se sentó, actuando como si acabara de tomar una importante decisión.
—¿Qué fumas últimamente? —preguntó, mirándome con la sonrisa aún en los labios.
—Schimmelpennincks. Lo mismo que he fumado siempre.
—Estupendo. Vamos a fumarnos un par de tus puritos y luego tal vez podríamos bebernos una botella de algo.
—Debes estar cansado.
—Por supuesto que estoy cansado. He conducido seiscientos kilómetros y son las dos de la madrugada. Pero tú querrás que te cuente ,¿no?
—Puedo esperar hasta mañana.
—Es posible que mañana haya perdido el valor.
—¿Y ahora estás dispuesto a hablar?
—Sí, estoy dispuesto a hablar. Hasta que he venido aquí y te he visto sujetando ese cuchillo, no iba a decir una palabra. Ése era el plan: no decir nada, callármelo todo. Pero creo que he cambiado de opinión. No es que no pueda vivir con ello, pero de pronto se me ha ocurrido que alguien debería saberlo. Por si me sucede algo.
—¿Por qué iba a sucederte algo?
—Porque estoy en un lugar peligroso, por eso, y mi suerte puede acabarse.
—Pero ¿por qué contármelo a mi?
—Porque eres mi mejor amigo y sé que puedes guardar un secreto. —Se calló un momento y me miró directamente a los ojos—. Puedes guardar un secreto, ¿no?
—Creo que sí. A decir verdad; no estoy seguro de haber oído ninguno. No estoy seguro de haber tenido un secreto que guardar.
Así fue como empezó: con estos enigmáticos comentarios e insinuaciones de un desastre inminente. Encontré una botella de bourbon en la despensa, cogí dos vasos limpios del escurreplatos y llevé a Sachs al estudio. Era allí donde guardaba mis puros, y durante las siguientes cinco horas fumó y bebió, luchando contra el agotamiento mientras me relataba su historia. Ambos estábamos sentados en sillones, uno frente al otro con mi abarrotada mesa de trabajo en medio, y en todo ese tiempo ninguno de los dos se movió. A nuestro alrededor había velas encendidas que parpadeaban y chisporroteaban mientras la habitación se llenaba de su voz. Él hablaba y yo escuchaba, y poco a poco me fui enterando de todo lo que he contado hasta ahora.