Leviatán (34 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

BOOK: Leviatán
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»Al final, lo curioso no era que me marchara, sino que consiguiera quedarme tanto tiempo. Las circunstancias eran tan peculiares, tan peligrosas y desestabilizadoras que creo que empezaron a excitaría. Eso fue lo que la atrajo, no yo, sino la excitación de mi presencia allí, la oscuridad que yo representaba. La situación estaba cargada de posibilidades románticas, y al cabo de un tiempo no pudo resistirse a ellas y se dejó llevar mucho más lejos de lo que había pensado. Es algo parecido a la extraña e improbable manera en que había conocido a Dimaggio. Aquello condujo al matrimonio. En mi caso, a una luna de miel, aquellas dos semanas deslumbrantes en las que nada podía salirnos mal. Lo que sucedió después no tiene importancia. No hubiésemos podido sostenerlo, antes o después ella hubiera empezado a corretear de nuevo, habría vuelto poco a poco a su antigua vida. Pero mientras duró, creo que no hay duda de que estuvo enamorada de mí. Siempre que empiezo a dudarlo, me basta con recordar la prueba. Podía haberme entregado a la policía y no lo hizo. Ni siquiera después de que le dijera que el dinero se había acabado. Ni siquiera después de que me fuese. Eso prueba que signifiqué algo para ella. Prueba que todo lo que me sucedió en Berkeley, sucedió de verdad.

»Pero no me arrepiento de nada. Por lo menos ya no. Todo ha quedado atrás, se acabó, es historia antigua. Lo más difícil fue tener que dejar a la niña. Creí que no me afectaría, pero la eché de menos durante mucho tiempo, mucho más que a Lillian. Siempre que iba conduciendo hacia el Oeste, empezaba a pensar en seguir hasta California, sólo para buscarla y hacerle una visita, pero nunca lo hice. Tenía miedo de lo que podría suceder si volvía a ver a Lillian, así que me mantuve alejado de California y no he vuelto a poner los pies en ese estado desde la mañana en que me fui. Hace dieciocho o diecinueve meses. Probablemente Maria ya ha olvidado quién soy. En una época, antes de que las cosas se estropearan entre Lillian y yo, solía pensar que acabaría adoptándola, que llegaría a ser realmente mi hija. Creo que habría sido bueno para ella, bueno para los dos, pero es demasiado tarde para soñar con eso. Supongo que no he nacido para ser padre, no salió bien con Fanny y tampoco con Lillian. Pequeñas semillas. Pequeños huevos y semillas. Es sólo un número determinado de probabilidades, y luego la vida se apodera de ti y te quedas solo para siempre. Me he convertido en el que soy ahora y no hay modo de volver atrás. Esto es todo, Peter. Mientras dure, esto es todo.

Estaba empezando a divagar. El sol ya había salido y mil pájaros cantaban en los árboles: alondras, pinzones, currucas, el coro matinal en pleno. Sachs llevaba tantas horas hablando que ya casi no sabía lo que decía. Cuando la luz entró a raudales por las ventanas, vi que se le cerraban los ojos. Podemos continuar hablando más tarde, dije. Si no te acuestas y duermes, probablemente te vas a desmayar, y no estoy seguro de tener fuerzas suficientes para llevarte a la casa.

Le acomodé en uno de los dormitorios vacíos del segundo piso, bajé las persianas y luego me fui de puntillas a mi cuarto. Pensé que no podría dormir. Había demasiadas cosas que digerir, demasiadas imágenes agitándose en mi mente, pero en el mismo momento en que puse la cabeza sobre la almohada, empecé a perder la conciencia. Sentí como si me hubiesen dado un mazazo, como si mi cráneo hubiese sido aplastado con una piedra. Algunas historias son demasiado terribles, quizá, y la única manera de dejarlas penetrar dentro de ti es escapar, darles la espalda y dejarte perder en la oscuridad.

Me desperté a las tres de la tarde. Sachs siguió durmiendo durante dos horas o dos horas y media más, y mientras tanto yo perdía el tiempo en el jardín, permaneciendo fuera de la casa para no molestarle. El sueño no me había servido de nada. Estaba aún demasiado aturdido para pensar, y si conseguí mantenerme ocupado durante esas horas fue únicamente planeando el menú de la cena de esa noche. Me costó tomar cada decisión, sopesé los pros y los contras como si el destino del mundo dependiera de ellos: si hacer el pollo en el horno o en la parrilla, si servir arroz o patatas, si quedaría suficiente vino en el armario. Es curioso lo vívidamente que recuerdo todo esto ahora. Sachs acababa de contarme que había matado a un hombre, que había pasado los dos últimos años vagando por el país como un fugitivo, y la única cosa en que yo podía pensar era en qué poner de cena. Era como si necesitara fingir que la vida consistía aún en detalles así de mundanos. Pero eso era únicamente porque sabía que no era así.

Esa noche también nos acostamos tarde. Hablamos durante toda la cena y hasta altas horas de la noche. Esta vez estuvimos fuera, sentados en las mismas sillas adirondack en las que habíamos estado sentados tantas otras noches a lo largo de los años: dos voces desencarnadas en la oscuridad, invisibles el uno para el otro, sin ver nada excepto cuando uno de los dos encendía una cerilla y nuestras caras surgían brevemente de las sombras. Recuerdo el ascua de los cigarros, las luciérnagas latiendo en los arbustos, un enorme cielo estrellado sobre nuestras cabezas, las mismas cosas que recuerdo de tantas otras noches en el pasado. Eso me ayudó a conservar la calma, creo, pero aún más importante que el escenario era el propio Sachs. Las largas horas de sueño habían repuesto sus fuerzas y desde el principio dominó la conversación. No había ninguna vacilación en su voz, nada que me hiciese sentir que no podía confiar en él. Esa fue la noche en que me contó lo del Fantasma de la Libertad, y en ningún momento parecía un hombre que estaba confesando un delito. Estaba orgulloso de lo que había hecho, firmemente en paz consigo mismo, y hablaba con la seguridad de un artista que sabe que acaba de crear su obra más importante.

Era un cuento largo e increíble, una saga de viajes y disfraces, de calmas pasajeras, frenesíes y huidas por los pelos. Hasta que se lo oí a Sachs, nunca habría adivinado cuánto trabajo representaba una explosión: las semanas de planificación y preparación, los complicados y tortuosos métodos para reunir los materiales necesarios con que construir las bombas, las meticulosas coartadas y engaños, las distancias que era

preciso recorrer. Una vez que había seleccionado la ciudad, tenía que encontrar la manera de pasar algún tiempo allí sin levantar sospechas. El primer paso era urdir una identidad y una historia que sirviera de tapadera y; puesto que nunca era la misma persona dos veces, su capacidad de invención estaba constantemente puesta a prueba. Siempre tenía un nombre diferente, tan anodino como fuera posible (Ed Smith, Al Goodwin, Jack White, Bill Foster), y de una operación a otra hacia lo que podía para producir cambios menores en su aspecto físico (afeitado una vez, barbudo otra, cabello oscuro en un lugar, cabello claro en el siguiente, con gafas o sin ellas, con traje o con ropa de trabajo, un número fijo de variables que mezclaba para formar diferentes combinaciones en cada ciudad). El reto fundamental, sin embargo, era encontrar una razón para estar allí, una excusa verosímil para pasar varios días en una comunidad donde nadie le conocía. Una vez se hizo pasar por un profesor universitario, un sociólogo que estaba documentándose para un libro sobre la vida y los valores de las pequeñas ciudades norteamericanas. Otra vez fingió que se trataba de un viaje sentimental, que era un hijo adoptivo que buscaba información sobre sus padres biológicos. En otra ocasión era un hombre de negocios que quería invertir en locales comerciales. En otra, un viudo, un hombre que había perdido a su esposa y sus hijos en un accidente de automóvil y estaba pensando en instalarse en una nueva ciudad. Luego, casi perversamente, una vez que el Fantasma se había hecho un nombre, se presentó en una pequeña ciudad de Nebraska como un periodista que estaba trabajando en un articulo acerca de las actitudes y opiniones de las personas que vivían en lugares donde había una réplica de la Estatua de la Libertad. Les preguntó qué pensaban de las bombas. Qué significaba la estatua para ellos. Fue una experiencia que le destrozó los nervios, dijo, pero valió la pena en todo momento.

Muy al principio decidió que la franqueza seria la estrategia más útil, la mejor manera de evitar dar una impresión equivocada. En lugar de salir furtivamente o esconderse, charlaba con la gente, les conquistaba, les hacia pensar que era una buena persona. Esta cordialidad era natural en Sachs y le daba el espacio para respirar que necesitaba. Una vez que la gente sabía por qué estaba allí, no les alarmaría verle pasear por la ciudad, y si pasaba varias veces por el emplazamiento de la estatua en el curso de su paseo, nadie le prestaría atención. Lo mismo ocurría con los recorridos que hacía después de anochecer, dando vueltas en coche por la ciudad cerrada a las dos de la madrugada para familiarizarse con las pautas del tráfico, para calcular el índice de probabilidades de que hubiese alguien en las cercanías cuando colocase la bomba. Después de todo, estaba pensando en trasladarse allí. ¿Quién podía culparle si quería ver cómo era el lugar después de la puesta de sol? Se daba cuenta de que era una excusa endeble, pero estas salidas nocturnas eran inevitables, una precaución necesaria, porque no sólo tenía que salvar su pellejo, además tenía que asegurarse de no herir a nadie. Un vagabundo que durmiera en la base del pedestal, dos adolescentes besándose en el césped, un hombre paseando a su perro durante la noche; bastaría un sólo fragmento de piedra o de metal para matar a alguien, y entonces toda la causa se destruiría. Ése era el mayor temor de Sachs, y no escatimaba esfuerzos para evitar accidentes. Las bombas que fabricaba eran pequeñas, mucho más pequeñas de lo que le hubiese gustado, y aunque eso aumentaba los riesgos, nunca ponía el mecanismo de relojería para que estallase más de veinte minutos después de que él hubiera sujetado los explosivos con cinta adhesiva a la corona de la estatua. Nada garantizaba que no pasara alguien por allí en esos veinte minutos, pero, dada la hora y el carácter de esas ciudades, las probabilidades eran escasas.

Junto con todo lo demás, Sachs me dio grandes cantidades de información técnica durante esa noche, un curso intensivo sobre la mecánica de la fabricación de bombas. Confieso que la mayor parte me entró por un oído y me salió por el otro. No tengo ninguna habilidad para las cosas mecánicas y mi ignorancia hacía que me resultase difícil seguir lo que me decía. Entendía alguna que otra palabra, términos como
despertador
,
pólvora
,
mecha
, pero el resto era incomprensible, un idioma extranjero que no lograba penetrar. No obstante, a juzgar por la forma en que hablaba, deduje que se necesitaba mucho ingenio. No se fiaba de fórmulas preestablecidas, y con la dificultad añadida de tratar de no dejar pistas, se esforzaba por utilizar únicamente los materiales más caseros, por montar sus explosivos con diversos objetos que podían encontrarse en cualquier ferretería. Debió de ser un proceso arduo, viajar a algún sitio sólo para comprar un reloj, conducir luego setenta kilómetros para comprar sólo un carrete de alambre, ir luego a algún otro sitio para comprar un rollo de cinta adhesiva. Ninguna compra era nunca superior a los veinte dólares, y tenía mucho cuidado de pagar siempre en efectivo, en todas las tiendas, en todos los restaurantes, en todos los destartalados moteles. Entrar y salir; hola y adiós. Luego desaparecía, como si su cuerpo se hubiese desvanecido en el aire. Era un trabajo duro, pero después de año y medio no había dejado un solo rastro tras de sí.

Tenía un apartamento barato en la zona sur de Chicago. Lo había alquilado con el nombre de Alexander Berkman, pero era más un refugio que un hogar, un lugar donde descansar entre viajes, y no pasaba más de un tercio de su tiempo allí. Sólo pensar en la vida que llevaba me hacia sentir un poco incómodo. En movimiento constante, la tensión de estar siempre fingiendo ser otra persona, la soledad... Pero Sachs despreció mi desasosiego con un encogimiento de hombros, como si no tuviera ninguna importancia. Estaba demasiado preocupado, demasiado absorto en lo que estaba haciendo para pensar en esas cosas. Si se había creado algún problema, era el de cómo enfrentarse al éxito. Con la reputación del Fantasma creciendo constantemente, se había vuelto cada vez más difícil encontrar estatuas que atacar, la mayoría de ellas estaban ahora protegidas, y si al principio había necesitado entre una y tres semanas para realizar sus misiones, la media había aumentado a casi dos meses y medio. A principios de ese verano se había visto obligado a abandonar un proyecto en el último minuto, y varios otros habían sido pospuestos, abandonados hasta el invierno, cuando las frías temperaturas sin duda disminuirían la determinación de los guardianes nocturnos. Sin embargo, por cada obstáculo que surgía habla un beneficio compensatorio, otra señal que demostraba cuánto se había extendido su influencia. En los últimos meses el Fantasma de la Libertad había sido el tema de editoriales y sermones. Había sido debatido en programas de radio que reciben llamadas de los oyentes, caricaturizado en chistes políticos, vituperado como una amenaza a la sociedad, exaltado como un hombre del pueblo. En las tiendas de novedades se vendían camisetas y chapas del Fantasma de la Libertad, habían empezado a circular chistes y hacía un mes, en Chicago, se había presentado un número de cabaret en el que el Fantasma desnudaba lentamente a la Estatua de la Libertad y luego la seducía. Estaba teniendo éxito, dijo, mucho más del que nunca hubiera creído posible. Mientras pudiera mantenerlo, estaba dispuesto a hacer frente a cualquier inconveniente, a soportar cualquier penalidad. Era la clase de cosa que diría un fanático, pensé más tarde, un reconocimiento de que ya no necesitaba una vida propia, pero hablaba con tanta felicidad, con tanto entusiasmo y tal ausencia de duda, que apenas comprendí las implicaciones de esas palabras en su momento.

Había más que decir. En mi mente se habían acumulado toda clase de preguntas, pero ya había amanecido y estaba demasiado cansado para preguntar. Quería preguntarle por el dinero (cuánto le quedaba, qué iba a hacer cuando se acabase); quería saber algo más sobre su ruptura con Lillian Stern; quería preguntarle por Maria Turner, por Fanny, por el manuscrito de
Leviatán
(que ni siquiera se había molestado en mirar). Habla cien cabos sueltos, y yo consideraba que tenía derecho a saber aquello, que él estaba obligado a contestar a todas mis preguntas. Pero no le insistí para que continuara. Me dije que hablaríamos de todo aquello en el desayuno, ahora era el momento de irse a la cama.

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