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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Líbranos del bien (16 page)

BOOK: Líbranos del bien
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Calamandri alzó una mano apaciguadora y dijo, dirigiéndose a Brunetti:

—Estoy de acuerdo con su, hmm… —al no encontrar la palabra que describiera la relación, rectificó, dirigiéndose a la
signorina
Elettra—: Estoy de acuerdo con usted,
signora.

Ella respondió con una media sonrisa entristecida.

Mirando de Brunetti a la
signorina
Elettra, para dar a entender que lo que iba a decir estaba dirigido a los dos, Calamandri prosiguió:

—Los resultados de las pruebas no dejan lugar a dudas. Se las han hecho dos veces, por lo que, desde luego, de nada serviría repetirlas. —Miró los papeles que tenía delante y luego a Brunetti—. En la segunda prueba el número de espermatozoides aún es más bajo.

Brunetti pensó en bajar la cabeza avergonzado ante ese golpe a su virilidad, pero resistió la tentación y sostuvo la mirada del doctor, aunque con nerviosismo.

Calamandri dijo entonces a la
signorina
Elettra:

—No sé lo que le habrán dicho los otros médicos,
signora,
pero por lo que veo aquí yo diría que no hay posibilidad de fecundación. —Pasó una hoja, miró un momento lo que Rizzardi y su amigo del laboratorio habían inventado y preguntó—: ¿Cuántos años tenía cuando ocurrió esto?

—Dieciocho —respondió ella mirándole a los ojos.

—Si me permite la pregunta, ¿por qué esperó tanto para hacerse tratar esa infección? —dijo el médico, procurando hablar sin reproche.

—Yo era muy joven entonces —respondió ella encogiéndose de hombros ligeramente, como para distanciarse de aquella jovencita.

Calamandri no dijo nada, y al fin su silencio la obligó a justificarse:

—Creí que era otra cosa, una infección de la vejiga o algo por el estilo, uno de esos hongos que pilla una. —Se volvió hacia Brunetti y le oprimió la mano—. Cuando fui al médico, la infección se había extendido.

Brunetti procuraba mirarla a la cara como si ella estuviera recitando un soneto o cantando una nana al hijo que no podría tener, en lugar de referirse a un episodio de enfermedad venérea. Esperaba que Calamandri hubiera acumulado experiencia suficiente para reconocer a un hombre idiotizado por el amor. O la libido. Brunetti había visto bastantes casos de unos y de otros para saber que las señales eran idénticas.

—¿Le dijeron entonces qué consecuencias podía tener la infección,
signora
? —preguntó Calamandri—. ¿Que probablemente no podría tener hijos?

—Ya se lo he dicho —respondió ella, incómoda e impaciente—. Yo era más joven. —Meneó la cabeza varias veces y retiró la mano que asía la de Brunetti, para enjugarse los ojos. Luego miró a Brunetti y dijo con vehemencia, como si en el despacho no hubiera nadie más que ellos dos—: Eso fue antes de conocerte,
caro,
antes de desear un hijo. Un hijo nuestro.

—Comprendo —dijo el doctor cerrando la carpeta. Juntó las manos con gesto lúgubre y las puso encima del expediente. Mirando a su colega, preguntó—: ¿Tiene algo que añadir a lo dicho,
dottoressa
?

La mujer inclinó el cuerpo para hablar a Brunetti, que estaba al otro lado de la
signorina
Elettra.

—Antes de ver el expediente, había pensado en la posibilidad de la fecundación asistida, pero después de examinar las radiografías y leer el dictamen de los médicos del Ospedale Civile, no me parece viable.

La
signorina
Elettra saltó:

—Yo no tengo la culpa.

Como si no la hubiera oído, la
dottoressa
Fontana prosiguió, dirigiéndose ahora a su colega:

—Como usted ha dicho,
dottore,
el número de espermatozoides es muy bajo, por lo que no creo que una fecundación natural pudiera prosperar, independientemente del estado de la
signora.
—Miró a la
signorina
Elettra y dijo con frialdad—: Somos médicos,
signora.
No culpamos a las personas. Simplemente, las tratamos.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Brunetti antes de que la
signorina
Elettra pudiera decir algo.

—Me temo que eso significa que no podemos ayudarles —dijo Calamandri, apretando ligeramente los labios.

—Pues no es eso lo que me han dicho —estalló Brunetti.

—¿Quién,
signore?
—preguntó Calamandri.

—Mi médico de Venecia. Dice que hacen ustedes milagros.

Calamandri sonrió moviendo la cabeza negativamente.

—Lo lamento,
signor
Brunini, pero sólo
il Signore
hacía milagros. Y hasta Él necesitaba tener algo con qué obrarlos: panes y peces, o agua, en las bodas. —Miró a la pareja y observó que el símil, que Brunetti había admitido con un gesto de asentimiento, a ella se le había escapado.

—El dinero no importa —dijo Brunetti—. Tiene que haber algo que ustedes puedan hacer.

—Me temo que lo único que yo puedo hacer,
signore
—dijo Calamandri con una elocuente mirada al reloj—, es sugerirles que usted y su esposa consideren la vía de la adopción. El proceso es largo y nada fácil, pero, en sus circunstancias, me parece la única posibilidad.

¿Cómo lo habría hecho para ponerse colorada?, se preguntaba Brunetti. ¿Cómo había conseguido la
signorina
Elettra que toda la cara, incluidas las orejas, se le pusiera como un tomate, y durante un buen rato, mientras bajaba la mirada y abría y cerraba la boquilla del bolso?

—No estamos casados —dijo Brunetti, para poner fin al silencio, algo que ninguna de las otras personas presentes parecía querer, o poder, hacer—. Estoy separado de mi esposa, es decir, no legalmente. Y Elettra y yo llevamos juntos más de un año. —Su esposa, la alegría de su vida, estaba en Venecia y él en Verona, por lo que podía afirmar sin faltar a la verdad que estaban separados. No separados judicialmente, desde luego, y quisiera Dios que tal posibilidad siguiera siendo siempre tan absurda como en este momento. Por otra parte, hacía diez años que la
signorina
Elettra trabajaba en la
questura,
por lo que, en efecto, llevaban juntos más de un año. De manera que, dentro del engaño, sus declaraciones eran literalmente ciertas.

Miró por el rabillo del ojo a la
signorina
Elettra y vio que seguía con los ojos fijos en el regazo, pero ahora tenía las manos quietas y la cara mortalmente pálida.

—Por consiguiente —dijo volviéndose hacia Calamandri—, ya ve que hemos de descartar la adopción. Por eso esperábamos poder tener un hijo. Quiero decir un hijo que fuera de los dos.

Al cabo de un largo momento, Calamandri dijo:

—Comprendo. —Dio una palmada a la carpeta y la deslizó hacia la derecha. Miró a la
dottoressa
Fontana, que parecía no tener nada que decir, y se levantó. La
dottoressa
lo imitó, al igual que Brunetti. La
signorina
Elettra seguía sentada, y Brunetti se inclinó y le puso una mano en el hombro.

—Vamos,
cara.
Aquí ya nada podemos hacer.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos y dijo con voz suplicante:

—Pero tú decías que tendríamos un niño. Decías que harías cualquier cosa.

Brunetti se arrodilló, apoyó en su hombro la llorosa cara de ella y le dijo en voz baja, aunque no tanto como para que los otros dos no pudieran oírle:

—Te lo prometí, sí. Y te lo prometo por la vida de mi madre. Haré cualquier cosa. —Miró a Calamandri y a Fontana, pero ellos ya salían del despacho.

Cuando los médicos cerraron la puerta, Brunetti ayudó a levantarse a la
signorina
Elettra y le rodeó los hombros con el brazo.

—Ven, Elettra. Vámonos a casa. Aquí no pueden hacer nada por nosotros.

—¿Pero tú me prometes, me prometes que harás algo? —suplicó ella.

—Cualquier cosa —repitió Brunetti y llevó hacia la puerta a la desconsolada mujer.

Capítulo 15

Siguieron representando su papel hasta que estuvieron en el tren de regreso a Venecia, sentados frente a frente en el coche de primera clase, casi vacío, del Eurocity de Milán. No habían hablado mientras esperaban el taxi que había pedido la recepcionista ni tampoco en el taxi. Pero en el tren, donde ya no había posibilidad de que fueran descubiertos, la
signorina
Elettra se recostó en la butaca exhalando un hondo suspiro. Brunetti creyó ver cómo su verdadera personalidad volvía a tomar posesión, aunque, no estando seguro de cuál era esa personalidad, tampoco podía afirmar que la metamorfosis se hubiera producido realmente.

—¿Y bien? —preguntó Brunetti.

—Un momento, por favor —dijo ella—. Aún estoy exhausta, después de tantas lágrimas.

—¿Cómo lo hace? —preguntó Brunetti.

—¿El qué? ¿Llorar?

—Sí. —En más de una década, sólo la había visto llorar una vez, y fue de verdad. Muchas de las consecuencias de las miserias humanas que se descubrían en la
questura,
podrían hacer llorar a las piedras, pero ella siempre había conseguido distanciarse con profesionalidad, incluso en casos que habían conmovido hasta al impávido y nada imaginativo Alvise.

—He pensado en los
masegni
—dijo ella con una pequeña sonrisa.

La
signorina
Elettra había hecho más de una observación original en el pasado, pero él no estaba preparado para oír que fuera capaz de llorar al pensar en las losetas del pavimento.

—¿Cómo? —preguntó olvidando momentáneamente al
dottor
Calamandri—. ¿Por qué la hacen llorar los
masegni
?

—Porque soy veneciana —respondió ella, lo que no daba ninguna pista.

En aquel momento, pasó el revisor y, cuando el hombre se alejaba, después de tacharles los billetes, Brunetti dijo:

—¿Me lo explica?

—Han desaparecido. ¿Es que no se ha dado cuenta?

¿Cómo podían haber desaparecido las losetas?, se preguntó Brunetti. ¿Y adónde habrían ido a parar? Quizá la tensión de la última hora la había…

—Cuando cambiaron el pavimento de las calles —prosiguió ella, sin darle tiempo a completar el pensamiento—, cuando elevaron las aceras para ponerlas por encima del nivel del
acqua alta
—agregó, arqueando las cejas ante la futilidad del intento—, quitaron todos los
masegni
que llevaban allí siglos.

Brunetti recordó entonces los meses durante los que había observado a brigadas de obreros levantar el pavimento de
campi
y
calli,
tender o sustituir tuberías y cables y luego tapar las zanjas.

—¿Y qué han puesto en su lugar? —inquirió ella.

El comisario siempre había procurado desincentivar el empleo de preguntas retóricas por el procedimiento de no darles respuesta, por lo que ahora guardó silencio.

—Han puesto losetas hechas a máquina, perfectamente rectangulares, cada una, ejemplo fehaciente de la simetría de cuatro ángulos rectos.

Brunetti recordó entonces que le había llamado la atención el buen encaje de las nuevas losetas, a diferencia de las anteriores, de cantos desiguales y superficie irregular.

—¿Y adónde han ido a parar las viejas, me lo puede decir? —preguntó ella, levantando el índice de la mano derecha en ritual ademán de interrogación. Como Brunetti tampoco respondía, prosiguió—: Unos amigos las han visto en un descampado de Marghera, bien apiladas. —Y agregó, con una sonrisa—: Ataditas con alambre, listas para el transporte. Hasta las fotografiaron. Y se dice que las han puesto en una
piazza
del Japón.

—¿Del Japón? —preguntó Brunetti sin disimular la extrañeza.

—Eso es lo que se dice, comisario. Pero, como yo personalmente no he visto las losetas sino sólo las fotos, supongo que podría tratarse de una leyenda urbana. Y no hay pruebas, es decir, aparte del hecho de que, cuando empezaron las obras, había miles de ellas, losetas hechas hace siglos, y la mayoría
ya no están.
Por lo que, a no ser que decidieran convertirse en lemmings y arrojarse todas a la laguna de noche sin ser vistas, alguien se las ha llevado y no las ha devuelto.

Brunetti trataba de calcular el volumen de material. Debía de haber barcos, camiones, hectáreas de losetas. Eran muchas como para que pudieran esconderse, y el transporte tenía que salir muy caro. ¿Quién iba a organizar algo así? ¿Y con qué objeto?

Casi como si lo hubiera preguntado en voz alta, ella dijo:

—Para venderlas, comisario. Levantarlas y retirarlas a cargo de la ciudad y luego venderlas: losetas de roca volcánica, hechas a mano siglos atrás. Para eso. —Cuando Brunetti pensaba que ya había terminado, ella añadió—: Los franceses y los austríacos nos invadieron y saquearon a mansalva, bien lo sabe Dios, pero ellos, por lo menos, nos dejaron las losetas. Sólo de pensarlo me dan ganas de llorar.

«Lo mismo que a cualquier veneciano», comprendió entonces Brunetti. Se puso a pensar en quién podía haber organizado el plan y qué complicidades habría precisado para ponerlo en práctica, y no le gustó ninguna de las posibilidades que se le ocurrían. Entonces, de pronto, recordó una expresión que solía utilizar su madre al hablar de los napolitanos que, decía, «son capaces de robarte los zapatos mientras andas». Pues aún más listos eran algunos venecianos, que podían robarte las losetas de debajo de los pies.

—En cuanto al
dottor
Calamandri —dijo ella, atrayendo la errante atención de Brunetti—, parece un médico entregado a su trabajo y deseoso de ser escrupulosamente sincero con sus pacientes. Por lo menos en este caso, se ha esforzado por disipar falsas ilusiones y expectativas infundadas. —Hizo una pausa, para dejar que sus palabras calaran, antes de preguntar—: ¿Usted qué dice, comisario?

—Lo mismo, poco más o menos. Habría podido recomendar que se repitieran las pruebas. En la clínica. En su laboratorio.

—Y no lo ha hecho —convino ella—. Lo que indica que es honrado.

—O quiere parecerlo —apuntó Brunetti.

—Me ha quitado las palabras de la boca —dijo ella con una sonrisa. El tren iba aminorando velocidad y, a poco, entraba en la estación de Mestre. A su izquierda, la gente iba y venía por el andén y entraba y salía de un McDonald's. Ellos contemplaban el movimiento u observaban a los pasajeros del tren que estaba parado a su derecha hasta que se cerraron las puertas y volvieron a ponerse en marcha.

En una charla casual, comentaron los fríos modales de la
dottoressa
Fontana y convinieron en que ahora sólo cabía esperar a que Brunini recibiera la llamada de alguien que dijera que colaboraba con la clínica. Si nadie llamaba, quizá valiera la pena volver a hablar con Pedrolli o con su mujer, a ver si estaban más comunicativos, o, quizá, la
signorina
Elettra encontrara la manera de introducirse en el
dossier
de la investigación que tenían en curso los
carabinieri.

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