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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Libros de Sangre Vol. 2 (29 page)

BOOK: Libros de Sangre Vol. 2
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Raquel volvió junto a él ronroneando y con el café.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Estúpida puta. Claro que no estaba bien.

—Claro —le contestó.

—Tienes visita.

—¿Qué? —Se levantó de un salto de la silla de cuero—. ¿Quién?

Ella le sonrió.

—Tracy —dijo—. Quiere entrar a darte un abrazo.

Suspiró. Estúpida, estúpida puta.

—¿Quieres ver a Tracy?

—Claro.

El pequeño accidente, como le gustaba llamarla, estaba a la puerta, todavía con la bata puesta.

—Hola, papá.

—Hola, cariño.

Cruzó la habitación pavoneándose con el andar de su madre.

—Mamá dice que estás enfermo.

—Me estoy recuperando.

—Me alegro.

—Y yo.

—¿Vamos a salir hoy?

—A lo mejor.

—¿A la verbena?

—A lo mejor.

Se puso a hacer pucheros con coquetería, controlando perfectamente el efecto. Una réplica irreprochable de las triquiñuelas de Raquel. Sólo le pedía a Dios que no se volviera tan estúpida como su madre.

—Ya veremos —contestó, esperando poner cara de decir «Sí», pero sabiendo que quería decir «no».

Se le sentó en las rodillas y él le dejó que le contara un rato las travesuras de una niña de cinco años; luego la mandó a vestirse. Hablar le daba dolor de garganta, y hoy no se sentía un padre demasiado cariñoso.

Cuando se volvió a quedar solo se puso a mirar las nubes bailar sobre el césped.

Después de las once empezaron a ladrar los perros. Al cabo de un corto rato se callaron. Fue a buscar a Norton, que estaba en la cocina resolviendo un rompecabezas con Tracy.
El carro de heno
en dos mil piezas. Uno de los favoritos de Raquel.

—¿Has ido a ver a los perros, Norton?

—No, jefe.

—Pues hazlo, cojones.

No solía decir tacos delante de los niños, pero hoy estaba con los nervios a punto de estallar. Norton no le dio importancia. Cuando abrió la puerta de atrás, Maguire olió el día. Le apetecía salir de casa, pero los perros ladraban de una manera que le daba palpitaciones en la cabeza y le hacía sudar las manos. Tracy tenía la cabeza gacha, inmersa en su rompecabezas, pero el cuerpo crispado, esperando una explosión de cólera. Él no dijo nada, sino que volvió directamente al salón.

Desde su silla vio a Norton cruzar el césped a grandes pasos. Los perros estaban callados. Norton desapareció de su vista detrás del invernadero. Fue una larga espera. Maguire estaba a punto de ponerse nervioso cuando volvió a aparecer Norton y, levantando la vista, se encogió de hombros y se puso a hablar. Maguire le quitó el cerrojo a la puerta corredera, la abrió y salió al patio. Se encontró con un día magnífico.

—¿Qué estás diciendo? —le preguntó a Norton.

—Los perros están perfectamente —respondió éste.

Maguire se tranquilizó. Claro que los perros estaban perfectamente; ¿por qué no habían de ladrar un poco, para qué estaban si no? Estaba a punto de ponerse en ridículo, de mearse en los pantalones porque los perros habían ladrado. Asintió a Norton y salió del patio al césped. Un día precioso, pensó. Acelerando el paso, cruzó el césped hasta llegar al invernadero, donde florecían sus
bonsais
cuidados con esmero. Norton le esperaba, servicial, a la puerta, hurgándose los bolsillos en busca de pastillas de menta.

—¿Quiere que me quede aquí, señor?

—No.

—¿Seguro?

—Seguro —dijo con magnanimidad—, vuelve a casa a jugar con la niña.

Norton asintió.

—Los perros están perfectamente —repitió.

—Sí.

—Les ha debido excitar el viento.

Hacía viento. Cálido, pero intenso. Agitaba la fila de hayas cobrizas que rodeaba el jardín. Resplandecían, mostrando los pálidos dorsos de las hojas al cielo. Su movimiento, suave y gentil, resultaba reparador.

Maguire abrió la puerta del invernadero y se cobijó en él. Ahí, en ese edén artificial, estaban sus verdaderos amores, fertilizados con arrullos y huesos de sepia. Su enebro Sargent, que había sobrevivido pese a los rigores del monte Ishizuchi; su membrillo en flor, su pícea Yeddo
(Picea jesoensis),
su enana preferida, a la que había obligado, después de varios intentos fallidos, a colgar de una roca. Todos eran auténticas bellezas: pequeños milagros de tronco retorcido y agujas escalonadas, merecedores de toda su atención y su cariño.

Satisfecho, olvidándose por un momento del mundo exterior, holgazaneó entre su flora.

Los perros se habían peleado por la posesión de Ronnie como si fuera un juguete. Le habían sorprendido saltando la valla y le rodearon antes de que pudiera escapar, contentos de atraparlo, destrozarlo y escupirlo a cachos. Si escapó fue porque se acercó Norton y les apartó un momento del objeto de su furia.

Después del ataque tenía el cuerpo lleno de desgarrones. Confuso, concentrándose en reunir y mantener cierta coherencia corporal, evitó de milagro que lo descubriera Norton.

Se deslizó fuera de su escondite. El combate le había dejado exhausto, y el sudario estaba lleno de jirones, de forma que la ilusión de tener una sustancia era imperfecta. Tenía el estómago abierto de par en par y la pierna izquierda casi amputada. Estaba lleno de manchas: a las de sangre había que sumar las de babas y caca de perro.

Pero su voluntad lo era todo. Estaba muy cerca de su objetivo: no podía desistir de su empeño y dejar que la naturaleza campara por sus fueros. Estaba en una situación de rebeldía permanente contra la naturaleza y, por primera vez en su vida (y en su muerte), se sentía exultante. ¿Tan malo era ser antinatural, existir como desafío de las leyes y de la cordura? Estaba lleno de mierda, de sangre; estaba muerto y resucitado en un pedazo de tela manchada; era un contrasentido.
Y sin embargo, era.
Nadie podía negar que existiera mientras tuviera la voluntad de seguir viviendo. La idea era deliciosa: era como encontrarle un nuevo sentido a un mundo ciego y sordo.

Vio a Maguire en el invernadero y lo estuvo contemplando un rato. El enemigo estaba completamente embebido en su hobby; silbaba el himno nacional mientras cuidaba sus flores. Ronnie se acercó más y más al cristal, gimoteando algo a través del tejido ajado.

Maguire no oyó el suspiro de la ropa contra la ventana hasta que la cara de Ronnie se aplastó contra el cristal, con los rasgos borrosos y contrahechos. Dejó caer la pícea Yeddo, que se aplastó contra el suelo, rompiéndosele las ramas.

Maguire trató de chillar, pero sólo consiguió proferir un gañido ahogado. Salió corriendo hacia la puerta cuando la cara, con los ojos desorbitados por el ansia de venganza, rompió el cristal. Maguire no comprendió bien lo que sucedió después. La forma en que el cuerpo y la cabeza parecieron colarse por el vidrio roto, desafiando a la física, y se recompusieron dentro de su santuario, adoptando la forma de un ser humano.

No, no era exactamente humano. Tenía aspecto de haber sufrido un ataque de apoplejía, con su máscara blanca y su cuerpo blanco escorados hacia la derecha y arrastrando la pierna destrozada mientras le gritaba a voz en cuello.

Abrió la puerta y buscó refugio en el jardín. La cosa le siguió, empezó a hablarle, estiró los brazos hacia él.

—Maguire…

Pronunció su nombre en voz tan baja que quizá sólo lo había imaginado. Pero no, volvió a hablarle.

—¿Me reconoces, Maguire? —dijo.

Naturalmente que sí, hasta con los rasgos desfigurados se veía claramente que era Ronnie Glass.

—Glass —contestó.

—Sí —dijo el fantasma.

—No quiero… —empezó Maguire y luego titubeó. ¿Qué es lo que no quería? Hablar con ese horror, sin duda. Reconocer que existía; eso también. Pero, por encima de todo, morir.

—No quiero morir.

—Morirás —dijo el fantasma.

Maguire sintió que la sábana se le venía encima. Quizá no fuera más que el viento empujando a ese monstruo insustancial y envolviéndole con él.

En cualquier caso, el abrazo apestaba a éter, a desinfectante y a muerte. Los brazos de lino se estrecharon en torno a su cuerpo, la cara boquiabierta se pegó  la suya, como si quisiera besarlo.

Instintivamente Maguire agarró a su agresor y su mano tropezó con la renta que los perros habían dejado al sudario. Metió los dedos por un desgarrón de la ropa y tiró de ella. Le tranquilizó oír cómo el lino se desgarraba por la costura y se liberó de aquel abrazo de oso. El sudario se puso a dar sacudidas con la boca abierta en un grito mudo.

Ronnie estaba sufriendo como nunca creyó volver a hacerlo desde que dejó de ser carne y huesos. Pero ahí estaba de nuevo el dolor, un dolor terrible.

Se alejó flotando de su mutilador, chillando lo que pudo, mientras Maguire se escapaba tambaleando por el césped con los ojos desorbitados. Estaba a punto de volverse loco; seguro que ya no servía para nada. Pero eso no era suficiente. Tenía que matar a ese bastardo; eso era lo que se había prometido y estaba determinado a cumplir su promesa.

El dolor no remitía, así que trató de ignorarlo, concentrándose en perseguir a Maguire por el jardín. Pero se sentía muy débil; estaba a punto de convertirse en un juguete en manos del viento, que le atravesaba el cuerpo y le helaba las entrañas. Tenía el aspecto de una destrozada bandera de guerra, tan desastrada que apenas si se podía reconocer, a punto de abandonar este mundo.

Salvo que, salvo que… Maguire.

Éste llegó a su casa y cerró la puerta de un portazo. La sábana se aplastó contra la ventana ondeando, grotesca, arañando el cristal con sus manos de lino y clamando venganza con su rostro desfigurado.

—Déjame entrar —decía—, entraré de todas formas.

Maguire cruzó vacilando la habitación y entró en el vestíbulo.

—Raquel…

¿Dónde estaba su mujer?

—¿Raquel…?

No estaba en la cocina. En el estudio se oía la voz de Tracy. Se asomó. La niña estaba sola, sentada en medio del suelo, con los cascos en los oídos, acompañando alguna canción que le gustaba.

—¿Mamá? —le dijo empleando la mímica.

—Arriba —contestó ella, sin quitarse los cascos.

Arriba. Mientras subía las escaleras oyó a los perros ladrar en el jardín. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué estaba haciendo ese cabrón?

—¿Raquel…? —Lo dijo en voz tan baja que casi no se oyó ni él mismo. Fue como si se hubiera convertido antes de tiempo en un fantasma en su propia casa.

No oyó ningún ruido en el rellano.

Entró dando traspiés en el cuarto de baño de baldosas marrones y encendió la luz. El efecto era adulador, y siempre le había gustado contemplarse bajo esa luz. Su brillo suave amortiguaba los estragos de la vejez. Pero esta vez se negó a engañarle. Su cara era la de un hombre viejo y aterrado.

Abrió violentamente el armario colgado de la pared y rebuscó entre las toallas tibias. ¡Ahí estaba! Una pistola descansando entre aquella fragancia, escondida, para usarse sólo en caso de emergencia. El contacto le hizo salivar. Agarró el arma y comprobó su estado. Funcionaba perfectamente. Esa pistola había matado una vez a Glass y lo podría matar de nuevo. Una y otra vez.

Abrió la puerta del dormitorio.

—Raquel…

Estaba sentada al borde de la cama, con Norton metido entre las piernas. Los dos seguían vestidos, uno de los suntuosos pechos de Raquel fuera del sujetador y aplastado contra la servicial boca del hombre. Se volvió, tan estúpida como de costumbre, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Sin pensar en lo que hacía, disparó.

La bala la sorprendió con la boca abierta, en un gesto muy característico, y le abrió un agujero nada despreciable en la garganta. Norton salió de su entrepierna, no tenía nada de necrófilo, y se fue corriendo hasta la ventana. No se sabía bien qué pretendía, puesto que no podía volar.

La segunda bala alcanzó a Norton en medio de la espalda y le atravesó el cuerpo, perforando el cristal.

Sólo cuando murió su amante, se desplomó Raquel sobre la cama, con el pecho salpicado de sangre y las piernas abiertas de par en par. Maguire la miró caer. La obscenidad doméstica de la escena no le repugnó; era bastante soportable. Pecho y sangre y boca y amor perdido y todo; todo era soportable. A lo mejor se estaba volviendo insensible.

Dejó caer la pistola.

Los perros habían dejado de ladrar.

Salió del dormitorio y se asomó al rellano, cerrando la puerta con suavidad para no molestar a su hija.

No debía molestar a su hija. Desde el rellano, descubrió el encantador rostro de su hija que lo contemplaba desde abajo.

—Papá.

La miró con cara de desconcierto.

—Había alguien en la puerta. Lo he visto entrar por la ventana.

Empezó a bajar las escaleras temblando, una a una. «No tiene prisa», pensó.

—Abrí la puerta, pero no había nadie.

Wall. Tenía que ser Wall. Sabría qué era lo mejor que se podía hacer.

—¿Era alto?

—No lo vi bien, papá. Sólo la cara. Estaba aún más pálido que tú.

¡La puerta! ¡Dios mío, la puerta! Que no la hubiera dejado abierta. Demasiado tarde.

El extraño entró en el vestíbulo con una arruga en la cara por sonrisa, una de las peores que Maguire había visto en su vida.

No era Wall.

Wall tenía carne y huesos, y este visitante era como una muñeca de trapo. Wall era un hombre frío, y éste le sonreía. Wall representaba la vida, la ley y el orden. Esta cosa no.

Era Glass, naturalmente.

Maguire negó con la cabeza. La niña, que no veía a aquella cosa ondear a sus espaldas en el aire, interpretó mal el gesto.

—¿He hecho algo mal? —preguntó.

Ronnie pasó a su lado volando en dirección a su víctima, más parecido a una sombra que a nada remotamente humano, arrastrando tras él jirones de ropa. Maguire no tuvo tiempo de resistir, ni le quedaba voluntad para hacerlo. Abrió la boca para decir algo en defensa de su vida y Ronnie le metió el brazo que le quedaba, anudado en una cuerda de lino, por la garganta. Maguire tuvo náuseas, pero Ronnie siguió deslizándose en su interior, avanzando por la epiglotis y abriéndose camino por su esófago hasta llegar al estómago de su víctima. Maguire sintió que se le llenaba el estómago como después de un empacho, con la diferencia de que le retorcía el vientre y le rascaba la pared de su órgano para apoderarse de él. Fue todo tan rápido que no tuvo tiempo de morir de asfixia. Si hubiera podido elegir, quizás habría preferido esa muerte, por terrorífica que fuera. En lugar de eso, sintió cómo la mano de Ronnie le destrozaba el vientre, cavando en busca de un lugar al que agarrarse en el colon o en el duodeno. Y cuando la mano se apoderó de todo lo que pudo, el cabrón sacó el brazo.

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